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Varvara estaba tan ligada a Stepan como a otra persona en este mundo: su único hijo, Nikolai Vsevolodovich Stavrogin. Fue para éste para quien Stepan fue invitado como profesor. El muchacho tenía entonces ocho años, y el irresponsable de su padre, el general Stavrogin, vivía ya entonces separado de la madre, de modo que el chico se crió enteramente bajo el cuidado de ésta. Hay que ser justo con Stepan: supo ganarse la adhesión de su discípulo. Y el secreto estaba en que él era también un niño. Hasta el momento yo no había hecho mi entrada en escena y él necesitaba en todo momento un amigo de verdad. No dudó entonces en convertirse en amigo en cuanto la criatura hubo crecido un poco. No había diferencia entre ellos. Más de una vez durante la noche despertaba a su amiguito de diez u once años con el solo objeto de desahogar con él sus sentimientos lastimados o revelarle algún secreto doméstico, sin parar mientes en que no debía ser tal cosa. Se abrazaban y lloraban. El muchacho sabía que su madre lo quería mucho, pero él no la quería tanto a ella. Ella hablaba poco con él y raras veces lo estorbaba en lo que hacía, pero lo seguía fijamente con la mirada, lo que producía en el chico una sensación de malestar. Ahora bien, en todo lo concerniente a la educación de éste y a su desarrollo moral la madre lo confiaba plenamente en Stepan, en quien aún creía a pies juntillas. Es inevitable pensar que el pedagogo afectó en alguna medida el sistema nervioso de su discípulo. Cuando al cumplir los dieciséis años lo llevaron al liceo era un chico pálido y endeble, excesivamente callado y abstraído (más adelante se destacó por su extraordinaria fuerza física). Cabe suponer, asimismo, que los amigos lloraban en la noche, abrazados, y no sólo por causa de alguna desavenencia doméstica. Stepan supo pulsar las más recónditas fibras del corazón de su amigo y despertar en él un temprano, y aun indefinido, sentimiento de ese eterno y sagrado anhelo que, una vez gustado y conocido, los espíritus selectos jamás cambiarán por una satisfacción vulgar. (Hay también los que dan a ese anhelo un valor superior al de una satisfacción completa, suponiendo que ésta fuera posible). Pero, en todo caso, fue conveniente que maestro y discípulo acabaran por separarse aunque no lo bastante pronto.
En sus dos primeros años de liceo el joven volvió a casa de vacaciones. Cuando Varvara y Stepan estuvieron en Petersburgo asistió algunas veces a las tertulias literarias de su madre, y en ellas escuchaba y observaba. Hablaba poco y seguía siendo silencioso y reservado. Trataba a Stepan con la cariñosa consideración de antes, pero ahora con un poco de encogimiento: estaba claro que rehuía hablar con él de temas edificantes y de recuerdos del pasado. Después de concluir los estudios, por deseos de la madre, sentó plaza y fue pronto aceptado en uno de los regimientos de guardias montados más prestigiosos. No vino a ver a su madre vestido de uniforme y raras veces escribía desde Petersburgo. Varvara le enviaba dinero sin regatear, a pesar de que con la emancipación de los siervos las rentas de su hacienda habían mermado hasta el punto de que al principio no percibía ni la mitad de lo de antes. Gracias, sin embargo, a grandes economías había ahorrado un capital de consideración. Le interesaban mucho los triunfos de su hijo en la alta sociedad de Petersburgo: lo que ella nunca pudo conseguir lo había conseguido el joven oficial, rico y con esperanzas de serlo más. Él hizo amistades con las que ella ni siquiera habría podido soñar, y era recibido en todas partes con satisfacción. Pero muy pronto empezó Varvara a oír rumores harto extraños. El joven comenzó de improviso a vivir escandalosamente. No se trataba de jugar o beber demasiado, se hablaba de cierto desenfreno salvaje, de personas atropelladas por los caballos que montaba, de su conducta brutal con una dama de la buena sociedad con quien había estado en relaciones y a quien después había insultado públicamente. Algo repugnante había, sin duda, en este asunto. Como si ello no fuese bastante, se afirmaba que era un matón que insultaba y provocaba a la gente por el mero gusto de insultar. Varvara estaba preocupada y triste. Stepan le decía que ésos eran sólo los primeros arranques impetuosos de una naturaleza demasiado pujante, que la naturaleza se calmaría y que todo ello hacía pensar en la mocedad del príncipe Harry y sus francachelas con Falstaff, Poins y mistress Quickly, según nos las pinta Shakespeare. Esta vez Varvara no exclamó «¡Tonterías, tonterías!», como solía hacer últimamente cuando hablaba con Stepan; al contrario, escuchó atenta, pidió más detalles y ella misma leyó puntualmente en Shakespeare la crónica inmortal. Pero ni la crónica la tranquilizó ni halló mucha semejanza entre los dos casos. Con ansiedad esperaba respuesta a unas cartas suyas, que no se hizo esperar. Pronto llegó la cruel noticia de que el príncipe Harry se había batido en duelo dos veces, en rápida sucesión, que en ambas había sido el culpable, que había dado muerte en el acto a uno de sus adversarios y mutilado al otro, y que a resultas de tales fechorías había sido procesado. El proceso concluyó con su degradación a soldado raso, pérdida de derechos civiles y traslado, en calidad de destierro, a un regimiento de infantería de línea. Y aun eso fue muestra especial de clemencia.
En 1863 tuvo ocasión de distinguirse: se le concedió una cruz y fue ascendido a suboficial, y poco después a oficial. Durante ese tiempo Varvara escribió hasta un centenar de cartas a Petersburgo con ruegos y súplicas. En tan insólita situación no le importaba humillarse un tanto. Después del ascenso, el joven pidió inopinadamente el retiro, pero tampoco esta vez regresó a Skvoreshniki y cesó por completo de escribir a su madre. Por vía indirecta se supo que estaba de nuevo en Petersburgo, pero que ya no se lo veía en la sociedad de antes. Parecía como si viviera oculto. Se averiguó que andaba en extraña compañía, relacionado con la gente maleante de la capital, con empleados andrajosos, con militares retirados que vivían de limosna, con borrachos; que visitaba a sus miserables familias, que pasaba días y noches en oscuros tugurios y en sabe Dios qué madrigueras; que se rebajaba y envilecía y que, por lo visto, se complacía en ello. No pedía dinero a su madre; tenía su hacienda propia, una pequeña finca que había pertenecido al general Stavrogin, arrendada, según se decía, a un alemán de Sajonia y que le producía una exigua renta. Finalmente la madre le suplicó que volviera a casa, y el príncipe Harry se presentó en nuestra ciudad. Aquí tuve ocasión de verlo por primera vez, pues hasta entonces no le había echado la vista encima.
Era un joven de veinticinco años, de muy buen parecer, y confieso que me impresionó. Yo esperaba encontrar un tipo repulsivo, minado por el libertinaje y estropeado por la bebida. Muy al contrario, era el gentleman más atildado que he conocido en mi vida, vestido con gusto exquisito y con un porte como sólo cabe esperar en un caballero habituado a la respetabilidad más escrupulosa. No fui yo el único sorprendido; quedó sorprendida también toda la ciudad, a la que, por supuesto, le era conocida la biografía del señor Stavrogin, y aun con tales pormenores que uno se preguntaba de dónde podían proceder. Lo extraño era que la mitad de ellos parecían ser verdad. Todas nuestras damas perdieron la chaveta con la llegada del nuevo residente. Dividiéronse netamente en dos facciones: una lo adoraba y otra lo odiaba mortalmente; pero en cuanto a la chaveta las dos la habían perdido por igual. A unas les subyugaba sobre todo la creencia de que en el alma del recién llegado se escondía algún secreto fatal; otras se estremecían al pensar que era un asesino. Parecía, asimismo, que estaba muy bien educado y que poseía conocimientos nada comunes. La verdad es que no hacían falta muchos conocimientos para que nosotros nos maravillásemos, pero el caso es que podía opinar sobre temas interesantes de actualidad y con notable perspicacia. Subrayaré como particularidad curiosa que casi desde el primer día todos lo consideramos como hombre extraordinariamente juicioso. Hablaba poco, era elegante sin afectación, sobremanera modesto, pero al mismo tiempo osado y seguro de sí mismo, más, en realidad, que ninguno de nosotros. Nuestros pisaverdes le miraban con envidia y quedaban turulatos en su presencia. Me impresionó también su semblante: tenía el cabello algo más negro de lo conveniente, los ojos algo más claros y serenos de lo que cabría desear, la piel algo más tierna y blanca y su tinte algo más limpio y radiante de lo adecuado, los dientes como perlas, los labios como el coral. Se diría que era el modelo del hombre hermoso, pero al mismo tiempo con algo casi repulsivo. Se decía que su rostro hacía pensar en una máscara, y entre las muchas cosas que se comentaban de él se señalaba su insólita fuerza física. Era más bien alto de talla. Varvara lo miraba con orgullo, aunque siempre con zozobra. Pasó entre nosotros unos seis meses, haciendo vida tranquila, distraída y un poco sombría. Frecuentaba la sociedad y se adaptaba a nuestra etiqueta provinciana con atención esmerada. Por línea paterna estaba relacionado con el gobernador, en cuya casa era recibido como pariente cercano. Pero al cabo de unos meses la fiera mostró de pronto sus garras.
A propósito, diré ente paréntesis que el manso y amable Iván Osipovich, nuestro gobernador anterior, tenía algo de comadre, aunque de buena familia y bien relacionado, lo que explica que estuviera tantos años entre nosotros sacudiéndose de encima toda clase de asuntos oficiales. Por su largueza y hospitalidad merecía haber sido decano de la nobleza en el buen tiempo viejo y no gobernador en una época tan agitada como la nuestra. En la ciudad se insistía en que no era él, sino Varvara, quien tenía las riendas del gobierno, comentario sarcástico que era, no obstante, mentira palpable. ¡Y cuántos chistes se contarían en la ciudad sobre ese tema! Muy al contrario, en estos últimos años Varvara se había alejado adrede de toda función pública, a pesar del respeto excepcional que le rendía toda la sociedad, y se había recluido voluntariamente dentro de los límites que ella misma se había fijado. En lugar de ocuparse en la administración pública empezó a dedicarse a la administración de su hacienda, y en dos o tres años levantó los ingresos de sus propiedades casi al nivel de antes. En lugar de los entusiasmos poéticos anteriores (viaje a Petersburgo, propósito de fundar una revista, etc.), comenzó a ahorrar y suprimir gastos superfluos. Alejó de sí hasta al mismo Stepan, permitiéndole alquilar un piso en otra casa (cosa que desde tiempo atrás él mismo venía solicitando con varios pretextos). Con frecuencia creciente Stepan la llamaba mujer prosaica, o, más festivamente, «mi prosaica amiga». Huelga decir que se permitía esas cuchufletas sólo con la mayor deferencia y escogiendo cuidadosamente el momento oportuno. Todos nosotros, los amigos más cercanos de Varvara, comprendíamos —Stepan más agudamente que nadie— que el hijo venía ahora a ser para ella algo así como una nueva esperanza, como un nuevo ensueño. La pasión por el hijo empezó en la época en que éste triunfaba en la sociedad de Petersburgo, y subió de punto cuando se recibió la noticia de su degradación a soldado raso. No obstante se veía que le tenía miedo y que se comportaba ante él como una esclava. Pero cualquiera podía advertir que había algo escondido, muy en el fondo, tal vez algo que ni ella habría podido definir. Pero de pronto sacó las garras.