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Virginski vivía en casa propia, mejor dicho, en la casa de su mujer, en la calle Muravinaya. Era una casa de madera, de una sola planta, y en ella no tenía inquilinos. So capa de ser el día del santo del dueño se habían reunido allí unas quince personas, pero la reunión no se parecía en nada a una fiesta onomástica de provincias. Ya desde el comienzo de su vida conyugal, los esposos Virginski acordaron, de una vez para siempre, que era absurdo tener invitados en un día de santo y que, a decir verdad, «no había nada que celebrar». En breves años se las arreglaron para darle la espalda por completo a la sociedad. Aunque hombre capaz y, por cierto, nada pobre, todos lo consideraban por algún motivo un tipo raro, amigo de la soledad y, por consecuencia, «arrogante» en su modo de hablar. La propia madame Virginskaya, que era comadrona, ocupaba por su misma profesión el peldaño más bajo en la escala social, inferior aún al de la mujer del pope, a pesar de que su marido había sido oficial del ejército. Pero en ella no había el menor indicio de la humildad ajena a su condición social. Y después de la intriga amorosa, «por principios», tan sumamente necia como imperdonablemente pública, con un sinvergüenza como el capitán Lebiadkin, hasta las más indulgentes de nuestras damas se apartaron de ella con desprecio. Pero madame Virginskaya lo aceptó todo como si fuera precisamente lo que ella buscaba. Asimismo esas mismas damas severas recurrían, cuando se hallaban en estado interesante, a Arina Prohorovna (es decir, a madame Virginskaya), haciendo caso omiso de las otras comadronas que había en la ciudad. Es más, mandaban a buscarla de las casas de los propietarios más ricos del distrito para asistir a sus mujeres; tanta era la fe que todos tenían en su experiencia, buena suerte y destreza en casos de urgencia. Eso la llevó a limitar su clientela a las familias más ricas, porque sentía verdadera pasión por el dinero. Cuando se percató bien de su ascendiente, acabó por dar libre expresión a su carácter. Quizá a propósito, cuando hacía su oficio en las casas más conocidas, asustaba a las parturientas nerviosas con alguna salida nihilista sumamente injuriosa a las conveniencias sociales, o con sátiras contra «todo lo sagrado», cabalmente cuando «lo sagrado» habría venido muy a propósito. Nuestro médico titular, el doctor Rozanov, que era también obstetra, afirmaba rotundamente que una vez, cuando una mujer, en los dolores del parto, gritaba e invocaba el nombre del Todopoderoso, una de esas eyaculaciones sacrílegas de Arina Prohorovna, súbitas «como un disparo de fusil», asustó tanto a la paciente que ayudó a la rápida resolución del alumbramiento. Ahora bien, aunque nihilista, Arina Prohorovna no desdeñaba, en caso de necesidad, prejuicios sociales y aun añejas supersticiones, si de unos y otras podía sacar algún provecho. Por ejemplo, nunca habría dejado de asistir al bautismo de un niño venido al mundo bajo su cuidado, ceremonia a la que iría con un vestido de seda verde con cola y el moño adornado de rizos y bucles, mientras que otras veces gustaba presentarse con el mayor desaliño. Y aunque durante la ceremonia ponía «una cara terriblemente insolente», con gran confusión del clero, ella misma era la que al final servía el champaña a los concurrentes (para eso había venido y se había emperifollado), y ¡ay del invitado que, después de tomar una copa, no le pusiera en la bandeja una «propina»!
Los invitados reunidos esa noche en casa de Virginski (en su mayoría hombres) tenían todos un aspecto casual a la vez que singular. No había provisión de refrescos o naipes. En medio de la amplia sala, de paredes cubiertas con un papel azul viejísimo, había dos mesas pegadas, tapadas con un mantel grande aunque no del todo limpio, y en ellas hervían dos samovares. En un lado de una mesa había una bandeja enorme con veinticinco vasos y una cesta con el consabido pan francés, cortado en numerosos trozos, como en los pensionados de postín para escolares de ambos sexos. El té lo servía una solterona de treinta años, hermana de la dueña de la casa, mujer taciturna y malévola, sin cejas y de pelo casi incoloro, que profesaba las mismas ideas progresistas que su hermana y a quien el propio Virginski, en su vida doméstica, le tenía mucho miedo. En la sala no había más que tres mujeres: el ama de la casa, su hermana —la desprovista de cejas— y la hermana de Virginski, jovencita que acababa de llegar de Petersburgo. Arina Prohorovna, mujer de veintisiete años y de aspecto imponente, guapa aunque un poco desgreñada, con un vestido de diario de lana verduzca, estaba sentada y ojeaba descaradamente a los invitados como si tuviera prisa por dar a conocer su opinión: «Ya ven que no me asusto de nada». La señorita Virginskaya, guapa también, estudiante y nihilista, bajita, redondita como una pelota y colorada de mejillas, estaba sentada junto a Arina Prohorovna, casi con la ropa del viaje. Tenía un rollo de papel en la mano y miraba a los visitantes con ojos que bailaban de impaciencia. Virginski se hallaba algo indispuesto esa noche, pero entró y se sentó en un sillón junto a la mesa. Los invitados estaban también sentados, y la manera ordenada en que las sillas estaban dispuestas alrededor de la mesa sugería una reunión oficial. Era obvio que todos estaban esperando algo, y mientras tanto mantenían una conversación trivial en voz alta. Cuando llegaron Stavrogin y Verhovenski todos se callaron.
Pero voy a permitirme algunas explicaciones para aclarar la situación.
Pienso que todos esos señores estaban reunidos con la halagüeña esperanza de oír algo de interés especial, y que habían sido avisados de antemano. Eran la flor y nata del «liberalismo» más radical de nuestra antigua ciudad y habían sido cuidadosamente escogidos por Virginski para esa «reunión». Indicaré además que algunos de ellos, aunque muy pocos, no lo habían visitado nunca antes. Por supuesto, la mayoría de los invitados no tenían clara noción de por qué se los había convocado. Era cierto que todos consideraban entonces a Piotr Stepanovich como emisario llegado del extranjero con plenos poderes, idea que apadrinaron enseguida y que naturalmente los halagaba. Y, no obstante, en ese puñado de ciudadanos, reunidos con el pretexto de celebrar un día de santo, había algunos a quienes se habían hecho propuestas concretas. Piotr Stepanovich había conseguido formar entre nosotros un «quinteto» semejante al que ya había constituido en Moscú y, por lo que se hizo público más tarde, también entre los oficiales del ejército de nuestro distrito. Se decía que tenía otro en la provincia de H*. Este «quinteto» estaba sentado ahora a la mesa común, y sus miembros habían logrado con mucha destreza ofrecer el aspecto de personas ordinarias para no llamar la atención. Allí estaban —puesto que ya no es un secreto—. Liputin, en primer lugar, luego el propio Virginski, Shigaliov, el de las orejas largas (que era hermano de madame Virginskaya), Liamshin y, por último, un tal Tolkachenko, sujeto extraño entrado ya en la cuarentena, notable por su amplio conocimiento del pueblo, sobre todo de pícaros y ladrones. Era aficionado a visitar tascas (y no solamente para estudiar al pueblo), y gustaba de pavonearse entre nosotros con su ropa raída, sus botas embreadas, sus guiños astutos y sus expresiones a la vez plebeyas y retóricas. En dos o tres ocasiones Liamshin lo había llevado a las reuniones en casa de Stepan Trofimovich, donde, por lo demás, no había producido gran impresión. Aparecía por la ciudad de tarde en tarde, sobre todo cuando no tenía trabajo, y ahora estaba empleado en los ferrocarriles. Cada uno de estos cinco activistas había entrado en ese primer grupo con la ferviente convicción de que era sólo uno entre centenares y millares de grupos semejantes diseminados por toda Rusia, todos ellos dependientes de una vasta y clandestina organización central, relacionada a su vez orgánicamente con el movimiento revolucionario general de Europa. Pero siento tener que confesar que ya entonces empezaban a surgir desavenencias entre ellos. La causa era que, aunque venían esperando a Piotr Verhovenski desde la primavera, visita que Tolkachenko fue el primero en anunciarles, seguido por Shigaliov, que acababa de llegar a la ciudad; aunque venían esperando de él grandes milagros, y aunque habían formado el grupo inmediatamente y sin objeción alguna en cumplimiento de su convocatoria, apenas lo hubieron formado se sintieron todos de algún modo defraudados; y sospecho que fue por la rapidez misma con que habían consentido en formarlo. Formaron el grupo, por supuesto, empujados por un magnánimo sentimiento de vergüenza, para que nadie dijera más tarde que no se habían atrevido a formarlo. En todo caso, Piotr Stepanovich habría debido apreciar su noble hazaña y, como recompensa, revelarles alguna noticia importante; pero Verhovenski no tenía la menor intención de satisfacer su legítima curiosidad y no les dijo nada que no fuera lo necesario; más aún, los trató en general con gran rigor y hasta con displicencia. Esto los irritó más aún, y Shigaliov, miembro del grupo, incitaba ya a los otros a que «le pidieran una explicación», aunque, claro, no ahora en casa de Virginski, en presencia de tantos extraños.
A propósito de los extraños, se me ocurre que los miembros del primer grupo arriba mentados eran propensos a sospechar esa noche que entre los invitados por Virginski había también miembros de otros grupos que ellos desconocían, constituidos por Piotr Verhovenski en nuestra ciudad y pertenecientes a la misma organización secreta; de tal manera, que todos los concurrentes sospechaban unos de otros, y cada uno adoptaba ante los demás una actitud estudiada, lo que daba a la reunión un aspecto bastante confuso y hasta romántico. Por otra parte, allí había personas de quienes no cabía en absoluto sospechar, por ejemplo, un comandante del ejército, pariente cercano de Virginski, hombre absolutamente inocente que no había sido invitado, sino que había venido por propia iniciativa a felicitar a su pariente en el día de su santo y a quien habría sido imposible no recibir. Pero Virginski no se sobresaltó, porque el comandante «era incapaz de denunciarlos» y, a pesar de su estupidez, había sido aficionado toda su vida a frecuentar los lugares donde se reunían los «liberales» más exaltados; y aunque no compartía sus ideas le gustaba escucharlos. Además, había estado comprometido una vez. Ello sucedió cuando, en su juventud, pasaron por sus manos paquetes enteros del periódico de Herzen La Campana y de hojas subversivas, y aunque había tenido miedo hasta de abrirlos, habría considerado vergonzoso negarse a repartirlos —y aún hoy encontramos en Rusia a personas de esa calaña.
Los demás invitados eran bien personas cuyo honrado amor propio había sido cruelmente pisoteado, o bien personas que sentían aún los primeros impulsos nobles de la ardiente juventud. Había dos o tres maestros, uno de los cuales, cojo, de cuarenta y cinco años, profesor en el instituto de segunda enseñanza, era hombre avieso y sumamente pagado de sí; y dos o tres oficiales del ejército. Uno de éstos era un artillero muy joven que acababa de llegar de la Escuela Militar, muchacho taciturno que aún no había tenido tiempo de entablar amistad con nadie, y que ahora se hallaba de improviso en casa de Virginski; con un lápiz en la mano y sin apenas participar en la conversación, apuntaba algo a cada momento en su cuaderno. Todos observaron lo que hacía, pero por alguna razón hacían como si no lo vieran. También estaba allí el seminarista holgazán que había ayudado a Liamshin a poner las fotografías obscenas en la bolsa de la vendedora de Biblias. Era un sujeto robusto, de ademanes desenfadados al igual que suspicaces, con una sempiterna sonrisa sardónica y, por añadidura, un aire tranquilo de triunfal confianza en su propia perfección. Estaba asimismo presente, y no sé por qué, el hijo de nuestro alcalde, el sujeto vicioso y prematuramente avejentado de quien ya he hablado al contar la historia de la mujercita del alférez. Éste no despegó los labios durante toda la sesión. Y, por último, había un estudiante de secundaria, mozo exaltado y desgreñado de dieciocho años, que estaba sentado con el aire sombrío de alguien herido en su dignidad, y que sufría visiblemente sólo por ser tan joven. Este rapaz era ya cabecilla de un grupo independiente de conspiradores que se había formado en el curso superior del instituto, lo que con asombro general salió a relucir más tarde.
No he mencionado a Shatov. Estaba allí, en el extremo más apartado de la mesa, con la silla un poco a la zaga de las demás, los ojos fijos en el suelo y sumido en tétrico silencio. Había rehusado el té y el pan, y durante la reunión no soltó la gorra de la mano, como dando a entender que no era de los invitados, que había venido para atender a unos asuntos y que se levantaría y se iría cuando le viniera en gana. No lejos de él se había instalado Kirillov, también muy callado, pero sin mirar al suelo; muy al contrario, a cada uno de los que hablaban lo escudriñaba con sus ojos inmóviles y sin brillo y escuchaba todo sin pizca de emoción o sorpresa. Algunos de los invitados, que nunca lo habían visto antes, lo observaban con curiosidad y a hurtadillas. Se ignora si la propia madame Virginskaya conocía la existencia del «quinteto». Sospecho que lo sabía todo, sin duda por conducto de su marido. La estudiante, por supuesto, no había tomado parte en nada, pero también tenía de qué preocuparse: su propósito era no permanecer en nuestra ciudad más que uno o dos días y visitar luego todas las poblaciones donde había universidades para «hacer suyas las penalidades de los estudiantes pobres e incitarlos a la protesta». Era portadora de varios cientos de ejemplares de una alocución litografiada, al parecer de su propia cosecha. Es curioso que el estudiante de secundaria concibiera por la joven una inquina mortal desde el primer momento, aunque la veía por vez primera en su vida; y ella le pagaba con la misma moneda. El comandante era tío carnal de la muchacha y en esa ocasión la veía también por primera vez al cabo de diez años. Cuando entraron Stavrogin y Verhovenski, la muchacha tenía las mejillas rojas como amapolas: acababa de reñir con su tío por las opiniones de éste sobre la cuestión femenina.