9

Hubo una época en la que cundió por la ciudad el rumor de que nuestro grupo era un foco de librepensamiento, depravación y ateísmo; y fue corriendo de boca en boca. Pero, la verdad, lo que reinaba entre nosotros era una palabrería liberal muy ingenua, amable y alegre, a la vez que muy rusa. El «liberalismo de altura» y el «liberal de altura», el liberal sin objeto de ninguna índole, son posibles únicamente en Rusia. Como todo hombre de ingenio, Stepan necesitaba a alguien dispuesto a escucharle y convencerlo de que cumplía con el deber de propagar ideas. Necesitaba además, por supuesto, a alguien con quien beber champán y con quien, entre trago y trago, cambiar las consabidas impresiones halagüeñas sobre Rusia y el «alma rusa», sobre Dios en general y el «Dios ruso» en particular; y repetir por centésima vez esas historietas escandalosas rusas que todos conocen y todos repiten. Tampoco teníamos nada que objetar a los chismes que circulaban por la ciudad, aunque de vez en cuando nos permitiéramos los más severos juicios morales. Discurríamos sobre cuestiones relativas a la humanidad en general; meditábamos gravemente sobre el destino futuro de Europa y del género humano; pronosticábamos dogmáticamente que, después del cesarismo, Francia bajaría rápidamente al nivel de una potencia de segundo orden y estábamos, en efecto, convencidos de que ello podía suceder fácil y apresuradamente. Al Papa, desde tiempo atrás, le habíamos profetizado el papel de simple arzobispo en la unificación de Italia, y estábamos plenamente persuadidos de que ese problema milenario resultaba sólo trivial en nuestro siglo de humanitarismo, industria y ferrocarriles. Pero, como es sabido, el «liberalismo ruso de altura» ve las cosas un poco a la ligera. Stepan hablaba a veces de arte, y muy bien por cierto, aunque de un modo un tanto abstracto. Hacía mención de vez en cuando de los amigos de su mocedad —todos ellos personajes notables de la historia de nuestro progreso—; los recordaba con ternura y veneración, pero también con algo así como envidia.

Si la reunión resultaba aburrida, el judío Liamshin (empleado de correos de poca categoría), cumplido pianista, se sentaba a tocar y, entre pieza y pieza, hacía imitaciones del cerdo, de una tormenta, de un parto en el primer grito de recién nacido, etc., etc. Sólo para eso se lo invitaba. Si se había bebido mucho —y ello ocurría, aunque no a menudo— el entusiasmo se adueñaba de nosotros, y hasta llegó a suceder que en una ocasión cantásemos La Marsellesa acompañados al piano por Liamshin, aunque no sé si resultó bien. El gran día del 19 de febrero, el de la emancipación de los siervos, lo recibimos con júbilo y mucho antes de su llegada empezamos a brindar por él. De esto hace ya mucho tiempo, cuando aún no había venido Shatovni Virginski, y cuando Stepan vivía en casa de Varvara. Algún tiempo atrás, antes del gran día, Stepan tomó la costumbre de murmurar para sus adentros unos versos tan conocidos como inapropiados, escritos acaso por algún liberal de vieja cepa:

Van los campesinos con hachas en la mano,

Algo tremebundo sin duda pasará.

O algo así, según parece; no recuerdo exactamente. Varvara lo oyó una vez y exclamó: «¡Tonterías, tonterías!», y se largó furiosa. Liputin, que por casualidad estaba presente, dijo con sarcasmo a Stepan:

—Sería una lástima que los antiguos siervos dieran un disgusto a los señores propietarios a la hora del triunfo.

Y se pasó la punta del dedo índice por el cuello.

Cher ami —apuntó Stepan con dignidad—, créame que eso —y repitió el gesto del dedo índice en el cuello— no será de ninguna utilidad a nuestros terratenientes ni, en general, a ninguno de nosotros. Sin cabeza no podremos construir nada, aun teniendo presente que son nuestras cabezas las que por lo común nos impiden comprender las cosas.

Debo señalar que en la ciudad muchos sospechaban que el día de la proclamación ocurriría algo inaudito, por el estilo de lo que vaticinaba Liputin; y eran, dicho sea de paso, los que se consideraban peritos en asuntos del campesinado y del Estado. Por lo visto, también Stepan compartía esa sospecha, hasta el punto de que casi en vísperas del gran día empezó a pedir permiso a Varvara para ir al extranjero; en suma, empezó a intranquilizarse. Pero pasó el gran día, pasó algún tiempo más, y una sonrisa altiva apareció de nuevo en los labios de Stepan. Ante nosotros expuso algunas ideas capitales sobre el carácter del hombre ruso en general y del campesinado ruso en particular.

—Como gente apresurada que somos, hemos obrado con demasiada prisa en lo que respecta a nuestro campesinado —dijo, terminando con este aluvión de grandes ideas—; lo pusimos de moda y, desde hace algunos años, todo un sector literario lo trata como si fuera una piedra preciosa. Hemos coronado de laurel cabezas piojosas. En mil años la aldea rusa no nos ha dado más que la danza de Komarinski. Un conocido poeta ruso, nada falto de ingenio, viendo por vez primera en escena a la famosa Rachel, dijo, exaltado: «¡No cambio a Rachel por un campesino ruso!». Yo estoy dispuesto a ir más lejos. Yo daría y cambiaría a cada uno y todos los campesinos rusos por una sola Rachel. Ya es hora de ver las cosas sobriamente y de no confundir el alquitrán de nuestra tierra con bouquet de l’impératrice.

Liputin asintió al instante, pero hizo notar con hipocresía que elogiar a los campesinos había sido un modo de proceder indispensable a la buena marcha del movimiento; que incluso las damas de la alta sociedad habían llorado emocionadas ante la novela de Grigorovich El desgraciado Antón y que algunas de ellas habían escrito a sus administradores desde París recomendando que en adelante trataran a los campesinos con la mayor humanidad posible.

Como a propósito, después de los rumores sobre el caso de Antón Petrov, sucedió que en nuestra provincia, y a sólo quince verstas de Skvoreshniki, hubo un alboroto, y en la agitación del momento fue enviado allá un pelotón de soldados. Esta vez la alarma de Stepan fue tan grande que hasta a nosotros nos asustó. Dijo a gritos en el club que hacían falta más soldados y que debían ser llamados de otro distrito por telégrafo; corrió a ver al gobernador para asegurarle que él no se había metido en nada; pidió que no se le implicara por lo de antaño en el asunto de ahora; y propuso escribir en el acto a quien fuera menester en Petersburgo dando explicaciones. Por fortuna, todo ello pasó y quedó en nada, pero confieso que me maravilló entonces la conducta de Stepan.

Tres años más tarde, como es notorio, se empezó a hablar de nacionalismo y surgió la «opinión pública». Stepan se reía mucho.

—Amigos míos —nos aleccionaba—, nuestro nacionalismo, si efectivamente ha nacido, como ahora aseguran por ahí los periódicos, está todavía en la escuela, en alguna Peterschule alemana, con un manual alemán delante, repitiendo su eterna lección alemana; y el maestro alemán lo pone de rodillas cuando le place. Para el maestro alemán no tengo sino alabanzas. Pero es casi seguro que no ha sucedido nada ni ha nacido nada, y que todo sigue como antes, es decir, como Dios quiere. A mi modo de ver, eso es bastante para Rusia, pour nôtre sainte Russie. Además, todos esos paneslavismos y nacionalismos…, todo eso es demasiado viejo para ser nuevo. Entre nosotros, el nacionalismo, con permiso de ustedes, no ha existido nunca sino en forma de pasatiempo de club de postín, mejor aún, de club moscovita. No hablo, por supuesto, de los tiempos del príncipe Igor. Bien mirado, todo resulta de la ociosidad. Aquí todo resulta de la ociosidad, lo bueno tanto como lo bello. Todo resulta de nuestra sociedad aristocrática, amable, culta y antojadiza. Vengo repitiéndolo desde hace treinta mil años. No sabemos vivir de nuestro trabajo. ¿Y qué es eso de armar barullo con esa opinión pública que ha «surgido» ahora, así de repente, en un santiamén, como algo llovido del cielo? ¿Es que no se dan cuenta de que para tener opinión se necesita ante todo trabajar, el trabajo propio, la propia iniciativa, la propia experiencia? Nada se obtiene de balde. Trabajemos y tendremos opinión propia. Pero como no trabajaremos nunca, quienes tendrán opinión serán los que hasta ahora vienen trabajando en nuestro lugar, esto es, toda esa Europa, todos esos alemanes, nuestros maestros de doscientos años a esta parte. Encima de todo, Rusia es un problema demasiado confuso para que podamos resolverlo nosotros solos, sin alemanes y sin trabajo. ¡Ya son veinte años los que llevo tocando a rebato y llamando al trabajo! ¡He consagrado mi vida a ese llamamiento y, como loco que soy, tenía fe! Ahora ya no lo tengo, pero sigo tocando a rebato y tocaré hasta el fin, hasta la tumba. Seguiré tirando de la cuerda hasta que doblen las campanas por mi funeral.

¡Ay! Nos limitábamos a hacer coro. Aplaudíamos a nuestro maestro, ¡y con qué fervor! Bueno, señores, ¿acaso no se oyen ahora, y con frecuencia a veces, esas mismas majaderías, tan «agradables», tan «ingeniosas», tan «liberales» y tan sempiternamente rusas?

Nuestro maestro creía en Dios.

—No entiendo por qué todos me toman aquí por ateo —decía alguna vez—. Creo en Dios, mais distinguons, creo en Él como en un ser consciente de sí mismo sólo en mí. Yo no puedo creer a la manera de mi criada Natasya, ni a la de un buen señor que cree «por si las moscas», o como cree el bueno de Shatov…, pero, no, Shatov no entra en la cuenta. Shatov cree a la fuerza, como un defensor de la esclavitud de Moscú. En lo tocante al cristianismo, no obstante mi sincero respeto por él, no soy cristiano. Soy más bien un pagano de antaño, como el gran Goethe, o como un griego antiguo. Por otra parte está el hecho de que el cristianismo no ha comprendido a la mujer, cosa que George Sand ha demostrado magistralmente en una de sus novelas geniales. En cuanto al culto, los ayunos y todo lo demás, no entiendo a quién puede importarle lo que hago. A pesar de las maquinaciones de nuestros soplones locales, no aspiro a ser jesuita. En 1847 Belinski mandó a Gogol desde el extranjero aquella famosa carta en la que le reprochaba vivamente creer «en cierta especie de Dios». Entre nous soit dit, no puedo imaginar nada más cómico que el momento en que Gogol (¡el Gogol de entonces!) leyó esa frase… y toda la carta. Pero, risas aparte, y puesto que estoy de acuerdo con lo esencial del caso, diré y probaré que esos eran hombres. Sabían amar a su pueblo, sabían sufrir por él, sabían sacrificarlo todo por él, y sabían al mismo tiempo mantener la distancia cuando era menester, sin cortejar sus favores en ciertas materias. ¿Cómo podía Belinski buscar la salvación en el aceite de Cuaresma o en los rábanos con guisantes?

Ahí saltó Shatov.

—Los hombres que menciona jamás amaron al pueblo, ni sufrieron por él, ni le sacrificaron cosa alguna, aunque así lo imaginasen para su propia tranquilidad de ánimo —murmuró sombríamente, bajando los ojos y removiéndose con impaciencia en la silla.

—¿Cómo que no amaban al pueblo? —vociferó Stepan—. ¡Oh, cómo amaban a Rusia!

—¡Ni a Rusia ni al pueblo! —gritó también Shatov con ojos chispeantes—. ¡Es imposible amar lo que no se conoce, y ellos no sabían ni jota del pueblo ruso! Todos ellos, sin exceptuar a usted, hacían la vista gorda en todo lo tocante al pueblo ruso. Y sobre todo Belinski; su misma carta a Gogol lo demuestra. Belinski, como «el curioso» de la fábula de Krylov, no vio al elefante en el museo y se fijó únicamente en los insectos socialistas franceses. De ahí no pasó. Y eso que era tal vez el más inteligente de todos ustedes. A ustedes no les bastó con dar esquinazo al pueblo; ustedes lo trataron con repugnante desprecio; y sólo porque entendían por pueblo únicamente al francés, mejor dicho, el parisiense, y les daba vergüenza que el pueblo ruso no fuera como él. ¡Eso es así! ¡Y quien no tiene pueblo, no tiene Dios! Que quede claro que aquellos que se alejan de su pueblo también se alejan de la fe paterna y acaban siendo ateos o indiferentes. ¡Digo la verdad! Está demostrado. ¡Es la razón por la cual todos ustedes, y ahora todos nosotros, somos viles ateos o simple canalla depravada y escéptica! ¡Usted también, Stepan! ¡Sepa usted que no lo excluyo y que lo que he dicho lo he dicho por usted!

De ordinario, tras monólogo semejante (y ello acontecía a menudo), Shatov cogía la gorra y se lanzaba a la puerta, plenamente convencido de que todo había concluido y de que había roto para siempre sus relaciones amistosas con Stepan. Pero éste lograba detenerlo a tiempo.

—Pero, Shatov, ¿no vamos a hacer las paces después de esta amable discusión? —proponía alargándole la mano desde el sillón.

El desmañado y tímido Shatov no reaccionaba ante blanduras. Su tosquedad de aspecto ocultaba, al parecer, gran delicadeza de espíritu, y aunque a veces se pasaba de la raya, era el primero en sufrir las consecuencias. Murmurando algo entre dientes en respuesta al ruego de Stepan y arrastrando los pies como un oso, se sonreía levemente, inesperadamente, se quitaba la gorra y volvía a su silla y a clavar de nuevo los ojos en tierra. Debo acotar que en esas veladas aparecía entonces el vino ante el cual siempre Stepan proponía un brindis acorde con las circunstancias, por ejemplo, a la memoria de alguno de los prohombres de antaño.

Los demonios
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