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No hemos dicho nada respecto de su aspecto. Alto de cuerpo, blanco de tez, bien alimentado, como dice la gente del pueblo, casi grueso, de pelo rubio y escaso, de unos treinta y tres años y hasta casi buen mozo. Se había retirado del ejército con el grado de coronel y, de haber seguido hasta alcanzar el de general, su empaque habría sido mayor aún y acaso habría sido un buen general de línea.
No cabe omitir al hacer su retrato que como causa principal de su retiro había servido la idea, que desde hacía mucho le atormentaba, de la deshonra de su familia, como consecuencia del insulto que a su padre había hecho Nikolai Stavrogin cuatro años antes en el club. Estaba convencido de que era una vergüenza seguir en el servicio y además pensaba que ofendía a sus camaradas con su presencia, aunque ninguno supiera nada sobre el hecho. Era verdad que tiempo atrás —mucho antes de la afrenta— había querido dejar el servicio, y por un motivo bien distinto, pero sin decidirse hasta que se ofreció esta nueva coyuntura. Por extraño que parezca, ese primer motivo, o más precisamente ese deseo de pasar a retiro, fue el edicto del 19 de febrero de 1861 sobre la emancipación de los siervos. Artemi Pavlovich, el terrateniente más rico de nuestra provincia, que no perdió gran cosa a resultas del edicto, más aún, que era capaz de apreciar lo humanitario de esa medida y hasta las ventajas económicas de la reforma, se sintió personalmente ofendido desde el momento en que fue proclamado el edicto. Era algo inconsciente, una especie de sensación, pero tanto más fuerte cuanto más inexplicable. Hasta la muerte de su padre, sin embargo, no se aventuró a dar ningún paso decisivo; pero en Petersburgo llegó a ser conocido a causa de la «nobleza» de sus pensamientos, por muchas personas notables con las que mantuvo asiduo contacto. Era hombre ensimismado, amigo de aislarse de los demás. Otro rasgo suyo: pertenecía a esa clase extraña, pero que aún sobrevive, de aristócratas rusos que valoran desmesuradamente la antigüedad y pureza de su casta y la toman demasiado en serio. Pero, por otro lado, no podía aguantar la historia rusa, y en general consideraba las costumbres rusas casi como una cochinada. Ya en su infancia, en el colegio militar para vástagos de familias distinguidas y ricas en el que tuvo el honor de comenzar y terminar su educación, arraigaron en él algunas opiniones románticas; le gustaban los castillos, la vida medieval, todo lo que en ella hay de teatral y caballeresco. Por entonces casi lloraba de vergüenza de que la nobleza rusa en los días del reino de Moscovia pudiera ser castigada corporalmente por el zar y se sonrojaba al compararla con su situación presente. Este hombre adusto y estricto que sabía al dedillo todo lo referente al servicio y que cumplía con su deber, en el fondo de su corazón era un soñador. Muchos decían que habría sido un gran orador pero en verdad en sus treinta y tres años de vida nunca había dicho esta boca es mía, y hasta en ese importante círculo de la capital que frecuentaba últimamente se comportaba con excepcional altivez. Su encuentro en Petersburgo con Nikolai Vsevolodovich, recién llegado de afuera, lo enloqueció. En ese instante, de pie junto a su barrera, sentía una extraña inquietud: algo le hizo suponer que el duelo no se verificaría, pensar en eso lo alteró. Su rostro reflejó una penosa impresión cuando Kirillov, en vez de dar la señal para que empezase el lance, empezó de pronto a hablar, sólo por fórmula, como él mismo explicó en voz alta:
—Lo digo por pura fórmula: ahora que están ustedes pistola en mano y que es preciso dar la orden de disparar, ¿no quieren hacer las paces? Éste es el deber de quien sirve de segundo.
Mavriki Nikolayevich tomó la posta: había guardado silencio hasta entonces, y pese a que desde la víspera venía acusándose de condescendencia y colusión, cogió al vuelo la sugerencia de Kirillov y dijo a su vez:
—Repito las palabras del señor Kirillov… La idea de que es imposible reconciliarse en la barrera es un prejuicio propio y exclusivo de franceses… Además, no comprendo francamente en qué consiste el agravio y desde hace tiempo quiero decir…, porque se han presentado toda clase de excusas, ¿no es así?
—Quiero subrayar una vez más que estoy dispuesto a ofrecer toda clase de excusas —se apresuró a indicar Nikolai Vsevolodovich.
—Pero ¿es posible tal cosa? —gritó furioso Gaganov volviéndose a Mavriki Nikolayevich y pataleando de rabia—. Explique usted a ese individuo, si es usted mi segundo, Mavriki Nikolayevich, y no mi enemigo —y señaló a Nikolai Vsevolodovich con la pistola—, que tales concesiones sólo sirven para aumentar el agravio. ¡No considera posible ser insultado por mí…! ¡No le parece vergonzoso escaparse de mí en la barrera! ¿Por quién me toma, después de esto, en opinión de usted…? ¡Y dice usted que es mi segundo! ¡Lo que hace usted es irritarme para que yerre el tiro! —y volvió a patalear. Le salía espuma por la boca de furia.
—¡Se dan por concluidas las gestiones! —gritó Kirillov a voz en cuello—. Les pido que atiendan a la voz de mando. ¡Uno, dos, tres!
A la palabra tres los duelistas se fueron acercando uno a otro. Gaganov levantó al momento la pistola y disparó al dar el quinto o sexto paso. Se detuvo un segundo y, cerciorándose de que había errado el tiro, se acercó rápidamente a la barrera. También llegó a ella Nikolai Vsevolodovich, alzó la pistola y, manteniéndola un poco en alto, disparó sin apuntar siquiera. Luego sacó un pañuelo y en él se lió el dedo meñique de la mano derecha. Sólo entonces se apercibieron los demás de que Artemi Gaganov no había fallado por completo el tiro, aunque la bala sólo había rozado la parte carnosa del dedo sin tocar hueso; en suma, un rasguño insignificante. Kirillov declaró al instante que si los adversarios no habían quedado satisfechos continuaría el encuentro.
—Declaro —dijo Gaganov otra vez para Mavriki Nikolayevich y con voz ronca por su garganta reseca— que ese individuo —y aquí volvió a señalar a Stavrogin con la pistola— disparó al aire a propósito… ¡Ése es otro insulto! ¡Lo que quiere es negar el duelo!
—Mientras respete las reglas, puedo disparar como desee —respondió Nikolai Vsevolodovich con firmeza.
—¡No es así! ¡Explíqueselo, explíqueselo! —gritó Gaganov.
—Estoy enteramente de acuerdo con la opinión de Nikolai Vsevolodovich —anunció Kirillov.
—¿Por qué no quiere dispararme? —preguntó encolerizado Gaganov sin prestar atención—. ¡Detesto su clemencia! ¡Me…!
—Le doy mi palabra de que no he querido insultarlo —dijo Nikolai Vsevolodovich impaciente—. Disparé al aire porque no quiero matar a nadie más, ni a usted ni a otro cualquiera. En ello no hay nada personal contra usted. Pero no consiento que nadie se entrometa en lo que es mi derecho.
—Si tanto le teme a la sangre, pregúntele por qué me desafió —vociferó Gaganov dirigiéndose siempre a Mavriki Nikolayevich.
—¿Cómo no iba a desafiarlo? —interpuso Kirillov—. Usted no quería escuchar. ¿Cómo iba a librarse de usted?
—Quisiera señalar una cosa —indicó Mavriki Nikolayevich, que estaba ponderando el caso con profunda atención y hasta casi con dolor—. Si un contendiente anuncia de antemano que va a disparar al aire, el encuentro no puede efectuarse por… razones delicadas y… evidentes.
—¡Yo no he dicho que dispararía al aire cada vez! —exclamó Stavrogin, perdida por completo la paciencia—. Usted ignora en absoluto lo que estoy pensando y cómo voy a disparar la próxima vez… No estoy poniéndole trabas al duelo.
—En tal caso, puede continuar el encuentro —dijo Mavriki Nikolayevich dirigiéndose a Gaganov.
—¡Caballeros, a sus puestos! —ordenó Kirillov.
De nuevo se fueron acercando uno a otro, de nuevo falló Gaganov y de nuevo disparó Stavrogin al aire. Este disparo al aire pudo provocar una disputa: Nikolai Vsevolodovich pudo haber afirmado que había disparado como era debido, si él mismo no hubiera confesado que había errado el tiro deliberadamente. No había apuntado directamente al cielo, ni a un árbol, sino que pareció apuntar a su adversario, aunque en realidad a dos pies por encima del sombrero de éste. Esta segunda vez había apuntado bastante más bajo y de modo más plausible. Pero ya era imposible convencer a Gaganov.
—¡Otra vez! —exclamó rechinando los dientes—. ¡No importa! Soy yo el desafiado y quiero usar mi derecho. Voy a disparar por tercera vez… a toda costa.
—Tiene usted perfecto derecho —le atajó Kirillov. Mavriki Nikolayevich no dijo nada. Ocuparon sus puestos por tercera vez y sonó la voz de mando. Esta vez Gaganov llegó hasta la barrera misma y desde ella, a doce pasos, empezó a apuntar. Le temblaban demasiado las manos para que la puntería fuese buena. Stavrogin permanecía erguido, con la pistola baja, y esperaba inmóvil el disparo.
—¡Demasiado tiempo se está tomando usted para apuntar! —gritó Kirillov descontrolado completamente—. ¡Dispare, dispare, vamos! —pero sonó el disparo, y esta vez salió volando el sombrero blanco que llevaba Nikolai Vsevolodovich. Con muy buena puntería, la copa del sombrero había sido perforada muy abajo: un cuarto de pulgada más y todo habría concluido. Kirillov recogió el sombrero y lo arrojó a su dueño.
—¡Dispare! ¡No haga esperar a su adversario! —gritó Mavriki Nikolayevich muy nervioso al advertir que Stavrogin se entretenía mirando el sombrero.
Stavrogin se estremeció, miró a Gaganov, le volvió la espalda y, sin preocuparse ya por lo que pensara su adversario, disparó a un costado, hacia la arboleda. El duelo había terminado. Gaganov parecía anonadado. Mavriki Nikolayevich se le acercó y algo le dijo, pero no parecía comprender. Kirillov, al marcharse, se quitó el sombrero e hizo un saludo con la cabeza a Mavriki Nikolayevich; pero Stavrogin olvidó su cortesía anterior. Después de disparar hacia los árboles no se volvió siquiera a la barrera. Entregó la pistola a Kirillov y se dirigió apresuradamente adonde estaban los caballos. El enojo se reflejaba en su semblante. Guardaba silencio. Kirillov hacía lo propio. Montaron y salieron al galope.
—¿Por qué calla usted? —gritó impaciente a Kirillov cuando ya estaban cerca de casa.
—¿Qué quiere usted? —respondió éste casi resbalando del caballo, que se había levantado sobre las patas traseras.
Stavrogin se contuvo.
—No era mi intención ofender a ese… idiota y lo hice otra vez —dijo con voz apagada.
—Efectivamente —saltó Kirillov—. Y además no es un idiota.
—Hice lo que pude.
—No es así.
—Entonces, ¿qué debí hacer?
—No desafiarlo.
—¿Y recibir otra bofetada?
—Efectivamente.
—¡Creo que no entiendo nada! —dijo Stavrogin irritado—. ¿Por qué esperan todos de mí lo que no esperan de otros? ¿Por qué tengo yo que aguantar lo que ningún otro aguanta y echarme encima una carga que ningún otro puede llevar?
—Yo creía que usted buscaba eso.
—¿Yo?
—Sí.
—¿Usted… lo ha notado?
—Sí.
—¿Tanto se me nota?
—Sí.
Permanecieron callados un minuto. Stavrogin parecía sumamente turbado. Estaba perplejo o poco menos.
—No disparé porque no quería matar a nadie. Eso fue todo, se lo aseguro —dijo con voz rápida e inquieta, como intentando justificarse.
—No debió usted ofenderlo.
—Entonces, ¿qué debí hacer?
—Debió usted matarlo.
—¿Lamenta usted eso?
—No lamento nada. Pensé que, en efecto, quería usted matarlo. Usted no sabe lo que busca.
—Busco una carga —dijo Stavrogin riendo.
—Si no quería usted sangre, ¿por qué le dio ocasión de que lo matara?
—Si no lo hubiera desafiado, me habría matado sin mediar duelo.
—Eso no es cosa de usted. Quizá no lo habría matado.
—¿Y sí sólo apaleado?
—Eso es cosa de usted. Lleve su carga. De lo contrario no tiene mérito.
—¡Al diablo con el mérito! No busco a nadie que me lo dé.
—Creo que lo buscaba —concluyó Kirillov fríamente. Llegaron a casa de Stavrogin.
—¿Quiere pasar? —propuso Nikolai Vsevolodovich.
—No. Me voy a casa. Adiós —bajó del caballo y se metió el estuche de las pistolas bajo el brazo.
—Espero que al menos no esté enfadado conmigo —dijo Stavrogin alargándole la mano.
—¡En absoluto! —dijo Kirillov volviendo para estrecharla—. Si para mí la carga es ligera, es porque así soy yo. Y si para usted es más pesada será porque así es usted. No hay mucho de qué avergonzarse. Sólo un poco.
—Sé que soy un individuo insignificante, pero no me hago pasar por fuerte.
—Bueno, no finja más. Tomemos una taza de té.
Stavrogin entró en su casa hondamente turbado.