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Al poco tiempo de haber regresado de Petersburgo, Varvara Petrovna decidió enviar a su amigo al extranjero «a descansar», ya que era evidente que necesitaba ausentarse por algún tiempo. Stepan Trofimovich partió con gran alegría. «¡Voy a resucitar allí! —decía a los cuatro vientos—. ¡Me podré concentrar en mis estudios!». Pero ya en las primeras cartas que envió desde Berlín empezó a entonar la canción de siempre: «Tengo el corazón destrozado —escribió a Varvara Petrovna—. No puedo olvidar nada. En Berlín todo me recuerda a mi pasado, mis primeros entusiasmos, mis primeras penas. ¿Dónde estará ella? ¿Dónde estarán las dos ahora? ¿Dónde, mis dos ángeles que jamás merecí? ¿Dónde está mi hijo, mi hijo idolatrado? ¿Dónde en fin, estoy yo, yo mismo, mi yo de antes, fuerte como el arco cuando hoy día un Andreyev cualquiera, un bufón barbudo y ortodoxo, peut briser mon existence en deux, etc., etc.?». En cuanto al hijo, Stepan Trofimovich lo había visto en total dos veces en su vida: la primera cuando nació, y la segunda no hacía mucho en Petersburgo, donde el joven se preparaba para ingresar en la Universidad. Como ya queda apuntado, el muchacho se había criado desde su nacimiento en casa de unas tías en la provincia de O* (a costa de Varvara Petrovna), a setecientas verstas de Skvoreshniki. En cuanto a Andreyev, era sencillamente un comerciante, nuestro tendero local, un tipo raro, arqueólogo autodidacta, coleccionista apasionado de antigüedades rusas, que a veces discutía con Stepan Trofimovich por cuestiones de erudición y, principalmente, por cuestiones de ideología. Este respetable mercader, de barba gris y grandes anteojos de plata, debía aún a Stepan Trofimovich cuatrocientos rublos por la tala de unas hectáreas de arbolado en la finca de éste lindante con Skvoreshniki. Aunque al enviar a su amigo a Berlín Varvara Petrovna le había provisto generosamente de fondos, Stepan había contado especialmente con esos cuatrocientos rublos para el viaje, seguramente para sus gastos secretos, y estuvo a punto de llorar cuando Andreyev le rogó que aguardara un mes, prórroga a la que, de otro lado, tenía derecho, porque había pagado los primeros plazos casi con medio año de antelación para ayudar a Stepan Trofimovich, que entonces andaba necesitado de dinero. Ávidamente leyó Varvara esta primera carta y, después de subrayar con lápiz la frase «¿Dónde están las dos ahora?», le puso un número y la metió en el cofre. Él, por supuesto, se refería a sus dos mujeres difuntas. En la segunda carta recibida de Berlín la canción se había modificado: «Trabajo doce horas por día (“si al menos hubiera dicho once”, protestó Varvara), hurgo en las bibliotecas, compulso datos, tomo notas, corro de la ceca a la meca. He visitado a los profesores. He vuelto a entablar relaciones con la excelente familia Dundasov. ¡Qué encanto, incluso ahora, es Nadezhda Nikolayevna! Le manda a usted saludos. Su joven marido y sus tres sobrinos están todos en Berlín. Las noches las pasamos de cháchara con la gente joven, hasta el alba; son casi noches áticas, pero sólo por su belleza y refinamiento; todo se hace como Dios manda: mucha música, motivos españoles, rehabilitación de la humanidad entera, idea de la eterna belleza, la madonna de la Capilla Sixtina, luz con estrías de tiniebla, pero también manchas en el sol. ¡Oh, amiga mía! ¡Noble y fiel amiga! Con el corazón estoy junto a usted, de una vez para siempre, en tout pay y hasta dans le pays de Makar et de ses Meaux, del que recordará usted que hablábamos estremecidos en Petersburgo antes de la partida. Lo recuerdo con una sonrisa. Aquí en el extranjero me siento a salvo, sensación nueva, extraña, por vez primera al cabo de tantos años…», etc., etc.

—¡Todas tonterías! —dijo Varvara guardando también esta carta—. ¿Cuándo había escrito esto? ¿Bebido? ¿Y cómo se atreve esa Dundasova a mandarme saludos? Bueno, que se divierta…

La frase «Dans le pays de Makar et de ses Meaux» quería decir «A donde Makar no llevó nunca a sus carneros» (esto es, Siberia). Stepan traducía a veces al francés, adrede y tontamente, dichos y refranes rusos, aunque sin duda podía entenderlos y traducirlos mejor; pero lo hacía por darse tono y creyéndolo cosa de ingenio.

Pero no se divirtió mucho. Al cabo de cuatro meses no pudo resistir más y volvió corriendo a Skvoreshniki. Sus últimas cartas no fueron otra cosa que una efusión del más sentido amor por la amiga ausente y llegaban literalmente humedecidas por las lágrimas de la separación. Hay personalidades tan caseras y apegadas al hogar como sólo llegan a estarlo los perros caseros. Los amigos volvieron a reunirse con entusiasmo. Al cabo de dos días todo volvió a ser como antes, incluso más fastidioso que antes.

—Amigo mío —me dijo como quien guarda un secreto, unas semanas más tarde—. Amigo mío, he descubierto… algo terrible de mí: je suis un simple gorron et rien de plus! Mais r-r-rien de plus!

Los demonios
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