2

Nikolai Vsevolodovich llegó a una casa emplazada en una de las callejuelas desiertas, rodeada por una huerta, justo en el extremo mismo de la ciudad. Construida recientemente, era toda de madera pero todavía faltaban algunas tablas; además una de las ventanas estaba sin terminar. Una vela estaba destinada a servirle de guía a quien llegara tarde esa noche. A unos treinta pasos de la casa, Nikolai Vsevolodovich distinguió en el pequeño escalón de la entrada a un hombre alto, probablemente el dueño de casa, que nerviosamente examinaba la calle. Se oyó la voz también impaciente de aquel hombre:

—¿Señor? ¿Es usted, señor?

—Soy yo —respondió Nikolai Vsevolodovich, pero no antes de llegar a la entrada y cerrar el paraguas.

—¡Al fin, señor! —dijo el capitán Lebiadkin, pisando fuerte y afanándose en torno del visitante—. Hágame el favor del paraguas, señor. Está chorreando. Lo dejaré abierto aquí en el rincón. Pase usted, señor, pase usted.

La puerta, que del zaguán daba acceso a una habitación alumbrada por dos velas, estaba abierta de par en par.

—De no ser por su palabra de que vendría sin falta, ya no lo esperaría.

—Una menos cuarto —Nikolai Vsevolodovich miró el reloj al entrar en la habitación.

—Y como además está lloviendo y la distancia es tan enorme… Yo no tengo reloj y por la ventana sólo se ven las huertas, de modo que… queda uno como al margen de las cosas…, pero no me quejo porque no tengo derecho, no lo tengo, no, señor. Sólo que he estado consumido de impaciencia toda la semana…, impaciencia porque todo quede resuelto.

—¿Qué quiere decir?

—Saber cuál va a ser mi suerte, Nikolai Vsevolodovich. Siéntese, por favor —se inclinó indicando un sitio a la mesa enfrente del sofá.

Nikolai Vsevolodovich miró a su alrededor. La habitación era minúscula y baja de techo. Muebles sólo había los indispensables: sillas y sofá de madera (todo nuevo y sin fundas ni cojines), dos mesillas de madera de tilo, una junto al sofá y otra en un rincón, cubierta esta última con un mantel y provista de varias cosas sobre las cuales se había colocado una servilleta limpísima. A decir verdad, las dos habitaciones se mantenían impecables y limpias. Hacía ocho días que el capitán no se emborrachaba. Tenía la cara como abotagada y amarillenta, la mirada intranquila, inquisitiva y perpleja. Se echaba de ver que aún no sabía en qué tono debía hablar y qué giro ventajoso dar a la conversación.

—Mire, señor —hizo un gesto circular con la mano—, vivo al estilo del santo varón Zosima. Templanza, soledad y pobreza, como el voto de los caballeros en la antigüedad.

—¿Supone usted que los caballeros antiguos hacían tales votos?

—¿Me equivoco? ¡Ay, será que mi falta de instrucción lo ha echado a perder todo! ¿Querrá creer, Nikolai Vsevolodovich, que ha sido aquí donde por primera vez me he librado de mis flaquezas vergonzosas? ¡Ni un vaso, ni siquiera una gota! Tengo mi pequeño rincón y durante seis días vengo sintiendo cómo se me despeja la conciencia. Hasta las paredes huelen a resina, lo que me recuerda a la naturaleza. ¿Y qué clase de hombre he sido? ¿Qué he sido?

Sin cobijo por la noche,

de día con la lengua fuera…

según dice el poeta genial. ¡Pero está usted todo mojado…! ¿Quiere un poco de té?

—No es necesario.

—El samovar estuvo hirviendo desde las ocho, pero se ha apagado…, como todo en este mundo. Y el sol, según dicen, se apagará a su vez… Pero si es preciso se vuelve a encender. Agafya no se ha dormido todavía.

—Diga, María Timofeyevna…

—Está aquí, está aquí —le aseguró al momento Lebiadkin en voz baja—. ¿Quiere echarle un vistazo? —y señaló la puerta cerrada de la otra habitación.

—¿No está dormida?

—¡Oh, no, no! ¿Cómo podría estarlo? Al contrario. Lleva esperándole toda la noche, y en cuanto supo que vendría empezó a arreglarse —torció la boca en una mueca de befa, pero se reportó al momento.

—¿Cómo está? —preguntó Nikolai Vsevolodovich frunciendo las cejas.

—¿En general? Usted mismo lo sabe —y se encogió de hombros con gesto de lástima—. De momento está sentada echando las cartas…

—Bueno, entonces más tarde. Lo primero es atender lo suyo —dijo Nikolai Vsevolodovich mientras se sentaba.

El capitán ya no se atrevió a sentarse en el sofá, sino que acercó otra silla y se dispuso a escuchar con trémula anticipación.

—¿Qué es lo que tiene ahí en el rincón bajo la servilleta? —preguntó Nikolai Vsevolodovich al notarlo.

—¿Que qué es eso, señor? —Lebiadkin también se volvió a mirarlo—. Eso es también parte de su beneficencia, digamos que para celebrar el estreno de la casa y en consideración del largo camino que ha tenido usted que recorrer y del cansancio natural —dijo con risa afectada. Se levantó y, de puntillas, se acercó con cuidado reverente a la mesa del rincón y levantó la servilleta. Debajo había todo un surtido de fiambres: jamón, ternera, sardinas, queso, una garrafita verde y una botella alta de burdeos. Todo estaba limpiamente dispuesto, con gusto y casi con elegancia.

—¿Usted se ha tomado la molestia y ha preparado todo esto?

—Sí, señor. Desde ayer y en la medida de lo posible para hacerle los honores… María Timofeyevna, como usted sabe, no se interesa por estas cosas. Y lo importante es que todo ello resulta de la generosidad de usted, todo esto es de usted, puesto que aquí usted es el amo y no yo. Yo, por así decirlo, soy sólo su agente, aunque, por otro lado… por otro lado, Nikolai Vsevolodovich, por otro lado soy espiritualmente independiente. ¡No me arrancará usted eso, que es lo último que me queda! —concluyó con voz patética.

—Hum… ¿Por qué no vuelve a sentarse?

—¡Muy agradecido, muy agradecido! —dijo sentándose—. ¡Ah, Nikolai Vsevolodovich, este corazón está tan cargado que no sé cómo he podido esperar! Ahora va usted a decidir la suerte mía y… la de esa infeliz, y luego…, luego, como en el pasado, como hace cuatro años, me desahogaré hablando con usted. Entonces me hacía usted el honor de escucharme, leía mis versos… ¡Qué me importaba a mí que me llamaran entonces su Falstaff, el de Shakespeare! Porque ¡significaba usted tanto en mi destino…! Ahora, sin embargo, abrigo grandes temores y de usted solo, únicamente de usted, espero consejo y guía. ¡Piotr Stepanovich me está tratando de manera abominable!

Nikolai Vsevolodovich escuchaba curioso y lo examinaba con atención. El capitán Lebiadkin, al parecer, aunque había dejado de beber, estaba lejos aún de alcanzar un estado mental armónico. En los que han sido borrachos muchos años acaba por arraigar para siempre algo incoherente, desmañado, algo, como si dijéramos, ofuscado y demente, aunque, si llega el caso, seguirán engañando, trampeando y timando tan bien como cualquiera.

—Veo, capitán, que no ha cambiado usted nada durante estos últimos cuatro años y pico —dijo Nikolai Vsevolodovich en tono que parecía más afable—. Está claro, o así parece, que la segunda mitad de la vida de un hombre se compone por lo común sólo de aquellos hábitos que ha ido adquiriendo durante la primera mitad.

—¡Palabras elocuentes! ¡Usted, señor, esclarece el misterio de la vida! —exclamó el capitán, chanceándose en parte, pero en parte también con genuina admiración por su gran afición a las máximas—. De todas las frases de usted, Nikolai Vsevolodovich, hay una que recuerdo en particular y que ya empleó usted en Petersburgo: «Hay que ser un verdadero gran hombre para saber oponerse incluso al sentido común». ¡Así es, sí, señor!

—Y también un necio.

—Sí, señor, también un necio. Usted, durante toda su vida, ha ido sembrando agudezas, pero ¿y ellos? ¡A ver si Liputin, a ver si Piotr Stepanovich son capaces de hacer algo parecido! ¡Ay, con qué crueldad se está portando conmigo Piotr Stepanovich…!

—Pero veamos, capitán, ¿cómo se ha portado?

—He estado bebido, señor. Y tengo una infinidad de enemigos. Pero ahora todo eso es agua pasada y voy a renovarme como una culebra. Nikolai Vsevolodovich, ¿sabe que estoy haciendo mi testamento, mejor dicho, que ya lo he hecho?

—Qué curioso. ¿Y qué deja usted y a quién?

—A la patria, a la humanidad y a los estudiantes. Nikolai Vsevolodovich, he leído en los periódicos la biografía de un americano. Dejó toda su enorme fortuna a las fábricas y a las ciencias aplicadas, su esqueleto a los estudiantes de una academia de por allí, y su piel para que con ella se hiciera un tambor en el que día y noche se tocaría en su honor el himno nacional americano. ¡Ay, nosotros somos pigmeos en comparación con el alto vuelo del pensamiento de los Estados Unidos de América! Rusia es un engendro de la naturaleza, pero no del intelecto. Si yo tratase de legar mi piel para que se hiciera un tambor, digamos, al regimiento de infantería Akmolinski (en el que tuve el honor de empezar mi servicio) para que con él se tocara a diario el himno nacional ruso delante del regimiento, lo considerarían un rasgo liberal y prohibirían el uso de mi piel para ese fin… Por consiguiente, me limito a los estudiantes. Quiero dejar mi esqueleto a una academia, pero con una condición, y es que en la frente le pongan un letrero que diga: «Un librepensador arrepentido». ¡Sí, señor!

El capitán hablaba con acaloramiento y creía, por supuesto, en la excelencia del testamento del americano, pero como tenía mucho de truhán, quería también divertir a Nikolai Vsevolodovich, a quien anteriormente, y durante largo tiempo, había servido de bufón. Pero éste ni siquiera sonreía; al contrario, preguntó con tono suspicaz:

—¿En verdad piensa usted publicar su testamento en vida y ganar un premio con él?

—¿Y si así fuera, Nikolai Vsevolodovich, y si así fuera? —Lebiadkin lo observaba atentamente—. ¡Porque hay que ver lo que me ha deparado la suerte! Hasta he dejado de escribir poesía, aunque hubo un tiempo, ¿recuerda usted?, en que le hacían gracia mis versos, sobre todo cuando mediaba una botella. Pero ya no tomo la pluma. No he escrito más que un poema como «El último cuento» de Gogol. ¿Recuerda usted que anunció a Rusia que le había «brotado» del corazón? Pues bien, yo también he lanzado mi último canto y punto final.

—¿Cuál es el poema?

Si acaso ella se quiebra una pierna.

—¡Qué dice!

Era cabalmente lo que el capitán esperaba. Admiraba y apreciaba sobremanera sus propias poesías, pero por cierta doblez de espíritu se congratulaba también de que en el pasado Nikolai Vsevolodovich se hubiera divertido con ellas y se hubiera tronchado de risa escuchándolas. De ese modo cumplía dos fines a la vez: el poético y el bufonesco. Pero ahora había un tercer fin, especial y harto delicado: sacando a relucir sus poesías, el capitán intentaba justificarse en un punto sobre el que, por algún motivo, abrigaba temores y se sentía culpable.

Si acaso ella se quiebra una pierna, es decir, en caso de que dé un paseo a caballo. La fantasía, Nikolai Vsevolodovich, es una pesadilla, pero es la pesadilla del poeta. Un día vi pasar a una señorita a caballo y de pronto caí en la cuenta de que se podía hacer una pregunta importante: «¿Y entonces qué pasaría?», es decir, en caso de accidente. La cosa está clara: todos los admiradores huirían a la desbandada, todos los pretendientes desaparecerían, en fin, que no quedaría nadie para contarlo. Sólo el poeta se mantendría fiel, con el corazón destrozado. Y además, Nikolai Vsevolodovich, hasta un insecto puede enamorarse, cosa que no está prohibida por la ley. Sin embargo, esa persona quedó ofendida de mi carta y mis versos. Incluso usted, ¿verdad?, se enfadó. Eso es de lamentar. No quería creerlo. Pero ¿a quién podía agraviar con sólo mi imaginación? Por añadidura, juro por mi honor que Liputin no hacía más que incitarme: «¡Envíela, envíela! Todo hombre tiene derecho a mandar una carta». Así que la mandé.

—Usted parece que pedía su mano, ¿no es eso?

—¡Enemigos, enemigos, enemigos!

—Recite el poema —Nikolai Vsevolodovich lo interrumpió, severo.

—¡Pesadilla, pesadilla y nada más que pesadilla!

Igual se enderezó, alargó el brazo y empezó:

De todas la más hermosa

Lleva una pierna quebrada;

mas, con todo, me parece

detalle que más me agrada.

Digo yo ¿cómo es posible

que doblemente la quiera?

Pues así es, si mi pasión

De antaño aún recuerda.

—Basta, basta —interrumpió Nikolai Vsevolodovich con un gesto de desprecio.

—Ya sueño con Petersburgo —Lebiadkin saltó enseguida a otro tema, como si nunca hubiera escrito versos—. Estoy soñando con mi regeneración… ¡Es usted mi benefactor! ¿Puedo contar con los fondos para el viaje? Lo he estado esperando toda la semana como al mismísimo sol.

—Lo siento pero no podrá ser. Lo siento. Apenas si me queda dinero. Además, ¿a santo de qué tengo que darle dinero?

Nikolai Vsevolodovich parecía haberse enojado de pronto. Seca y lacónicamente fue enumerando los desmanes del capitán: embriaguez, mendacidad, despilfarro del dinero destinado a María Timofeyevna, sacarla del convento, las cartas insolentes en que amenazaba con divulgar el secreto, su conducta con Daria Pavlovna, etc., etc. El capitán se revolvía en su asiento, gesticulaba, quería contestar, pero cada vez que lo intentaba, Nikolai Vsevolodovich se lo impedía imperiosamente.

—¡Ah otra cosa! —observó en conclusión—. Sigue usted escribiendo acerca de «la deshonra familiar». ¿Qué deshonra hay para usted en que su hermana sea la esposa legítima de Stavrogin?

—¡Pero su matrimonio es un secreto, Nikolai Vsevolodovich! ¡Su matrimonio es un secreto, un secreto fatal! Yo recibo dinero de usted y de pronto me preguntan: ¿para qué es ese dinero? Yo estoy atado de pies y manos y no puedo contestar sin desdoro de mi hermana y del honor de la familia.

El capitán levantó la voz. Era ése un tema favorito suyo, con el que contaba para salir de apuros. ¡Ay, no podía presentir el desengaño que lo esperaba! Con calma y precisión, como si estuviera dando las instrucciones domésticas más ordinarias. Nikolai Vsevolodovich le hizo saber que en breve, quizás al día siguiente o al otro, había determinado dar a conocer su matrimonio en todas partes, «tanto a la policía como al público en general», con lo que, por consiguiente, caería de su peso la cuestión del honor familiar y con ella la de los subsidios. El capitán lo miraba con ojos desorbitados. Sencillamente no comprendía y fue menester explicárselo.

—¡Pero si está… medio loca!

—Mandaré disponer lo que convenga.

—Pero… ¿qué dirá su madre?

—Dirá lo que quiera.

—¿Y la llevará a su casa?

—Posiblemente. En todo caso, eso no le importa a usted. No tiene nada que ver con usted.

—¿Cómo que no? —gritó el capitán—. ¿Que no tiene nada que ver conmigo? ¿Y qué va a ser de mí?

—Por supuesto, usted no entrará en mi casa.

—Pero si soy pariente suyo…

—¡De esos parientes se huye! Así, pues, ¿por qué tengo que darle dinero? Juzgue por sí mismo.

—Nikolai Vsevolodovich, Nikolai Vsevolodovich, eso no puede ser. Lo pensará usted mejor, de seguro. Eso es suicidarse y no querrá usted hacerlo… ¿Qué se figurará la gente? ¿Qué dirá?

—¡Como si a mí me importara la gente! Me casé con la hermana de usted cuando me dio la gana, después de una comida de borrachos, por una apuesta, por una botella de vino, y ahora lo voy a anunciar públicamente… ¿Y si eso me divierte ahora?

Dijo eso con tan singular irritación que Lebiadkin, espantado, empezó a creerlo.

—Pero ¿y ahora? ¿Qué será de mí ahora? ¡Ahora soy yo lo que importa…! Usted de seguro bromea, Nikolai Vsevolodovich, ¿no es verdad?

—Para nada, no bromeo para nada.

—Bueno, Nikolai Vsevolodovich, ¡allá usted!, pero no le creo… si lo hace, lo llevo a los tribunales.

—Es usted un insigne idiota, capitán.

—¡Bueno, lo soy, pero es el único recurso que me queda! —el capitán desbarraba—. Antes, cuando ella hacía la limpieza de aquellos cuartos alquilados, nos daban por lo menos alojamiento gratis, pero ¿qué será de mí ahora si me abandona usted a mi suerte?

—Pero ¿no quería ir a Petersburgo a cambiar de oficio? A propósito, ¿es cierto lo que he oído de que pensaba usted ir con intención de informar a las autoridades y la esperanza de obtener perdón denunciando a los demás?

El capitán se lo quedó mirando boquiabierto y sin decir palabra.

—Escuche, capitán —dijo de pronto Stavrogin con extrema seriedad, inclinándose sobre la mesa. Hasta entonces había hablado ambiguamente, tanto así que Lebiadkin, sacudido por su papel de bufón, había seguido sin creerle por completo hasta el último momento: ¿estaba el señor enfadado de veras o fingía estarlo? ¿Tenía de veras la desaforada idea de anunciar su matrimonio o era sólo una broma? Pero ahora el semblante severísimo de Nikolai Vsevolodovich era tan convincente que el capitán sintió un escalofrío en la espalda—. Escuche y diga la verdad, Lebiadkin. ¿Ha denunciado usted algo a las autoridades o todavía no? ¿Ha hecho efectivamente algo o no? ¿No ha escrito por pura necedad alguna carta a alguien?

—No, señor, no he… hecho nada ni he pensado hacerlo —respondió el capitán mirando a Stavrogin como si no lo viera.

—Miente usted al decir que no ha pensado hacerlo. Para eso quiere ir a Petersburgo. Si no ha escrito usted, ¿no le ha ido con cuentos a alguien de por aquí? Diga la verdad. Algo he oído de eso.

—Le conté cosas a Liputin un día que yo estaba borracho. Liputin es un traidor. Yo le abrí mi corazón —murmuró el pobre capitán.

—Déjese de corazones. No se haga el tonto. Si pensó hacerlo debió callárselo. Hoy día la gente lista se mete la lengua en el bolsillo y no dice nada.

—¡Nikolai Vsevolodovich! —dijo el capitán tembloroso—. ¡Pero si usted no tomó parte en nada! ¡Si yo a usted no le…!

—Claro que no pensaría usted denunciar a su vaca lechera.

—¡Nikolai Vsevolodovich, juzgue por sí mismo! —y desesperado, con lágrimas en los ojos, el capitán se apresuró a relatar sus andanzas de los últimos cuatro años. Era la necia historia de un imbécil que se había metido en asuntos que nada tenían que ver con él, sin darse cuenta de su gravedad hasta el último momento a causa de su sempiterna embriaguez y depravación. Contó cómo fue en Petersburgo donde primero «se había dejado seducir, por pura amistad, como estudiante genuino, aunque no era estudiante», y cómo sin saber nada, «ni siquiera de qué era inocente», iba dejando octavillas en las escaleras de las casas, las depositaba por docenas a las puertas, las metía en los buzones en vez de los periódicos, las llevaba a los teatros, los embutía en los sombreros y las deslizaba en los bolsillos. Más tarde empezó a cobrar dinero por ello, porque «fondos, ¿a ver qué fondos tenía yo?». En dos distritos de otras tantas provincias había repartido «toda clase de porquerías».

—¡Oh, Nikolai Vsevolodovich! —exclamó—. ¡Lo que más me dolía era que ello infringía las leyes civiles y sobre todo las patrióticas! Un día imprimieron un pasquín incitando a los campesinos a salir con las horcas de aventar mieses y recordándoles que quien saliera pobre por la mañana podría volver a casa rico por la noche. ¡Figúrese, señor! Me hizo temblar, pero seguí repartiéndolo. O bien, cinco o seis renglones dirigidos a toda Rusia, sin pies ni cabeza: «Cerrad las iglesias cuanto antes, abolid a Dios, romped los lazos matrimoniales, anulad el derecho de herencia, armaos de cuchillos», y no sé qué demonios más. Y fue con ese papelito, con el de los cinco renglones, con el que casi me cogieron, pero los oficiales del regimiento se contentaron con darme una paliza y, Dios los bendiga, me soltaron. El año pasado también estuve a punto de que me atraparan cuando le endilgué a Koroyayev unos billetes falsos de cincuenta rublos hechos en Francia; pero, gracias a Dios, Koroyayev cayó en un estanque y se ahogó cuando estaba borracho y no tuvo tiempo de denunciarme. Aquí, en casa de Virginski, proclamé la libertad de la mujer socialista. El mes de junio pasado también estuve repartiendo propaganda en uno de los distritos de por aquí. Me dicen que tendré que volver a hacerlo… Piotr Stepanovich me da a entender que tendré que hacer lo que se me mande, y viene amenazándome desde hace tiempo. ¡Porque hay que ver cómo me trató el domingo! ¡Nikolai Vsevolodovich, soy un esclavo, soy un gusano, no un Dios, y en eso me diferencio del poeta Derzhavin! ¡Pero es que estoy muy mal de fondos!

Nikolai Vsevolodovich lo escuchó todo con curiosidad.

—Mucho de eso no lo sabía —dijo—. Claro que a usted puede pasarle cualquier cosa… Escuche… —prosiguió tras un momento de cavilación—. Si quiere, dígales…, bueno, ya sabe a quiénes, que Liputin mintió y que usted sólo quiso asustarme con la amenaza de una denuncia, suponiendo que yo también estaba comprometido y esperando así sacarme más dinero… ¿Comprende?

—Nikolai Vsevolodovich, estimado amigo, ¿cree que me amenaza un gran peligro? Lo esperaba para preguntárselo.

Nikolai Vsevolodovich sonrió irónico.

—Por supuesto, a Petersburgo no lo dejarían ir aunque yo le diera dinero para el viaje… Pero, en fin, ya es hora de ir a ver a María Timofeyevna —y se levantó de su asiento.

—¿Y qué será de María Timofeyevna, Nikolai Vsevolodovich?

—Pues lo que ya he dicho.

—Pero ¿hablaba usted en serio?

—Aún no lo cree, ¿verdad?

—Pero ¿es posible que me deseche usted como un zapato viejo?

—Lo veremos —contestó Nikolai Vsevolodovich riendo—. Bueno, allá voy.

—¿No cree, señor, que debo esperar en el escalón de la puerta para no oír, aun sin querer, la conversación de ustedes…? Las habitaciones de aquí son pequeñas.

—Buena idea. Espere en el escalón. Tome mi paraguas.

—¿Su paraguas? ¿Acaso lo merezco? —preguntó el capitán en tono azucarado.

—Todo el mundo merece un paraguas.

—Con frase breve ha definido usted el mínimo de los derechos del hombre…

Pero el capitán ya murmuraba algo maquinalmente. Se sentía anonadado por los informes recibidos, que lo habían sacado enteramente de sus casillas. Pero no bien se instaló en el escalón y abrió el paraguas cuando en su mente frívola y truhanesca volvió a surgir la eterna y consoladora idea de que se burlaban de él, de que le estaban mintiendo, y de que, por tanto, no era él quien debía asustarse, y que eran los otros los que le temían a él.

«Si mienten y se burlan, ¿qué hay detrás de todo ello? —le daba vueltas en la cabeza. El anuncio del matrimonio le parecía una estupidez—. Claro que cualquier cosa es posible en un hechicero como éste, que sólo vive para hacerle daño a la gente. ¿Pero y si él mismo tiene miedo después del insulto del domingo, y miedo como no lo ha tenido nunca? Por eso ha venido corriendo a decirme que él hará el anuncio; por miedo a que yo mismo lo haga. ¡No desbarres, Lebiadkin! ¿Y por qué viene de noche, a la chita callando, cuando dice que lo que quiere es publicidad? Y si tiene miedo, quiere decirse que lo tiene ahora, ahora mismo, justamente en estos últimos días… ¡Cuidado, Lebiadkin, no te hagas un lío…! Me asusta con Piotr Stepanovich. ¡Vaya berenjenal en que me he metido! ¡Menudo atolladero! No debiera haber soltado la lengua con Liputin. El demonio sabe lo que estarán rumiando esos monstruos. Nunca les he podido calar las intenciones. Vuelven a agitarse como hace cinco años. ¿Y a quién iba yo a denunciarlos? “¿No le escribió usted a alguien por pura estupidez?”. Hum. Por lo tanto, es posible escribir a alguien so capa de estupidez. ¿Acaso no me lo aconseja? “Usted va a Petersburgo con ese propósito”. ¡El muy pícaro! ¡Yo sólo estaba acariciando la idea y él me lo ha adivinado! ¡Es como si él mismo me estuviera pinchando para que vaya! Bueno, una de dos: o efectivamente tiene miedo porque ha hecho algo que no debe, o…, o no tiene miedo alguno y lo que hace es azuzarme para que los denuncie a todos. ¡Ay, Lebiadkin, en qué lío te has metido! ¡No metas la pata ahora, Lebiadkin…!».

Absorto en sus pensamientos se olvidó de escuchar. De todos modos la puerta era gruesa y hablaban en voz demasiado baja. De nada le servía quedarse adentro, de modo que lanzó un escupitajo, salió a la calle y comenzó a silbar.

Los demonios
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