2
Apenas el carruaje partió, Stepan Trofimovich comenzó a hablar afectuosamente con su compañera de viaje.
—Usted, amiga mía… Usted me permite llamarla mi amiga, n’est-ce-pas? —se apresuró a decir—. Vea usted, yo… J’aime le peuple, c’est indispensable, mais il me semble que je ne l’avais jamais vu de près… Stasie… cela va sans dire qu’elle est aussi du peuple… mais le vrai peuple, es decir, el auténtico, el que encuentra uno en la carretera, parece que sólo se interesa por saber a dónde voy precisamente. Pero pasemos eso por alto. Quizás estoy desvariando, pero es porque estoy hablando muy deprisa.
—Me parece que no está usted bien, señor —Sofya Matveyevna lo miró atenta, aunque respetuosamente.
—No, no. Sólo necesito abrigarme; además corre un viento fresco, muy fresco, por cierto, pero… olvidemos eso. Yo, la verdad, no era eso lo que quería decir. Chère et incomparable amie, se me antoja que soy casi feliz y que usted es la causa de ello. Pero la felicidad me cuesta cara, porque de inmediato empiezo a perdonar a todos mis enemigos.
—Pero, señor, eso está muy bien…
—No siempre, chère inocente. L’Evangile… Voyez-vous, désormais nous le prêcherons ensemble y yo venderé de buena gana esos bonitos libros de usted. Sí, siento que es quizás una buena idea, quelque chose de très nouveau dans ce genre. El pueblo es religioso, c’est admis, pero todavía no conoce el Evangelio. Yo se lo explicaré… En una explicación verbal se pueden corregir los errores de ese notabilísimo libro, que yo estoy desde luego dispuesto a tratar con el mayor respeto. Le seré a usted útil hasta en la carretera.
»Yo siempre he sido útil; yo siempre se lo he dicho a ellos età cette chère ingrate… ¡Oh!, perdonemos, perdonemos, ante todo perdonar a todos y en todo momento… Esperemos que también ellos nos perdonen. Sí, porque todos y cada uno de nosotros somos culpables ante los demás. ¡Todos somos culpables!
—Lo que usted ha dicho, señor, creo que está muy bien dicho.
—Sí, sí… Tengo la impresión de que estoy hablando muy bien. Les hablaré a ellos muy bien, pero ¿qué era lo principal que quería decir? He perdido el hilo y no recuerdo… permitirá usted que no nos separemos, ¿verdad? Siento que su modo de mirarme…, francamente, me sorprenden los modales de usted: es usted sencilla de corazón, me llama usted «señor» y echa usted el té de la taza al platillo; y… ese horrible terrón de azúcar. Pero hay algo en usted que seduce y lo veo en sus facciones… ¡Oh, no se ruborice ni me tema como a un hombre! Chère et incomparable, pour moi une femme c’est tout. Yo no puedo vivir sin una mujer a mi lado, pero solamente a mi lado… Estoy desorientado, absolutamente desorientado… No recuerdo en absoluto lo que quería decir. ¡Oh, bienaventurado aquél a quien Dios siempre le envía una mujer!, y…, y pienso que estoy hasta un poco exaltado, ¡también en la carretera hay una gran idea! Eso…, eso era lo que quería decir, lo de la gran idea, ahora me acuerdo, pero antes no daba con ello. ¿Y por qué nos han llevado más lejos? Allí también se estaba bien, pero aquí… cela deviene trop froid. A propos, fai en tout quarante roubles et voilà cet argent. Tómelo, tómelo, yo no sé guardarlo y seguramente lo voy a perder o me lo quitarán, y… Además creo que quiero dormir; mi cabeza está dando vueltas. Sí, vueltas, vueltas, y más vueltas. ¡Oh, qué buena es usted! ¿Con qué me tapa?
—Estoy segura de que tiene fiebre, señor, y le he tapado con mi manta. Y en lo del dinero, preferiría…
—¡Oh, por Dios santo, nen parlons plus, parce que cela me fait mal! ¡Oh, qué buena es usted!
De pronto dejó de hablar y enseguida se durmió, con sueño trémulo y febril. El camino por el que recorrieron esas diecisiete verstas no era nada llano y el vehículo daba enormes sacudidas. Stepan Trofimovich se despertaba a menudo, levantaba la cabeza de la almohadilla que le había puesto Sofya Matveyevna, la tomaba de la mano y preguntaba: «¿Está usted aquí?» como si temiera que se hubiese ido. También le dijo que había soñado con unas mandíbulas abiertas, llenas de dientes, que le habían causado mucho asco. La preocupación de Sofya Matveyevna subió de punto.
Los cocheros los llevaron directamente a un albergue grande, con cuatro ventanas en la fachada y otras viviendas más pequeñas en el corral. Stepan Trofimovich se despertó, entró y fue derecho a la segunda habitación, la mejor y más espaciosa de la casa. Su rostro soñoliento delataba una afanosa inquietud. Sin perder tiempo explicó a la patrona, mujer alta y gruesa de unos cuarenta años, pelo muy negro y una sombra de bigote, que necesitaba el cuarto sólo para él, «y que cerrara y no dejara entrar a nadie, parce que nous avons aparler. Oui, jai beaucoup a vous dire, chère amie. Le pagaré, le pagaré», le dijo a la patrona, despidiéndola con un gesto de la mano.
Aunque se daba prisa, articulaba las palabras con trabajo. La patrona escuchaba un tanto indiferente, pero en silencio, como señal de asentimiento, en el que, no obstante, despuntaba una nota de amenaza. Él no se dio cuenta de ello y le pidió (con prisa desmesurada) que se fuera y le trajera de comer cuanto antes, «sin perder un instante»…
La mujer del bigote ya no aguantó más.
—Esto no es un mesón, señor, y no servimos comida a los viajeros. Podríamos servirle unos cangrejos y preparar el samovar, pero no hay otra cosa. Pescado fresco no habrá hasta mañana.
Como si no la hubiera escuchado, Stepan Trofimovich volvió a gesticular y a repetir con aire de impaciencia: «Le pagaré, pero ¡hala!, deprisa, deprisa». Pactaron sopa de pescado y pollo asado. La mujer le dijo que no se hallaría un pollo en toda la aldea, pero consintió en ir a buscarlo, aunque con cara de estar haciéndole un inmenso favor.
Tan pronto como la mujer salió, Stepan Trofimovich se sentó en el sofá e hizo sentarse a Sofya Matveyevna junto a él. En la habitación había sofá y butacas, pero de aspecto miserable. El aposento era bastante grande (dividido por un medio tabique tras el cual estaba la cama), con un papel viejo, amarillo y harapiento en las paredes, litografías horrendas de tema mitológico, una larga hilera de iconos pintados y otros varios de cobre en el rincón más cercano a la puerta. Con su extraño surtido de muebles, la habitación ofrecía una mezcla grotesca de vida urbana y tradiciones campesinas. Pero él ni se fijó en ello, ni miró por la ventana el extenso lago, cuya orilla estaba a treinta pasos del albergue.
—¡Por fin estamos solos y no dejaremos entrar a nadie! Quiero contarle a usted todo, todo, desde el mismísimo principio.
Sofya Matveyevna, le contuvo sumamente inquieta:
—Comment, vous savez déjà mon nom? —sonrió regocijado.
—Se lo oí esta mañana a Anisim Ivanov cuando hablaba usted con él. Yo, por mi parte, quisiera decirle que…
Y empezó a decirle en voz baja y rápida, mirando la puerta cerrada por si alguien pudiera oír, que «es ésta una aldea de cuidado; aunque todos los aldeanos son pescadores, se ganan principalmente la vida sacando a los forasteros en el verano todo el dinero que pueden; la aldea no está en la carretera, sino en un camino apartado, y la gente viene aquí sólo para tomar el vapor; y si el vapor no llega (y nunca llega cuando el tiempo es malo), los viajeros tienen que quedarse aquí varios días y todas las cabañas se llenan de gente, que es lo que quieren sus dueños, porque cobran por cualquier cosa tres veces más de lo que vale; y el patrón de este albergue es orgulloso y arrogante porque es rico, según lo que aquí entienden por ser rico. Su red de pescar por sí sola vale mil rublos».
Stepan Trofimovich miraba casi con reproche el rostro extraordinariamente animado de Sofya Matveyevna y varias veces intentó pararla, pero ella se empeñó en continuar y dijo todo lo que tenía que decir. Según ella, ya había estado allí, una vez en verano, «con una señora amabilísima» de la ciudad, y allí pasaron dos días enteros hasta que llegó el vapor; y lo que tuvieron que aguantar no era para contarlo. «Usted, Stepan Trofimovich, ha pedido una habitación particular. Se lo digo para que esté sobre aviso. Ahí, en ese cuarto de al lado, ya hay viajeros: un señor anciano y un joven, y una señora con niños; y mañana el albergue estará lleno de gente hasta las dos de la tarde, porque el vapor, que lleva dos días sin venir, vendrá mañana seguramente. Así, pues, por un cuarto particular y haber pedido de comer le cobrarán lo que en la ciudad misma sería una barbaridad…».
Pero él sufría, sufría de veras.
—¡Assez, mon enfant, se lo ruego! Nous avons notre argent, et après… et après le bon Dieu! Me asombra que una persona como usted, de tan elevados pensamientos… Assez, assez, vous me tourmentez —exclamó histéricamente—. Tenemos todo nuestro futuro por delante y usted… me asusta con lo que puede depararnos.
Sin perder tiempo le contó la historia entera de su vida, y lo hizo con tal premura que al principio costaba trabajo entenderle. El relato duró mucho tiempo. Trajeron la sopa de pescado, trajeron el pollo, trajeron por último el samovar, y él no paraba de hablar… La narración era un tanto extraña e histérica, pero en fin de cuentas estaba enfermo. Fue un esfuerzo mental imprevisto y supremo que —como preveía la afligida Sofya Matveyevna mientras él hablaba—, dado su pésimo estado actual de salud, había de terminar en un profundo decaimiento. Empezó casi con su infancia, cuando «corría por los campos con el corazón abierto», y una hora después había llegado sólo a sus dos casamientos y su vida en Berlín. Pero no crean que me río de él. En ello había algo que él juzgaba de suma importancia o, como se dice en la jerga de ahora, una cuestión de lucha por la existencia. Tenía delante a la mujer que había escogido para compartir su vida futura y se apresuraba, como si dijéramos, a iniciarla. Su genio no debía seguir siendo un secreto para ella… Puede ser que se formara un concepto exagerado de Sofya Matveyevna, pero ya la había elegido. No podía vivir sin una mujer. Mirándola, deducía sin dificultad que apenas entendía lo que le contaba, y mucho menos la idea principal.
«Ce ríest rien, nous attendrons, y mientras tanto puede entenderlo por intuición…».
—Amiga mía, lo único que necesito es su corazón —exclamó interrumpiendo el relato— y esa dulce y encantadora mirada con que me está usted contemplando. ¡No, no se ruborice! Ya le he dicho…
La pobre Sofya Matveyevna, atrapada de tal modo, se veía en apuros para seguir el relato de Stepan Trofimovich cuando éste se convirtió en una amplia disertación, o poco menos, acerca de cómo nadie había podido comprender nunca a Stepan Trofimovich y cómo «se destruye a los hombres de genio en Rusia». Todo aquello era «de lo más inteligente, diría ella más tarde con abatimiento. Escuchaba con evidente angustia, con los ojos muy abiertos. Cuando Stepan Trofimovich eligió continuar la vía humorística y empezó a decir bromas contra nuestras «clases progresistas y dirigentes», ella hizo dos penosos esfuerzos por secundar la risa de él, pero fue peor que si hubiera llorado, a tal punto que el propio Stepan Trofimovich quedó desconcertado y se puso a atacar a los nihilistas y los «hombres nuevos» con despechado brío. Lo único que logró fue simplemente alarmarla, y sólo respiró con alivio, aunque no por mucho tiempo, cuando él empezó a contarle el gran amor de su vida. La mujer es siempre mujer aunque sea monja. Se sonreía, sacudía la cabeza y luego enrojeció y bajó los ojos, lo que provocó en Stepan Trofimovich tal éxtasis e inspiración que hasta se permitió algunas pequeñas mentiras. Varvara Petrovna se transformó en su relato en una morena encantadora («la admiración de Petersburgo y de muchas capitales de Europa»), cuyo marido «había sucumbido a las balas enemigas en Sebastopol» por juzgarse indigno de su amor y dejar el campo libre a su rival, esto es, al propio Stepan Trofimovich… «¡No se escandalice, mi dulce amiga, cristiana mía! —dijo Stepan Trofimovich, que casi llegó a creer lo que contaba—. Aquello fue algo muy espiritual y tan delicado que jamás hablamos de ello durante toda nuestra vida». A medida que proseguía el relato, la causa de tal estado de cosas resultaba ser una rubia (si no era Daria Pavlovna, no sé en quién pensaría Stepan Trofimovich). La rubia lo debía todo a la morena y se había criado en casa de ésta en calidad de pariente lejana. Cuando por fin la morena se apercibió del amor de la rubia por Stepan Trofimovich, encerró el secreto en su pecho. Y los tres, languideciendo de grandeza colectiva, mantuvieron en secreto su suerte durante veinte años, cada uno con su misterio bien oculto en el pecho. «¡Oh, qué pasión fue aquélla, qué pasión! —gritó, con un sollozo de genuina emoción—. Yo vi el florecimiento de su belleza —la de la morena—. La veía a diario con el corazón desconsolado pasar junto a mí como avergonzada de su propia belleza» (una vez dijo: «avergonzada de estar tan gorda»). Y él había acabado por huir, abandonando ese sueño febril de veinte años —vingt ans—. Y estaba ahora ahí, en la carretera… Luego, en una especie de delirio, empezó a explicar a Sofya Matveyevna el verdadero sentido del «encuentro tan casual como fatal» que había tenido ese día, encuentro destinado a unir sus vidas «por los siglos de los siglos». Sofya Matveyevna, terriblemente confusa, se levantó por fin del sofá, y él hizo ademán de caer de rodillas ante ella, lo que la hizo llorar. Empezaba a oscurecer. Llevaban ya varias horas encerrados en la habitación.
—No, lo mejor será, señor, que me deje ir al otro cuarto —murmuró ella—; de lo contrario no se sabe lo que pensará la gente.
Por fin consiguió huir, él la dejó ir, dándole palabra de que se acostaría enseguida. Al despedirse de ella se quejó de que le dolía mucho la cabeza. Sofya Matveyevna, cuando entró en el albergue, había dejado la bolsa y otras cosas en la habitación delantera, pensando pasar la noche con la gente de la casa; pero no tuvo descanso.
Durante la noche Stepan Trofimovich sufrió el ataque de gastritis al que tanto yo como otros amigos estábamos tan habituados, remate inevitable de su tensión nerviosa y de sus trastornos morales. La pobre Sofya Matveyevna no logró dormir en toda la noche. Dado que para atender al paciente tuvo que entrar y salir a menudo cruzando el cuarto de la patrona, ésta y los viajeros que dormían allí refunfuñaban y llegaron hasta insultarla cuando al amanecer decidió preparar el samovar. Durante todo el tiempo que duró el ataque, Stepan Trofimovich estuvo adormecido; a veces le parecía que preparaban el samovar, que le daban algo de beber (té de frambuesa), que le ponían fomentos en el estómago y en el pecho. Pero a cada instante sentía que ella estaba allí, a su lado, que era ella la que entraba y salía, la que le ayudaba a incorporarse y volvía a acostarlo. Sobre las tres de la madrugada empezó a sentirse mejor; se sentó en el lecho, sacó de él las piernas y, sin previo aviso, cayó al suelo delante de ella. Ya no se trataba sólo de arrodillarse ante ella como lo había hecho la víspera, sino de caer a sus pies y besar el borde de su vestido…
—No haga eso, por favor, señor, no haga eso. No lo merezco, señor —murmuró ella tratando de subirse a la cama.
—Mi redentora —dijo devoto, juntando las manos—. Vous étes noble comme une marquise! Yo…, yo soy un miserable. ¡Oh, toda la vida he sido un embustero…!
—¡Cállese! —imploraba Sofya Matveyevna.
—Todo lo que le dije anoche fue una calumnia, para darme fama, por jactancia… Todo, todo, hasta la última sílaba… ¡Oh, qué embustero, qué embustero soy!
De ese modo el ataque gástrico abrió paso a otro género de ataque, al remordimiento histérico. Ya hice mención de tales ataques cuando hablé de sus cartas a Varvara Petrovna. De pronto se acordó de Lise y de su encuentro con ella la mañana del día antes: «Fue cruel, y estoy seguro de que había pasado algo horrible; ¡y no pregunté nada y no me enteré de nada! ¡Pensaba sólo en mí mismo! ¡Oh! ¿Qué le habrá ocurrido? ¿Sabe usted lo que le ha ocurrido?», suplicó a Sofya Matveyevna.
A continuación juró que «nunca la engañaría» y que volvería a ella —esto es, a Varvara Petrovna—. «Iremos a la puerta de su casa —esto es, con Sofya Matveyevna— todos los días, cuando se suba al coche para dar un paseo matinal, y la miraremos a escondidas… ¡Oh, quisiera que me abofeteara la otra mejilla; lo deseo con avidez! ¡Le volveré la otra, comme dans votre livre! Recién ahora, comprendo lo que eso quiere decir… volver la otra mejilla. Antes no lo había comprendido nunca».
Los dos días siguientes fueron de los más angustiosos en la vida de Sofya Matveyevna; todavía hoy los recuerda estremecida. Stepan Trofimovich enfermó de tanta gravedad que no pudo tomar el vapor, que en esa ocasión llegó puntualmente a las dos de la tarde; ella, por su parte, no tuvo valor para dejarlo solo y tampoco partió para Spasov. Según ella, él se alegró mucho cuando zarpó el navío.
—Eso está bien, eso es magnífico —murmuraba en la cama—. Temía que nos fuésemos. ¡Aquí se está tan bien, mejor que en ninguna otra parte…! Usted no me abandonará, ¿verdad? ¡Oh, usted no me ha abandonado!
«Aquí», sin embargo, no se estaba tan bien como decía. Él no quería saber nada de las dificultades de ella; tenía la cabeza llena de fantasías, y nada más. Conceptuaba su enfermedad como algo pasajero, insignificante, y no le hacía el menor caso; en lo único que pensaba era en cómo irían a vender «esos libros». Pidió a Sofya Matveyevna que le leyera el Evangelio.
—Hace ya mucho tiempo que no lo he leído… en el original. Quizás alguien podría preguntarme y yo podría equivocarme. Debo, por lo tanto, prepararme.
Ella se sentó a su lado y abrió el libro.
—Lee usted delicadamente —la interrumpió tras el primer renglón—. Ya veo, ya veo que no me equivocaba —agregó con imprecisión pero con cierto entusiasmo. En realidad, su estado era de entusiasmo constante. Ella leyó el Sermón de la Montaña.
—Assez, assez, mon enfant, basta… ¿No cree usted que eso es suficiente?
Exhausto, cerró los ojos. Estaba muy débil y, sin embargo, no perdía el conocimiento. Sofya Matveyevna se levantó pensando que quería dormir, pero él la detuvo.
—Amiga mía, he mentido toda mi vida. Hasta cuando decía la verdad. Nunca he hablado por amor a la verdad, sino por amor a mí mismo; esto ya lo sabía antes, pero sólo ahora lo veo… ¡Oh! ¿Dónde están esos amigos a quienes he agraviado con mi amistad toda la vida? ¡A todos, a todos! Savez-vous, quizá miento ahora también; sí, sí, también ahora estoy mintiendo. Lo peor de todo es que me creo a mí mismo cuando miento. Lo más arduo en la vida es vivir y no mentir… y no creer en las propias mentiras. ¡Sí, sí, eso! Pero espere un poco; ya se lo contaré luego… ¡Estamos juntos, juntos! —añadió con entusiasmo.
—Stepan Trofimovich —preguntó Sofya Matveyevna tímidamente—, ¿no debemos llamar al médico de la ciudad?
Él quedó paralizado.
—¿Para qué? Est-ce que je suis si malade? Mais rien de sérieux… ¿Quién necesita extraños? Puede enterarse, y entonces ¿qué pasaría? No, no, nada de extraños. ¡Nosotros juntos, nosotros juntos!
—Léame algo más, lo que usted quiera, lo primero que salte a la vista —dijo tras breve pausa.
Sofya Matveyevna abrió el libro y comenzó a leer.
—¡Justo ahí, donde se ha abierto, donde se ha abierto por casualidad! —repitió él.
—«Y escribe el ángel de la iglesia en Laodicea…».
—¿De dónde es?
—Del Apocalipsis.
—Oui, je men souviens, oui, l’Apocalypse. Lisez, lisez, para adivinar por el libro lo que será nuestro futuro. Quiero saber lo que ha resultado. Lea empezando con lo del ángel, el ángel…
—«Y escribe el ángel de la iglesia en Laodicea: He aquí dice el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios: Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y estoy enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa; y no conoces que tú eres desventurado y miserable y pobre y ciego y desnudo».
—¿Está eso en tu libro? —exclamó con ojos centelleantes, levantando la cabeza de la almohada—. ¡Nunca había conocido ese pasaje magnífico! Escuche: más vale frío, frío, que tibio, que sólo tibio. ¡Oh, yo lo demostraré! ¡Pero no me deje, no me deje solo! ¡Lo demostraremos, lo demostraremos!
—¡Pero claro que no lo dejaré, Stepan Trofimovich! ¡No lo dejaré nunca, señor! —dijo ella tomándole de la mano; y apretándola en las suyas se la llevó al corazón mirándole con lágrimas en los ojos. («Me dio mucha lástima de él en ese momento», dijo más tarde). Los labios de él tiritaron trémulos.
—Entonces, Stepan Trofimovich, ¿qué vamos a hacer? ¿Le avisamos a algún conocido suyo o a algún pariente?
Él se alarmó tanto con la propuesta que ella sintió haberla repetido. Todo tembloroso, le suplicó que no avisara a nadie ni hiciera nada. Le pidió que le diera su palabra, insistiendo «¡A nadie, nadie! ¡Nosotros solos, nosotros dos, nous partirons ensemble!».
Lo peor era que los dueños del albergue empezaron también a inquietarse; murmuraban y asediaban a Sofya Matveyevna. Ella les pagó y se las arregló para hacerles ver que tenía dinero, lo que los apaciguó de momento, pero el patrón insistió en ver «los papeles» de Stepan Trofimovich. Con altanera sonrisa el enfermo señaló su maletín; en él halló Sofya Matveyevna el certificado de su dimisión de la universidad, o algo por el estilo, que le había servido de pasaporte toda la vida. El dueño no quedó satisfecho y porfió que habría que llevarle a otro sitio, porque aquello no era un hospital, y si moría se armaría de seguro un lío; «las pasaríamos todos negras». Sofya Matveyevna le habló también de llamar a un médico, pero mandar a buscarlo en la ciudad podía resultar tan caro que tuvo que abandonar por completo la idea. Volvió afligida al lado del enfermo, que iba debilitándose cada vez más.
—Léame ahora otro pasaje…, el de los puercos —dijo de pronto.
—¿Qué dice, señor? —preguntó Sofya Matveyevna sumamente alarmada.
—El de los puercos… está ahí también… ces cochorts… Recuerdo que los demonios entraron en los puercos y todos se ahogaron. Debe leerme eso, ya le diré después por qué. Quiero recordarlo al pie de la letra. Necesito recordarlo al pie de la letra.
Sofya Matveyevna conocía bien el Evangelio y enseguida encontró el pasaje de San Lucas que he puesto como epígrafe de mi corazón. Lo cito aquí de nuevo:
—«Y había allí un hato de muchos puercos que pacían en el monte; y le rogaron que los dejase entrar en ellos; y los dejó. Y salidos los demonios del hombre, entraron en los puercos; y el hato se arrojó de un despeñadero en el lago y ahogóse. Y los pastores, como vieron lo que había ocurrido, huyeron, y dieron aviso en la ciudad y por las fincas. Y salieron a ver lo que había ocurrido; y vinieron a Jesús, y hallaron sentado al hombre de quien habían salido los demonios, vestido y en su juicio a los pies de Jesús; y tuvieron miedo. Y les contaron, los que lo habían visto, cómo había sido salvado aquel endemoniado».
—Amiga mía —dijo Stepan Trofimovich con aguda agitación— ¿savez-vous que ese prodigioso y… extraordinario pasaje ha sido para mí un tropiezo toda la vida… dans ce livre… hasta el punto de que vengo recordándolo desde la niñez? Ahora se me ocurre una idea, una comparación. Ahora se me ocurre un sinfín de ideas. Vea usted: eso corresponde cabalmente a nuestra Rusia. Esos demonios que salen del enfermo y entran en los puercos son todos los demonios grandes y pequeños que se han ido acumulando en este nuestro grande y amado inválido, en nuestra Rusia, siglo tras siglo. Oui, cette Russie, que fai mais toujours! Pero una gran idea y una gran voluntad la escudarán desde las alturas, como a ese loco poseído por los demonios; y todos esos demonios, toda la impureza, toda esa abominación que supuraba en la superficie…, todo eso pedirá que lo dejen entrar en los puercos. ¡Y quizás haya entrado ya! Eso es lo que somos nosotros, nosotros y ésos, y Petrusha… et les autres avec lui, y yo el primero, delante de todos, y nos arrojaremos, los delirantes y endemoniados, de un acantilado al mar y nos ahogaremos todos, y estará bien destinado porque eso es lo único para lo que servimos. Pero el enfermo sanará y «se sentará a los pies de Jesús»… y todos lo mirarán pasmados… Querida mía, vous comprendrez après, pero por lo pronto esto me desasosiega mucho… vous comprendrez après… nous comprendrons ensemble.
Empezó a delirar y perdió el conocimiento. Así estuvo todo el día siguiente. Sofya Matveyevna estuvo sentada junto a él, llorando, sin apenas dormir durante tres noches y sin atreverse a mirar a los dueños de la casa sospechando que estaban tramando algo. Antes del tercer día, llegó la liberación. Stepan Trofimovich volvió en sí a la mañana, la reconoció y le extendió la mano. Esperanzada, ella se persignó. Él miró por la ventana: «Tiens, un lac —dijo—. ¡Ay!, Dios mío, no lo había visto antes…». Un griterío excesivo se escuchaba por la casa, había llegado un carruaje.