3

Para esta ocasión, con gran asombro mío, lo hallé extremadamente turbado. Es verdad que, no bien entré, corrió con ansia a mi encuentro y se dispuso a escucharme, pero su semblante se veía tan aturdido que era evidente que al principio no comprendía mis palabras. Sin embargo, cuando pronuncié el nombre de Karmazinov se puso como loco.

—¡No me hable de él! ¡No pronuncie su nombre! —gritó casi rabioso—, ¡vea, vea usted! ¡Lea, lea!

Trajo un cajón y arrojó sobre la mesa tres trocitos de papel escritos a la ligera con lápiz, todos de Varvara. La primera nota era de la antevíspera, la segunda de la víspera y la última había llegado ese mismo día, apenas una hora antes. El contenido era de lo más trivial, todo él sobre Karmazinov, y revelaba la agitación ambiciosa y exigente con que Varvara veía la posibilidad de que el escritor se olvidara de hacerle una visita. He aquí la primera nota:

Si por fin se digna a visitarlo hoy; le ruego que no diga una palabra de mí, ni haga la menor alusión. No le hable de mí ni le recuerde que existo VS.

La segunda:

Si por fin decide hacerle una visita esta mañana, lo más correcto a mi juicio es no recibirlo. Tal es mi opinión; no sé cuál es la de usted VS.

La última, del mismo día:

Estoy segura de que en su casa hay mugre hasta el techo y nubes de tabaco. Le mando a Mafra y Formushka; lo limpiarán todo en media hora. Le envío una alfombra de Bokhara y dos jarrones chinos; hace tiempo que quiero regalárselos; y, por añadidura, mi cuadro de Teniers (éste sólo como préstamo). Puede usted poner los jarrones en la repisa de la ventana y colgar el Teniers encima del retrato de Goethe; allí se podrá ver bien y hay siempre luz por la mañana. Si por fin se presenta, recíbalo con estricta cortesía, pero procure hablar de fruslerías, de algún tema erudito, y como si se hubieran separado ustedes sólo la víspera. De mí, ni una palabra. Quizá vaya a echar un vistazo a su casa esta tarde.

V. S. P. S. si no viene hoy, entonces ya no vendrá.

Leí y quedé sorprendido de que se turbara por tonterías semejantes. Mirándolo con cuidado advertí que mientras yo había estado leyendo él había trocado la sempiterna corbata blanca por la roja. Su sombrero y su bastón se hallaban en la mesa. Estaba pálido y hasta le temblaban las manos.

—¡No quiero saber nada de su agitación! —exclamó con frenesí en respuesta a mi mirada interrogante—. ¡Tiene la frescura de preocuparse por lo que hará él y ni siquiera contesta mis cartas! Mire, mire esa carta mía que me devolvió ayer sin abrir; mírela, ahí en la mesa, debajo del libro. ¿Qué me importa a mí que esté intranquila por la causa de su idolatrado Nikolai? He escondido los jarrones en el vestíbulo y el Teniers en la cómoda, y a ella le he exigido que me reciba inmediatamente. ¿Me oye? ¡Exigido! Le he mandado mi propio papelito con Nastasya, escrito a lápiz y sin sellar, y estoy esperando. Quiero que sea la misma Dasha la que se explique, oír la explicación de sus propios labios ante la faz del cielo o, por lo menos, ante usted. ¡No quiero ruborizarme, no quiero mentir, no quiero, y no tolero, secretos en el asunto! ¡Que se me confíe todo con franqueza, con candor, con nobleza, y entonces… quizá sorprenda a todos con mi magnanimidad…! ¿Soy o no soy un bribón, señor mío? —concluyó sin más, mirándome amenazadoramente como si yo, en efecto, lo tuviera por bribón.

Le rogué que bebiese un poco de agua; nunca lo había visto en tal estado. Mientras hablaba, corría de un extremo a otro de la habitación, pero de pronto se detuvo ante mí en postura extraña:

—¿Es que cree usted… —empezó de nuevo con altivez histérica, mirándome de pies a cabeza—, es que puede usted creer que yo, Stepan, carezco de suficiente fuerza moral para coger mi zurrón (mi zurrón de mendigo), echármelo sobre mis flojos hombros e irme de aquí para siempre, cuando así lo exigen el honor y el sagrado principio de la independencia? No sería la primera vez que Stepan ha combatido el despotismo con la magnanimidad, aun el despotismo de una mujer chiflada, esto es, el despotismo más ultrajante y cruel que puede darse en el mundo. Aunque usted, señor mío, parece que se ha sonreído de mis palabras hace un momento. ¿Conque no cree que puedo tener magnanimidad bastante para acabar mi vida como tutor en casa de un comerciante o morir de hambre al pie de un vasallo? ¡Contésteme, contésteme! Vamos, ¿lo cree o no lo cree?

Pero yo callaba adrede. Incluso puse cara de no querer agraviarlo con una respuesta negativa, pero sin querer contestar positivamente. En su irritación había algo que desde luego me había ofendido, y no personalmente, ¡oh, no! Pero… más tarde me explicaré.

Él se puso pálido.

—¿Es que se aburre usted conmigo, y acaso desea… no venir a verme más? —dijo con el tono de angustiado sosiego que de ordinario precede a una insólita explosión. Yo di un respingo de alarma. En ese momento entró Nastasya y, sin decir palabra, entregó a Stepan un papelito en el que había algo escrito en lápiz. Él le echo un vistazo y me lo alargó.

En el papel sólo había tres palabras de puño y letra de Varvara: «Quédese en casa».

Stepan cogió en silencio su sombrero y su bastón y salió rápidamente de la habitación; yo, mecánicamente, salí tras él. De improviso se oyeron en el pasillo voces y el ruido de pasos apurados. Él se detuvo como alcanzado por un rayo.

—Es Liputin, estoy perdido —murmuró cogiéndome del brazo.

En ese mismo instante Liputin entró en la habitación.

Los demonios
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