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Caminó entre el barro resbaladizo por la pendiente de la calle Bogoyavlenskaya que terminaba en el brumoso y solitario río. Allí, las casas apenas eran tugurios y el camino continuaba en un ovillo de anómalas callejuelas. Durante un momento Nikolai Vsevolodovich estuvo entre las vallas, cerca de la orilla manteniendo el camino y casi sin pensar en él. Otro era el pensamiento que lo abstraía. Finalmente volvió en sí y vio que estaba casi suspendido en medio del largo y húmedo puente de las barcazas. Si bien no se encontró con nadie, no dejaba de oír una voz familiarmente amable y cándida, con un acento rítmico y dulce como las que suelen usar los comerciantes refinados o los jóvenes de pelo rizado que trabajan en las tiendas del Gostiny Dvor.

—Disculpe, caballero, ¿me permite compartir su paraguas?

De pronto alguien se deslizó y, ahora, un hombre andrajoso iba junto a él, casi «hombro con hombro», como dicen los soldados. Nikolai Vsevolodovich aminoró el paso y se inclinó para ver de quién se trataba, tanto como le permitió la oscuridad. Notó que era un hombre bajo, con aire de artesano dispuesto a irse de fiesta. Iba vestido con ropa ligera y raída. Usaba una gorra de algodón sobre su melena ensortijada, su gorro chorreaba agua y tenía la visera medio arrancada. Era de tez morena, fuerte y musculoso, de pelo muy oscuro y con grandes ojos negros, de brillo pronunciado y con un tinte amarillo como los de los gitanos. Quizá ya tenía cuarenta años y no estaba ebrio.

—¿Me conoces? —preguntó Nikolai Vsevolodovich.

—El señor Stavrogin, Nikolai Vsevolodovich. El domingo antepasado me lo señalaron a usted en la estación en cuanto paró el tren. Además, ya había oído hablar antes de usted, señor.

—¿De Piotr Stepanovich? ¿Tú eres Fedka el presidiario?

—De nombre de pila Fiodor Fiodorovich. Por aquí vive aún mi madre, señor. Es una mujer muy vieja, cada día más encorvada. No deja de rezar por mí, reza día y noche. Mejor, así no pierde el tiempo, como es vieja… ¿no es cierto?, siempre está sentada en la estufa.

—¿Te has escapado de presidio?

—He cambiado de ocupación, sí señor. Tuve que echar por alto los libros, las campanas y todas las cosas de iglesia porque fui condenado a cadena perpetua y habría tenido que aguardar mucho tiempo para cumplir la condena, señor.

—¿Y qué es lo que haces?

—Mato el tiempo como se puede, señor. Mi tío la semana pasada murió en la cárcel de aquí, donde lo tenían preso por hacer billetes falsos. Para poder hacerle un velatorio les he estado tirando docenas de piedras a los perros. Así es todo, señor. Además, Piotr Stepanovich me ha prometido un pasaporte, esos pasaportes que usan los comerciantes, para viajar por toda Rusia. Así que acá estoy esperando a que le den las ganas de dármelo. Y usted, señor, ¿podría darme tres rublos para que pueda tomar algo que me caliente?

—Eso quiere decir que me has estado esperando aquí. Eso no me gusta. ¿Quién te ha mandado?

—En lo de mandarme, no me ha mandado nadie. Como puede ver, casi estoy en las últimas. El viernes pasado llené el buche con masa de tortas; pero desde entonces no comí un día, esperaba comer el siguiente y el tercero ayuné. En cuanto a la bebida, el río viene lleno de agua, pero ya he tomado tanta que tengo la barriga como un estanque… ¿Podría por caridad darme alguna cosilla? Tengo una comadre que me está esperando cerca de aquí, pero no puedo asomar la jeta por su casa si no llevo algún dinerillo.

—¿Qué fue lo que Piotr Stepanovich te prometió de mí?

—No es que me prometiera nada, señor, pero dijo casi como suena que bien podría ocurrir que pudiera servirle a usted en algo si se presentase la ocasión. Pero no me dijo a punto fijo en qué, señor, porque Piotr Stepanovich quiere ver, a lo que parece, si tengo la paciencia de un cosaco y no se fía de mí ni tanto así.

—¿Por qué?

—Porque Piotr Stepanovich es un astrólogo, señor, y se conoce al dedillo todos los planetas del cielo, pero él también mete la pata como cualquier hijo de vecino. A usted, señor, le estoy diciendo la verdad como si fuera el mismísimo Dios. ¿Sabe por qué? Porque he oído hablar mucho de usted. Piotr Stepanovich es una cosa y usted, señor, es otra muy diferente, harina de otro costal. Si él dice, un suponer, que Fulano es un sinvergüenza, sigue creyendo que lo es, pase lo que pase. Y si dice que Mengano es tonto, no quiere saber nada de Mengano sino que es tonto. Y yo puede que sea tonto los martes y los miércoles, pero los jueves puede que sea más listo que él. Pues bien, señor, lo que de mí sabe él ahora es que estoy esperando ese pasaporte con la lengua fuera, porque en Rusia no se va a maldita la parte sin documentos; y por eso piensa que me tiene agarrado por las…, por las narices. Pero sepa usted, señor, que a Piotr Stepanovich le resulta fácil vivir en este mundo, muy fácil, porque en cuanto se hace una idea de lo que es un hombre, con ella se acuesta. Además, es agarrado como el que más. Pensaba que, sin permiso de él, no me atrevería a acercarme a usted, pero aquí estoy ante usted, señor, como ante Dios mismo. Desde hace tres noches, señor, lo espero a usted en este puente, seguro de que puedo arreglármelas por mi cuenta, sin que nadie me ayude. Más vale arrodillarse ante un zapato que ante una alpargata.

—¿Y cómo sabías que yo iba a pasar por el puente? ¿Quién te lo dijo?

—Pues mire, señor, eso, hablando en plata, lo supe por casualidad, mayormente por la idiotez del capitán Lebiadkin, porque no puede guardarse nada en el buche… De modo y manera, señor, que esos tres rublos serán el jornal por esos tres días y tres noches de aburrimiento. Tengo la ropa empapada pero de eso no diré ni pío. Son gajes del oficio.

—Yo voy por la izquierda y tú por la derecha. Aquí termina el puente. Oye, Fiodor, quiero que la gente entienda lo que digo de una vez para siempre: no te doy un kopek, y en adelante no me salgas al encuentro ni en el puente ni en ninguna parte. No tengo necesidad de ti ni la tendré. Y si no me haces caso, te llevo atado de manos a la policía. ¡Fuera de aquí!

—¡Eh, bueno! Algo me podría dar por la compañía, señor. Bien que se ha divertido.

—¡Te dije que fuera, andando!

—Pero ¿conoce bien el camino por aquí, señor? Hay tantas vueltas y revueltas… Yo podría guiarlo, porque esta parte de la ciudad es como si el mismísimo diablo la hubiera dejado caer desde una cesta.

—¡Te digo que te ato de manos y te llevo a la policía! —amenazador Nikolai Vsevolodovich se volvió hacia él.

—Ya lo pensará usted mejor, señor. No cuesta mucho hacer daño a un pobre diablo como yo.

—Por lo visto, estás muy seguro de ti mismo.

—Yo, señor, estoy seguro de usted y no muy seguro de mí mismo.

—No te necesito para nada, ya te lo he dicho.

—Claro, pero lo malo, señor, es que yo lo necesito a usted. En fin, si no hay más remedio… lo esperaré a la vuelta.

—Si te encuentro te ato, palabra de honor.

—Entonces tendré preparado un cinturón para que lo haga, señor. Buenas noches, señor, y gracias por haberme cubierto con su paraguas. Le estaré agradecido hasta el día de mi muerte.

Se quedó atrás. Nikolai Vsevolodovich llegó preocupado a su destino. Aquel hombre traído por la lluvia creía que era absolutamente indispensable y se había encargado de repetírselo de manera insolente. La gente no solía tratarlo con delicadeza. De modo que quizás aquel presidiario le estaba diciendo la verdad y quería servirle más allá de las sugerencias de Piotr Stepanovich.

Los demonios
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