2

Con singular desembarazo y casi sin saludar a nadie, Verhovenski se repantingó en una silla a la cabecera de la mesa. Su semblante expresaba desdén y altivez. Stavrogin se inclinó cortésmente, pero aunque los estaban esperando, todos, como obedeciendo a una orden, fingieron no haber notado su presencia. La señora de la casa se volvió severamente a Stavrogin cuando éste se hubo sentado.

—Stavrogin, ¿quiere té?

—Sí, gracias —contestó él.

—Té para Stavrogin —ordenó ella a su hermana—. Y usted, ¿quiere también? —preguntó a Verhovenski.

—Pues claro. ¿Es que se hace una pregunta como ésa a un invitado? Y crema también. ¡Hay que ver la porquería que da usted siempre con el nombre de té! ¡Y, para colmo, en un día de santo!

—Pero ¿qué? ¿Ustedes celebran los días de santo? —preguntó la estudiante riendo—. De eso hablábamos hace un momento.

—Eso ya no se estila —comentó el alumno de secundaria desde el lado opuesto de la mesa.

—¿Qué es lo que no se estila? Deshacerse de prejuicios, por inocentes que sean, siempre se estila, aunque para vergüenza general siga pareciendo hasta hoy algo nuevo —replicó al momento la muchacha, inclinándose hacia delante en su asiento—. Además, no hay prejuicios inocentes —añadió con vehemencia.

—Sólo he querido decir —exclamó el de secundaria agitadísimo— que, en efecto, los prejuicios son cosa anticuada y deben ser arrancados de cuajo, pero los días de santo todo el mundo sabe que son estúpidos y están pasados de moda, y que no vale la pena gastar tiempo en ellos. Que bastante tiempo se gasta ya en el mundo aun sin eso, y que podría usted emplear su talento en algo más útil…

—Habla usted por los codos, y nadie entiende pizca de lo que dice —gritó la muchacha.

—Creo que uno tiene tanto derecho como cualquier otro a expresar su opinión; y si yo quiero expresar la mía como cualquier otro…

—Nadie le quita su derecho a expresar su opinión —la propia ama de la casa lo interrumpió de modo tajante—. Sólo se ha pedido que no masculle las palabras, porque nadie puede entenderle.

—De todos modos, me permito decir que no me trata usted con respeto. Si no he podido expresar mi pensamiento con claridad no ha sido por falta de ideas, sino más bien por sobra de ellas… —murmuró el muchacho casi desesperado y acabando por hacerse un lío.

—Si no sabe hablar, cállese —exclamó bruscamente la muchacha.

El muchacho saltó de su asiento.

—Sólo he querido decir —exclamó rojo de vergüenza y sin atreverse a mirar en torno— que usted sólo pretendía mostrar lo lista que es porque entraba el señor Stavrogin… ¡Ni más ni menos!

—Lo que ha dicho usted es ofensivo e inmoral y demuestra su retraso mental. Le pido que no vuelva a hablarme —rezongó la muchacha.

—Stavrogin —empezó la señora de la casa—, antes de llegar ustedes estaban discutiendo aquí sobre los derechos de la familia. Este oficial sobre todo —añadió señalando con un gesto a su pariente, el comandante—; y, desde luego, no voy a aburrirlo con tonterías anticuadas que quedaron resueltas hace ya tiempo. ¿Pero de dónde ha podido salir la idea de los derechos y obligaciones de la familia en la forma supersticiosa en que ahora existen? He ahí la cuestión. ¿Cuál es su opinión?

—¿Qué quiere decir con lo de «ha podido salir»?

—Lo que quiere decir es que se sabe, por ejemplo, que la superstición de Dios procede del trueno y el relámpago —dijo la estudiante, entrando una vez más en liza y mirando a Stavrogin con ojos casi desorbitados—. Es bien sabido que el hombre primitivo, aterrorizado por el trueno y el relámpago, divinizó a un enemigo invisible frente al cual se daba cuenta de su propia debilidad. ¿Pero de dónde salió la superstición de la familia? ¿De dónde surgió la familia misma?

—Eso no es igual —dijo el ama de la casa intentando detenerla.

—Sospecho que la respuesta a esa pregunta sería un tanto indiscreta —respondió Stavrogin.

—¿Por qué? —preguntó la muchacha adelantando el cuerpo.

Pero en el grupo de maestros se oyó una risita mal contenida, a la que enseguida se sumaron Liamshin y el alumno de secundaria desde el lado opuesto de la mesa, secundados a su vez por la risa bronca del comandante.

—Debiera usted escribir sainetes —dijo el ama a Stavrogin.

—Eso no lo honra a usted. No sé cómo se llama —interrumpió la muchacha visiblemente indignada.

—¡Y tú no seas tan insolente! —tronó el comandante—. ¡Eres una señorita y debieras conducirte con modestia, y no como si estuvieras sentada en la punta de una aguja!

—Haga el favor de callarse y no vuelva a tutearme ni a hacer esas comparaciones odiosas. Ésta es la primera vez que lo veo y me importa un comino el parentesco.

—¡Pero si soy tío tuyo! ¡Si te llevaba en brazos cuando eras tamañita!

—¿Y a mí qué me importa que me llevara o no me llevara usted? Yo no le pedí que me llevara. Lo cual significa, señor comandante maleducado, que a usted le gustaba llevarme. Y permítame advertirle que no se atreva a tutearme como no sea por común acuerdo. Se lo prohíbo de una vez para siempre.

—¡Así son todas ellas! —exclamó el comandante dando un puñetazo en la mesa y dirigiéndose a Stavrogin, que estaba sentado frente a él—. No, señor, permítame decirle que estimo el liberalismo y las ideas modernas, y que me gusta oír conversaciones inteligentes, con tal de que sean conversaciones de hombres. Pero las de mujeres, como estas deslenguadas de ahora, ¡no, señor, no las aguanto! ¡No rebullas! —gritó a la muchacha, que estaba a punto de saltar de su silla—. No, señor, pido la palabra, porque se me ha ultrajado.

—Usted sólo molesta a los demás, sin decir nada de provecho —dijo indignada el ama de la casa.

—No, señor, insisto en hablar —le dijo muy nervioso el comandante a Stavrogin—. Cuento con usted, señor Stavrogin, porque acaba de llegar, aunque no lo conozca. Lo cierto es que las mujeres no podrían subsistir sin los hombres. No tendrían qué comer. El invento del feminismo es algo que los mismos hombres han echado a correr y no advierten que es en perjuicio propio. ¡Agradezco al cielo el no estar casado! Ellas no tienen ni la más básica de las habilidades, para confeccionar un vestido tienen que copiar el molde de algún modelo diseñado por un hombre. Le doy un ejemplo: la llevaba en brazos, bailaba con ella la mazurca cuando era una niña de diez años. Aquí sigo; apenas llega voy corriendo a abrazarla, y sin agua va y me dice que Dios no existe, no podía esperar para decir eso. Bueno, supongo que las personas inteligentes no son creyentes por el hecho mismo de ser inteligentes. Pero tú, idiota, ¿qué sabes tú de Dios? Algún estudiante te enseñó eso, y si te hubiera enseñado a encender una lamparilla delante de las imágenes, la encenderías.

—Todo mentira. Es usted rencoroso, y acabo de demostrarle la inconsistencia de sus opiniones —respondió la muchacha con desprecio y como desdeñando dar mayores explicaciones a un hombre como él—. Acabo de decirle lo que a todos nos enseñó el catecismo: «Si honras a tus padres, vivirás largos años y te será concedida la riqueza». Eso está en los Diez Mandamientos. Si Dios consideró necesario recompensar el amor, es evidente que ese Dios de usted es inmoral. Así se lo he demostrado; y no de buenas a primeras, sino porque usted ha puesto atención especial a sus derechos. ¿Quién tiene la culpa de que sea usted tonto y no lo entienda aún? Está usted ofendido y enfadado; en eso se parece usted a los de su generación.

—¡Tontuela! —dijo el comandante.

—¡Imbécil!

—¿Te atreves a insultarme?

Kapitan Maksimovich, usted mismo me ha dicho que no cree en Dios —dijo Liputin con voz aflautada desde el otro extremo de la mesa.

—Bueno, ¿y qué? ¡No es lo mismo! A lo mejor creo, aunque no completamente. Aunque no crea del todo, no digo que haya que fusilar a Dios. Yo comencé a pensar acerca de Dios cuando estaba en los húsares. De creer lo que dice la poesía, los húsares no hacen más que beber y armar jarana. Bueno, sí, señor, puede que yo bebiera también; pero, créame, de noche saltaba de la cama sin otra cosa que los calcetines y me santiguaba delante de las imágenes para que Dios me diera fe, porque ya entonces me preocupaba la cuestión de si había Dios o no. ¡Me traía de cabeza! Por la mañana, claro, la fe parece esfumarse. A decir verdad, la fe siempre parece esfumarse de día.

—¿Tiene cartas? —preguntó Verhovenski al ama de la casa, bostezando con descaro.

—Lo mismo digo —interpuso la muchacha, roja de indignación ante las palabras del comandante.

—Se está malgastando un tiempo precioso con esta polémica inútil —dijo en tono tajante el ama mirando con reproche a su marido.

La muchacha comprendió:

—Mi intención era dar cuenta a la reunión de las penalidades y las protestas de los estudiantes, pero como se ha estado malgastando el tiempo en conversaciones inmorales…

—No hay nada moral ni inmoral —el alumno de secundaria no pudo contenerse en cuanto empezó a hablar la muchacha.

—Eso lo sabía yo antes de que se lo enseñaran a usted, señor colegial.

—Y yo lo que digo —respondió muy enojado— es que usted es una maestra ciruela llegada de Petersburgo a enseñarnos lo que ya todos sabemos. Y sobre ese mandamiento «honra a tu padre y a tu madre», que ha citado usted erróneamente, todo el mundo, desde los días de Belinski, sabe en Rusia que el tal mandamiento es inmoral.

—¿Va a continuar esto mucho más? —le dijo madame Virginskaya a su marido. Desde su puesto de dueña de casa, se sentía incómoda con el giro frívolo de la conversación, en especial porque había invitados que era la primera vez que venían.

—Señoras y señores —Virginski interrumpió—, si hay alguien que quiera agregar algo sobre este punto, lo invito a que lo haga ahora mismo.

—Yo quisiera hacer una pregunta —dijo con voz suave el maestro cojo, que hasta entonces no había dicho palabra—. Quisiera saber si los que estamos aquí formamos una especie de sesión, o si no somos más que un conjunto de mortales ordinarios que están de visita. Lo pregunto para gobierno de todos y para no seguir en la ignorancia.

Esta pregunta «astuta» fue efectiva. Se miraron unos a otros, como si cada cual esperase respuesta de los demás y, de pronto, como respondiendo a una orden, todos miraron a Verhovenski y Stavrogin.

—Votemos entonces para saber si constituimos o no una sesión —dijo madame Virginskaya.

—Apoyo la propuesta —agregó Liputin—, aunque es un poco vaga.

—Yo también apoyo.

—Yo apoyo —dijeron varias voces a coro.

—Yo también opino que es lo mejor —concluyó Virginski.

—Votemos ahora —dijo su esposa—. Liamshin, haga el favor de sentarse al piano. Usted puede dar su voto desde ahí cuando empiece la votación.

—¿Otra vez? —gritó Liamshin—. ¿No he tecleado ya bastante?

—Por favor, se lo ruego, toque el piano. ¿Es que no quiere ser útil a la causa?

—Nadie puede escuchar lo que decimos, se lo aseguro, Arina Prohorovna, a usted le parece, es eso nada más. Y si alguien escuchara, las ventanas son tan altas, que poco podría entender.

—¡Si ni nosotros estamos entendiendo! —dijo alguien.

—Y yo le digo que las precauciones son siempre necesarias. Lo digo por si acaso hay espías —agregó a modo de explicación volviéndose a Verhovenski—. Que oigan en la calle que tenemos música y fiesta de día de santo.

—¡Maldita sea! —juró Liamshin. Fue al piano y comenzó con vals, aporreando las teclas casi con los puños.

—A los que quieren que haya sesión les propongo que levanten la mano derecha —anunció madame Virginskaya.

Unos la levantaron y otros no. Hubo otros que la levantaron, luego la bajaron y volvieron a levantarla.

—No entiendo nada —gritó un militar.

—Yo tampoco —gritó otro.

—Yo sí lo entiendo —exclamó un tercero—. Si es sí, levanta usted la mano.

—Pero ¿qué significa ?

—Significa sesión.

—Yo he votado por la sesión —gritó el alumno de secundaria volviéndose a madame Virginskaya.

—¿Entonces por qué no levantó la mano?

—Estuve mirándola a usted, y como no la levantó, yo tampoco la levanté.

—¡Qué tontería! No levanté la mano porque fui yo quien hizo la propuesta. Señoras y señores, ahora propongo lo contrario: quien quiera sesión que permanezca sentado y no levante la mano; y quien no la quiera, que levante la mano derecha.

—¿Quien no la quiera? —preguntó el muchacho.

—¿Pero lo hace usted adrede? —gritó irritada madame Virginskaya.

—No, perdón; quién la quiere y quién no la quiere, porque hay que definirlo con más precisión —gritaron dos o tres voces.

—Los que no la quieren, los que no la quieren.

—Bueno, pero ¿qué es lo que hay que hacer? ¿Levantar o no levantar la mano, si no la queremos? —preguntó un militar.

—¡Qué problema! Cuesta acostumbrarse a estos métodos parlamentarios —observó el comandante.

—Señor Liamshin, perdone; podría tocar un poco más bajo —dijo el maestro cojo.

—¡Pero, Arina Prohorovna, si nadie está escuchando! —exclamó Liamshin, levantándose de un salto—. ¡No quiero tocar! He venido aquí como invitado y no a aporrear el piano.

—Señoras y señores, contesten de palabra: ¿estamos o no en sesión?

—¡En sesión, en sesión! —se oyó por todos lados.

—Entonces no hay por qué votar. Con eso basta. ¿Están satisfechos, señoras y señores? ¿O todavía quieren votar?

—No, no. Estamos de acuerdo.

—¿Hay alguien en esta sala que no desee que haya sesión?

—Nadie.

—Pero ¿qué es estar en sesión? —alguien se aventuró pero nadie le contestó.

—Hay que elegir a un presidente —se oyó gritar desde varios sitios.

—¡Nuestro anfitrión, por supuesto, nuestro anfitrión!

—Señoras y señores —empezó el elegido Virginski—, en tal caso vuelvo a mi propuesta original: si hay alguien que quiere decir algo más a propósito de nuestro asunto, o desea hacer una declaración, que lo haga sin perder más tiempo.

Silencio general. Las miradas de todos convergieron de nuevo en Stavrogin y Verhovenski.

—Verhovenski, ¿no tiene usted nada que decir? —le preguntó madame Virginskaya sin rodeos.

—Nada, en absoluto —contestó él bostezando y estirándose en su silla—. Pero sí quisiera una copa de coñac.

—Stavrogin, ¿y usted?

—Gracias. No bebo.

—No le ofrezco coñac, le pregunto si quiere hablar.

—¿Hablar? ¿De qué? No, en absoluto.

—Le traerán coñac —contestó ella a Verhovenski.

Se levantó la estudiante. Desde hacía rato lo estaba intentando.

—He venido a dar cuenta de las penalidades de nuestros infortunados estudiantes y de cómo incitarlos en todas partes a la protesta…

Pero hizo alto. En el extremo opuesto de la mesa había surgido un rival y todos los ojos se fijaron en él. Shigaliov, el de las orejas largas, se levantó, sombrío y adusto, de su asiento y con gesto melancólico puso en la mesa un grueso cuaderno lleno de letra menuda. Permaneció de pie, en silencio. Muchos miraban el cuaderno consternados, pero Liputin, Virginski y el maestro cojo parecían satisfechos.

—¡Pido la palabra! —dijo Shigaliov con voz lúgubre, pero resuelta.

—Usted la tiene —asintió Virginski.

El orador se sentó, guardó silencio medio minuto y dijo con voz solemne:

—Señoras y señores…

—Aquí tiene el coñac —dijo desabrida y desdeñosa la pariente de madame Virginskaya que había servido el té, poniendo ante Verhovenski una botella y un vaso que traía en las manos, sin bandeja ni plato.

El orador, interrumpido, aguardó con dignidad.

—No haga caso. Siga, que no le estoy escuchando —gritó Verhovenski llenándose un vaso.

—Señoras y señores —empezó de nuevo Shigaliov—, al encomendarme a la atención de ustedes y, como verán más adelante, al solicitar su ayuda en una cuestión de primerísima importancia, debo hacer unas observaciones preliminares.

—Arina Prohorovna, ¿no tiene usted unas tijeras? —preguntó de sopetón Piotr Stepanovich.

—Tijeras… ¿Para qué? —preguntó con sorpresa.

—Veo que tengo las uñas muy largas —contestó él examinando imperturbable sus uñas largas y sucias.

Arina Prohorovna enrojeció, pero la estudiante parecía complacida.

—Me parece que las he visto por aquí —dijo mientras se levantaba para ir a buscarlas. Piotr Stepanovich no la miró siquiera, tomó las tijeras y empezó a usarlas. Arina Prohorovna comprendió que éste era el modo de comportarse con naturalidad y se avergonzó de ser tan sensible. Los congregados se miraban en silencio. El maestro cojo observaba a Verhovenski con envidia y rencor. Shigaliov prosiguió:

—Habiendo consagrado mis fuerzas al estudio de la organización social que en el futuro reemplazará a la actual, he llegado a la conclusión de que todos los inventores de sistemas sociales, desde los tiempos más remotos hasta nuestro año de 187…, han sido soñadores, fabulistas, necios, que se contradicen a sí mismos, que no saben absolutamente nada de las ciencias naturales ni del animal que llamamos ser humano. Platón, Rousseau, Fourier son columnas de aluminio que apenas sostienen a los pajarillos pero no a una sociedad. Pero dado que la futura organización social es indispensable ahora, cuando por fin nos disponemos a la acción, ofrezco mi propio sistema de organización mundial para poner fin a tantas dudas. ¡Está todo aquí! —dijo señalando el cuaderno—. Tenía la intención de explicar brevemente el contenido de mi libro pero ahora advierto que se necesitarán unas diez noches, una para cada uno de los capítulos —se oyeron risas en la sala—. Debo advertir, además, que mi sistema no está todavía completo —más risas—. Mis propios datos me tienen perplejo, y mi conclusión contradice directamente la idea que me sirvió de punto de partida. Partiendo de la libertad sin límites llego al despotismo ilimitado. Debo añadir, sin embargo, que no puede haber más solución que la mía al problema social.

La gente se reía cada vez con más intención, sobre todo los jóvenes, y por así decirlo, los concurrentes no del todo iniciados. La señora de la casa, Liputin y el maestro cojo se veían irritados.

—Si usted mismo no ha logrado articular debidamente su propio sistema y por eso se desespera, ¿qué podemos hacer nosotros? —preguntó un militar con cautela.

—Eso es verdad, señor oficial —Shigaliov se volvió a él con vehemencia—, sobre todo al emplear el verbo «desesperarse». Sí, me desespero. Pero, en todo caso, lo que expongo en mi libro es irrefutable y no hay otra solución. Nadie puede inventar otra cosa. Y por eso, para no perder más tiempo, me apresuro a invitar a todo el grupo a dar su opinión después de haber escuchado durante diez noches la lectura de mi libro. Si los miembros se niegan a escucharme, entonces que cada cual se vaya por su lado a partir de este momento: los hombres a sus empleos oficiales; las mujeres a sus cocinas, porque si se rechaza mi solución, no hay otra. ¡Absolutamente ninguna! Si no aprovechan esta ocasión, la culpa será de ustedes, porque no tendrán más remedio que volver a la solución que propongo.

Los presentes empezaron a rebullir: «Pero ¿qué le pasa? ¿Está loco?», preguntaron algunos.

—Entonces todo depende de la desesperación de Shigaliov —dijo Liamshin—. Y la cuestión primordial está en si debe o no debe desesperarse.

—El que esté Shigaliov al borde de la desesperación es una cuestión personal —declaró el alumno de secundaria.

—Propongo que votemos sobre el efecto que la desesperación de Shigaliov puede tener en la causa común y, junto con eso, si vale la pena escucharlo o no —sugirió alegremente un militar.

—No es ésa la cuestión —por fin se decidió a hablar el maestro cojo que siempre tenía en el rostro una sonrisa burlona, lo que hacía difícil juzgar si hablaba en serio o en broma—. No, señoras y señores, no es ésa la cuestión. El señor Shigaliov se consagra a su labor con entera seriedad y es, por añadidura, modesto en demasía. He leído su libro, donde propone, como solución definitiva del problema, la división de la humanidad en dos partes desiguales. Una décima parte recibe libertad personal y un derecho ilimitado sobre las nueve décimas partes restantes. Éstas últimas deberán perder toda individualidad y convertirse en una especie de rebaño, y, mediante su absoluta sumisión, alcanzarán, tras una serie de regeneraciones, la inocencia original, algo así como en el Paraíso terrenal. Tendrán, sin embargo, que trabajar. Las medidas propuestas por el autor para privar de voluntad a nueve décimas partes del género humano y convertirlo en un rebaño mediante la reeducación de generaciones enteras son muy dignas de nota, muy lógicas, y están basadas en datos tomados de la naturaleza. Puede uno no estar de acuerdo con algunas de sus conclusiones, pero no cabe dudar de la inteligencia y los conocimientos del autor. Lástima que el tiempo que pide (diez noches) no permita aceptar su estipulación, porque podríamos oír cosas muy interesantes.

—¿Lo dice en serio? —muy alarmada preguntó madame Virginskaya al cojo—. ¡Pero si es un hombre que, cuando no sabe qué hacer con la gente, esclaviza a nueve décimas partes de la humanidad! Hace mucho tiempo que vengo sospechando de él.

—¿Eso dice de su propio hermano? —preguntó el cojo.

—¿Hermano? ¿Qué dice?

—Y, además, trabajar para los aristócratas y obedecerlos como si fueran dioses, ¡qué villanía! —comentó furiosamente la estudiante.

—Lo que propongo no es una villanía, sino un Paraíso, un Paraíso terrenal; y en la Tierra no puede haber ningún otro.

—Si pudiera disponer de esas nueve décimas de la sociedad —exclamó Liamshin—, no buscaría un Paraíso pudiendo volarlas con explosivos. Quedarían unos pocos bien educados que podrían vivir felices por los siglos de los siglos según principios científicos.

—¡Sólo un payaso puede hablar así! —con gran enojo intervino la estudiante.

—Sí, pero es útil —le dijo al oído madame Virginskaya.

—¡Y quizá sea ésa la mejor solución del problema! —Shigaliov exclamó con ardor dirigiéndose a Liamshin—. Usted, por supuesto, no sabe qué cosa tan profunda acaba de decir, mi querido y alegre amigo. Pero como la idea de usted es punto menos que irrealizable, no hay más remedio que conformarse con un Paraíso terrenal, puesto que así lo llaman.

—Sin embargo, es una reverenda estupidez —dijo Verhovenski sin levantar los ojos y casi a regañadientes, mientras seguía cortándose las uñas.

—¿Por qué es una estupidez? —preguntó ansioso el cojo, como si hubiera esperado a que hablara para hacer presa en sus primeras palabras—. A ver, dígalo. El señor Shigaliov es un tanto fanático en su amor a la humanidad, pero recuerde usted que Fourier, Casbet sobre todo, y hasta el mismo Proudhon propugnaron medidas sumamente despóticas e incluso fantásticas. Hasta puede ser que el señor Shigaliov sea más moderado que ellos en su modo de resolver la cuestión. Le aseguro que, después de leer el libro de ese señor, es imposible no estar de acuerdo con algunas cosas. Puede ser también que se aparte de la realidad menos que nadie, y que su Paraíso terrestre sea casi el verdadero, ese cuya pérdida sigue lamentando la humanidad, si es que en efecto existió.

—Ya sabía lo que se me venía —murmuró de nuevo Verhovenski.

—Permítame —agregó el cojo con creciente exaltación—. Los comentarios y juicios sobre la futura organización social son una necesidad insoslayable para todas las gentes pensantes de nuestro tiempo. Herzen no se ocupó de otra cosa en toda su vida. Belinski, según me consta de fuente fidedigna, pasaba veladas enteras con sus amigos debatiendo y puntualizando de antemano hasta los menores detalles; por así decirlo, hasta los detalles domésticos de la futura organización social.

—Hay quien hasta enloquece —dijo el comandante.

—En todo caso, es más fácil llegar a una conclusión hablando que permaneciendo sentados y en silencio, dándoselas de dictadores —dijo Liputin, atreviéndose por fin a iniciar el ataque.

—No hablaba de Shigaliov cuando dije que era una estupidez —murmuró Verhovenski—. Escuchen, señoras y señores: según mi opinión, todos esos libros son ficciones, un pasatiempo. Comprendo que, aburridos como están ustedes en un pueblucho como éste, devoren cualquier papel que lleve algo escrito.

—Permítame, señor —el cojo se enderezó en su silla—. Aunque somos provincianos y, por supuesto, merecedores de esa conmiseración, sabemos, sin embargo, que hasta ahora nada bastante nuevo ha ocurrido en el mundo para que lloremos por no haberlo visto. Se nos propone, por ejemplo, en varias proclamas de hechura extranjera, distribuidas clandestinamente, que nos unamos y formemos grupos con el único fin de llevar a cabo la destrucción universal. Y se da como pretexto que ya que el mundo, hágase lo que se haga, no tiene arreglo, cortando de cuajo cien millones de cabezas podríamos aligerar la carga y saltar con más facilidad por encima del foso. La idea es soberbia, sin duda, pero tan incompatible con la realidad como la «teoría» de Shigaliov a la que acaba usted de referirse con tanto desprecio.

—Bueno, no he venido para meterme en discusiones —Verhovenski se permitió esta alusión significativa y, como sin darse cuenta de su error, acercó una vela para ver mejor.

—Gran pérdida que se ocupe ahora de sus afeites en lugar de intervenir en la discusión.

—¿Qué le importan mis afeites?

—Cercenar cien millones de cabezas es tan difícil como cambiar el mundo por medio de la propaganda. Quizá hasta sea más difícil, sobre todo en Rusia —Liputin se atrevió de nuevo a intervenir.

—Es en Rusia donde ahora ponen sus esperanzas —dijo un militar.

—Ya nos lo han dicho —confirmó el cojo—. Sabemos que un dedo misterioso apunta a nuestra hermosa patria como el país ideal para llevar a cabo la gran tarea. Ahora bien: si la cuestión se resuelve gradualmente por medio de la propaganda, yo saldré ganando algo personalmente: una cháchara agradable, por lo menos, y alguna recompensa del gobierno por mis servicios a la causa social. Pero si ocurre lo segundo, es decir, si se trata de una solución rápida como la de los cien millones de cabezas, ¿cuál será la recompensa? Si se empieza a predicar eso, puede ser que le corten a uno la lengua.

—A usted se la cortarían con toda seguridad —dijo Verhovenski.

—Ya ve usted. Y como aun en las circunstancias más propicias ese ejercicio de degollar para pulir la sociedad durará por lo menos cincuenta años, porque, después de todo, los hombres no son ovejas que se vayan a dejar degollar así no más, ¿no sería más inteligente hacer las valijas y partir hacia una de las islas del Pacífico, y allí cerrar los ojos con tranquilidad? Créanme —y dio un puñetazo en la mesa—, con esa propaganda lo único que harán ustedes es fomentar la emigración. ¡Eso y no otra cosa!

Terminó evidentemente satisfecho de sí mismo. Era uno de los intelectuales de nuestra provincia. Liputin sonreía maliciosamente. Virginski escuchaba un tanto abatido, pero los demás seguían el debate con insólita atención, sobre todo las señoras y los militares. Todos comprendían que los partidarios de la tesis de los cien millones de cabezas estaban entre la espada y la pared, y aguardaban a ver en qué quedaba aquello.

—Muy hermosas palabras —murmuró Verhovenski con mayor indiferencia que antes; más aún, como si estuviera aburrido—. El Pacífico parece a primera vista un buen destino. Pero si, a pesar de todas las evidentes desventajas que usted prevé, se presentan cada día más personas a luchar por la causa común, se podrá prescindir de usted. Porque aquí de lo que se trata, amigo, es de una nueva religión que viene a desalojar a la vieja. Y por eso se presentan tantos combatientes y el asunto es de tan gran envergadura. ¡Vamos, viaje! Y, ¿sabe?, le aconsejo que sea a Dresde y no a una isla del Pacífico. En principio, porque es una ciudad que nunca ha conocido una epidemia; y como es usted un hombre educado, seguramente teme a la muerte. En segundo lugar, porque está cerca de la frontera rusa, con lo que puede usted recibir con más facilidad las rentas que percibe de su amada patria. Tercero, porque alberga lo que se suele decir «tesoros de arte» y usted entiende lo que le digo ya que es hombre de vasta cultura y ha sido alguna vez profesor de literatura. Y, por último, tiene su propia Suiza en miniatura, gran inspiración para los versos que seguramente usted escribe. Total: ¡un tesoro envuelto para regalo!

Los militares sobre todo, se movilizaron ante tales palabras. Si el cojo no hubiera interrumpido con su intervención, todos habrían comenzado a vociferar a la vez.

—No, señor, quizá no abandone todavía la causa común. Debe usted comprender que…

—¿Me dice entonces que ingresaría en un grupo de cinco si yo se lo propusiese? —estalló de pronto Verhovenski, dejando las tijeras en la mesa.

Esto sorprendió al auditorio. El hombre misterioso se había quitado el antifaz con demasiada rapidez y hablaba ahora directamente de un «grupo de cinco».

—Todos aquí somos personas dignas y no negaremos nuestro rol para la causa común —dijo el cojo procurando escabullirse—, pero…

—No, señor, aquí no hay pero que valga —interrumpió Verhovenski con voz cortante y perentoria—. Señoras y señores, les digo que necesito una respuesta concreta. Me comprometo a darles las explicaciones que les debo pero no sin antes escuchar de ustedes cuál es su modo de pensar. Prescindiendo de toda esta conversación (porque no podemos seguir hablando treinta años más, como se viene hablando durante los últimos treinta años), les estoy preguntando qué elección hacen: la vía lenta, que consiste en escribir novelas sociales y diseñar sobre el papel los destinos de la humanidad dentro de mil años, mientras el despotismo engulle los bocados suculentos que entrarían por sí mismos en la boca de ustedes por poco esfuerzo que hicieran; o bien la vía rápida, cualquiera que sea, pero que al fin les dejará las manos libres y dará a la humanidad ancho espacio para organizarse socialmente, y no en teoría, sino en la acción. Algunos gritan: «¡Cien millones de cabezas!», lo que puede ser sólo una metáfora; pero ¿a qué viene asustarse si durante esos sueños teóricos el despotismo puede devorar en cien años, no ya ciento, sino quinientos millones de cabezas? Observen que a un enfermo incurable no se lo cura de ningún modo, cualesquiera que sean las recetas que se le escriban en un papel. Antes al contrario, si hay demora, su infección será tal que nos contaminará también a nosotros y corromperá todas las energías sanas con que aún es posible contar, hasta el extremo de que todos acabaremos de mala manera. Estoy plenamente de acuerdo en que es muy agradable discursear con elocuencia y en tono liberal; la acción, por el contrario, es un tanto arriesgada… Pero, en fin, no sé hablar. He venido a transmitir una idea y pido a la respetable compañía que no vote, sino sencillamente que declare qué prefiere: ¿paso de tortuga para atravesar un pantano o cruzarlo a toda vela?

—¡Yo estoy enteramente a favor de las velas desplegadas! —gritó entusiasmado el estudiante.

—Yo también —dijo Liamshin.

—No hay duda, por supuesto, en cuanto a la preferencia —murmuró un militar, tras él otro, y después de éste un tercero. Lo que a todos les causó impresión fue que Verhovenski había venido «con ideas» y que había prometido explicarse.

—Señoras y señores, veo que casi todos han decidido obrar según el espíritu de las proclamas revolucionarias —dijo paseando la vista por la concurrencia.

—Todos —gritó la mayoría.

—Yo confieso que prefiero el otro método —dijo el comandante—, pero como son mayoría voy con ellos.

—Conclusión: usted no se opone —dijo Verhovenski al cojo.

—No es que me oponga… —contestó éste enrojeciendo un poco—, pero si ahora estoy de acuerdo con los demás es sólo para no generar un problema…

—¡Todos ustedes son así! ¡Está usted dispuesto a gastar seis meses discutiendo para demostrar su elocuencia liberal y luego acaba votando con los demás! Señoras y señores, piénsenlo, pues. ¿Están todos ustedes listos?

(¿Listos para qué? La pregunta era vaga, pero tentadora).

—Todos, por supuesto… —se miraron entre sí antes de responder.

—¿Pero quizá más tarde lamenten haber dado su aprobación tan pronto? Porque eso les pasa las más de las veces.

Todos estaban agitados, por motivos diferentes, pero muy agitados. El cojo se encaró con Verhovenski.

—Permítame advertirle, sin embargo, que las respuestas a tales preguntas son condicionales. Aunque hemos dado nuestra decisión, repare en que nos ha hecho las preguntas de manera un tanto extraña…

—¿De qué manera extraña?

—De una manera en que no se hacen tales preguntas.

—Entonces enséñeme, por favor. Y sepa que estaba seguro de que sería usted el primero en ofenderse.

—Usted nos ha arrancado una respuesta sobre nuestra disposición para la acción inmediata. ¿Qué derecho tiene para proceder así? ¿Qué autoridad tiene para hacer tales preguntas?

—¡Debiera usted haber preguntado eso antes! ¿Por qué contestó usted? Usted aprobó primero y quiso echarse atrás después.

—A mi parecer, la franqueza frívola de su pregunta principal me hace pensar que usted no tiene autoridad de ninguna clase, ni tampoco derecho, y que sólo ha preguntado por curiosidad.

—Pero ¿a qué se refiere usted? —gritó Verhovenski, empezando por lo visto a alarmarse.

—¡Me refiero a que la admisión de nuevos miembros, sea el grupo que fuere, se efectúa siempre en secreto y no ante veinte personas desconocidas! —clamó el cojo. Ahora no se mordía la lengua; estaba demasiado irritado para dominarse. Verhovenski se volvió a los concurrentes con una cara de alarma muy bien simulada.

—Señoras y señores, considero mi deber declarar que esto es una tontería y que nuestro coloquio ha ido demasiado lejos. Yo hasta ahora no he admitido a miembro alguno, y nadie puede decir que estoy admitiendo a nuevos miembros. Hablábamos sólo de opiniones, ¿no es cierto? Pero, sea como quiera, me alarma usted mucho —y se volvió de nuevo al cojo—. Nunca pensé que había que hablar así en secreto de cosas tan inocentes. ¿O es que temen ustedes que los delaten? ¿Es posible que haya entre nosotros un delator?

La agitación subió de punto. Todos rompieron a hablar.

—Señoras y señores, en tal caso —prosiguió Verhovenski— yo me he comprometido más que nadie, y por eso les propongo contestar a una pregunta. Por supuesto, si lo desean. Ustedes dirán.

—¿Qué pregunta? —comenzaron a gritar.

—Una respuesta que pondrá en claro si debemos continuar juntos o tomar el sombrero y marcharnos cada uno por su lado sin decir palabra.

—¡La pregunta!

—Si uno cualquiera de nosotros supiera que se trama un asesinato político, ¿iría a denunciarlo, previendo todas las consecuencias, o se quedaría en casa esperando los acontecimientos? Sobre esto puede haber varias opiniones. La respuesta a esta pregunta decidirá si debemos irnos cada uno por su lado o seguir juntos, y no sólo para la reunión de esta noche. Permita que se lo pregunte a usted primero —dijo volviéndose al cojo.

—¿Por qué me lo pregunta a mí primero?

—Porque usted fue quien empezó. Por favor, no se haga rogar, además no le servirá de nada su argucia en este punto. Haga como quiera.

—Perdone, pero esa pregunta es intimidatoria.

—A ver, sea más preciso.

—Nunca he sido agente de la policía secreta —contestó el cojo, tratando más que nunca de escabullirse.

—Por favor, sea más preciso. No nos haga esperar.

Tanta impotencia sintió el cojo en ese momento que se quedó callado y miraba por debajo de sus lentes con furia contenida.

—¿Sí o no? ¿Denunciaría o no denunciaría? —gritó Verhovenski.

—¡Claro que no! —exclamó el cojo con un grito aún mayor.

—¡Nadie lo haría! —repitieron varias voces.

—Permita que le pregunte a usted, señor comandante: ¿denunciaría usted o no denunciaría? —prosiguió Verhovenski—. Y observe que me dirijo a usted a propósito.

—No, señor. Nunca.

—Pero si usted se enterase de que alguien quiere matar y robar a otro, a un individuo cualquiera, ¿lo denunciaría y avisaría a las autoridades?

—Claro que sí. Eso sería sólo un delito común, mientras que lo otro es cuestión política. Nunca quise ser agente de la policía secreta.

—Y ninguno lo es aquí —se oyeron de nuevo varias voces—. La pregunta está de más. Todos darán la misma contestación. ¡Aquí no hay delatores!

—¿Por qué se levanta ese señor? —gritó la estudiante.

—Es Shatov. ¿Por qué se ha levantado usted, Shatov? —preguntó la señora de la casa.

Shatov, en efecto, se había levantado. Tenía el sombrero en la mano y miraba fijamente a Verhovenski. Parecía querer decirle algo, pero titubeaba. Tenía la cara pálida, contraída de furia, pero se contuvo. Sin decir palabra se dirigió a la puerta.

—¡Shatov, ya sabe usted que no gana nada con eso! —le gritó Verhovenski enigmáticamente.

—¡Pero tú sí, como espía y canalla que eres! —vociferó Shatov desde la puerta, al salir.

—¡De modo que ésa es la prueba! —exclamó una voz.

—¡Y ha servido de mucho! —repuso otra.

—Espero que no sea demasiado tarde —observó una tercera.

—¿Quién lo ha invitado? ¿Quién lo ha traído? ¿Quién es? ¿Quién es Shatov? ¿Delatará o no delatará? —hubo un diluvio de preguntas.

—Si fuera delator, habría fingido no serlo, en lugar de salir echando pestes por la boca —apuntó alguien.

—¡Hola! ¡También se levanta Stavrogin! ¡Tampoco él ha contestado a la pregunta! —gritó la estudiante.

En efecto tanto Stavrogin como Kirillov se habían puesto de pie de uno y otro lado de la mesa.

—Permita, señor Stavrogin —le dijo madame Virginskaya—. Usted es el único que se ha negado a responder a esa pregunta.

—No veo por qué habría de contestar a la pregunta que le interesa —murmuró Stavrogin.

—Pero nosotros nos hemos comprometido y usted no —exclamaron algunas voces.

—¿Y eso a mí qué me importa? —dijo riendo Stavrogin, pero con ojos por los que parecía salir un fuego rojo.

—¿Cómo que no le importa? ¿Cómo que no le importa? —gritaron algunos que empezaron a levantarse.

—Permítanme, señoras y señores, permítanme —suplicó el cojo—. Tampoco el señor Verhovenski respondió a la pregunta que él mismo ha hecho.

Su intervención produjo un efecto extraordinario. Se miraban unos a otros. Stavrogin soltó una carcajada en las barbas mismas del cojo y salió. Kirillov atrás. Verhovenski los siguió hasta el vestíbulo.

—¿Qué me está usted haciendo? —murmuró apretándole ambas manos a Stavrogin. Stavrogin hizo todo lo posible para soltarse.

—Espéreme en la casa de Kirillov. Necesito verlo.

—Yo no —dijo tajante Stavrogin.

—Stavrogin estará allí —sentenció Kirillov—. Stavrogin lo necesita a usted. Allí se lo explicaré.

Se fueron al fin.

Los demonios
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