7

Ese «día siguiente», es decir, ese domingo en que había de decidirse irrevocablemente la suerte de Stepan, fue uno de los más notables de mi crónica: día de sorpresas, día en que concluyó lo antiguo y empezó lo nuevo, día de tajantes explicaciones y de aun mayores confusiones. Por la mañana, como ya sabe el lector, debía acompañar a mi amigo a casa de Varvara por indicación expresa de ésta, y a las tres de la tarde tenía que presentarme en casa de Lizaveta Nikolayevna para decirle…, no sabía qué y ayudarla…, tampoco sabía cómo. Sin embargo, las cosas terminaron de manera imprevista. En una palabra, fue un día de acontecimientos extrañamente coincidentes.

Comenzó del modo siguiente: cuando Stepan y yo llegamos a la residencia de Varvara a las doce en punto, hora fijada por ella, no la encontramos en casa; aún no había vuelto de misa. Mi pobre amigo se hallaba en tal disposición —mejor dicho, indisposición— de ánimo que esa circunstancia lo dejó anonadado; y casi falto de fuerzas se dejó caer en un sillón de la sala. Le ofrecí un vaso de agua, pero lo rechazó con dignidad a pesar de la palidez de su rostro y el temblor de sus manos. A propósito, en esta ocasión su atavío descollaba por un insólito atildamiento: camisa bordada de batista, que no estaría mal en un baile, corbata blanca, sombrero nuevo que no soltaba de las manos, guantes nuevos de color pajizo y hasta un poquitín de perfume. Ni bien nos hubimos sentado entró Shatov precedido por el mayordomo; era evidente que también acudía por invitación oficial. Stepan estuvo a punto de levantarse para estrecharle la mano, pero Shatov, después de echarnos una mirada escrutadora, fue a un rincón, se sentó y ni siquiera nos saludó. Stepan, inquieto una vez más, fijó sus ojos en los míos.

En profundo silencio transcurrieron unos minutos. Stepan empezó a decirme algo en voz baja y rápida, pero no comprendí sus palabras, amén de que, agitado como estaba, él mismo se interrumpió bruscamente. De nuevo entró el mayordomo con el ostensible propósito de arreglar algo en la mesa, pero seguramente para echarnos una ojeada. Shatov le preguntó en voz alta:

—Aleksei Yegorovich, ¿sabe usted si Daria Pavlovna fue con la señora?

—Varvara Pavlovna ha ido sola a la catedral, señor. Daria Pavlovna se ha quedado arriba en su habitación porque no se siente bien —informó el mayordomo en tono solemne y edificante.

Mi pobre amigo volvió a dispararme una mirada tan rápida e inquieta que acabé por volverle un poco la espalda. De improviso se oyó el chirrido de un carruaje a la puerta de entrada, y un ir y venir lejano en la casa nos hizo saber que su dueña estaba de vuelta. Todos nos incorporamos en nuestros asientos, pero he aquí otra sorpresa: el ruido de muchos pasos delataba que la señora no volvía sola, lo que de por sí era harto extraño, puesto que ella misma nos había señalado esa hora. Por último, se oyó a alguien entrar apresuradamente, como a la carrera, lo que no cabía esperar de Varvara; y esta misma entró casi volando en la sala, jadeante y dando muestra de extraordinaria agitación. Un poco detrás de ella y con mucha más calma entró Lizaveta del brazo de ¡María Timofeyevna Lebiadkina! Si lo hubiera soñado, no lo habría creído.

Para explicar este suceso inesperado hay que retroceder una hora y relatar puntualmente la extraña aventura que tuvo Varvara en la catedral.

En primer lugar, a la misa de la mañana había asistido casi toda la ciudad, con lo que se quiere dar a entender la capa superior de nuestra sociedad. Se sabía que estaría presente la gobernadora, por primera vez desde su llegada. Mencionaré de paso que, según los rumores que ya circulaban, era librepensadora y profesaba «las nuevas ideas». Todas las señoras harían alarde a su vez de lujo y atildamiento. Sólo Varvara, como de costumbre, iba modestamente vestida de negro riguroso: así lo venía haciendo invariablemente en los últimos cuatro años. Al llegar a la catedral se instaló en su sitio habitual, la primera fila de la izquierda, y un lacayo vestido de librea colocó ante ella un cojín de terciopelo a guisa de reclinatorio. En suma, todo seguía la pauta acostumbrada. Se observó, sin embargo, que en esta ocasión rezó con singular fervor durante los oficios, y más tarde, cuando se recordaba el caso, se afirmaba que incluso tenía lágrimas en los ojos. Terminó, por fin, la misa y nuestro arcipreste, el padre Pavel, salió a pronunciar un solemne sermón. A nosotros nos gustaban sus sermones y los apreciábamos en sumo grado; tratábamos de convencerlo de que los publicase, pero él no se resolvía a hacerlo. Esta vez el sermón se alargó más de la cuenta.

Durante el sermón llegó a la catedral una señora en un coche de alquiler de vieja estampa, uno de esos coches en que las señoras pueden ir sentadas sólo de lado, agarradas a la faja del cochero y balanceándose con cada vaivén del vehículo como brizna de hierba azotada por el viento. Tales coches siguen circulando todavía en nuestra ciudad. Deteniéndose en la esquina de la catedral —porque a la entrada de ella había una multitud de carruajes e incluso gendarmes a caballo—, la señora se apeó ágilmente del coche y dio al cochero cuatro kopeks de plata.

—¿Qué? ¿No es bastante, cochero? —preguntó al ver el gesto torcido de éste—. Es todo lo que tengo —agregó con voz quejumbrosa.

—Bueno, no importa. No le dije de antemano lo que costaría —el cochero se encogió de hombros y la miró como diciéndose: «Además no tendría perdón de Dios aprovecharse de alguien como tú».

Y metiéndose el bolso de cuero en el chaquetón se alejó seguido de las pullas de los demás cocheros que por allí andaban. Las pullas y aun las exclamaciones de pasmo acompañaron a la señora mientras se abría camino hasta el pórtico de la catedral por entre los carruajes y los lacayos que aguardaban la próxima salida de sus amos. A todos les parecía singular y sorprendente la repentina aparición de aquella persona de Dios sabe dónde, en la calle, entre la gente. Daba lástima de ver lo demacrada que estaba; cojeaba, tenía la cara cubierta de polvos y colorete, el largo cuello enteramente desnudo, pues no llevaba pañoleta ni capota, sino sólo un viejo pañuelo de color oscuro, no obstante ser un día de septiembre frío y ventoso, aunque despejado. Tenía la cabeza descubierta por completo, el pelo sujeto por un moño minúsculo en la nuca, en el lado derecho del cual había prendido una rosa artificial de las que se usan para adornar los querubes de hojas de palma en Semana Santa. Cuando estuve en casa de María Timofeyevna había visto en un rincón precisamente uno de esos querubes, en una guirnalda de rosas de papel que estaba bajo los iconos. Para completar el cuadro, la dama, si bien avanzaba modestamente con la vista baja, tenía aire satisfecho y sonreía afablemente. Si se hubiera retrasado un instante más quizá no le habrían permitido entrar en la catedral… Pero tuvo tiempo de escurrirse y, una vez dentro del templo, se abrió paso imperceptiblemente hasta el altar mayor.

Aunque el sermón no iba más que mediado y la apretada muchedumbre que llenaba la catedral lo escuchaba absorta, algunos ojos se fijaron con curiosidad y sorpresa en la recién llegada. Ésta cayó de rodillas ante las gradas del altar mayor y tocó el pavimento con su cara empolvada. Permaneció en esa postura largo rato, por lo visto llorando; pero levantó de nuevo la cabeza, se puso de pie y pronto recobró su animación y buen humor. Alegremente, con gran satisfacción al parecer, paseó la vista por los rostros de los feligreses y los muros de la catedral. Miraba con especial curiosidad a algunas señoras, incluso poniéndose de puntillas para verlas mejor, y hasta riéndose un par de veces con risa extrañamente retozona.

Terminó el sermón y sacaron la cruz. La gobernadora fue la primera en ir a besarla, pero después de algunos pasos se detuvo con el claro propósito de dejar el camino libre a Varvara, que, por su parte, iba derecho al mismo fin, como si no tuviera nadie delante. La cortesía nada común de la gobernadora suponía, sin duda, un desaire palmario pero sutil. Así lo entendieron todos. Así, seguramente, lo entendió también Varvara. Pero sin cuidarse todavía de nadie y con un inmutable aire de dignidad besó la cruz y se encaminó directamente a la salida. El lacayo de la librea le fue abriendo camino, aunque todos se lo cedían naturalmente. Pero al llegar al pórtico, la muchedumbre allí congregada le impidió momentáneamente avanzar. Varvara se detuvo y, de improviso, una criatura extraña, estrafalaria, una mujer con una rosa de papel en la cabeza, se abrió paso entre la gente y cayó de rodillas a sus pies. Varvara, que no se aturdía fácilmente y menos aún en público, la miró grave y severa.

Me apresuro a hacer constar, con la mayor brevedad posible, que aunque Varvara, según las malas lenguas, se había vuelto ahorrativa en demasía y aun algo tacaña en los últimos años, a veces no escatimaba el dinero, especialmente para obras de caridad. Pertenecía a una sociedad de beneficencia de la capital. En un año reciente de carestía había enviado quinientos rublos a la junta central encargada de recoger fondos para las víctimas del hambre, gesto del que se habló en nuestra ciudad. Por último, poco antes del nombramiento del nuevo gobernador, la señora había estado a punto de fundar una junta de damas locales para llegar fondos en ayuda de las parturientas más pobres de la localidad y la provincia. En la ciudad se la tildaba de ambiciosa, pero la impetuosidad notoria del carácter de Varvara, amén de su perseverancia, estuvieron a punto de vencer todos los obstáculos: la nueva junta estaba casi formada y la idea original fue adquiriendo cada vez mayor amplitud en la mente exaltada de su creadora, que soñaba ya con establecer una junta semejante en Moscú y extender gradualmente las actividades de ésta a todas las provincias. El repentino cambio de gobernadores puso, sin embargo, freno a todo eso; y, según se decía, la nueva gobernadora se había permitido hacer ya en los medios sociales algunas observaciones agrias y, sin duda, sagaces y sensatas sobre lo impráctico de la idea fundamental de semejante junta, lo que, por supuesto, había sido repetido con adornos a Varvara. Sólo Dios puede leer el fondo de los corazones, pero sospecho que en esta ocasión Varvara se detuvo un tanto satisfecha en el pórtico del templo sabiendo que junto a ella tendría que pasar pronto la gobernadora y con ésta desfilarían los demás. «Que vea —pensaba— por sí misma que no se me da un ardite de lo que opina y de que me río de sus agudezas acerca de la vanidad de mis obras de beneficencia. ¡Que se joroben todos!».

—¿Qué le pasa, querida? ¿Qué desea? —interrogó Varvara fijándose con más atención en la que estaba arrodillada a sus pies. Ésta, por su parte, la miraba con ojos tímidos, avergonzados, pero casi reverentes. De pronto prorrumpió en la risilla extraña de antes.

—¿Qué quiere? ¿Quién es? —Varvara incluyó a los circunstantes en una mirada inquisitiva e imperiosa. Todos callaron.

—¿Es usted infeliz? ¿Necesita ayuda?

—Necesito…, he venido… —murmuró la «infeliz» con voz entrecortada por la agitación—. He venido solamente para besarle a usted la mano… —dijo con la misma risilla. Con la expresión candorosa que adoptan los niños cuando quieren pedir algo, se inclinó para coger la mano de Varvara, pero, amedrentada, retiró de pronto las suyas.

—¿Ha venido usted sólo para eso? —Varvara se sonrió compasiva, pero al momento sacó del bolso su monedero de madreperla, extrajo de él un billete de diez rublos y se lo alargó a la desconocida. Ésta lo tomó. Varvara mostraba gran interés y al parecer no consideraba a la desconocida como una mendiga común y corriente.

—¡Anda, le ha dado diez rublos! —dijo alguien entre el gentío.

—La mano también, por favor —murmuró la «infeliz» sujetando con los dedos de la mano izquierda la punta del billete de diez rublos que acababa de recibir y que el viento quería arrancarle. Varvara frunció el ceño y con semblante grave y severo alargó la mano. La desconocida la besó. Sus ojos agradecidos brillaron de emoción. Y he aquí que en ese mismo instante llegó la gobernadora y tras ella salió apresuradamente el enjambre de nuestras damas y altos funcionarios. La gobernadora, a pesar suyo, tuvo que detenerse un momento entre el gentío. Otros muchos hicieron lo propio.

—Está usted temblando. ¿Tiene frío? —preguntó Varvara; y quitándose la capota, que un lacayo cogió al vuelo, se quitó de los hombros su chal negro (nada barato, por cierto) y con sus propias manos rodeó con él el cuello desnudo de la joven, que estaba de rodillas ante ella.

—¡Vamos, levántese, levántese, se lo ruego! —la joven se levantó.

—¿Dónde vive usted? ¿Es que nadie sabe dónde vive? —Varvara volvió a mirar con impaciencia en torno, pero ya no era el mismo grupo de antes. Los que ahora contemplaban la escena eran todos gente conocida, de la buena sociedad. Unos la veían con asombro y reprobación, otros con curiosidad maliciosa a la vez que con inocente deseo de escándalo, y otros, por último, con un conato de hilaridad.

—Parece ser la hermana de Lebiadkin, señora —dijo por fin un sujeto servicial en respuesta a la pregunta de Varvara. Éste no era otro que nuestro respetable y apreciado Andreyev, el comerciante, con sus anteojos, su barba gris, su gabán estilo ruso y su sombrero redondo, cilíndrico, que llevaba en la mano—. Viven en casa de Filippov en la calle Bogoyavlenskaya.

—¿Lebiadkin? ¿En casa de Filippov? Algo he oído decir… Gracias, Nikon Semionovich. Pero ¿quién es ese Lebiadkin?

—Se titula a sí mismo capitán. Es hombre (en fin, hay que decirlo) poco escrupuloso. Y ésta es seguramente su hermana. Es de suponer que se ha escapado de su vigilancia —dijo Nikon Semionovich bajando la voz y dirigiendo una mirada significativa a Varvara.

—Comprendo. Gracias, Nikon Semionovich.

—Querida, ¿es usted la señora Lebiadkina?

—No, no soy la señora Lebiadkina.

—Entonces quizá Lebiadkin sea su hermano.

—Lebiadkin es mi hermano.

—Mire, querida, lo que voy a hacer. Ahora la voy a llevar a usted a mi casa y desde allí la llevarán a la suya. ¿Quiere ir conmigo?

—¡Ay, sí, mucho! —dijo la joven batiendo palmas.

—¡Tía, tía! ¡Lléveme también a su casa! —exclamó Lizaveta Nikolayevna.

Debo explicar que Lizaveta Nikolayevna había ido a misa con la gobernadora y que Praskovya Ivanovna había salido mientras tanto, por consejo del médico, a dar un paseo en coche llevando como acompañante a Mavriki Nikolayevich. De pronto Liza se separó de la gobernadora y fue corriendo a donde estaba Varvara.

—Pero, preciosa, ya sabes que por mí, encantada, pero ¿qué dirá tu madre? —dijo Varvara con aire importante, pero calló confusa al advertir la insólita agitación de Liza.

—¡Tía, tía, es absolutamente necesario que vaya con usted! —imploró Liza besando a Varvara.

Mais qu’avez-vos done, Lise? —preguntó la gobernadora con evidente sorpresa.

—¡Oh, perdone, querida mía, chère cousine, voy a casa de la tía! —Liza se volvió rápidamente a su chère cousine, que parecía desagradablemente sorprendida, y la besó dos veces.

—Y dígale también a mamá que venga enseguida a buscarme a casa de la tía. Mamá quería ir sin falta a verla a usted. Ella misma me lo dijo esta mañana y se me ha olvidado darle a usted el recado —prosiguió Liza agitada—. Lo siento. No se enfade, Julie, chère cousine… ¡Tía, estoy lista! Si no me lleva usted consigo salgo corriendo y gritando tras el coche —murmuró rápida y desesperada al oído de Varvara. Menos mal que nadie la oyó. Varvara dio un paso atrás y dirigió una mirada penetrante a la enloquecida muchacha. Esa mirada fue decisiva. Al momento resolvió llevar a Liza consigo.

—¡Esto se debe acabar ya! —escupió sin querer—. Bueno, encantada de llevarte, Liza —agregó—, por supuesto, si Iulia Mihailovna te da permiso para ir conmigo —dijo mirando a la gobernadora con llaneza y dignidad.

—¡Oh, pues no faltaba más! No quiero privarla de esa satisfacción, tanto más cuanto que yo misma… —murmuró de pronto Iulia Mihailovna con notable amabilidad—, yo misma… sé bien qué cabecita tan fantaseadora y despótica descansa en estos hombros —Iulia Mihailovna sonrió seductoramente.

—Le estoy muy agradecida —repuso Varvara con una inclinación cortés y ceremoniosa.

—Y me es especialmente grato —murmuró Iulia Mihailovna medio enardecida y casi ruborizándose por la agradable agitación que sentía— porque, además del placer de estar con usted, Liza se siente movida por un sentimiento tan hermoso, tan noble, por así decirlo, de compasión… —lanzó una mirada a la «infeliz»— y… en las gradas mismas del templo…

—Ese parecer la honra a usted —aprobó con magnanimidad Varvara. En un arranque incontenible Iulia Mihailovna alargó la mano y Varvara se apresuró a tocarla con sus dedos. La impresión general fue muy positiva: los rostros de algunos de los circunstantes brillaron de contento y hasta hubo algunas sonrisas afectuosas y complacidas.

En resumen, todo el mundo se enteró de que no había sido Iulia Mihailovna quien hasta entonces había hecho un desaire a Varvara no yendo a visitarla, sino todo lo contrario: había sido Varvara la que «había tenido a raya a Iulia Mihailovna, que seguramente habría ido volando a aquélla si hubiera tenido la seguridad de ser recibida». El prestigio de Varvara subió, pues, como la espuma.

—Súbase, querida —dijo Varvara a mademoiselle Lebiadkina cuando llegó el coche. La «infeliz» corrió gozosamente a la portezuela y un lacayo la ayudó a subir.

—¿Cómo? ¿Cojea usted? —gritó Varvara aterrorizada y poniéndose pálida. (Todos lo notaron entonces, pero nadie comprendió…).

El coche salió raudo hacia la casa de Varvara, situada a poca distancia de la catedral. Liza me contó después que la Lebiadkina se rió histéricamente durante todo el trayecto y que Varvara iba «como hipnotizada». Ésas fueron las mismísimas palabras de Liza.

Los demonios
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