2

Lamentablemente, las dos veces que Piotr Stepanovich fue a ver a su padre, yo no estuve presente. La primera fue un miércoles y por motivos de negocios. La cita ocurrió cuatro días después de aquel primer encuentro. Es oportuno destacar que la liquidación de la hacienda se llevó a cabo entre ellos sin que nadie se notificara. Fue Varvara Petrovna quien se hizo cargo de todo y lo pagó todo, claro está que quedándose con la finca y limitándose a informar a Stepan Trofimovich que el asunto estaba concluido. El mayordomo Aleksei Yegorovich, apoderado de Varvara Petrovna, le trajo algunos papeles para su firma, lo que hizo con superlativa dignidad. En lo referente a la dignidad diré que en esos días me costaba trabajo reconocer a mi amigo de antes. Su porte era muy distinto del antiguo, se había vuelto taciturno y no había escrito una sola carta a Varvara Petrovna desde aquel domingo, lo cual me parecía un milagro. Lo primordial era que estaba tranquilo. Había llegado a alguna conclusión extraordinaria y definitiva que le inspiraba serenidad. Eso no tenía vuelta de hoja. Aferrado a ella, aguardaba los acontecimientos. Sin embargo, los primeros días, en especial el lunes, había sufrido un ataque de gastritis. Claro que no podía pasar todo el tiempo sin noticias, pero tan pronto como yo, dejando a un costado las apariencias, profundizaba en los pormenores del asunto y esbozaba algunas conjeturas, daba manotazos en el aire para callarme. Evidentemente los dos encuentros con su hijo lo afectaron penosamente aunque no quebrantaron su firmeza. Después de verlo, al día siguiente, se quedaba acostado en el sofá, con la cabeza envuelta en un paño empapado en vinagre. De todas maneras, en el fondo siempre mantuvo la serenidad.

Sin embargo, no siempre me hacía callar con ademanes. A veces me parecía que la secreta decisión que había adoptado se esfumaba y que volvía a albergar alguna idea nueva y tentadora. Si bien esto ocurría sólo por momentos, no quiero dejar de mencionarlo. Sospechaba que hubiera querido hacerse valer de nuevo, salir de su aislamiento, retar al adversario y dar así, la última batalla.

—¡Cher, no dejaría títere con cabeza! —prorrumpió de pronto el jueves por la noche después de su segunda entrevista con Piotr Stepanovich. Lo dijo desde el sofá en el que estaba recostado mientras una toalla húmeda cubría su cabeza.

Fue lo único que me dijo en todo el día.

Fils, fils chéri, etc., etc., bien sé que estas frases son pura necedad, palabras propias de cocineras, pero no importa, yo mismo lo veo ahora. No hice nada por él y lo mandé desde Berlín a una tía suya en Rusia cuando era todavía un niño de pecho, por correo, etc., etc., de acuerdo… «Tú no hiciste nada por mí (me dice) y me mandaste por correo, y para colmo me has despojado aquí de lo mío». «¡Infeliz! (le he gritado). ¡Pero si mi corazón ha estado sufriendo por ti toda mi vida, aun si te mandé por correo desde Berlín!». Il rit. Pero de acuerdo, de acuerdo…, ¡sí, lo mandé por correo! —concluyó casi delirante—. Passons. No entiendo a Turgeniev. Su Bazarov es un personaje ficticio sin equivalencia real. Ellos fueron los primeros en repudiarlo entonces por no parecerse a nadie. Ese Bazarov es una mezcla confusa de Nozdriov y Byron, c’est le mot. Fíjese en ellos: saltan y gritan de puro contento, como cachorros al sol, son felices, la victoria es suya. ¿Qué hay de Byron en eso? Y luego, ¡qué trivialidad, qué vulgar prurito de vanidad, qué ansia plebeya de faire du bruit autour de son nom, sin advertir que son nom…! ¡Ay, qué caricatura! «¿Pero es que quieres (le he gritado) ofrecerte, tal y como eres, a las gentes en lugar de Cristo?». Il rit, il rit beaucoup, il rit de trop. Tiene una sonrisa bastante rara. Su madre no tenía una sonrisa así. Il rit toujours. Son astutos. El domingo lo habían ensayado todo de antemano —dijo de repente.

—¡Ah, sin duda! —exclamé aguzando el oído—. Eso es una conspiración que ni siquiera pretenden disimular; y, además, son pésimos actores…

—Pero ¿no sabe usted que todo eso fue representado especialmente sin disimulo para que se dieran cuenta…? ¿Lo puede entender?

—No. En verdad no lo entiendo.

Tant mieux. Passons. Hoy tengo los nervios de punta.

—Pero ¿por qué discutió con él, Stepan Trofimovich? —pregunté en tono de reproche.

Je voulais convertir. Ríase, si quiere. Cette pauvre tante, elle entendra de belles choses! ¡Oh, amigo mío! ¿Querrá usted creer que el otro día me sentí patriota? Pero, por otra parte, siempre he tenido conciencia de ser ruso…, sí, ruso auténtico, como lo somos usted y yo, y no podemos serlo de otra manera. Il y a là-dedans quelque chose d’aveugle et de louche!

—Indudablemente —respondí.

—Ah, amigo mío, la verdad genuina siempre parece improbable. Es indispensable, para que la verdad resulte probable, agregarle algunas mentiras. La gente siempre lo ha hecho así. Quizás haya en este asunto algo que no comprendemos. ¿Cree usted que hay en él algo que no comprendemos? ¿En esos saltos victoriosos? Me gustaría que lo hubiera. De verdad que me gustaría.

Guardé silencio. Él también. Estuvimos callados un rato largo.

—Dicen que la mente francesa… —comenzó a balbucear de pronto como en un acceso de fiebre—. Eso es mentira, eso siempre ha sido así. ¿A qué viene calumniar a la gente francesa? Ahí no hay más que pereza rusa, nuestra humillante impotencia para engendrar una idea, nuestro abominable parasitismo en la comunidad de las naciones. Ils sont tout simplement des paresseux, y eso nada tiene que ver con la mente francesa. ¡Ay, los rusos debieran ser aniquilados en bien de la humanidad como parásitos nocivos! Nosotros, no era por eso, no, señor, por lo que trabajábamos. No comprendo nada. ¡He acabado por no comprender nada! «Pero ¿no te das cuenta (le dije), no te das cuenta de que si ponéis la guillotina en primer plano, y con tanto entusiasmo, es sólo porque cercenar cabezas es lo más fácil de todo y tener una idea lo más difícil? Vous êtes des paresseux! Votre drapeau est une guénille, une impuissance!». Esos carros, o ¿cómo reza eso?, «el estruendo de los carros que llevan pan a la humanidad» es algo más útil que la Madonna Sixtina, o ¿cómo dicen ellos…? une bêtise dans ce genre. «Pero ¿no te das cuenta (le dije), no te das cuenta de que la desdicha le es tan indispensable al hombre como la felicidad, tan absolutamente indispensable?». Il rit. Y él va y me dice: «No haces más que soltar frases bonitas mientras que hundes tus miembros (él empleó una expresión más soez) en un sofá de terciopelo…». Y fíjese usted en esa costumbre nuestra de que el hijo tutee al padre. No está mal si ambos están de acuerdo, pero ¿y si pelean?

Entonces volvimos a quedarnos callados.

Cher —dijo levantándose apresuradamente—, ¿sabe usted que esto acabará de algún modo?

Vous ne comprenez pas. Passons. Porque… por lo común en este mundo casi todo acaba en nada, pero aquí acabará en algo, sin duda alguna.

Se levantó, dio unas vueltas por la habitación muy agitado y acercándose de nuevo al sofá se dejó caer agotado en él.

El viernes por la mañana Piotr Stepanovich se fue a algún lugar del distrito, y allí se quedó hasta el lunes siguiente. De su partida me enteré por Liputin, de quien supe también, entre una palabra y otra, que los hermanos Lebiadkin se habían ido a vivir al otro lado del río, en el barrio de Gorshechnaya. «Yo mismo les conduje allí», agregó Liputin y, dejando el tema de los Lebiadkin, me hizo saber que Lizaveta Nikolayevna iba a casarse con Mavriki Nikolayevich y que, aunque no había habido anuncio público, se habían tomado los dichos y era asunto concluido. Al día siguiente vi a Lizaveta Nikolayevna pasar a caballo en compañía de Mavriki Nikolayevich. Ésa era su primera salida después de la enfermedad. Me miró radiante desde lejos, sonrió y me hizo un gesto amistoso con la cabeza. Le conté todo ello a Stepan Trofimovich, pero a lo único que prestó atención fue a las noticias acerca de los Lebiadkin.

Y ahora, después de haber detallado nuestra particular y misteriosa vida durante esos ocho días en los que como ya dije, no sabíamos nada de nada, comenzaré a describir los acontecimientos posteriores de mi crónica, digámoslo así, ahora con conocimiento de causa, esto es, según fueron conocidos posteriormente y que han sido ya explicados. Empezaré entonces por la noche en la que ocurrieron los «nuevos quebraderos de cabeza», es decir con la noche del lunes, el octavo día a partir de aquel domingo.

Los demonios
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