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En Petersburgo pasaron todo el invierno. Pero al llegar la Pascua de Resurrección todo se deshizo como una irisada pompa de jabón. Los sueños se esfumaron y la confusión, lejos de despejarse, se acentuó. Para empezar, las relaciones con la alta sociedad no pasaron de mero conato, como mucho digamos que fueron escasas y a costa de esfuerzos humillantes. Ofendida, Varvara Petrovna se entregó de cuerpo y alma a las «nuevas ideas» y abrió un salón. Hizo un llamamiento a los literatos y acudió una muchedumbre de ellos. Luego acudieron sin que nadie los llamara; unos traían a otros. Nunca había visto ella a literatos como ésos. Eran increíblemente vanidosos, pero a cara descubierta, como cumpliendo una obligación. Otros (aunque no todos, ni mucho menos) llegaban borrachos, pero como si reconocieran en ello un encanto singular descubierto sólo la noche antes. Eran excesivamente orgullosos absolutamente todos. En sus rostros se leía que acababan de hallar algún secreto de fenomenal importancia. Reñían entre sí, teniéndolo a mucha honra. Difícil era averiguar qué era precisamente lo que escribían: había críticos, novelistas, dramaturgos, satíricos, denunciadores de abusos. Stepan Trofimovich consiguió ingresar en el más alto de sus círculos, cabalmente en el que llevaba la dirección del movimiento. Se le hizo muy difícil llegar a esas alturas, pero lo recibieron con alborozo, aunque nadie, en realidad, sabía nada de él, ni había oído decir nada de él, sino que «representaba una idea». Él se las arregló para invitarlos, a pesar de sus aires olímpicos, al salón de Varvara Petrovna un par de veces. Eran personas muy serias y corteses, de porte muy decoroso. Los demás visiblemente les tenían miedo, pero bien se notaba que no tenían tiempo que perder. También se presentaron dos o tres figuras literarias notables de años atrás que se hallaban por casualidad en Petersburgo y con quienes Varvara Petrovna mantenía desde hacía tiempo muy finas relaciones. Pero, con asombro de la dama, a estas genuinas e indudables notabilidades no les llegaba la camisa al cuerpo; algunas de ellas no tenían reparo en hacer la rueda a esa nueva chusma y adularla de manera vergonzosa. Al principio le fue bien a Stepan Trofimovich; se adueñaron de él y empezaron a exhibirlo en reuniones literarias públicas. La primera vez que subió a la tribuna en uno de los recitales literarios para leer algo, fue una ovación del público que duró unos cinco minutos. Nueve años más tarde se acordaba de esta escena con lágrimas en los ojos, aunque más por lo artístico de su pose que por su gratitud. «¡Juro y apuesto —me confesó él mismo (pero sólo a mí y en secreto)— que en todo ese público no había una sola persona que supiera realmente de mí!». Confesión interesante, porque bien se ve que el hombre tenía entendimiento agudo si en aquella ocasión, en la tribuna, se dio tan clara cuenta de su posición, a pesar del arrobamiento que debió de sentir; y, por otra parte, bien se ve que carecía de entendimiento agudo: años después no podía recordar estos hechos sin experimentar un sentimiento de agravio. Le reclamaron que firmase dos o tres protestas colectivas (sin que supiera contra qué se protestaba) y firmó. A Varvara Petrovna también la conminaron a firmar contra cierta «acción abominable», y ella también firmó. Esto no quitaba que la mayoría de esa gente nueva que visitaba a Varvara Petrovna se creyera obligada por algún motivo a mirarla con desprecio y a reírse de ella en su mismísima cara. Luego de unos años, me dio a entender Stepan Trofimovich que ella le había tenido envidia desde entonces. La dama sabía, por supuesto, que le era imposible alternar con esas gentes, pero seguía recibiéndolas con ansia, con histérica impaciencia femenina y —esto es lo principal— esperaba sacar algún provecho de ello. En las reuniones de su casa hablaba poco, aunque habría podido hacerlo, pero prefería escuchar. Allí se charlaba de la abolición de la censura y la reforma de la ortografía, de la sustitución del alfabeto ruso por el latino, del destierro de Fulano de Tal ocurrido el día antes, de algún escándalo en las galerías donde estaban las tiendas de lujo, de la conveniencia de desmembrar a Rusia en comarcas étnicas con libre organización federal, de la abolición del ejército y la marina, de la reestructuración de Polonia hasta el Dniéper, de la reforma agraria y propaganda revolucionaria, de la abolición de la herencia, la familia, los hijos y el clero, de los derechos de la mujer, de la casa de Krayevski, cuya suntuosidad nunca se le perdonará a Krayevski, etc., etc. Era evidente que en esa caterva había muchos pícaros, pero también, sin duda, muchas personas honradas, más aún, encantadoras, no obstante las sorprendentes diferencias de carácter. Las honradas eran más incomprensibles que las perversas y groseras, pero nadie sabía quién manipulaba a quién. Cuando Varvara Petrovna declaró su intención de fundar una revista, el número de visitantes aumentó, pero también es cierto que al poco tiempo comenzaron a acusarla de capitalista y explotadora del trabajo. El descaro de las acusaciones corría parejo con lo inesperado de ellas. El anciano general Iván Ivanovich Drozdov, antiguo amigo y compañero de servicio del difunto general Stravrogin, hombre dignísimo (aunque a su manera) y a quien todos conocíamos aquí, pero sobremanera terco y atrabiliario, glotón consumado a quien espantaba el ateísmo, riñó en una de las reuniones en casa de Varvara Petrovna con un conocido joven. Éste, a la primera de cambio, exclamó: «Por lo que dice, se ve que usted es general», queriendo significar que no había insulto mayor que ése. Iván Ivanovich se encolerizó en grado sumo: «¡Sí, señor, soy general, teniente general, y he servido a mi soberano, y tú eres un mocoso y un ateo!». Se produjo un escándalo impresionante. Al día siguiente apareció el suceso en letras de molde y se procedió a la redacción de una queja colectiva contra la «conducta abominable» de Varvara Petrovna por no haber expulsado en el acto al general. Una revista ilustrada publicó una caricatura en la que, junto a un maligno retrato satírico de Varvara Petrovna, figuraban el general y Stepan Trofimovich como tres amigos retrógrados. Acompañaban al dibujo unos versos de un poeta popular, escritos ex profeso para tal coyuntura. Yo añadiré por mi parte que hay, en efecto, muchas personas en el generalato que tienen la ridícula costumbre de decir: «He servido a mi soberano…», esto es, como si no tuvieran el mismo soberano que nosotros, simples súbditos, sino uno especial para ellos.
Era, por supuesto, imposible continuar en Petersburgo, tanto más cuanto que Stepan Trofimovich sufrió un descalabro final. Sin poder contenerse, empezó a perorar sobre los derechos del arte, con lo que la gente, por su parte, empezó a reírse más ruidosamente de él. En su última conferencia decidió recurrir a la oratoria cívica, creyendo tocar por este medio el corazón de sus oyentes y contando con el respeto a su condición de «perseguido». Se mostró desde luego conforme con la inutilidad y comicidad de la palabra «patria» y con lo perjudicial de la religión, pero afirmó enérgica y sonoramente que un par de botas vale mucho menos que Pushkin, mucho menos. Lo silbaron sin piedad, hasta el extremo de que allí mismo, ante el público, sin bajar de la tribuna, rompió a llorar. «On m’a traité comme un vieux bonnet de coton!», balbuceaba con desvarío. Ella lo atendió toda la noche y hasta el amanecer estuvo repitiendo en su oído: «Usted es útil todavía. Ya volverá a la tribuna. Lo van a apreciar como se merece… en otro lugar».
A primera hora de la mañana siguiente se presentaron en casa de Varvara Petrovna cinco literatos, tres de ellos enteramente desconocidos y a quienes nunca había visto. Con semblante severo le hicieron saber que habían estudiado el asunto de la revista y llegado a un acuerdo. Por cierto Varvara Petrovna nunca había encargado a nadie que estudiara ni acordara nada acerca de su proyecto. El acuerdo consistía en que, una vez fundada la revista, la señora se la entregaría a ellos con el capital correspondiente, a título de libre asociación, y ella se marcharía a Skvoreshniki, sin olvidarse de llevarse consigo a Stepan Trofimovich, que «estaba pasado de moda». Por delicadeza, convenían en reconocerle el derecho de propiedad y en enviarle anualmente la sexta parte de los beneficios netos. Lo más conmovedor de todo era que cuatro de los cinco literatos no tenían probablemente interés mercenario en el asunto y se aprestaban a la tarea sólo en nombre de la «causa común».
—Nos fuimos como atontados —contaba Stepan Trofimovich—. Yo no podía pensar en nada, y recuerdo que iba repitiendo unos versos sin sentido al compás del traqueteo rítmico del vagón. No sé qué diablos era, sólo que así fui hasta Moscú. No volví en mí hasta llegar a Moscú, como si efectivamente fuera a encontrar algo diferente allí. ¡Ay, amigos míos! —exclamaba a veces, como inspirado, en nuestra presencia—. No pueden figurarse la rabia y melancolía que se apodera del espíritu cuando una idea grande, que uno viene venerando solemnemente de antiguo, es arrebatada por unos necios y difundida por esas calles entre otros imbéciles como ellos. Y uno tropieza inopinadamente con ella en un baratillo, toda desfigurada, cubierta de lodo, en ridículo atavío, de través, sin proporción ni armonía, juguete de una chiquillería estúpida. ¡No, no era así en nuestro tiempo! ¡No era a eso a lo que aspirábamos! ¡No, no era eso, en absoluto! No reconozco nada… Nuestro tiempo intentará una y otra vez apuntalar todo lo que se bambolea. De lo contrario, ¿qué será del mundo?