5
Ahora me tomaré cierta libertad para retratar, aunque sea a grandes rasgos, a quien tan imprevistamente había llegado.
Era un joven de unos veintisiete años, de estatura algo más que mediana, pelo largo, bastante largo, enrarecido y rubio. Tenía barba y un bigote en greñitas que apenas despuntaban. Aseado y hasta podría agregar que estaba a la moda, claro, sin elegancia. A primera vista parecía un poco cargado de espaldas y con ademanes un poco torpes, aunque en realidad no era cargado de espaldas y su compostura era más bien desenvuelta. Tenía aire de tipo raro, pero todos pudimos cerciorarnos más tarde de que su conducta era correcta y sus palabras siempre precisas y oportunas.
No podría decir que era feo, pero a nadie le gustaba su cara. Su cabeza era por demás alargada y aplanada por los lados (lo que agudizaba la expresión de su rostro), la frente alta y angosta, pero de pequeños rasgos faciales; la nariz era pequeña y en punta, los labios largos y delgados. La expresión del semblante tenía algo de enfermizo, pero no era más que una apariencia. En las mejillas y en torno de los pómulos se le notaban arrugas como las de quien convalece de una penosa enfermedad. Sin embargo, gozaba de excelente salud, era robusto, y nunca había estado enfermo.
Se presentaba y se movía con celeridad, pero no se daba prisa por llegar a ningún sitio. Parecería no confundirse ante nada y lograba ser siempre el mismo en cualquier circunstancia y ante cualquier grupo social. Tenía una gran seguridad, pero no se daba la menor cuenta.
Hablaba con fluidez, apresuradamente, pero con aplomo y sin morderse la lengua. Expresaba sus pensamientos con parsimonia a pesar de lo cortante de sus ademanes, y lo hacía de manera precisa y tajante, algo que se destacaba de modo especial. Su enunciación era de maravillosa claridad: las palabras rotaban de sus labios como las cuentas de un collar, gruesas y pulidas, siempre bien escogidas y siempre aptas para la ocasión. Pero lo que agradaba al principio, luego resultaba repelente, sin duda debido a esa enunciación tan precisa y esa racha de palabras siempre a flor de labios. Finalmente creíamos que su lengua debía de tener una forma especial, que debía de ser excesivamente larga y delgada, terriblemente roja y terminada en una punta que se movía continua e involuntariamente.
Pues bien, tal era el joven que ahora entraba volando en la sala y, la verdad sea dicha, todavía me parece que ya había empezado a hablar en la habitación contigua y, por tanto, entraba hablando. De pronto se paró frente a Varvara Petrovna.
—… Imagínese, Varvara Petrovna —dijo sin hacer una pausa—, que llego pensando que él estaría aquí desde hace un cuarto de hora. Porque llegó hace hora y media. Nos encontramos en casa de Kirillov. Salió de allí hace media hora para venir directamente aquí y me citó para dentro de un cuarto de hora.
—¿De quién está usted hablando? ¿Quién lo citó a usted aquí? —preguntó Varvara Petrovna.
—¡Pues de quién iba a estar hablando! ¿Quién otro puede ser? ¡Nikolai Vsevolodovich! ¿De veras que usted acaba de enterarse? ¡Supongo que al menos su equipaje habrá llegado ya hace rato! ¿Es que no se lo han dicho a usted? Quiere decir entonces que yo soy el primero en anunciarlo. Claro que se podría mandar a alguien a buscarlo, pero seguramente vendrá él mismo en un momento, justamente en el momento que mejor le cuadre y, si no me equivoco, que mejor convenga a sus propósitos.
En ese punto abarcó la sala con la vista y la fijó en el capitán con atención especial.
—¡Ah, Lizaveta Nikolayevna! ¡Qué gusto encontrarla al primer paso y darle un apretón de manos! —dijo corriendo a ella para estrechar la que le alargaba la sonriente Liza—. Y, por lo que veo, usted, estimada Praskovya Ivanovna, no ha olvidado a su «profesor» ni está enfadada con él como siempre lo estaba en Suiza. ¿Y cómo está usted aquí de las piernas, Praskovya Ivanovna? ¿Tenían razón los médicos de allí al recomendarle el clima de su tierra? ¿Cómo? ¿Fomentos? Deberían de sentarle muy bien. ¡Ay, Varvara Petrovna —dijo volviéndose a ella de pronto—, cuánto siento no haber podido verla en Suiza para ofrecerle personalmente mis respetos! Además, ¡tenía tantas cosas que contarle…! Le escribí a mi viejo aquí, pero, por lo visto, él, según su costumbre…
—¡Petrusha! —exclamó Stepan Trofimovich saliendo al momento de su asombro y corriendo hasta donde estaba su hijo con los brazos abiertos—. Pierre, mon enfant, ¡pero si no te he reconocido! —lo abrazó con fuerza derramando lágrimas.
—¡Bueno, basta de arrumacos, nada de gestos elocuentes! ¡Vamos, basta, basta, ya es suficiente! ¡Por favor! —se apresuró a murmurar Petrusha mientras trataba de librarse de los abrazos.
—¡Siempre, siempre me he sentido culpable ante ti!
—Basta, basta ya. Luego hablaremos. Ya me imaginaba que ibas a hacer escenas. ¡Vamos, por favor, cálmate!
—¡Pero si han pasado diez años desde la última vez que te vi!
—Razón de más para no hacerte el sentimental…
—¡Mon enfant!
—¡Pero si te creo, sé que me quieres! ¡Pero suéltame! ¡Que estás fastidiando a los demás…! ¡Pero si aquí está Nikolai Vsevolodovich! ¡Pero, vamos, déjate de tonterías, te lo ruego!
En efecto, Nikolai Vsevolodovich ya estaba en la sala. Había entrado sin hacer ruido y durante un momento se detuvo en la puerta abarcando con mirada tranquila a la concurrencia.
Igual que cuatro años antes, cuando lo vi por primera vez, ahora volví a quedar impresionado desde la primera mirada. No lo había olvidado en lo más mínimo; pero hay fisonomías que siempre que afloran parecen traer consigo, sin excepción, algo nuevo, algo que previamente no habíamos notado aunque las hayamos visto más de cien veces. Pero por lo que podía ver, estaba exactamente igual que cuatro años atrás: igual de elegante, igual de altivo y hasta podría decir que casi igual de joven, sus entradas guardaban el mismo aire imponente de entonces. Su ligera sonrisa revelaba la misma amabilidad oficial y la misma satisfacción de sí mismo. Su mirada también era la misma: severa, abstraída y algo solazada. En una palabra, se diría que habíamos dejado de vernos en la víspera. Sin embargo una cosa, no obstante, me llamó la atención: antes, aunque se daba por sentado que era un hombre apuesto, su semblante «parecía una máscara», como solían murmurar algunas damas maliciosas de nuestra sociedad. Pero ahora, no sé por qué, me pareció desde el primer golpe de vista positiva e indiscutiblemente hermoso, de modo tal que habría sido imposible decir que su semblante parecía una máscara.
¿El cambio se debía a que estaba un poco más pálido que antes y quizás algo más delgado? ¿O simplemente era que en sus ojos brillaba algún nuevo pensamiento?
—¡Nikolai Vsevolodovich! —exclamó Varvara Petrovna enderezándose en el sillón, sin levantarse de él y deteniéndole con gesto imperioso—. ¡Quédate donde estás un momento!
Ahora bien, para comprender la terrible pregunta que siguió de inmediato al gesto y la exclamación —pregunta cuya posibilidad yo ni siquiera habría podido sospechar de Varvara Petrovna—, ruego al lector que recuerde cuál ha sido el carácter de Varvara Petrovna durante toda su vida y la singular impulsividad de ese carácter en momentos críticos. Ruego asimismo que recuerde que, a despecho de la rara firmeza de espíritu y los abundantes recursos de sensatez y destreza práctica y, por así decirlo, administrativa que poseía, no faltaban en su vida instantes en que se entregaba en cuerpo y alma y, si se permite la expresión, sin freno alguno. Ruego, por último, que el lector tenga en cuenta que el momento a que hago referencia era de esos en que, a la manera de un haz de luz, se concentraba en ella la esencia de toda su vida: pasado, presente y acaso también el futuro. Por mi parte, recordaré, además, el anónimo que había recibido, del que había hablado con tanta irritación Praskovya Ivanovna hacía un rato, omitiendo, según creo, toda referencia al contenido de la carta. Puede que en ésta estuviera el secreto que hacía posible la terrible pregunta que ahora, de improviso, dirigía a su hijo.
—Nikolai Vsevolodovich —repitió, recalcando su nombre con voz firme en que vibraba un reto amenazador—, te ruego que digas ahora mismo y sin moverte de ese sitio, si es verdad que esta coja infeliz (ahí la tienes, está ahí, mírala), si es verdad que es… tu esposa legítima.
Recuerdo muy bien ese instante. Él no se inmutó en absoluto y miró a su madre fijamente. En su rostro no se reflejaba la menor alteración. Por fin apareció en sus labios una sonrisa lenta y condescendiente y, sin contestar palabra, se acercó tranquilamente a su madre, le tomó una mano, la llevó respetuosamente a los labios y la besó. Y era tan constante e irresistible el ascendiente que ejercía sobre su madre que ésta no se atrevió a retirar la mano. Se limitó a mirarlo, convertida toda ella en pregunta, y su aspecto entero revelaba que no podría soportar la incertidumbre un segundo más.
Pero él seguía sin hablar. Después de besar la mano volvió a recorrer la sala con los ojos y, siempre sin apresurarse, se dirigió a María Timofeyevna. Es muy difícil describir la fisonomía de las personas en ciertos momentos. Recuerdo, por ejemplo, que María Timofeyevna, muerta de espanto, se levantó al acercársele él y extendió los brazos en un gesto como de súplica. Y recuerdo además el éxtasis con que lo miraba, un éxtasis insensato que casi le descomponía el rostro, un éxtasis que resulta casi imposible de aguantar para quienes lo observan. Puede que hubiera las dos cosas: espanto y éxtasis; pero recuerdo que me acerqué a ella de un brinco (estaba casi a su lado) porque me pareció que estaba a punto de desmayarse.
—Usted no debería estar aquí —le dijo Nikolai Vsevolodovich con voz suave y melodiosa; y en los ojos de él brilló una ternura desacostumbrada. Se mantenía ante ella en la actitud más respetuosa y cada movimiento suyo manifestaba la consideración más sincera. La pobre mujer, jadeante, le susurró impulsivamente:
—¿Quisiera, podría… ahora mismo… ponerme de rodillas ante usted?
—No. No puede usted hacer eso —dijo él con sonrisa tan espléndida que ella comenzó a reír alegremente.
Con la misma voz melodiosa y hablándole tiernamente como a un niño, añadió con gravedad:
—No olvide que es usted doncella y que yo, aunque su amigo más fiel, no dejo de ser para usted un extraño: ni marido, ni padre, ni prometido. Déme la mano y nos iremos. La acompañaré hasta el coche y, si me lo permite, la llevaré a su casa.
Ella le escuchaba con la cabeza inclinada, como reflexionando.
—Vamos —dijo suspirando, y le dio la mano.
Pero en ese momento sufrió un leve infortunio. Sin darse cuenta dio una vuelta sin fijarse en lo que hacía y tropezó en su pierna coja, más corta que la sana; finalmente cayó sobre un lado del sillón y, de no ser por éste, se habría desplomado en el suelo. Nikolai Vsevolodovich de inmediato la levantó y la sostuvo agarrándola fuerte por el brazo, y con aire preocupado la escoltó cuidadosamente a la puerta. Era evidente que a ella la había abrumado la caída. Turbada, se puso como la escarlata y sintió una horrible vergüenza. Mirando silenciosa el suelo, cojeando lamentablemente, iba renqueando tras él, casi colgada de su brazo. Así salieron de la sala. Vi que Liza saltó de pronto de su silla cuando ellos salían y que los fue siguiendo tenazmente con la vista hasta la puerta misma. Luego volvió a sentarse en silencio, pero en su cara se percibía un rictus tembloroso como si hubiera tocado un reptil repugnante.
Mientras Nikolai Vsevolodovich y María Timofeyevna protagonizaban la escena, todo el mundo estuvo callado, subyugado y sin poder salir del asombro. En aquel momento, hasta una mosca hubiera hecho ruido en el salón. Pero una vez que salieron, todos comenzaron a hablar al mismo tiempo.