1
Pasaron ocho días en los que no supimos qué era lo que en verdad estaba ocurriendo. Ahora, mientras escribo esta crónica, pienso en todo lo que vivimos y en todo lo que por aquellos tiempos nos resultaba extraño. Stepan Trofimovich y yo vivimos encerrados al principio, atentos y alarmados en la distancia. Después yo apenas salía pero siempre traía noticias. No habría podido sobrevivir en reclusión sin ellas.
De más está decir que se propagaban por la ciudad rumores de todo tipo sobre la bofetada, el desmayo de Lizaveta Nikolayevna y todo lo demás que ocurrió aquel domingo. Nos preguntábamos absortos quién había logrado con tanta eficacia y premura dar cuenta de todo aquello. Era lógico pensar que ninguno de los que estuvieron presentes en tal ocasión habría juzgado necesario o provechoso develar el secreto. Además, no había habido criados en la sala. Sólo Lebiadkin habría podido decir algo, no tanto por malicia, ya que había salido espantado (y el miedo al enemigo anula la mala voluntad que se le tiene), sino sencillamente por las simples ganas de hablar. Pero Lebiadkin, acompañado de su hermana, desapareció al día siguiente sin dejar rastro. No estaba en casa de Filippov y no se sabía a dónde había ido; se había esfumado. Shatov, de quien quise obtener informes acerca de María Timofeyevna, se encerró en su cuarto, y según creo pasó esos ocho días allí adentro sin hacer nada, interrumpiendo incluso su trabajo en la ciudad. Además no me recibió. Fui a verlo el martes y llamé a su puerta pero no obtuve respuesta, pero como sabía con certeza que se hallaba en la casa, llamé por segunda vez. Entonces, supongo que saltando de la cama, se acercó con pasos pesados a la puerta y gritó con voz ronca: «Shatov no está en casa». No tuve opción y me marché.
Stepan Trofimovich y yo, con temor ante lo ocurrido pero dándonos ánimo mutuamente, llegamos por fin a la misma conclusión: el responsable de propagar los rumores había sido Piotr Stepanovich, también es cierto que tiempo después, conversando con su padre, aquél afirmó que ya la historia estaba en boca de todos, especialmente en el club, y que era ya noticia conocida para la gobernadora y su marido. Otro detalle digno de destacar fue que el lunes por la noche tropecé con Liputin, que conocía al detalle lo sucedido y que, por consiguiente, fue sin duda uno de los primeros en saberlo.
Muchas de las señoras (y sobre todo las más distinguidas) estaban entusiasmadas por conocer los detalles sobre «la cojita misteriosa», como todos llamaban a María Timofeyevna. Algunas deseaban verla en persona cuanto antes y más aún, muchas de ellas querían relacionarse. De todos modos, lo que ocupaba los primeros planos era el desmayo de Lizaveta Nikolayevna, los pormenores del episodio interesaban a todo el «gran mundo», aunque sólo fuera porque el incidente afectaba de cerca a Iulia Mihailovna como pariente y protectora de la joven. ¡Y hay que ver todo lo que se decía! A la difamación contribuía asimismo una circunstancia misteriosa: ambas casas estaban herméticamente cerradas. Se decía incluso que Lizaveta Nikolayevna estaba en cama con fiebre muy alta, y que Nikolai Vsevolodovich también se había enfermado y que además había perdido un diente que había dejado terriblemente hinchada una de sus mejillas. En algunos sitios se agregaba que pronto ocurriría un asesinato, ya que Stavrogin no era de los que toleraban ultraje semejante y que mataría a Shatov, pero en silencio, como en las vendettas corsas. Esta posibilidad dejaba contentos a muchos. Ahora bien, la mayoría de nuestra juventud dorada oía todo esto con desdén y aire de absoluta indiferencia, por supuesto fingida. En general, se hizo patente la antigua inquina que nuestra sociedad profesaba a Nikolai Vsevolodovich. Incluso la gente sensata se afanaba por culparlo, aunque ni ella misma sabía por qué. Se susurraba que acaso había deshonrado a Lizaveta Nikolayevna y que además existía entre ellos una intriga amorosa mientras estaban en Suiza. Cierto es que las personas circunspectas se reportaban, lo que no les impedía, sin embargo, escuchar con avidez. Había otros dimes y diretes sobremanera extraños que circulaban, no pública, sino privadamente, casi a puerta cerrada, y a la existencia de los cuales aludo sólo para poner al lector sobre aviso en vista de ulteriores acontecimientos en mi relato. Algunas personas decían, arrugando el entrecejo y quién sabe con qué fundamento, que Nikolai Vsevolodovich tenía algún asunto especial que tramitar en nuestra provincia; que merced a la protección del conde K* había trabado relación en Petersburgo con personas muy influyentes; incluso decían que era un alto funcionario a quien le había sido confiada una misión importante. Si algunas personas serias y prudentes se sonreían ante semejante afirmación, objetando con bastante razón que un hombre que hacía vida escandalosa y que había comenzado su gestión entre nosotros con una mejilla hinchada no parecía agente del poder público, se les sugería que su misión no era oficial, sino, por así decirlo, confidencial, y que en tal caso su misma índole exigía que el encargado de ella se asemejara lo menos posible a un funcionario público. Tal observación surtía efecto, porque era sabido que en la capital se vigilaba con particular interés a nuestra administración provincial. Repito que estos rumores circulaban durante poco tiempo y desaparecían sin dejar rastro, al menos hasta que Nikolai Vsevolodovich hizo su primera aparición; pero pondré de relieve que el motivo de muchos rumores fueron en parte las breves aunque insidiosas palabras que vaga e inconexamente pronunció en el club el capitán de guardia Artemi Pavlovich Gaganov, el cual, habiendo obtenido el retiro, acababa de regresar de Petersburgo, poderoso terrateniente de nuestra provincia y distrito, hombre que pertenecía a la brillante sociedad capitalina e hijo del difunto Pavel Pavlovich Gaganov, el respetable anciano con quien, hacía algo más de cuatro años, Nikolai Vsevolodovich había tenido un encuentro, singular por su grosería y brusquedad, al que ya me he referido al principio de mi relato.
Todos sabían ya que Iulia Mihailovna había hecho una visita sugestiva a Varvara Petrovna y que en la puerta de la casa le informaron que como «la señora estaba indispuesta, no podía recibir». Días después de aquella visita se supo que Iulia Mihailovna mandó a preguntar por la salud de Varvara Petrovna. Por último, la gobernadora se puso a «defender» en todos lados a Varvara Petrovna, por supuesto sólo de la forma más elevada, o, lo que es lo mismo, de la forma más vaga posible. Con todo, escuchaba severa y fríamente las ligeras alusiones que al principio se hicieron a los sucesos del domingo, hasta el punto de que en los días siguientes ya nadie las hacía en su presencia. De este modo fue ganando terreno por todas partes la idea de que a Iulia Mihailovna no sólo le era conocida toda la misteriosa historia, sino también todo su misterioso significado, hasta el más nimio de los detalles, y no en calidad de testigo presencial, sino de participante. De modo que quiero destacar que ya ganaba terreno entre nosotros el gran predicamento que sin duda buscaba y ansiaba, y que ya comenzaba a verse «rodeada» de un círculo de allegados. Un sector de nuestra sociedad le reconocía inteligencia práctica y tacto…, pero ya hablaremos de esto más adelante. A su protección, asimismo, se atribuían en gran parte los rápidos éxitos de Piotr Stepanovich en nuestra sociedad, éxitos que sorprendieron muy particularmente a su padre, Stepan Trofimovich.
Piotr Stepanovich casi al mismo tiempo se hizo conocido por todos, apenas cuatro días después de su llegada. Hizo su aparición el domingo, y ya el martes lo vi en coche con Artemi Pavlovich Gaganov, hombre orgulloso, irritable y activo a pesar de su vida mundana, con quien, por su carácter, era especialmente difícil llevarse bien. En casa del gobernador también se recibía a Piotr Stepanovich con sumo agrado, hasta el punto de que en seguida se lo tuvo por amigo íntimo y, sin exagerar, casi como el niño mimado de la familia. Comía con Iulia Mihailovna casi a diario. La había conocido en Suiza, pero en el éxito fulminante que logró en casa de Su Excelencia había sin duda algo peculiar. Al fin y al cabo, se lo había reputado durante algún tiempo revolucionario emigrado, lo que podía o no ser verdad; había colaborado en el extranjero en publicaciones subversivas y participado en congresos, «lo cual podía probarse por los periódicos», como me dijo con malicia Aliosha Teliatnikov, hoy día, ¡ay!, funcionario jubilado de baja categoría, pero antes niño mimado también en casa del gobernador anterior. Hay, sin embargo, que destacar un hecho importante: el antiguo revolucionario regresó a su amada patria no sólo sin mostrar inquietud, sino casi invitado a hacerlo; por consiguiente, carecía de fundamento lo que de él se decía. En cierta ocasión, Liputin me confió en secreto que, según decían, Piotr Stepanovich había hecho por lo visto penitencia y recibido perdón, dando a las autoridades a tal efecto los nombres de varias personas, con lo que quizás había logrado también purgar su culpa, prometiendo además que en adelante sería útil a la patria. Yo repetí esas malignas palabras a Stepan Trofimovich, que, a pesar de no estar en condiciones de pensar claro, reflexionó mucho sobre el caso. Más adelante se supo que Piotr Stepanovich había venido a nuestra ciudad con cartas de recomendación absolutamente intachables; en todo caso era portador de una para la gobernadora, escrita por una anciana de la alta sociedad de Petersburgo cuyo marido era uno de los caballeros más conocidos de la capital. Esta dama, madrina de Iulia Mihailovna, advertía en su carta que también el conde K* conocía bien a Piotr Stepanovich por mediación de Nikolai Vsevolodovich, que lo había tratado cordialmente y que lo consideraba «joven honorable a pesar de errores pasados». Iulia Mihailovna apreciaba en mucho sus escasas relaciones con el «gran mundo», mantenidas con tanto ahínco, y por supuesto se alegró mucho de la carta de tan notabilísima señora. Pero, conociendo esto, había algo que no terminaba de conformar a todos. Quisiera también destacar, especialmente por el interés que pueda tener, que hasta Karmazinov, el gran escritor, se mostró benévolo con Piotr Stepanovich y en seguida lo invitó a su casa. Tanta presteza en un hombre tan envanecido como Karmazinov fue lo que más hirió la sensibilidad de Stepan Trofimovich. Yo, sin embargo, lo veía de otro modo. A través de la invitación al nihilista, Karmazinov tenía el claro propósito de relacionarse con los jóvenes progresistas de Petersburgo y Moscú. Aterrado ante los jóvenes revolucionarios, el gran escritor creía con total ignorancia que esa gente era clave para el futuro de Rusia. De modo que se humillaba congraciándose con quienes no lo tomaban en cuenta.