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La impresión causada en nuestra sociedad por la historia del duelo, que cundió con presteza, fue especialmente notable por la unanimidad con que todos se apresuraron a ponerse de parte de Nikolai Vsevolodovich. Muchos de sus enemigos anteriores se declararon resueltamente amigos suyos. El motivo principal de tan inesperada alteración en la opinión pública fueron ciertas palabras inequívocas dichas en voz alta por una persona que hasta entonces no había dado su parecer sobre el asunto, palabras que al momento dieron a éste un cariz que interesó profundamente a la gran mayoría de nuestros conciudadanos. He aquí cómo sucedió la cosa: al día siguiente del duelo se reunió toda la ciudad en casa de la esposa del mariscal de la nobleza de nuestra provincia, dama que ese día celebraba el de su santo. Entre los presentes, mejor dicho, a la cabeza de ellos, figuraba Iulia Mihailovna, acompañada por Lizaveta Nikolayevna, que apareció rebosante de belleza y de una singular alegría que a muchas de nuestras damas se les antojó particularmente sospechosa en tal ocasión. A propósito: de su compromiso de matrimonio con Mavriki Nikolayevich ya no cabía duda alguna. A la pregunta festiva de un general retirado, pero de muchas campanillas, de quien hablaremos más adelante, la propia Lizaveta Nikolayevna respondió esa noche sin ambages que estaba prometida. ¿Y qué piensan ustedes que pasó? Pues que ni una sola de nuestras damas quiso creer en tal compromiso. Todas seguían empeñadas en suponer algún lance de amor, algún fatal secreto de familia, algo ocurrido en Suiza en que, por alguna razón, Iulia Mihailovna había tenido parte con toda seguridad. No es fácil saber por qué eran tan insistentes tales rumores, mejor aún, tales ilusiones, y por qué se implicaba tan tercamente en ellos a Iulia Mihailovna. Tan pronto como ésta hizo su entrada, todos se acercaron a ella con miradas extrañas llenas de expectación. Es menester advertir que, por lo reciente del acontecimiento y por algunas circunstancias asociadas a él, todavía se hablaba de él esa noche con cierta cautela, en voz baja; aparte de que aún no se sabía qué medidas tomarían las autoridades. Por lo que se podía colegir, ninguno de los duelistas había sido inquietado por la policía. Todos sabían, por ejemplo, que Artemi Pavlovich se había ido por la mañana temprano a su hacienda en Duhovo sin estorbo alguno. Mientras tanto, todos ansiaban, por supuesto, que alguien fuera el primero en hablar de ello en voz alta y desahogar de ese modo la impaciencia general. Cifraban sus esperanzas en el general arriba mentado y no se equivocaron.

Este general, uno de los socios más prestigiosos de nuestro club, terrateniente no muy rico, pero de mentalidad singular, galanteador de mujeres según la antigua usanza, gustaba mucho, entre otras cosas, de hablar en voz alta —en reuniones muy concurridas y con el aplomo propio de un general— de aquello a lo que los demás se referían todavía en un discreto susurro. En esto consistía lo que cabe llamar su papel especial en nuestra sociedad. Además, arrastraba las palabras y las articulaba con notable suavidad, rasgo que probablemente había copiado de los rusos que viajaban por el extranjero, o bien de aquellos hacendados, anteriormente ricos, que habían sufrido las mayores pérdidas a resultas de la emancipación de los siervos. Stepan Trofimovich llegó a decir en cierta ocasión que cuanto más había perdido un hacendado, más ceceaba y arrastraba las palabras. Pero también él ceceaba y arrastraba las palabras, aunque sin darse cuenta de ello.

El general empezó a hablar como persona competente para hacerlo. Además de ser pariente lejano de Artemi Pavlovich, aunque reñido y aún en pleitos con él, se había visto en el pasado envuelto a su vez en dos duelos, como consecuencia de uno de los cuales había sido incluso degradado y enviado al Cáucaso. Alguien hizo alusión a Varvara Petrovna, que ese día y el anterior había salido en coche «después de su enfermedad»; y no alusión precisamente a ella, sino al excelente juego que hacían los cuatro caballos grises de su carruaje, de la propia remonta de los Stavrogin. El general declaró de pronto que se había encontrado ese día con «el joven Stavrogin», que iba a caballo… Al instante todos guardaron silencio. El general chasqueó los labios y, dando vueltas entre los dedos a la tabaquera con que se le había obsequiado al pasar a retiro, anunció sin más:

—Siento no haber estado aquí hace unos años…, es decir, en esa época en que estuve en Carlsbad… Humm. Me interesa mucho ese joven, sobre quien oí tantos rumores por aquellos días. Humm. ¿Es verdad que está loco? Alguien lo afirmaba entonces. De buenas a primeras me dicen que un estudiante lo ha agredido aquí, en presencia de sus primos, y que para escaparse de él se había metido debajo de la mesa. Y ayer oigo decir a Stepan Vysotski que Stavrogin se ha batido con ese… Gaganov. Y con el bizarro fin de ofrecerse como blanco a un hombre enfurecido; y sólo para quitárselo de encima. Humm. Eso es lo que habría hecho un oficial de Guardias allá por los años veinte. ¿Visita a alguien aquí?

El general se calló, como si esperara respuesta. Quedaba abierta la puerta a la impaciencia general.

—¡Pero si no hay nada más simple! —dijo de pronto Iulia Mihailovna, levantando la voz con irritación al ver que todas las miradas convergían de pronto en ella, como obedientes a una voz de mando—. ¿Puede acaso maravillarnos que Stavrogin se bata con Gaganov y no conteste al estudiante? ¿Acaso podía retar a duelo a un hombre que antes había sido siervo suyo?

¡Notabilísimas palabras! Pensamiento claro y sencillo, pero que a nadie se le había ocurrido hasta entonces. Palabras que tuvieron insólitas consecuencias. Todo lo escandaloso y difamante, todo lo mezquino y anecdótico, quedó en un momento relegado a segundo término. Surgió una nueva interpretación del asunto. Apareció un nuevo personaje acerca del cual todos se habían equivocado, un personaje casi modelo de rigor en sus cánones sociales. Mortalmente agraviado por un estudiante, es decir, por un hombre educado que ya no era siervo, hace caso omiso del agravio porque el agraviante había sido antiguo siervo suyo. En la sociedad no había habido sino calumnia y maledicencia para con él; una sociedad frívola que mira con desprecio a un hombre que se deja abofetear. Él, por su parte, desprecia la opinión de una sociedad que no logra elevarse a las genuinas normas morales, pero que sí las discute.

—Y mientras tanto, Iván Aleksandrovich, usted y yo seguimos aquí discutiendo de las normas morales —dijo en noble y exaltado autorreproche un socio viejo a otro.

—Sí, Piotr Mihailovich, sí, señor —coreó el otro con vigor—. ¡Y luego hablamos de la nueva generación!

—Aquí no es cuestión de la nueva generación, Iván Aleksandrovich —observó un tercero, metiendo baza—. Aquí no es cuestión de ella. Aquí se trata de que ese hombre es un astro, señor mío, y no un individuo cualquiera de la nueva generación. Así es como hay que ver la cosa.

—Y ésa es la clase de hombre que nos hace falta. Andamos escasos de gente como ésa.

Lo principal del asunto era que el «hombre nuevo», además de revelarse como «un noble auténtico», era por añadidura el terrateniente más rico de la provincia y, por lo tanto, tenía por necesidad que ser uno de los dirigentes, con cuya ayuda se podría contar en materia de asuntos públicos. Ya he aludido antes, de paso, a la actitud de nuestros terratenientes.

Los comentarios rozaban el entusiasmo.

—Vuestra excelencia debe advertir, en particular, que no sólo no desafió al estudiante, sino que se llevó las manos a la espalda —alegó uno.

—Y que tampoco lo denunció ante los nuevos tribunales —añadió otro.

—A pesar de que en los nuevos tribunales le habrían impuesto una multa de quince rublos por insulto personal a un individuo de la nobleza. ¡Je, je, je!

—No. Voy a revelarle el secreto de los nuevos tribunales —dijo un tercero, poseído de frenesí—. Si alguien comete un robo o una estafa y lo atrapan con las manos en la masa, debe ir corriendo a casa y, mientras tiene tiempo todavía, matar a su madre. Al momento lo absolverán de todo, y las señoras que asisten al juicio agitarán sus pañuelos de batista. ¡Ésa es la pura verdad!

—¡La verdad, la verdad!

Salieron a colación las anécdotas usuales. Se recordaron las relaciones de Nikolai Vsevolodovich con el conde K*. Eran notorias las opiniones tan severas como independientes del conde K* acerca de las reformas recientes. Era asimismo conocida su notable actividad pública, algo restringida últimamente. Y he aquí que, de súbito, todos tuvieron por indudable que Nikolai Vsevolodovich y una de las hijas del conde K* se habían tomado los dichos, aunque nada había que diera pie a tamaña suposición. Y sobre lo de ciertas aventuras en Suiza con Lizaveta Nikolayevna, hasta las señoras dejaron de aludir a ellas. A propósito, debo mencionar que las Drozdovas habían podido hacer por esos días todas las visitas que habían omitido hasta entonces. Ahora todos consideraban a Lizaveta Nikolayevna como una chica enteramente ordinaria que «hacía alarde» de sus débiles nervios. Su desmayo el día de la llegada de Nikolai Vsevolodovich lo interpretaban sencillamente como terror ante la escandalosa conducta del estudiante. Hacían incluso hincapié en lo prosaico de aquello mismo a que con tanto afán habían dado antes un colorido fantástico. De la cojita acabaron por olvidarse; hasta se avergonzaban de recordarla. «Y aunque hubiera habido cien muchachas cojas, ¿quién no ha sido joven?». Sacaban a relucir la conducta respetuosa de Nikolai Vsevolodovich para con su madre, descubrían en él diversas virtudes, comentaban con aprobación sus conocimientos adquiridos en cuatro años de estudio en universidades alemanas. Juzgaban indiscreta la conducta de Artemi Pavlovich. Acabaron por reconocer en Iulia Mihailovna una perspicacia muy por encima de lo común…

Así, pues, cuando el propio Nikolai Vsevolodovich hizo por fin acto de presencia, todos lo recibieron con la más ingenua gravedad. En todas las miradas clavadas en él se leía la expectación más impaciente. Nikolai Vsevolodovich se sumió al momento en un silencio rigurosísimo, con lo que, por supuesto, todos quedaron mucho más satisfechos que si hubiera hablado por los codos. Total, que todo le fue bien y que se puso de moda. En la sociedad provinciana, si uno se presenta una vez, ya no puede volver a esconderse. Nikolai Vsevolodovich volvió a cumplir con la escrupulosidad de antes todas las obligaciones sociales. No se lo consideraba persona alegre. «Es hombre que ha sufrido; no es como los demás; bastante motivo tiene de estar triste». Hasta el orgullo y el despego desdeñoso por los que tanto se lo aborreció cuatro años antes eran ahora objeto de respeto y beneplácito.

La que más alborozo mostraba era Varvara Petrovna. Ignoro si padeció mucho al desvanecerse sus ilusiones acerca de Lizaveta Nikolayevna. A superar la crisis la ayudó, por supuesto, el orgullo de familia. Cosa extraña: Varvara Petrovna quedó de buenas a primeras convencida de que, en efecto, Nikolai Vsevolodovich había «escogido» en casa del conde K*, y lo más extraño fue que llegó a creerlo por los vanos rumores que llegaban hasta ella, como hasta los demás. Por su parte, temía preguntárselo directamente a Nikolai Vsevolodovich. En dos o tres ocasiones, sin embargo, no pudo resistir la tentación de reconvenirlo, con muchos rodeos y tono de buen humor, por no franquearse con ella. Nikolai Vsevolodovich se sonreía y guardaba silencio. Este silencio fue juzgado señal de asentimiento. Y, sin embargo, durante ese tiempo nunca pudo olvidarse de la cojita. La imagen de ésta oprimía su corazón cual una losa, cual una pesadilla, la atormentaba con extrañas alucinaciones y conjeturas, y eso al mismo tiempo que soñaba con las hijas del conde K*. Pero de esto hablaremos más adelante. Por supuesto, en los círculos sociales empezaron de nuevo a tratar a Varvara Petrovna con el mayor y más escrupuloso respeto, aunque la señora se aprovechó poco de ello y raras veces salía a hacer visitas.

Hizo, sin embargo, una de cumplido a la gobernadora. Por descontado, nadie se sentía más cautivado y subyugado que Varvara Petrovna por las palabras memorables que Iulia Mihailovna había pronunciado en la fiesta de la esposa del Mariscal, palabras que aliviaron la pesadumbre que la atribulaba y disiparon en gran medida la congoja que la agobiaba desde aquel desdichado domingo. «No había comprendido a esa mujer», anunció solemnemente, y con su impulsividad característica declaró a Iulia Mihailovna que había venido a darle las gracias. Iulia Mihailovna se sintió halagada, pero no cedió en su independencia. Ya para entonces había comenzado a pavonearse, quizá con exceso. Por ejemplo, durante la visita dijo que nunca había oído hablar de Stepan Trofimovich ni como hombre público ni como erudito.

—Conozco, por supuesto, al joven Verhovenski y lo recibo con gusto. Es imprudente, pero es todavía joven, aunque tiene amplios conocimientos. En todo caso, no es un crítico jubilado y pasado de moda como su padre.

Varvara Petrovna se apresuró a advertir que Stepan Trofimovich nunca había sido crítico; al contrario, había pasado toda la vida en casa de ella; que era famoso por las circunstancias de su carrera temprana, «demasiado bien conocidas de todo el mundo», y últimamente por sus trabajos de investigación en historia de España; y que, por añadidura, quería escribir algo acerca de la condición actual de las universidades alemanas y también, por lo visto, algo sobre la Madonna de Dresde. En suma, que Varvara Petrovna no quiso encomendar a Stepan Trofimovich a los buenos oficios de Iulia Mihailovna.

—¿Sobre la Madonna de Dresde? ¿Es ésa la de la Capilla Sixtina? Chère Varvara Petrovna, dos horas me pasé sentada delante de ese cuadro y salí de allí decepcionada. No entendí maldita la cosa y me quedé asombrada. También Karmazinov dice que es difícil de entender. Nadie ve ahora nada de particular en ella, ni rusos ni ingleses. Fueron los viejos quienes le dieron la fama que tiene.

—¿Quiere decir que ha cambiado la moda?

—Yo lo que pienso es que no hay que desatender tampoco a los jóvenes. La gente grita que son comunistas, pero a mi modo de ver lo que hay que hacer es compadecerlos y apreciarlos. Estos días me lo leo todo (todos los periódicos, lo que se dice de las comunas, las ciencias naturales), lo recibo todo, porque, al fin y al cabo, hay que saber con quién vive una y a qué debe atenerse. No puede una pasarse toda la vida en alas de la propia fantasía. He llegado a la conclusión (y la he adoptado como norma), de que debo mostrarme amable con la gente moza y detenerla al borde del precipicio. Créame, Varvara Petrovna, que sólo los que formamos la buena sociedad podemos impedir con nuestros buenos tratos y buena influencia que la juventud se precipite en el abismo al que la empujan con su intolerancia todos esos vejestorios. De todos modos, celebro saber algo de Stepan Trofimovich por mediación de usted. Me da usted una idea: quizá pueda ser útil en nuestro recital literario. Sepa usted que estoy organizando un día entero de festejos por suscripción pública, a beneficio de las instituciones pobres de nuestra provincia. Se las ve dispersas por Rusia; sólo en nuestro distrito hay nada menos que seis. Hay además dos empleadas en la oficina de Telégrafos, dos chicas más que estudian en la academia, y otras que quisieran estudiar pero que no cuentan con medios para ello. ¡La suerte de la mujer rusa es horrible, Varvara Petrovna! De esto se ha hecho ahora cuestión universitaria y hasta se ha ocupado de ello una sesión del Consejo de Estado. En esta Rusia nuestra, tan extraña, uno puede hacer lo que le venga en gana. Y por eso, repito, sólo con la bondad y con la simpatía cálida y franca de toda la buena sociedad podríamos enderezar esta gran causa, que es la de todos, por el buen camino. ¡Ay, Dios santo! ¿Es que no abundan entre nosotros las personas de noble índole? Claro que sí, pero andan desperdigadas por ahí. Unámonos todos y seremos más fuertes. En resumen, que voy a ofrecer primero una matinée literaria, seguida de un almuerzo ligero, luego de un descanso, y en la noche de ese mismo día un baile. Pensábamos empezar la soirée con tableaux vivants, pero a lo que parece resultarían carísimos, y por eso, para que el público se divierta, habrá una o dos cuadrillas con máscaras y disfraces que representen movimientos literarios bien conocidos. Ésa fue una idea festiva que sugirió Karmazinov. Por cierto que me ayuda mucho. Sepa usted que nos va a leer su última obra, que todavía nadie conoce. Deja la pluma y no volverá a escribir; este último ensayo es su despedida del público. Una piececita preciosa que tiene por título Merci! El título está en francés; pero a él le parece eso más divertido y aún más ingenioso. A mí también, y así se lo aconsejé. Pienso que también Stepan Trofimovich podría leernos algo si es bastante corto y no demasiado erudito. Parece que Piotr Stepanovich y alguien más leerán también alguna cosa. Piotr Stepanovich pasará por la casa de usted y le dará a conocer el programa. O mejor aún, permita que yo misma se lo lleve.

—Y usted permítame apuntarme en su lista de suscripciones. Le daré el recado a Stepan Trofimovich y yo misma le rogaré que acepte.

Varvara Petrovna volvió a casa como si le hubieran dado un bebedizo. Había tomado resueltamente el partido de Iulia Mihailovna y, por algún motivo, estaba enojadísima con Stepan Trofimovich. Y éste, pobre hombre, seguía en casa ignorante de todo.

—Esa mujer me fascina. No comprendo cómo he podido equivocarme tanto acerca de ella —dijo a Nikolai Vsevolodovich y a Piotr Stepanovich, que pasó a verla esa noche.

—Pero, de todos modos, debe usted también hacer las paces con el viejo —declaró Piotr Stepanovich—. Está desesperado. Lo ha puesto usted en cuarentena, ni más ni menos. Ayer cuando vio que pasaba usted en el coche, la saludó inclinándose y usted le volvió la espalda. Ya verá cómo le hacemos marcar el paso. Cuento con él para algo y todavía puede ser útil.

—¡Oh, leerá algo!

—No me refería sólo a eso. Yo también quería pasar a verlo hoy. Entonces, ¿qué? ¿Le digo lo que hay?

—Si así lo desea… Aunque no sé cómo arreglará usted la cosa —agregó indecisa—. Yo misma había pensado en tener con él una explicación y en señalarle día y lugar para ello —dijo frunciendo el ceño.

—Bueno, no hace falta fijar día. Basta que yo le dé el recado.

—Sí, hágame el favor. Pero dígale también que le señalaré día. No se olvide.

Piotr Stepanovich se marchó sonriendo burlonamente. Por aquellos días, según ahora recuerdo, su malevolencia era más aguda que de ordinario; llegaba al extremo de permitirse descortesías y desplantes con casi todo el mundo. Cosa extraordinaria: por algún motivo todos los perdonaban. Cundía la opinión de que había que entendérselas con él de un modo especial. Haré constar que, en cuanto al duelo de Nikolai Vsevolodovich, adoptó una actitud de singular malignidad. Lo había tomado por sorpresa, y su rostro tomó un tinte oliváceo cuando le contaron el caso. Cabe pensar que se sentía herido en su amor propio, por no haberse enterado hasta el día siguiente, cuando ya todo el mundo lo sabía.

—No tenía usted derecho a batirse —le dijo por lo bajo a Stavrogin cinco días después, cuando tropezó con él en el club. Es curioso que no se hubieran visto en ninguna parte en esos cinco días, a pesar de que Piotr Stepanovich pasaba por casa de Varvara Petrovna casi a diario.

Nikolai Vsevolodovich, sin decir palabra, lo miró distraídamente como si no comprendiese de qué se trataba, y pasó de largo, atravesando el amplio salón del club para llegar al bar.

—También ha visitado usted a Shatov… y quiere usted hacer público lo de María Timofeyevna —dijo corriendo tras él y, como por descuido, agarrándolo del hombro.

Nikolai Vsevolodovich se sacudió de encima la mano y se volvió rápidamente hacia él con el ceño iracundo. Piotr Stepanovich lo miró con prolongada y extraña sonrisa. Fue un instante; enseguida Nikolai Vsevolodovich siguió andando.

Los demonios
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