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Lembke entró de improviso con paso rápido en compañía del jefe de policía. Nos miró distraído e iba a entrar en su despacho, situado a la derecha, sin hacer caso de nosotros, cuando Stepan Trofimovich se levantó y se plantó frente a él cerrándole el paso. La alta figura de Stepan Trofimovich, en nada semejante a ninguna otra, produjo efecto: Lembke se detuvo.
—¿Quién es éste? —murmuró confuso, como preguntando al jefe de policía, pero sin volver la cabeza hacia él ni apartar los ojos de Stepan Trofimovich.
—El asesor colegiado en situación de retiro Stepan Trofimovich Verhovenski, Excelencia —repuso Stepan Trofimovich inclinando la cabeza con dignidad. Su Excelencia siguió mirándolo, no obstante, con expresión obtusa.
—¿De qué se trata? —y con laconismo autoritario, fastidio e impaciencia tendió el oído a Stepan Trofimovich, tomándolo finalmente por un solicitante común y corriente que iba a presentarle un memorial.
—Mi casa ha sido hoy objeto de un registro por un funcionario que obraba en nombre de Vuestra Excelencia. Por eso quisiera…
—¿El nombre? ¿El nombre? —preguntó Lembke con impaciencia como si de pronto recordase algo. Stepan Trofimovich repitió su nombre con mayor dignidad aún.
—¡Ajá! Ése es…, ése es el semillero… Señor mío, usted ha demostrado ser… ¿Es usted profesor? ¿Profesor?
—Hubo un tiempo en que tuve el honor de dictar conferencias a la juventud en cierta universidad.
—¡A la juventud! —Lembke pareció estremecerse, aunque apuesto a que todavía no se había enterado de qué se trataba ni, quizá, de con quién hablaba—. Yo, señor mío, no lo permito —exclamó de pronto furibundo—. No permito a la juventud. Son todas esas proclamas revolucionarias. Es un ataque a la sociedad, señor mío, un ataque por mar… de filibusteros… ¿Qué solicita usted?
—Al contrario, señor. Es la esposa de Vuestra Excelencia la que me ha pedido que lea algo en su festival de mañana. Yo no solicito nada. He venido sólo a reivindicar mis derechos…
—¿En el festival? No habrá festival. No permito el festival de ustedes. ¿Conferencias? ¿Conferencias? —gritó furioso.
—Desearía que hablara más cortésmente conmigo, Excelencia, sin patalear ni gritarme como a un chicuelo.
—¿Es que no se da cuenta de con quién habla? —preguntó Lembke enrojeciendo.
—Perfectamente, Excelencia.
—Yo protejo a la sociedad y usted la destruye. ¡La des-tru-ye! Usted… Pero ahora recuerdo algo de usted. ¿No estaba de tutor en casa de la generala Stavrogina?
—Sí, estaba de… tutor… en casa de la generala Stavrogina.
—Y durante veinte años ha venido usted sembrando las ideas que se cosechan ahora…, el fruto de todo ello… Me parece haberlo visto en la plaza hace un momento. ¡Ojo, señor mío, ojo! Las ideas que profesa son conocidas. Tenga la seguridad de que no le quito la vista de encima. No puedo permitir sus conferencias, señor mío, no puedo permitirlas. No me venga con esa solicitud.
Y una vez más se dispuso a avanzar.
—Repito, Excelencia, que está en un error. Es su esposa la que me ha pedido a mí una lectura; no una conferencia, sino algo literario, para el festival de mañana. Pero yo soy ahora el que rehúsa la invitación. Lo que pido respetuosamente es que se me explique, si es posible, con qué fin y por qué motivo se me ha hecho objeto hoy de un registro. Se han incautado libros y papeles, además de cartas personales que tienen un valor sentimental para mí, y se lo han llevado a través de la ciudad en una carretilla de mano…
—¿Quién hizo el registro? —preguntó Lembke ya repuesto y prestando atención a lo que ocurría en realidad. Estaba rojo como un tomate. Se volvió rápidamente al jefe de policía. En ese momento apareció en la puerta la figura larguirucha, encorvada y grotesca de Blum.
—Ése es el funcionario que lo hizo —dijo Stepan Trofimovich señalándolo. Blum dio unos pasos adelante con aire culpable, pero en ningún modo contrito.
—Vous ne faites que des bétises —le dijo Lembke en tono irritado y vejatorio; y de pronto pareció transformado por completo y estar en pleno dominio de sus facultades—. Perdone… —murmuró sobremanera consternado y ruborizándose intensamente—. Todo esto…, todo esto no ha sido más que una equivocación, un malentendido…, sólo una equivocación.
—Excelencia —observó Stepan Trofimovich—, en mi juventud fui testigo de un incidente muy curioso. En el pasillo de un teatro un hombre se acercó rápidamente a otro y, delante de todo el público, le dio una sonora bofetada. Percatándose enseguida, sin embargo, de que la víctima no era la persona a quien había querido abofetear, sino otra que se le parecía ligeramente, dijo despechado y presuroso, como quien no puede darse el lujo de perder tiempo, lo mismo que Vuestra Excelencia acaba de decir: «Me he equivocado…, perdone, ha sido una equivocación, nada más que una equivocación». Y cuando el agredido seguía, no obstante, quejándose en voz alta, el agresor le dijo con suma irritación: «¿Pero no le he dicho que ha sido una equivocación? ¿Entonces por qué chilla?».
—Eso…, eso, sí, es muy divertido, sin duda —dijo Lembke con una mueca—, pero ¿es que no ve lo desgraciado que yo también soy?
Dijo eso casi a gritos y…, y, según parece, queriendo cubrirse el rostro con las manos.
Esta exclamación tan imprevista como penosa, por no decir este sollozo, resultaba intolerable. Era con toda probabilidad el primer instante desde la víspera en que Lembke tenía clara conciencia de lo sucedido; acompañado seguidamente de una plena, afrentosa y humillante desesperación. ¡Quién sabe si en un momento más no habría prorrumpido en sollozos! Stepan Trofimovich le miró al principio con profundo enojo, pero luego bajó la cabeza y dijo con voz hondamente compasiva:
—Excelencia, no se preocupe más por mi enojosa petición. Mande sólo que se me devuelvan mis libros y mis cartas…
Fue interrumpido. En ese momento y con gran alharaca volvía Iulia Mihailovna con todo su séquito. Pero ahora quisiera describir de manera más detallada lo que ocurrió.