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No me recibió. Se había encerrado y escribía. A mis repetidos golpes y llamadas respondió a través de la puerta:
—Amigo mío, he terminado con todo. ¿Quién puede esperar más de mí?
—No ha terminado usted con nada. Sólo ha contribuido a echarlo todo a perder. Por el amor de Dios, Stepan Trofimovich, no más juegos de palabras. Abra la puerta. Es necesario tomar medidas. Todavía pueden venir a insultarlo…
Me creía con derecho a ser particularmente severo y aun exigente con él. Temía que tramase algo aún más insensato. Pero, con gran asombro mío, tuve que encararlo con una firmeza nada común:
—Entonces no sea usted el primero en insultarme. Le agradezco cuanto ha hecho por mí, pero repito que he terminado con la gente, buena y mala. Estoy escribiendo una carta a Daria Pavlovna, a quien vengo olvidando hasta ahora de modo imperdonable. Mañana puede usted llevársela, si quiere. Y ahora, merci.
—Stepan Trofimovich, le aseguro que el asunto es más grave de lo que piensa. Usted cree que aplastó a alguien allí, ¿no es verdad? Pero no aplastó a nadie, sino que usted mismo se hizo añicos como botella vacía. (¡Oh, estuve brusco y descortés, lo recuerdo con amargura!). No tiene usted por qué escribir a Daria Pavlovna… ¿Y qué será de usted sin mí ahora? ¿Qué sabe de la vida práctica? ¿A que de seguro está usted maquinando alguna cosa? Pues si es así, saldrá usted otra vez con las manos a la cabeza…
Se levantó y vino hasta la puerta.
—No ha vivido usted mucho con ellos, pero ya se le han pegado su tono y modo de hablar. Dieu vous pardonne, mon ami, et Dieu vous garde. Siempre he notado en usted rudimentos de buena educación y quizá todavía recapacite, apres le temps, por supuesto, como todos nosotros los rusos. En cuanto a lo que dice de mi falta de sentido práctico, le recordaré sólo un viejo pensamiento mío: que en Rusia hay un sinfín de personas que se ocupan sólo de atacar a los demás por su falta de sentido práctico, con singular furia y persistencia, como moscas en verano, y que acusan a todos y a cada uno salvo a sí mismo. Cher, recuerde que estoy agitado y no me atormente. Una vez más, merci por todo, y separémonos como lo ha hecho Karmazinov de su público, es decir, olvidémonos uno de otro con la mayor generosidad posible. Él hablaba irónicamente cuando pedía con tanta insistencia a sus antiguos lectores que le olvidasen. Quant à moi, yo no soy tan vanidoso, y pongo mis esperanzas sobre todo en la juventud del inexperto corazón de ustedes. ¿Para qué recordar largo tiempo a un viejo inútil? «Siga viviendo», amigo mío, como me decía Nastasya, el último día de mi santo (ces pauvres gens ont quelque fois de mots charmants et pleins de philosophie). No le deseo mucha felicidad porque se aburriría usted. Tampoco le deseo desgracias. Y a tono con la máxima de filosofía popular repetiré sencillamente: «Siga viviendo» y procure de algún modo no aburrirse demasiado. Ese vano deseo se lo añado de mi propia cosecha. Bueno, adiós, y le digo adiós con toda seriedad. No siga plantado ante mi puerta, que no abriré.
Se retiró y no logré más de él. No obstante su «agitación», hablaba fluidamente, sin prisa, con ponderación, y era obvio que quería impresionarme. No había duda de que estaba algo molesto conmigo y de que se vengaba de mí indirectamente, acaso por aquello de los «carromatos» y «escotillones» de la víspera. Las lágrimas que había derramado en público esa mañana —a despecho de haber logrado lo que a su juicio era una victoria— lo habían dejado —y bien lo sabía— en una situación algo ridícula; y no había nadie tan preocupado de la galanura y rigor de sus relaciones con los amigos como Stepan Trofimovich. ¡Oh, no lo culpo! Pero el desdén y sarcasmo de que seguía dando muestra, no obstante las sacudidas que había recibido, me tenían muy soliviantado: un hombre que, al parecer, había cambiado tan poco en relación con como había sido siempre no estaría dispuesto en ese momento a hacer nada insólito o trágico. Así razonaba yo entonces, y ¡Dios mío, cómo me equivoqué! No tomé en consideración todo lo que había que tomar…
Anticipando los acontecimientos, citaré algunos de los primeros renglones de la carta a Daria Pavlovna, que, en efecto, ella recibió al día siguiente:
Mon enfant, me tiembla la mano, pero he terminado con todo. Usted no estuvo en mi último enfrentamiento con la gente; no vino a esa «lectura», e hizo bien. Pero le dirán que en nuestra Rusia, tan yerma de gente de carácter, se levantó un hombre intrépido y, a pesar de las amenazas de muerte que sobre él llovieron de todos lados, les dijo la verdad a esos imbéciles, a saber, que son imbéciles. O, ce sont des pauvres petits vauriens et rien de plus, des petits imbéciles, voilá le mot! ¡La suerte está echada! Me voy de esta ciudad para siempre y no sé a dónde. Todo aquel a quien he amado me ha vuelto la espalda. Pero usted, usted, criatura pura e inocente; usted, que es tan buena, cuya suerte estuve a punto de unir a la mía por voluntad de un corazón antojadizo y despótico; usted, que quizá miró con desprecio las lágrimas pusilánimes que derramé la víspera de nuestro abortado casamiento; usted, que, por bondadosa que sea, no puede ver en mí más que un tipo cómico, ¡oh, para usted es el último grito de mi corazón, mí último deber, para usted sola! No puedo dejarla para siempre con la idea de que soy un mentecato desagradecido, un patán y un egoísta, como probablemente le asegura a diario un corazón desagradecido y cruel que, ¡ay!, no puedo olvidar…
Y así sucesivamente. Cuatro grandes hojas de papel.
Después de golpear la puerta tres veces en respuesta a su «no abriré» y de decirle a gritos que mandaría a Nastasya a buscarlo tres veces ese día, pero que yo ya no vendría, le dejé y corrí a casa de Iulia Mihailovna.