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Se celebró el festival no obstante los embrollos del día anterior, el «día de Shpigulin». Pienso que aun si Lembke hubiera muerto esa misma noche, igual se habría celebrado el festival a la mañana siguiente; tan relevante era el significado que le atribuía Iulia Mihailovna. ¡Ay!, hasta el último momento siguió obcecada sin comprender el estado de ánimo general. Al final, nadie imaginaba que transcurriría ese día festivo sin algún incidente de mayor cuantía, sin algún «descalabro», como decían algunos, frotándose las manos por anticipado. Es cierto que muchos trataban de poner cara sombría y aprensiva; pero, hablando en general, el ruso halla en cualquier escándalo público un motivo de jovialidad. Es cierto también que lo que cundía entre nosotros era algo mucho más grave que el mero deseo de escándalo: era una irritación general, algo implacablemente maligno, como si todos estuviesen hartos de todo. Reinaba un cinismo incoherente y general, diríase un cinismo forzado. Sólo las señoras eran consecuentes, pero en un único punto: en su odio tenaz a Iulia Mihailovna; en eso convergían todas las opiniones femeninas. Y ella, la pobre, ni se daba cuenta: hasta el último momento estuvo convencida de que tenía un «séquito», de que todos sentían por ella una «lealtad fanática».

Ya he indicado que hicieron su aparición en la ciudad numerosas personas de medio pelo. En épocas turbias, de incertidumbre y transición, aparecen siempre y por todos lados personas de medio pelo. No hablo de los llamados «progresistas», de los que siempre se dan más prisa que los demás (tal es su afán cardinal), cuyos propósitos, aunque a menudo descabellados, están más o menos definidos. No. Hablo sólo de la canalla. En todo período de transición surge esa canalla de la que ninguna sociedad está libre, y surge no sólo sin propósito alguno, sino sin ningún asomo de idea, sólo para sembrar con ahínco la inquietud y la impaciencia. Y, sin embargo, esa canalla, sin advertirlo siquiera, cae casi siempre bajo el caudillaje de un puñado de «progresistas», que ya sí obran con un propósito definido, y son los que llevan a ese hato de truhanes a donde les da la gana, si es que ese puñado de «progresistas» no es también un puñado de sandios, lo que, por otra parte, sucede más de una vez. Entre nosotros se dice ahora, cuando ya todo ha pasado, que a Piotr Stepanovich lo gobernaba la Internationale, que él gobernaba a Iulia Mihailovna y que ésta, por su parte, gobernaba, con él como guía, a la canalla de toda especie. Las cabezas más claras de la ciudad se maravillaban ahora de sí mismas: ¿cómo es posible que fuesen entonces tan torpes? En qué consistió nuestra época turbia y de qué a qué fue nuestra transición son cosas que no sé ni pienso que nadie sepa; quizá sólo lo sepan algunos de los que nos visitaron. Y, con todo, las personas más ruines adquirieron de súbito ascendiente entre nosotros y se pusieron a criticar a voz en cuello todo lo más sagrado, cuando antes no osaban decir esta boca es mía; en tanto que las personas principales, que hasta entonces habían llevado la voz cantante, se aprestaron de pronto a escucharlos, mientras ellos a su vez callaban; y algunos hasta aprobaban cínicamente con risitas mal disimuladas. Individuos como Liamshin, como Teliatnikov, terratenientes por el estilo del Tentiotnikov de Gogol, toscos y quejumbrosos Radishchevs caseros, pequeños israelitas de lúgubre aunque altiva sonrisa, viajeros jocosos, vates politizados de la capital, poetas que a falta de ideas o talento visten camisas campesinas y calzan botas embreadas, comandantes y coroneles que se burlan de lo insensato de su profesión y que por un rublo más estarían dispuestos a colgar el sable y trabajar como escribientes en los ferrocarriles, generales que se hacen abogados, educados árbitros de conflictos laborales y pequeños comerciantes en vías de educarse, incontables seminaristas, mujeres que encarnan la cuestión femenina…, toda esta gente se enseñoreó de pronto. ¿Y sobre quién? Sobre el club, sobre los funcionarios, sobre generales mutilados en campaña y sobre las damas más severas e inabordables de nuestra sociedad. Si la propia Varvara Petrovna, con su adorado hijo, habían servido casi de mandaderos de toda esa pillería hasta el momento mismo de la catástrofe, bien se puede perdonar hasta cierto punto a otras de nuestras Minervas locales por la aberración de entonces. Como ya he apuntado, ahora se culpa de todo a la Internationale. Esta idea ha tomado tal arraigo que se ofrece como explicación a los que nos visitan. No hace mucho que el consejero Kubrikov, hombre de sesenta y dos años condecorado con la Orden de San Estanislao, se presentó a las autoridades sin haber sido convocado y declaró en redondo que había estado bajo el influjo de la Internationale tres meses seguidos. Cuando, con todo el respeto debido a sus años y servicios, se lo invitó a explicarse más concretamente, no pudo ofrecer prueba documental alguna, salvo que había sentido esa influencia «en todas las fibras de su espíritu», y se confirmó de tal modo en su declaración que se juzgó innecesario proseguir el interrogatorio.

Repito una vez más: aun entre nosotros hubo un pequeño grupo de gente sensata que se mantuvo apartada desde un principio, más aún, que se encasilló en su aislamiento. Pero ¿qué castillo puede prevalecer contra la ley natural? Aun en las familias más prudentes hay muchachas casaderas que necesitan bailar. Y de ahí cómo esas muchachas acabaron también por suscribirse al baile a beneficio de las institutrices. Se daba por seguro que el tal baile iba a ser un acontecimiento brillante, singularísimo. Se contaban maravillas de él. Corrían rumores acerca de los príncipes con lorgnettes que iban a asistir; de los diez acomodadores, todos ellos solteros jóvenes, con escarapelas en el hombro izquierdo; de la venida de algunas personas de Petersburgo que eran los promotores del festival; de que Karmazinov, para aumentar los ingresos, había consentido leer Merci con el disfraz de una institutriz de nuestra provincia; y de que habría una «cuadrilla literaria», con el vestuario apropiado, en el que cada traje representaría un movimiento literario particular. Por último, también en traje de fantasía, danzaría el «cuerdo pensamiento ruso», lo que constituiría una verdadera novedad. ¿Cómo no suscribirse? Todos se suscribieron.

Los demonios
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