5

Día complicado para Piotr Stepanovich. Luego de ver a Von Lembke corrió hasta la calle Bogoyavlenskaya, pero al pasar por la calle Bykova, junto a la casa en que se hospedaba Karmazinov, se detuvo de pronto, sonrió con su mueca habitual, y entró. Aunque no había dado noticias de su visita, el criado lo recibió diciéndole que se lo estaba esperando. Y así era, el gran escritor quería verlo desde hacía una semana. Tres días antes le había entregado el manuscrito de Merci (que pensaba leer en la matinée literaria el día del festival de Iulia Mihailovna), y lo había hecho por benevolencia, en la firme convicción de que halagaría mucho la vanidad del joven dándole a leer de antemano la gran obra. Piotr Stepanovich había advertido ya mucho antes que este caballero vanidoso, mimado y ofensivamente inalcanzable para quien no estuviera entre los elegidos, ese «talento casi nacional», trataba sencillamente de congraciarse con él, y hasta con notable ahínco. Tengo la impresión de que el joven acabó por sospechar que Karmazinov, aunque no lo considerase el cabecilla de toda la organización secreta revolucionaria en Rusia, era por lo menos uno de los mejor iniciados en los secretos de la revolución rusa y uno de los que gozaban de indiscutible ascendiente entre la juventud. El estado de ánimo del «hombre más listo de Rusia» interesaba a Piotr Stepanovich, pero por algunos motivos había evitado hasta entonces cambiar impresiones con él.

El gran escritor se hospedaba en casa de una hermana, esposa de un gentilhombre de cámara y propietaria de tierras en nuestra provincia. Ambos, marido y mujer, veneraban a su ilustre pariente, pero cuando llegó en esta ocasión ambos se encontraban en Moscú, con gran pesar suyo, por lo que el honor de recibirlo recayó sobre una señora anciana, también pariente lejana y pobre del gentilhombre, que vivía en la casa y desde hacía largo tiempo desempeñaba el oficio de ama de llaves. Toda la casa andaba de puntillas desde la llegada del señor Karmazinov. La anciana escribía a Moscú casi todos los días acerca de cómo el escritor había pasado la noche y de lo que había comido, y una vez mandó un telegrama con la noticia de que, después de un banquete en casa del alcalde, había tenido que tomar una cucharada de cierta medicina. Sólo raras veces se atrevía a entrar en el cuarto del huésped, aunque éste la trataba cortésmente, si bien con sequedad, y hablaba con ella sólo cuando precisaba alguna cosa.

Piotr Stepanovich ingresó en la casa cuando éste comía su filete matinal con medio vaso de vino tinto. Piotr Stepanovich había pasado ya antes a verlo y siempre lo había encontrado frente a ese filete matutino, que consumía en presencia del visitante, sin invitarlo una sola vez a almorzar con él. Después del filete le trajeron una tacita de café. El criado que le servía vestía de frac, llevaba guantes y calzaba zapatos de suela blanda que no hacían ruido.

—¡Ahh! —Karmazinov se levantó del sofá, pasándose la servilleta por los labios con los ojos brillantes de contento; intercambió unos besos con el visitante, hábito característico de los rusos si son muy famosos. Pero Piotr Stepanovich recordó por experiencia lo de los besos, y cuando Karmazinov levantó la mejilla, él levantó la suya. Ambas mejillas se tocaron. Karmazinov, haciendo como si no lo hubiera notado, tomó asiento en el sofá y señaló amablemente a Piotr Stepanovich un sillón frente a él, donde el visitante se repantingó.

—Supongo que no… ¿No quiere usted almorzar? —preguntó el anfitrión, alterando esta vez su costumbre, pero, por supuesto, con aire patente de esperar una negativa cortés. Piotr Stepanovich al momento expresó el deseo de almorzar. Un velo de sorpresa contrariada cubrió el rostro del anfitrión, pero fue sólo un instante. Tiró nerviosamente de la campanilla y, a despecho de su buena educación, levantó la voz desabridamente para mandar al criado que trajera un segundo almuerzo.

—¿Qué tomará usted? —preguntó una vez más.

—Filete y café. Y pida que traigan más vino. Tengo un hambre feroz —respondió Piotr Stepanovich examinando con tranquila atención el atuendo de su anfitrión. El señor Karmazinov vestía una especie de chaqueta casera acolchada, con botones de nácar, pero demasiado corta, lo que no iba bien con su abdomen bastante rotundo y con sus muslos de voluminosa redondez; pero hay gustos de todas clases. Las rodillas las tenía cubiertas con una manta de lana a cuadros, aunque no hacía frío en la habitación.

—¿Qué? ¿Está usted enfermo? —observó Piotr Stepanovich.

—No, no lo estoy, pero temo estarlo en este clima —respondió el escritor con su voz aguda, midiendo delicadamente cada palabra y con un agradable ceceo aristocrático—. Ya le estuve esperando ayer.

—¿Por qué? No prometí venir.

—Es verdad, pero tiene mi manuscrito. ¿Lo ha… leído?

—¿Manuscrito? ¿Qué manuscrito?

Karmazinov quedó terriblemente sorprendido.

—Pero lo habrá traído, ¿no? —preguntó con alarma tal que hasta dejó de comer y miró a Piotr Stepanovich con cara de terror.

—¡Ah! ¿Se refiere usted a Bonjour?

Merci.

—Da lo mismo. Se me olvidó por completo y no lo he leído. No he tenido tiempo. La verdad es que no sé a punto fijo…, en los bolsillos no está…, lo habré dejado en mi mesa. No se preocupe, que ya aparecerá.

—No. Lo mejor será mandar a alguien por él a casa de usted. Puede perderse y, además, pueden robarlo.

—Pero ¿quién iba a quererlo? ¿Y por qué se asusta tanto? Iulia Mihailovna me ha dicho que manda usted hacer varias copias, una la deja con su notario en el extranjero, otra en Petersburgo, otra más en Moscú, y la cuarta la envía usted al banco, ¿no es así?

—Pero, hombre, también Moscú puede quemarse y con él mi manuscrito. No, lo mejor será que mande por él.

—¡Espere! ¡Aquí está! —y Piotr Stepanovich sacó del bolsillo trasero un envoltorio de notas—. Está algo arrugado. ¡Hay que ver! Desde que me lo dio usted lo he tenido todo el tiempo en el bolsillo de atrás revuelto con el pañuelo. Lo olvidé por completo.

Karmazinov cogió el manuscrito con ansia, lo hojeó con cuidado, contó las hojas y lo colocó respetuosamente en una mesita especial que tenía junto a sí, pero sin perderlo de vista un momento.

—Por lo visto, no lee usted mucho —siseó, sin poder contenerse.

—No, no mucho.

—¿Y nada de literatura rusa?

—¿De literatura rusa? Sí, un momento, he leído Por el camino… o En camino… o En la encrucijada del camino, o algo por el estilo. No me acuerdo. Hace mucho que lo leí, cinco años. No tengo tiempo.

Hubo una breve pausa.

—Cuando llegué, dije a todo el mundo que es usted un hombre extraordinariamente inteligente, y ahora, parece que todos quieren alabarlo.

—Muchas gracias —contestó Piotr Stepanovich con humildad.

Trajeron el almuerzo. Piotr Stepanovich comenzó a comer el filete con singular apetito, lo devoró en un tris, se bebió el vino y tomó el café.

«Ese tramposo —pensaba Karmazinov mirándolo de reojo, en tanto que acababa con el último bocado y apuraba la última gota—, ese patán seguramente entendió al momento toda la mordacidad de mi frase… y, por supuesto, ha leído el manuscrito con avidez, y miente sólo por fastidiar. Pero también puede ser que no mienta y que sea sencillamente tonto. A mí me gusta que un hombre de genio sea un poco estúpido. ¿No es éste algo así como un genio entre los suyos? En fin, que se lo lleve el demonio».

Se levantó del sofá y se puso a pasear por la habitación para estirar las piernas, cosa que hacía siempre después de almorzar.

—¿Se marcha usted pronto? —preguntó Piotr Stepanovich desde su sillón, encendiendo un cigarrillo.

—Yo, en realidad, he venido a vender mi finca y dependo ahora de mi administrador.

—¿Pero no vino porque allí se esperaba una epidemia después de la guerra?

—N-no, no fue precisamente por eso —prosiguió el señor Karmazinov midiendo afablemente sus frases y sacudiendo un poco el piececito derecho cuando daba la vuelta en un extremo de la habitación—. Yo, a decir verdad, tengo intención de vivir lo más posible —añadió, riendo no sin malicia—. En la aristocracia rusa hay algo que la desgasta rápidamente, en todos los aspectos. Pero yo pienso desgastarme lo más tarde posible y ahora me voy al extranjero para siempre. Allí el clima es mejor, las casas son de piedra y todo es más fuerte. Pienso que Europa se tendrá en pie mientras yo viva. Y usted, ¿qué piensa?

—¡Yo qué sé!

—Hum. Si la Babilonia de allí se viene efectivamente abajo y el batacazo es grande (y en eso estoy de acuerdo con usted, aunque creo que se mantendrá en pie el resto de mi vida), entonces no hay nada que pueda desmoronarse aquí en Rusia, relativamente hablando. Aquí no hay piedras que puedan caerse, sino que todo se disolverá en barro. La Santa Rusia está en peores condiciones que nadie para ofrecer resistencia a nada. El pueblo bajo sobrevivirá con ayuda de su Dios ruso, pero, según las últimas noticias, el Dios ruso no es muy de fiar y apenas ha podido oponerse a la emancipación de los siervos. Al menos, se ha bamboleado bastante. Y con eso de los Ferrocarriles y con que ustedes… Yo, francamente, no creo en absoluto en el Dios ruso.

—¿Y en el europeo?

—Tampoco. En ninguno. A mí se me ha calumniado ante la juventud rusa. Yo siempre he simpatizado con todos y cada uno de sus movimientos. Me han enseñado esas hojas subversivas de aquí. La gente las mira confusa porque se asusta de su forma de expresión, pero está segura de su gran eficacia, aunque sin darse cuenta por completo. Todos están cayendo desde hace tiempo y todos saben desde hace tiempo que no tienen de dónde agarrarse. Yo estoy seguro del éxito de esa propaganda clandestina porque hoy Rusia es, ante todo, el único sitio del mundo donde puede suceder cualquier cosa sin la menor oposición. Entiendo demasiado bien por qué los rusos pudientes se van por pies al extranjero, y cada año en mayor número. Es sólo cuestión de instinto. Cuando el barco se hunde, las ratas son las primeras en abandonarlo. La Santa Rusia es un país de madera, de miseria y… de peligro, un país de mendigos vanidosos en los altos niveles sociales, mientras que la inmensa mayoría vive en chozas inmundas. Se alegrará de cualquier solución con tal de que se la expliquen. El gobierno es el único que todavía quiere oponerse, pero lo que hace es blandir el garrote en la oscuridad y apalear a sus propios partidarios. Aquí todo está sentenciado y condenado a muerte. Rusia, tal como es ahora, no tiene porvenir. Yo me he nacionalizado alemán y lo tengo a mucha honra.

—Usted empezó hablando de las hojas revolucionarias. Quiero saber qué piensa de ellas.

—Todo el mundo les teme, lo que demuestra que son efectivas. Ponen el fraude claramente al descubierto y prueban que aquí no hay nada de qué agarrarse ni nada en qué apoyarse. Hablan alto cuando todos hacen silencio. Lo más impresionante de ellas (a pesar de la forma) es ese atrevimiento, insólito hasta ahora, de mirar la verdad cara a cara. Esa facultad de mirar la verdad cara a cara es propia de los rusos de la generación actual. No. En Europa no son aún tan atrevidos, Allí los reinos son de piedra, allí hay algo en qué apoyarse. Por lo que veo y se me alcanza, toda la esencia de la idea revolucionaria rusa consiste en la negación del honor. Me gusta que eso se exprese de manera tan atrevida y audaz. No. En Europa no podrían entenderlo todavía, pero aquí es cabalmente en eso en lo que se hace hincapié. Para el ruso, el honor no es más que una carga superflua; y siempre ha sido una carga, en el curso entero de su historia. Se lo puede atraer mucho mejor con un franco «derecho al deshonor». Yo pertenezco a la vieja generación y confieso que estoy a favor del honor, pero sólo por costumbre. Me gustan las viejas formas, pero digamos que sólo por pusilanimidad; de alguna manera tengo que llenar los años que me quedan.

Se detuvo de pronto.

«Y yo habla que te habla —pensó— y él no hace más que quedarse callado, mirándome. Él ha venido para que le haga una pregunta directa. Pues bien, se la voy a hacer».

—Iulia Mihailovna me ha pedido que averigüe de usted, por algún subterfugio, qué clase de sorpresa prepara usted para el baile de pasado mañana —preguntó de improviso Piotr Stepanovich.

—Sí, habrá, en efecto, una sorpresa, y los voy a dejar a todos turulatos… —dijo Karmazinov con aire importante—, pero no voy a decirle a usted el secreto.

Piotr Stepanovich no insistió.

—Aquí vive un sujeto llamado Shatov —dijo el gran escritor— y figúrese usted que aún no le he visto.

—Buena persona. Bien, ¿y qué?

—Pues nada; que habla de muchas cosas. ¿No es el que dio una bofetada a Stavrogin?

—Sí.

—¿Y qué piensa usted de Stavrogin?

—No lo sé; una especie de Don Juan.

Karmazinov detestaba a Stavrogin porque éste se había empeñado en no percatarse de su presencia.

—Ese Don Juan será el primero a quien colgarán de un árbol si sucede lo que predican esas proclamas subversivas —dijo Karmazinov con una risita.

—Quizá aun antes de eso —Piotr Stepanovich apuntó de pronto.

—Le estará bien empleado —asintió Karmazinov, ya sin reírse y en un tono muy serio.

—Eso ya lo dijo usted otra vez; y sepa que yo se lo dije a él.

—¿Cómo? ¿Se lo dijo usted?

—Contestó que, si a él le colgaran, a usted bastaría con que lo vapuleasen, pero no por pura forma, sino que le diesen una buena paliza, como las que les dan a los campesinos.

Piotr Stepanovich tomó el sombrero y se levantó. Karmazinov, al despedirle, le alargó ambas manos.

—Y, vamos a ver —preguntó con voz aguda y melosa y una entonación peculiar, mientras retenía en las suyas las manos de Piotr Stepanovich—, si lo que ustedes traman llega a pasar…, ¿cuándo cree usted que será?

—¡Yo qué sé! —contestó Piotr Stepanovich con alguna brusquedad. Ambos se miraron fijamente.

—¿Poco más o menos? ¿Aproximadamente? —Karmazinov acentuó el empalago de su voz.

—Tendrá usted tiempo para vender su finca y escurrir el bulto —dijo Piotr Stepanovich en tono más brusco aún. Se miraron con mayor intensidad. Hubo unos segundos de silencio.

—Empezará a principios de mayo y acabará para principios de octubre —declaró de pronto Piotr Stepanovich.

—Mil gracias —dijo Karmazinov con voz cálida, estrechándole ambas manos.

«Una rata como tú tendrá tiempo para escapar del barco —pensó Piotr Stepanovich al salir a la calle—. Ahora bien, si este “talento casi nacional” pregunta con tanta confianza por el día y la hora, y me agradece respetuosamente la información que le doy, quiere decirse que nosotros no tenemos por qué dudar —agregó con sonrisa torcida—. Hum. Al fin y al cabo no es tonto…, es sólo una rata que cambia de domicilio. Éste no irá con cuentos a la policía».

Corrió a casa de Filippov, en la calle Bogoyavlenskaya.

Los demonios
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