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Pensaba tomar el tren expreso de las seis de la mañana. Fue a su casa y con dedicación y sin apuro, preparó su baúl. Era un tren semanal y hacía poco que recorría la vía de prueba. Si bien Piotr Stepanovich le había dicho al grupo que iba a dar una breve vuelta por el distrito, estaba claro, como se comprobó después, que sus intenciones eran muy diferentes. Cuando terminó de organizar su baúl, pagó la cuenta a su patrona, a quien había dado previo aviso de su partida, y fue en coche de alquiler a la casa de Erkel, que no estaba lejos de la estación. Y luego, cerca de la una de la madrugada, fue a casa de Kirillov, en donde entró, como antes, por la vía secreta de Fedka.
Su estado de ánimo era horroroso. Además de varios motivos muy graves de descontento (aún no había averiguado nada acerca de Stavrogin), parece —aunque no puedo asegurarlo con certeza— que ese día había recibido de algún sitio (de Petersburgo, casi seguro) una noticia confidencial en la que se le advertía que en un futuro próximo correría cierto peligro. Por lo contado, ahora circulan en nuestra ciudad toda suerte de leyendas sobre aquellos tiempos; pero si algo de cierto se sabía, lo sabían sólo los interesados. Yo, por mi parte, conjeturo que Piotr Stepanovich bien podía estar implicado en otros lugares y asuntos además del de nuestra ciudad, y que, en efecto, pudo recibir aviso semejante. Es más, estoy convencido, no obstante los recelos cínicos y alterados de Liputin, de que pudo haber dos o tres «quintetos» además del nuestro, por ejemplo, en Moscú y Petersburgo; y si no grupos, al menos conexiones y amistades, y muy curiosas, por cierto, algunas de ellas. Tres días después de su partida, se recibió de Petersburgo la orden de detenerlo inmediatamente, no sé si por lo que había hecho en nuestra ciudad o en otros sitios. Esa orden llegó a tiempo para intensificar la ya abrumadora impresión de místico pavor que de pronto se apoderó de nuestras autoridades y de la sociedad local, asiduamente frívola hasta entonces, al descubrirse el misterioso y significativo asesinato del estudiante Shatov —asesinato que era ya el colmo de nuestros disparates— y las circunstancias sumamente enigmáticas que lo acompañaban. Pero la orden llegó tarde, Piotr Stepanovich ya estaba en Petersburgo con nombre falso, y, sospechando lo que estaba ocurriendo, se fugó sin perder un minuto al extranjero… Pero me adelanto indebidamente a los acontecimientos.
Enojado y desafiante fue a ver a Kirillov. Además del asunto principal, parecía empeñado en hacer personal el enfrentamiento. Kirillov pareció alegrarse de verlo: era evidente que lo esperaba desde hacía largo rato y con penosa impaciencia. Estaba más pálido que de costumbre y sus ojos negros, de mirar fijo, delataban cansancio.
—Ya pensaba que no venía usted —dijo con voz fatigosa desde un extremo del sofá, pero sin moverse para recibir al visitante. Piotr Stepanovich se plantó ante él y, antes de decir palabra, clavó en él los ojos.
—Ya todo está listo y no nos desviamos de nuestra intención. ¡Bravo! —dijo con sonrisa ofensiva por lo condescendiente—. Bueno —añadió con odiosa jocosidad—, si llego tarde no tiene usted por qué quejarse: le he dado tres horas de propina.
—No acepto de ti horas de propina —dijo Kirillov tuteándolo—, ni tú me las puedes dar…, ¡idiota!
—¿Cómo? —Piotr Stepanovich dio un respingo, pero se dominó al momento—. ¡Qué susceptible! ¿Conque estamos sublevados? —añadió con la misma altanería ofensiva—. Lo que se necesita en tal momento es calma. Lo mejor que puede hacer es considerarse a sí mismo Colón y a mí un ratón, y no ofenderse de nada de lo que diga. Ya se lo aconsejé ayer.
—No lo considero un ratón.
—¿Es un cumplido? A propósito, el té está frío, lo que quiere decir que todo está mal. No, aquí pasa algo raro. ¡Ah! ¿Qué es eso que veo en un plato en la ventana? —interrogó mientras se acercaba a la ventana—. ¡Pollo cocido con arroz…! Pero ¿no lo ha probado todavía? Será porque como nos hallamos en ese estado de ánimo… ni siquiera pollo…
—Ya he comido, además eso a ti ni te va ni te viene… ¡Cierra la boca!
—¡Pero, claro! Y, además, da lo mismo. Aunque a mí no me da lo mismo ahora. Imagínese que casi no he comido todavía; así que… y como supongo que ya está de más ese pollo…
—Si puedes, cómetelo.
—Gracias, y después tomaré té.
Al momento se sentó a la mesa, en el extremo opuesto del sofá, y con hambre canina se puso a comer, pero alzando la vista a cada instante para vigilar a su víctima. Kirillov, inmóvil, lo observaba con colérica aversión, como si no pudiera apartarse de allí.
—Bueno, bueno —exclamó de pronto Piotr Stepanovich sin dejar de comer—, ¿qué hay de nuestro negocio? ¿No nos hemos echado atrás, eh? ¿Y el documento?
—Esta noche he decidido que me da igual. Lo escribiré. ¿Y qué hay de las proclamas?
—Sí, claro, también las proclamas. Pero, ya que le da igual, seré yo quien dicte el documento. No creo que le preocupe el contenido en un momento como éste.
—Eso no te importa.
—Claro. No me importa. Por lo demás, sólo serán unos cuantos renglones: que usted y Shatov repartieron las proclamas, por cierto con ayuda de Fedka, que estaba escondido en este apartamento. Este último detalle acerca de Fedka y el apartamento es muy importante; a decir verdad, el más importante de todos. Ya ve que le soy completamente franco.
—¿Shatov? ¿Por qué Shatov? ¡De ninguna manera!
—Pero ¿qué le importa a usted eso? Ya no puede usted hacerle daño alguno.
—Su mujer ha vuelto. Ya se ha despertado y me ha preguntado dónde está.
—¿Así que ha mandado a preguntar dónde está? Hmm…, eso no me gusta nada. Quizá mande otra vez a preguntar. Nadie debe saber que estoy aquí…
Piotr Stepanovich estaba inquieto.
—No se enterará. Ha vuelto a dormirse. La comadrona Arina Virginskaya está con ella.
—Comprendo… ¿No oirá nada, entonces? ¿No sería mejor cerrar la puerta de la calle?
—No oirá nada. Y si llega Shatov, lo esconderé a usted en ese cuarto.
—Shatov no vendrá. Usted escribirá también que ustedes pelearon por la traición de él y su denuncia a la policía…, esta noche…, y que le causó la muerte.
—¿Muerto? —gritó Kirillov saltando del sofá.
—Hoy a las siete y pico de la noche, o, mejor dicho, ayer a las siete y pico de la noche, porque ya es la una de la madrugada.
—¡Tú lo has matado…! ¡Y yo lo preví ayer!
—Sin duda que lo previó usted. Mire, con este mismo revólver —sacó el revólver, primero para mostrárselo, pero después no lo volvió a guardar y siguió empuñándolo en la mano derecha preparado para cualquier eventualidad—. ¡Usted es muy raro, Kirillov! Usted sabía perfectamente que ese estúpido individuo acabaría así. ¿Qué podía hacer para evitarlo? Ya se lo repetí a usted varias veces. Shatov iba a denunciarnos y yo estaba sobre aviso. No había más remedio que obrar. También a usted se le había mandado que lo vigilase. Usted mismo me lo dijo hace tres semanas…
—¡Cierra esa boca! ¡Lo has hecho porque te escupió en la cara en Ginebra!
—Por eso y por algo más. Por mucho más. Pero lo hice sin rencor. ¿Por qué se levanta de un salto? ¿Por qué hace esos ademanes? ¡Ah bueno! ¡Conque ésas tenemos…!
Se puso de pie y levantó el revólver. Lo que pasaba era en realidad que Kirillov había agarrado su propio revólver, que tenía, desde esa mañana, cargado y preparado en la ventana. Piotr Stepanovich apuntó a Kirillov con el arma. Éste rió colérico.
—Confiesa, miserable, que has traído tu revólver pensando que iba a pegarte un tiro… Pero no lo haré, no te lo pegaré, aunque…, aunque…
Una vez más apuntó a Piotr Stepanovich como ensayando el disparo, como si no pudiera privarse del gusto de imaginarse cómo le pegaría un tiro. Piotr Stepanovich, siempre en posición, esperó, esperó hasta el último momento sin apretar el gatillo, con riesgo de ser el primero en recibir una bala en la frente; con ese «maníaco» todo era posible. Pero el «maníaco» bajó por fin la mano, trémulo, jadeante y casi incapaz de hablar.
—El juego ha terminado, ya ha jugado bastante —dijo Piotr Stepanovich, bajando también su arma—. Sabía yo que estaba usted jugando. ¿Pero se hace cargo del peligro que ha corrido? Yo podría haber disparado.
Y con bastante sosiego se sentó en el sofá y se sirvió un vaso de té, aunque con mano un tanto insegura. Kirillov dejó el revólver en la mesa y se puso a deambular por el cuarto.
—No escribiré que he matado a Shatov… y ahora no escribiré nada. ¡No habrá documento!
—¿Que no escribirá? ¿Que no habrá documento?
—No lo habrá.
—¡Esto es una infamia y una estupidez! —Piotr Stepanovich estaba verde de furia—. Ya me lo imaginaba, no me toma desprevenido, allá usted. Si pudiera obligarlo por la fuerza, lo haría. Es usted un villano —Piotr Stepanovich perdía los estribos minuto a minuto—. En aquella época nos pidió usted dinero y nos prometió el oro y el moro… En todo caso, de aquí no salgo con las manos vacías. Veré al menos cómo se levanta usted la tapa de los sesos.
—Váyase, quiero que se largue ahora mismo —le dijo enfrentándolo Kirillov.
—Esto no puede ser —dijo Piotr Stepanovich mientras volvía a agarrar el revólver—. Ahora, quizá por despecho y cobardía, ha decidido usted aplazar la cosa, y mañana irá a la policía a que le den más dinero, pues por eso pagan siempre. ¡Maldición! ¡La gentuza como usted todo lo saquea! Pero no se preocupe, que yo ya lo tenía previsto. De aquí no me voy sin pegarle un tiro con este revólver, como se lo pegué a ese miserable de Shatov, si usted mismo no se lo pega ahora y lo deja para otra ocasión. ¡Canalla!
—¿Quieres ver también mi sangre?
—Y sepa que no es por rencor. En verdad, me da lo mismo. Lo hago para que no sufra la causa. No se puede confiar en la gente: usted es la prueba de ello. Yo no entiendo en absoluto de dónde ha sacado esa manía de quitarse la vida. No fui yo quien se lo sugerí y, antes de decírmelo a mí, ya se lo había dicho usted a otros miembros de la Sociedad en el extranjero.
»Y advierta que ninguno de nosotros trató de instigarlo, ninguno lo conocía siquiera. Fue usted mismo el que se cruzó con ellos, por sentimentalismo. ¿Y qué hacer si un plan de acción basado en esto, que se preparó para aquí con aprobación y a propuesta de usted (¡advierta que fue a propuesta suya!) no puede de ningún modo alterarse ahora? Se ha puesto usted en una situación en que ya sabe demasiado. Si le da por cometer un disparate e ir mañana a la policía, saldríamos quizá con las manos a la cabeza, ¿qué le parece? No, señor. Usted se comprometió, dio su palabra y recibió dinero. Eso no puede negarlo…
Piotr Stepanovich estaba cada vez más alterado, pero Kirillov hacía rato que no lo escuchaba. Seguía yendo y viniendo por el cuarto, sumido en cavilaciones.
—Lamento lo de Shatov —dijo parándose de nuevo ante Piotr Stepanovich.
—También yo, quién sabe, pero veamos…
—¡Cierra esa boca, miserable! —rugió Kirillov, con escalofriante e inequívoco ademán—. ¡Te mato!
—Bueno, bueno, he mentido. De acuerdo, no lo siento. ¡Pero basta ya, basta ya! —Piotr Stepanovich, receloso, se levantó de súbito, extendiendo el brazo como para evitar un golpe.
Kirillov se calmó al instante y volvió a sus paseos.
—No me echo atrás. Quiero matarme ahora. Son todos unos canallas.
—Pues sí, es una idea. Claro que son todos unos canallas, y como la vida en este mundo es tan cochina para un hombre honrado…
—¡Estúpido! Yo soy tan canalla como tú, como todos, y no un hombre honrado. Hombres honrados no existen.
—¡Al fin ha dado usted en el clavo! Pero, Kirillov, ¿es posible que con todo su talento no se haya dado cuenta hasta ahora de que todos los hombres son lo mismo, que no los hay ni mejores ni peores, sino sólo listos y tontos, y que si todos son unos canallas (lo que, dicho sea de paso, es una tontería), la canallada no puede existir?
—¿Ahora tampoco te burlas? —Kirillov le miró con alguna sorpresa—. Has hablado con brío y sencillez… ¿Es posible que hasta gente como tú tenga convicciones?
—Kirillov, nunca he podido comprender por qué quiere matarse. Sólo sé que por convicción…, por convicción firme. Pero si siente la necesidad, por así decirlo, de sincerarse, estoy a su disposición… Sólo que el tiempo vuela…
—¿Qué hora es?
—Caramba, las dos en punto —Piotr Stepanovich miró el reloj y encendió un cigarrillo. «¡Por fin parece que podremos llegar a un acuerdo!», dijo para sí.
—No tengo nada que decirte a ti —murmuró Kirillov.
—Si mal no recuerdo… hay algo en ello acerca de Dios… Usted mismo me lo explicó una vez… mejor dicho, dos veces. Si se pega usted un tiro se convierte en Dios ¿no es eso?
—Así es, me convierto en Dios.
Piotr Stepanovich ni siquiera sonrió; sólo esperaba. Kirillov lo miró astutamente.
—Eres un impostor y un intrigante político. Quieres hacerme hablar de filosofía y excitarme para lograr una reconciliación y calmar mi enojo, y cuando me haya reconciliado contigo, pedirme una nota diciendo que maté a Shatov.
Piotr Stepanovich respondió con franqueza casi natural:
—Bueno, digamos que soy un canalla, ahora bien, ¿qué le importa a usted, Kirillov, en el último momento? Dígame, por favor, ¿por qué estamos discutiendo? Yo soy como soy, usted es como es, bueno, ¿y qué? Y, además, los dos somos…
—Canallas.
—Si usted quiere, somos eso, canallas. Pero ya sabe usted que ésas son sólo palabras.
—Durante toda mi vida he querido que no sean sólo palabras. He vivido sólo para que no lo sean. Y aún hoy quiero que no lo sean.
—Bueno, cada cual busca el lugar que mejor le cuadra. El pez… quiero decir que cada cual busca su propio bienestar, eso es todo. Cosa conocida desde tiempos inmemoriales.
—¿Hablas de bienestar?
—Bueno, no nos peleemos por palabras.
—No. Has dicho bien. Pongamos que bienestar. Dios es necesario y, por tanto, debe existir.
—Bueno, muy bien.
—Pero yo sé que no existe y que no puede existir.
—Probablemente.
—¿No comprendes que con dos ideas como ésas el hombre no puede seguir viviendo?
—Debe pegarse un tiro, ¿no es así?
—¿No comprendes que el hombre puede pegarse un tiro por eso sólo? ¿Tú no comprendes que puede haber un hombre, uno solo entre vuestros miles de millones, uno solo que no tolere eso y no quiera tolerarlo?
—Lo único que comprendo es que, por lo visto, usted titubea… y eso está muy mal.
—A Stavrogin también lo consume una idea —Kirillov, sin darse cuenta de la observación, siguió paseando sombríamente.
—¿Cómo dijo? —Piotr Stepanovich aguzó los oídos—. ¿Qué idea? ¿Él le dijo a usted algo?
—No fue necesario, lo adiviné: si Stavrogin cree en Dios, cree que no cree. Si no cree en Dios no cree que no cree.
—Stavrogin tiene algo mucho más sensato que eso… —murmuró displicente Piotr Stepanovich, siguiendo inquieto el nuevo rumbo de la conversación y el semblante pálido de Kirillov. «¡Qué demonios, éste no se pega un tiro! —pensaba—. Ya lo sabía, lo único que tiene es una chifladura y nada más. ¡Qué porquería de gente!».
—Tú eres la última persona que está conmigo. No quisiera que nos separásemos de malos modos —Kirillov, inopinadamente, le hizo este obsequio. Piotr Stepanovich no contestó de momento. «¡Al infierno con él! ¿Qué significa esto ahora!», volvió a pensar.
—Créame, Kirillov, que no tengo personalmente nada contra usted como hombre, y siempre…
—Eres un canalla y un tergiversador; pero yo soy igual que tú y me mato, mientras que tú seguirás vivo.
—Lo que usted quiere decir es que soy tan ruin que quiero seguir viviendo.
Aún no podía determinar si sería o no provechoso proseguir tal conversación y resolvió «dejarse guiar por las circunstancias». Pero el tono de superioridad y evidente desprecio con que le hablaba Kirillov siempre lo había irritado, claro que ahora más que nunca, quizá porque Kirillov, que iba a morir en menos de una hora (Piotr Stepanovich aún contaba con ello), le parecía ya como un medio hombre, como alguien en quien la altivez ya no era permisible.
—Veo que se vanagloria usted ante mí de que va a matarse.
—Siempre me ha sorprendido que todo el mundo siga viviendo —dijo Kirillov, sordo al comentario.
—Aceptemos que es una idea, pero…
—Eres un monigote. Me halagas porque quieres ganarte mi indulgencia. ¡Cierra esa boca, que no entiendes nada! Si no hay Dios, entonces yo soy Dios.
—Nunca he podido comprender esa afirmación: ¿por qué es usted Dios?
—Si Dios existe, todo es Su Voluntad y yo no puedo hacer nada contra Su Voluntad. Si no existe, todo es mi voluntad y estoy obligado a poner de manifiesto mi voluntad.
—¿Su voluntad? ¿Y por qué obligado?
—Porque toda la voluntad llega a ser mía. ¿Es que no hay ningún hombre en todo el planeta que, después de deshacerse de Dios y creyendo en su propia voluntad, tenga bastante arrojo para expresar esa voluntad en este su más alto nivel? Es como si un mendigo que recibe una herencia se asustara y no se atreviera a acercarse a la bolsa de dinero, juzgándose demasiado débil para poseerlo. Yo quiero poner de manifiesto mi voluntad. Quizá sea el único que lo haga, pero lo haré.
—Hágalo entonces.
—Estoy obligado a pegarme un tiro porque el nivel más alto de mi voluntad es matarme.
—No es usted el único que se mata; hay muchos suicidas.
—Todos ellos tienen un motivo. Yo soy el único que lo hace sin motivo alguno, por pura voluntad.
«Éste no se mata», volvió a pensar Piotr Stepanovich.
—¿Sabe? —observó irritado—. Yo en su lugar, para poner de manifiesto mi voluntad, mataría a otra persona, pero no me mataría a mí mismo. En tal caso, podría sernos útil. Yo le diré a quién, si usted no se asusta. Quizás así no tenga que pegarse un tiro hoy. Podríamos llegar a un acuerdo.
—Matar a otro sería el nivel más bajo de mi voluntad, y con eso demuestras claramente lo que eres. Yo no soy tú: yo quiero el nivel más alto y me mataré.
—Ha llegado ahí con su propia lógica —masculló con despecho Piotr Stepanovich.
—Estoy obligado a expresar mi incredulidad —dijo Kirillov caminando por el cuarto—. Creo que no hay idea más grande que la de que Dios no existe. La historia humana está de mi parte. Todo lo que el hombre ha hecho es inventar a Dios para vivir y no tener que matarse: en eso consiste hasta ahora la historia universal. Yo soy el único en la historia universal que por primera vez no ha querido inventar a Dios. Que lo sepan de una vez para siempre.
«Éste no se mata», siguió pensando cada vez más alarmado Piotr Stepanovich.
—¿Y quién va a saberlo? —dijo provocándolo—. Aquí no hay nadie más que usted y yo. ¿Quizá Liputin?
—Todos deben saberlo. Todos lo sabrán. No hay nada secreto que no acabará divulgándose. Él lo dijo —y con entusiasmo febril señaló con el dedo una imagen del Redentor ante la que ardía una lamparilla. Piotr Stepanovich perdió por completo los estribos.
—¿De modo que sigue usted creyendo en él y hasta le ha encendido una lámpara! ¿Lo hace «por si las moscas»?
El otro no respondió.
—¿Sabe lo que digo? Que me parece que usted cree más que un sacerdote.
—¿En quién? ¿En Él? Escucha —Kirillov se detuvo, mirando frente a sí con ojos inmóviles y extáticos—. Escucha una gran idea: en la tierra hubo un día y en medio de la tierra había tres cruces. Uno que estaba en la cruz tenía tal fe que dijo a otro: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso». Terminó ese día, murieron ambos y pasaron de este mundo, pero no hallaron ni Paraíso ni resurrección. Lo dicho no se confirmó. Escucha: ese hombre era el más excelso de toda la tierra: fue para Él para lo que ésta fue creada. Sin este hombre, todo el planeta, con todo lo que hay en él, sería pura insensatez. Ni antes ni después de Él ha habido otro como Él, ni lo habrá nunca, ni siquiera de milagro. Y justamente en eso consiste el milagro: en que no hubo ni habrá nunca otro como Él. Y si es así, si las leyes de la naturaleza no lo exceptuaron ni siquiera a Él, si no exceptuaron su propio milagro, sino que lo hicieron vivir en medio de la mentira y morir por una mentira, la conclusión es que todo el planeta es y está basado en una mentira, en una estúpida burla. Sus propias leyes también lo son. Todo es una farsa diabólica. ¿Para qué vivir? Contesta, si eres hombre.
—Eso es otra cosa. Está mezclando ahí dos causas diferentes; y eso es arriesgado. Ahora bien, ¿y si es usted Dios? ¿Y si se acabara la mentira y se diera usted cuenta de que toda la mentira consistía en haber creído en ese Dios previo?
—¡Por fin has comprendido! —exclamó Kirillov con entusiasmo—. ¡Entonces, si alguien como tú lo comprende… es posible comprenderlo! ¿Entiendes que la salvación de todos está en probar a cada uno esa idea? ¿Quién la probará? ¡Yo! No me entra en la cabeza cómo un ateo que sabe que Dios no existe no se mata inmediatamente. Entender que Dios no existe y no entender con eso que te has convertido en Dios es un absurdo, pues de lo contrario te matarías. Si lo comprendes, eres un rey y ya no te matarás, sino que vivirás en plena gloria. Ahora bien, el primero que lo entienda debe matarse irremediablemente, porque si no ¿quién empezará y lo probará? Por eso me mato yo, para empezar y probarlo. Yo todavía soy sólo Dios a la fuerza, un desdichado, porque estoy obligado a manifestar mi voluntad. El hombre ha sido hasta ahora pobre y desdichado porque ha temido afirmar su voluntad en el más alto nivel y lo ha hecho sólo en cosas minúsculas, como un niño de escuela… Yo soy pavorosamente desdichado porque temo. El terror es la maldición del hombre… Pero afirmaré mi voluntad, estoy obligado a creer que no creo. Yo empezaré y acabaré y con ello abriré la puerta. Y salvaré a los demás. Sólo eso salvará a la humanidad y la transformará físicamente en la próxima generación; porque en su estado físico actual, si no me equivoco, el hombre no puede prescindir de su Dios anterior. Durante tres años he estado buscando mi atributo divino y lo he hallado; ¡mi atributo divino es «mi real voluntad»! Esto es cuanto puedo hacer para demostrar mi insumisión en el más alto nivel y mi nueva y terrible voluntad. Porque es singularmente terrible. Me mato para probar mi insumisión y mi nueva y terrible libertad.
Tenía el rostro palidísimo y la mirada extremadamente triste. Parecía poseído de delirio febril. Piotr Stepanovich llegó a pensar que caería redondo al suelo.
—¡Alcánceme una pluma! —gritó Kirillov imprevistamente, en un arranque de inspiración—. Dicta, y firmaré lo que digas. Incluso que maté a Shatov. Dicta, mientras esto me divierte. ¡No me asusta lo que piensen unos esclavos engreídos! Ya verás que todo lo que ahora es secreto saldrá a la luz.
»Y te aplastarán… ¡Creo, creo!
Piotr Stepanovich se levantó de un salto, le acercó el tintero y el papel, y empezó a dictar, aprovechándose del momento y temblando de ansiedad por el éxito de su plan.
—«Yo, Aleksei Kirillov, declaro…».
—¡No, alto! ¡No quiero eso! ¿A quién declaro?
Kirillov se estremecía como enfebrecido. Esta declaración, junto con cierta idea tan extraña como repentina acerca de ella, pareció embargarlo por completo, como si fuera una vía de escape, afanosa aunque efímeramente buscada, para su espíritu atormentado:
—¿A quién declaro? Quiero saber a quién.
—A todos, a nadie, al primero que lo lea. ¿Para qué precisarlo? ¡Al mundo entero!
—¿Al mundo entero? ¡Sí, bravo! ¡Y ningún arrepentimiento! ¡No quiero arrepentirme! ¡Y no quiero declararlo frente a ninguna autoridad!
—¡Pero claro que no! ¡No es preciso! ¡Fuera las autoridades! ¡Vamos, escriba, si va usted en serio…! —exclamó histérico Piotr Stepanovich.
—¡Un momento! Quiero dibujar una cara con la lengua afuera en el encabezamiento.
—¡Qué pavada! —dijo irritado Piotr Stepanovich—. Eso se puede expresar sin el dibujo, sólo con el tono.
—¿Con el tono? Eso es verdad. ¡Con el tono, con el tono! ¡Dicta con el tono!
—«Yo, Aleksei Kirillov —dictó Piotr Stepanovich con voz firme y perentoria, inclinándose sobre el hombro de Kirillov y siguiendo letra por letra lo que éste escribía con mano trémula de agitación—, yo, Kirillov, declaro que hoy, día tal de octubre, sobre las siete de la noche, maté al estudiante Shatov en el parque, por traidor, por delatar a la policía lo relativo a las proclamas revolucionarias, y a Fedka, que estuvo viviendo y durmiendo diez días con nosotros en casa de Filippov. Hoy me mato con mi revólver, no por arrepentimiento o temor a nadie, sino porque resolví en el extranjero quitarme la vida».
—¿Eso es todo? —preguntó Kirillov, atónito e indignado.
—Sí, ni una palabra más —dijo Piotr Stepanovich, haciendo un gesto con la mano e intentando arrebatarle el documento.
—¡Espera! —Kirillov puso la mano firmemente sobre el papel—. ¡Espera! ¡Eso es una tontería! Quiero saber con qué lo maté. ¿Y por qué Fedka? ¿Y qué pasó con el incendio? ¡Lo quiero todo y, además, quiero insistir con el tono, con el tono!
—Es suficiente, Kirillov, le aseguro que eso es suficiente —dijo Piotr Stepanovich casi con voz suplicante, temblando de pensar que aquél podría romper el papel—. Para que sea creíble hay que escribirlo lo más oscuramente posible, tal como está, con alusiones nada más. Sólo hay que mostrar una puntita de la verdad, sólo para ponerles los dientes largos. Ellos contarán un cuento más disparatado que el nuestro y, por supuesto, le darán más crédito que al nuestro. ¡Y eso será mucho mejor! ¡Pero mucho mejor! Déme eso. Tal como está no puede estar mejor. ¡Démelo, démelo!
Y trataba de arrancarle el papel. Kirillov escuchaba con ojos desorbitados, como tratando de entender las palabras de Piotr Stepanovich, pero, en realidad, incapaz ya de comprender nada.
—¡Qué demonio! —gritó Piotr Stepanovich furioso—. ¡Pero si todavía no lo ha firmado! ¿Por qué mira con esos ojos saltones? ¡Firme!
—Quiero insultarlos… —murmuró Kirillov, pero tomó la pluma y firmó—. Quiero insultarlos…
—Agregue usted: «Vive la république!» y basta.
—¡Bravo! —Kirillov casi rugió de gusto—. «Vive la république démocratique, sociale et universelle ou la mort!». No, no, así no. «Liberté, égalité, fraternité ou la mort!». Así está mejor —y lo escribió complacido debajo de su firma.
—Suficiente, suficiente —seguía repitiendo Piotr Stepanovich.
—Espera un poco todavía… ¿Sabes? Voy a firmar también en francés; «de Kiriloff, gentilhomme russe et citoyen du monde». ¡Ja, ja, ja! —Rompió a reír a mandíbula batiente—. No, no, no, he encontrado algo mejor. ¡Eureka! «Gentilhomme-séminariste russe et citoyen du monde civilisé!». Ésa es la mejor frase de todas… —saltó del sofá y con rápido ademán tomó el revólver de la ventana, corrió con él a la habitación de al lado y cerró tras sí la puerta. Piotr Stepanovich quedó un momento pensativo mirando la puerta.
«Si lo hace ahora mismo, quizá se pegue el tiro; pero si se pone a pensar, no hará nada».
Entre tanto agarró el papel, tomó asiento y volvió a echarle un vistazo. El texto de la declaración seguía gustándole.
«¿Qué es lo que se necesita ahora? Lo que se necesita es despistarlos por algún tiempo y distraerlos de algún modo. ¿El parque? En la ciudad no hay parque; así, pues, adivinarán que se trata de Skvoreshniki. Pero antes de que lo hagan, pasará tiempo, las pesquisas llevarán tiempo también, y cuando encuentren el cadáver comprobarán que el documento dice la verdad, toda la verdad, incluso con respecto a Fedka. ¿Y qué representa Fedka? Fedka es el incendio, los Lebiadkin. Representa que todo fue tramado aquí, en la casa de Filippov, y que ellos no sabían nada del caso, que no lo habían advertido…, ¡y quedarán totalmente despistados! ¡Ni por asomo pensarán en nuestro grupo! Shatov y Kirillov y Fedka y Lebiadkin, y por qué se mataron unos a otros… ¡A ver… hay otra preguntita que queda por contestar! ¡Demonios, no se oye el disparo…!».
Aunque había estado leyendo y admirando el texto del documento, seguía escuchando con ansiedad penosa y… de pronto estalló de furia. Miró intranquilo el reloj: se iba haciendo tarde y habían pasado diez minutos desde que Kirillov había salido… Tomó el candelero y se acercó a la puerta del cuarto en que se había encerrado. Junto a la puerta misma echó de ver que la vela estaba muy gastada, que no duraría más de veinte minutos y que no había otra en el cuarto. Agarró el picaporte y se puso a escuchar con cautela, pero no oyó el menor ruido. De improviso abrió la puerta y levantó la vela: algo lanzó un rugido y se arrojó sobre él. Cerró la puerta de un estruendoso portazo y apoyó el hombro contra ella, pero ya todo estaba tranquilo y reinaba de nuevo una calma mortal.
Largo rato permaneció confundido con el candelero en la mano. Durante el instante que la puerta estuvo abierta apenas pudo distinguir nada, pero vislumbró el rostro de Kirillov, que estaba junto a la ventana, en el fondo de la habitación, y recordó la furia salvaje con que se había abalanzado sobre él. Piotr Stepanovich se estremeció, puso rápidamente la vela en la mesa, preparó el revólver y corrió en puntas de pie al otro lado del cuarto: si Kirillov abría la puerta e iba derecho a la mesa con el revólver, él tendría tiempo de apuntar y disparar antes de que Kirillov lo hiciera.
A esas alturas Piotr Stepanovich ya no creía en absoluto que Kirillov se suicidaría: «Estaba en medio del cuarto meditando —pasó como un torbellino por su mente—; y, además, qué cuarto tan oscuro y horrible… Dio un chillido y se echó sobre mí… Hay dos posibilidades o le interrumpí justo cuando iba a disparar o…, o estaba pensando en cómo matarme… Sí, así fue, lo estaba pensando… Sabe que de aquí no me voy sin matarlo si se acobarda; por consiguiente, necesita matarme a mí para que yo no lo mate…
»Y ahora otra vez…, otra vez ese silencio. Me aterra pensar que puede abrir la puerta de pronto… Lo peor de todo es que cree en Dios más que un sacerdote. ¡Nada, que no se mata…! Hay ahora centenares de individuos como él, que llegan a esto por dictado de la propia razón. ¡Valiente plebe! ¡Maldita sea! ¡La vela, la vela! Seguro que se me apaga en un cuarto de hora… hace falta acabar con esto, acabar a toda costa… Supongo que ahora ya puedo matarlo… Con este documento no creerán que yo lo he matado. Puedo disponer su cuerpo de tal manera en el suelo, con el revólver descargado en la mano, que creerán sin más que él mismo lo ha hecho… Pero ¿cómo demonio matarlo? Si abro la puerta se echa otra vez sobre mí y dispara primero. ¡Pero apuesto a que falla el tiro!».
De esta manera se atormentaba, nervioso ante la necesidad insoslayable de hacer algo y ante su propia indecisión. Acabó por tomar la vela y acercarse de nuevo a la puerta, levantando y apretando el revólver. Con la mano izquierda, en la que llevaba la vela, dio vuelta al picaporte, pero lo hizo torpemente: el picaporte rechinó, se oyó un crujido: «¡Ahora sí dispara!», pensó… abrió la puerta de un tremendo puntapié, levantó la vela y apuntó con el revólver, pero no hubo ni disparo ni grito… La habitación estaba vacía.
Sintió un escalofrío. La habitación no tenía salida ni ofrecía escape alguno. Levantó más la vela y examinó el lugar con cuidado: no había nadie. Llamó a Kirillov a media voz y enseguida lo hizo con una voz más fuerte, esta vez tampoco respondió.
«¿Había salido por la ventana? —el postigo de una de ellas estaba abierto—. ¡Pero era totalmente absurdo! ¡Cómo iba a escaparse por el postigo! —entonces cruzó la habitación y fue hacia la ventana—. ¡Era imposible!». de pronto se dio vuelta y lo que vio heló la sangre de sus venas.
A la derecha de la puerta, apoyado en la pared que estaba frente a las ventanas, había un armario. Un espacio vacío quedaba entre ese mueble y uno de los rincones del cuarto. Allí, inmóvil, en una extraña posición, con los brazos rígidos pegados a los costados de su cuerpo, la cabeza erguida y la nuca apoyada en la pared, estaba Kirillov. Era evidente que deseaba ocultarse, desaparecer. A pesar de que todo indicaba que se estaba escondiendo, costaba creerlo. Desde donde estaba ubicado Piotr Stepanovich apenas podía observar la parte del cuerpo que sobresalía. No se animaba a desplazarse hacia la izquierda para ver de lleno a Kirillov y descifrar el misterio. Su corazón latía con fuerza… Y de pronto se vio enfermo de furia: de un salto, lanzando un grito y pisando fuerte, se acercó rabioso, pero se detuvo antes de llegar, helado de espanto. Lo que más asombro le produjo fue que la figura, a pesar del grito y la embestida, no se movió, ni siquiera movió un solo miembro, como si fuera de piedra o de cera. La palidez de su rostro era sobrenatural y sus ojos negros se fijaban inertes en un punto del espacio. Piotr Stepanovich alzó la vela, luego la bajó y la volvió a levantar para alumbrar la figura desde todos los ángulos y examinarla minuciosamente. De pronto notó que, aunque Kirillov miraba de frente sin desviar los ojos, lo observaba quizá con el rabillo del ojo. Entonces se le ocurrió levantar la vela hasta el rostro del «bribón», quemarlo y ver qué haría. De repente creyó ver que la barbilla de Kirillov se contraía y que en sus labios despuntaba una como sonrisa burlona, como si le hubiera adivinado la intención. Se estremeció y, fuera de sí, agarró a Kirillov fuertemente del hombro.
Entonces ocurrió algo tan nauseabundo y momentáneo que Piotr Stepanovich jamás pudo recordarlo con coherencia. En cuanto tocó a Kirillov, éste agachó rápidamente la cabeza y de un cabezazo le hizo soltar la vela de la mano. El candelero cayó al suelo con estrépito y la vela se apagó. En ese mismo instante sintió un dolor insoportable en el dedo meñique de la mano izquierda. Lanzó un grito, y todo lo que recordaba después era que, fuera de sí y con toda la fuerza de que era capaz, golpeó tres veces con el revólver la cabeza de Kirillov, que cuando se había agachado, le había mordido el meñique. Por fin consiguió librar el dedo y echó a correr, buscando la salida a tientas y en la oscuridad. Tras él salieron de la habitación gritos horribles:
—Enseguida, enseguida, enseguida, enseguida…
Hasta diez veces. Pero él seguía corriendo y ya había llegado al vestíbulo cuando oyó un disparo escandaloso. Entonces se detuvo en el vestíbulo oscuro, pensando durante cinco minutos, al cabo de los cuales volvió otra vez a la habitación. Necesitaba encontrar la vela. Bastaba con buscar en el suelo, a la derecha del armario, el candelero que le habían arrancado de la mano. Pero ¿cómo encender la vela? Por su mente cruzó de improviso un vago recuerdo: se acordó de una caja de fósforos grande y roja que había visto el día anterior, cuando entró en la cocina para agredir a Fedka. A tientas buscó a la izquierda la puerta de la cocina, cruzó el pasillo y bajó los escalones. En el estante, cabalmente en el sitio de que se acordaba, encontró en la oscuridad una caja de fósforos sin empezar. Subió deprisa los escalones sin encender la luz, y sólo cuando estuvo junto al armario, en el mismo lugar donde había apaleado con el revólver a Kirillov y éste lo había mordido, se acordó de su dedo lastimado y en aquel momento sintió que le dolía de modo intolerable. Apretando los dientes, encendió la vela, la puso de nuevo en el candelero y miró a su alrededor. Junto a la ventana que tenía el postigo abierto, con los pies apuntando al rincón de la derecha, yacía el cadáver de Kirillov. Se había disparado el tiro en la sien derecha y la bala había salido por la parte superior del lado izquierdo, perforando el cráneo. Vio salpicaduras de sangre y masa encefálica. El revólver permanecía en la mano del suicida, en el suelo. La muerte debió de ser instantánea. Después de examinarlo todo con el mayor cuidado, Piotr Stepanovich se incorporó y salió en puntas de pie, cerró tras sí la puerta, puso la vela en la mesa de la habitación de delante, pensó un momento y resolvió no apagarla. Volvió a mirar el documento que estaba en la mesa mientras sonreía casi instintivamente. Cuando salió de la casa todavía estaba en puntas de pie. Tomó el atajo secreto de Fedka y se preocupó por dejar el tablón en su lugar.