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—Anteayer, me mandó decir con un criado que tenía que ir a visitarla a las doce. ¿Lo pueden creer? Dejé lo que tenía pensado hacer y ayer llamé a su puerta a las doce en punto. Me hicieron pasar a la sala y al cabo de un minuto apareció ella, me invitó a tomar asiento y se sentó frente a mí. Me senté sin poder creer lo que veían mis ojos; usted sabe muy bien cómo ella me ha tratado siempre. Empezó a hablar sin rodeos, según su costumbre. «Recordará que ya hace unos cuatro años, Nikolai, estando enfermo, hizo ciertas cosas extrañas que causaron confusión en toda la ciudad hasta que quedaron por fin aclaradas. Uno de esos hechos desgraciados tuvo que ver con usted personalmente. Cuando se recuperó, Nikolai fue a verlo, yo se lo exigí y además sé que varias veces él se había entrevistado con usted antes. Le ruego que me diga sinceramente cómo usted… (aquí titubeó un poco) cómo lo vio usted entonces a Nikolai… ¿Qué opinión, en general, tenía entonces de él? ¿Qué juicio pudo formarse de él entonces… y qué juicio tiene ahora…?». Ahí ya titubeó más, hasta el punto de que quedó callada un minuto entero, y de pronto se ruborizó. Quedé sobrecogido de temor. Retomó al cabo su plática, no en tono conmovedor, pero sí muy impresionante:
«Pretendo que pueda comprenderme bien: quise que viniera porque lo considero una persona aguda y perspicaz, capaz de formar impresiones imparciales (¡hay que ver qué cumplidos!). Usted deberá entender que es una madre la que habla… Nikolai ha tenido en su vida muchas desgracias y bastantes altibajos; todo ello (dijo) puede haber influido en su estado de ánimo. Ni que decir tiene (dijo) que no hablo de locura ¡eso es impensable! (esto lo dijo con firmeza y orgullo). Pero quizás hubiera algo extraño, peculiar, algún cambio de ideas, cierta preferencia por opiniones fuera de lo común (éstas son sus palabras textuales y quedé asombrado, Stepan, de la exactitud con la que Varvara sabe explicar un asunto. ¡Qué inteligencia tiene la señora!). Yo al menos (dijo) noté en él cierta inquietud, cierta inclinación a una melancolía muy peculiar. Pero yo soy su madre y usted es un extraño, es decir que usted, por su inteligencia, es capaz de formar una opinión independiente. Le suplico (así lo dijo: suplico), en fin, que me diga toda la verdad sin reticencias de ninguna clase, y si, por añadidura, me promete no olvidar nunca que he hablado con usted confidencialmente, podrá contar siempre con mi completa disposición a recompensar su bondad en toda posible ocasión». ¿Eh, qué le parece?
—Usted…, usted me deja tan asombrado… —murmuró Stepan— que no lo creo…
—No, no. Note usted —insistió Liputin como si ni hubiera oído a Stepan— cuál será su agitación e inquietud cuando, con todo lo señora que es, hace semejante pregunta a una persona como yo; y lo que es más, se rebaja a pedirme que guarde el secreto. ¿Qué significa eso? ¿Es que ha recibido alguna noticia inesperada de Nikolai?
—No conozco… noticia alguna…; hace ya unos días que no nos vemos, pero… le advierto —balbuceó Stepan tratando de poner algún orden en sus ideas— que eso se lo ha dicho a usted confidencialmente, y que ahora, delante de todos…
—¡Confidencialmente, sí, por completo! Pero que me muera si…; y en lo de hablar aquí, ¿qué? ¿Es que no nos conocemos, aun incluyendo a Aleksei?
—No soy de esa opinión. Sin duda tres de nosotros guardamos el secreto, pero temo al cuarto, que es usted. No me fío de usted un pelo.
—Pero ¿qué dice, señor? En realidad lo que quiero en este particular es subrayar una circunstancia extraña, mejor dicho, más psicológica que extraña. Ayer tarde, influido por la conversación con Varvara (bien puede figurarse la impresión que me produjo), hice a Aleksei una pregunta discreta: «Usted (dije) conocía a Nikolai en el extranjero, y aún antes de eso en Petersburgo, ¿qué idea tenía usted (dije) de su estado mental y de sus facultades?». Él, según su costumbre, contestó lacónicamente que es una persona de aguda inteligencia y sano juicio. «¿Y no vio usted en el curso de los años (dije) algo así como un descarrío en sus ideas, algún desvarío mental, algún toque de locura, por así decirlo?». En resumen, repetí la pregunta que me hizo Varvara. Pues verán ustedes: Aleksei se puso pensativo y arrugó la cara, como ahora la tiene. «Sí (dijo), a veces me parecía que le pasaba algo raro». Tengan ustedes en cuenta, por lo tanto, que si a Aleksei le parecía que le pasaba algo raro, podía, en efecto, pasarle algo raro, ¿no?
—¿Es cierto? —preguntó Stepan a Aleksei.
—Preferiría no hablar de eso —respondió Aleksei levantando de pronto la cabeza y con ojos relampagueantes—. Liputin, quiero que quede claro que en este asunto no tiene usted derecho alguno a hablar de mí. No expresé toda mi opinión. Aunque hace mucho tiempo lo conocí en Petersburgo y aunque lo he visto hace poco, lo cierto es que apenas he tratado a Nikolai. Le pido, pues, que me deje fuera del caso…; además, todo eso no es más que chismorreo.
Liputin levantó los brazos con gesto de inocencia lastimada.
—¡Así que soy un chismoso! ¿Y qué tal si también soy un espía? A usted, Aleksei, no le cuesta nada criticar, puesto que insiste en quedarse fuera de todo. Stepan, no puede usted figurarse…, en fin, lo imbécil que es el capitán Lebiadkin, que es tan imbécil como… me da vergüenza decir lo imbécil que es. En ruso tenemos una comparación que indica el grado de imbecilidad…; pues bien, él también se considera ofendido por Nikolai, aunque reconoce su agudeza mental: «Me maravilla ese hombre (dice); es una serpiente sabia» (ésas son sus propias palabras). Yo le pregunté (bajo esa influencia de ayer y después de mi conversación con Aleksei): «Capitán (dije), ¿usted, qué opina? ¿Está loca esa serpiente sabia de usted o no?». Créame, fue como si le hubiera propinado un latigazo en la espalda sin su permiso. Se puso de pie en un brinco: «Sí… (dijo), sí; ahora bien, eso no puede influir…»; pero no llegó a decir qué no podía influir, y entonces se puso tan triste y tan hondamente pensativo que hasta se le pasó la borrachera. Estábamos entonces en la taberna de Filippov. Media hora después golpeó fuerte un puñetazo en la mesa: «Sí (dijo), quizás esté loco, aunque eso no puede influir…» sin decir una vez más en qué no podía influir. Por supuesto, les estoy dando sólo un resumen de la conversación, pero el pensamiento está claro: pregunte a cualquiera, y a todos se les ocurre la misma idea aunque no se les hubiera ocurrido antes: «Sí (dicen), loco; muy listo, pero quizá también loco».
Stepan seguía pensativo en su asiento, y cavilaba furiosamente.
—Pero ¿qué sabe Lebiadkin?
—¿No sería más útil preguntárselo a Aleksei, que acaba de decir que lo sabe? Yo, que soy un espía, no lo sé, pero Aleksei, que sabe todos los secretos, se calla.
—No, no sé nada, o sé poco —replicó el ingeniero con la misma irritación—. Usted emborracha a Lebiadkin para enterarse. Y usted también me ha traído aquí para que yo hable y usted se entere. Por eso digo que es usted un espía.
—Aún no me ocupé de emborracharlo y no vale el dinero que costaría hacerlo. He aquí lo que significan para mí todos sus secretos; lo que significan para usted no lo sé. Era él quien estaba derrochando el dinero cuando hace doce días vino a pedirme prestados quince kopeks; y es él el que me emborracha a mí con champán, y no yo a él. Pero me sugiere usted una cosa, y es que si me parece necesario lo emborracharé; y precisamente para enterarme de todos los secretos de ustedes, y puede que me entere de ellos —exclamó Liputin despechado.
Stepan miraba confuso a los dos querellantes. Los dos se delataban mutuamente y, además, sin ningún límite. Se me ocurrió que Liputin había traído a Aleksei con el único propósito de que entablara conversación, en provecho suyo, con una tercera persona; ése era uno de sus trucos favoritos.
—Aleksei conoce demasiado bien a Nikolai —prosiguió irritado—, aunque hace como que no. En cambio, a la pregunta sobre el capitán Lebiadkin, diré que conoció a Nikolai antes que todos nosotros, en Petersburgo, hará cinco o seis años, en esa época casi desconocida, si así cabe decirlo, de Nikolai, cuando ni siquiera pensaba todavía honrarnos con su visita. Es necesario dar por sentado que nuestro príncipe reunía entonces en torno de sí a gente extraña. Por lo visto fue entonces cuando conoció también a Aleksei.
—¡Cuidado, Liputin! Le prevengo que Nikolai piensa venir pronto y que sabe valerse por sí mismo.
—¿Y a mí qué me importa? Seré el primero en decir que se trata de una persona de escrupuloso juicio; sobre ese particular tranquilicé ayer por completo a Varvara. «Ahora también es cierto (le dije), que no puedo responder por su carácter». Por su parte, Lebiadkin repetía ayer: «He sufrido por causa de su carácter». A usted, Stepan, le es fácil decir que eso es chismorreo y espionaje, pero tenga en cuenta que es usted quien me ha sonsacado todo, ¡y con qué curiosidad tan exagerada! Ayer Varvara se fue derecha al tema. «Usted (dijo) estuvo personalmente implicado en el asunto; por eso recurro a usted». ¿Y acaso podía ser de otro modo? ¿Qué móviles podían guiarme? ¿No fui yo quien tuvo que tragarse en público un insulto personal de Su Excelencia? ¡Claro que tengo razones para estar implicado, y no sólo por afición a los chismes! Hoy le estrecha a usted la mano y mañana, porque sí, cuando está de invitado en casa de usted, lo abofetea delante de todo el mundo porque le da la gana. ¡Todo muy a su gusto! Lo principal para estas mariposas y gallitos valientes es el bello sexo. ¡Hidalgos con alitas como cupidos antiguos! ¡Quebrantacorazones al estilo romántico! A usted, Stepan, que es un solterón empedernido, le es fácil hablar así y llamarme chismoso por decir cosas de Su Excelencia. Pero si se casara usted, pues aún es bastante joven para hacerlo, con una mocita guapa, quizás echaría usted el cerrojo a la puerta y levantaría barricadas en su propia casa para que no entrara el príncipe. Si esta mademoiselle Lebiadkina, la que recibe los latigazos, no fuera loca ni cojitranca, yo pensaría que había sido víctima de la pasión de nuestro príncipe, y que por eso ha sufrido el capitán Lebiadkin «en su dignidad familiar», como él dice. Quizás ello no vaya bien con el gusto exquisito de nuestro príncipe, pero para personas como él eso no es obstáculo. Toda fruta es buena cuando coinciden apetito y ocasión. Dice usted que yo cuento chismes, pero ¿cree de veras que soy yo quien los cuenta, cuando ya toda la ciudad está hablando de ello? Yo sólo escucho y apruebo. Y no está prohibido aprobar.
—¿Dice que la ciudad está hablando? ¿De qué?
—Más concretamente, es el capitán Lebiadkin quien lo vocifera por toda la ciudad cuando está borracho; pero ¿no es el equivalente a la ciudad entera cuando está borracho? ¿De qué soy culpable? Hablo de esto pero sólo entre amigos, porque al fin y al cabo creo estar entre amigos —y nos miró a todos con aire inocente—. Véanlo así: parece que Su Excelencia ha enviado desde Suiza, para ser entregados al capitán Lebiadkin, trescientos rublos con una muchacha muy honrada y, como si dijéramos, huérfana modesta a quien tengo el honor de conocer. Pero algún tiempo después Lebiadkin recibió informes precisos (no diré de quién, pero sí que era también una persona honradísima y, por lo tanto, digna de crédito) según los cuales no habían sido trescientos, sino mil rublos, los que se habían enviado. «Por consiguiente (clamaba Lebiadkin), la muchacha me ha robado setecientos rublos». Y aunque no quería reclamárselos recurriendo a la policía, sí amenazaba con hacerlo y fue diciéndolo por toda la ciudad…
—¡Eso que dice usted es una vileza…! —exclamó el ingeniero, levantándose de un salto.
—¡Pero si usted mismo es esa honradísima persona que dijo a Lebiadkin de parte de Nikolai Vsevolodovich que se le habían enviado mil rublos y no trescientos! ¡Si fue el capitán mismo el que me lo dijo cuando estaba bebido!
—Eso…, eso es una confusión lamentable. Alguien se ha equivocado, y el resultado es que… ¡Eso es absurdo, y lo que usted dice es una vileza…!
—Quisiera creer que es absurdo. Me ha dado pena oírlo, porque, dígase lo que se diga, está implicada una muchacha absolutamente honrada; en primer lugar, en una cuestión de setecientos rublos y, en segundo lugar, en una intimidad evidente con Nikolai. Porque ¿qué le importa a Su Excelencia poner en la picota a una muchacha honrada o difamar a la esposa de alguien, como sucedió en mi propio caso? Si por casualidad encuentra a una persona de buen corazón, tratará de que cubra con su nombre intachable pecados ajenos. Eso ha sido cabalmente lo que ha pasado en mi caso; hablo, por supuesto, sólo de mí mismo…
—¡Cuidado, Liputin! —dijo Stepan Trofimovich levantándose a medias de su sillón y palideciendo.
—¡No crean lo que dice! Alguien se ha equivocado; y Lebiadkin es un borrachín… —exclamó el ingeniero, presa de indecible agitación—. Todo quedará aclarado; y yo ya no puedo…, considero infamante…, y ¡basta, basta!
Salió corriendo del cuarto.
—Pero ¿qué hace? ¡Si yo voy con usted! —gritó Liputin alarmado, dando un salto y saliendo atrás de Aleksei Nilych.