3

Fue tras los pasos de Lizaveta Nikolayevna, que todavía estaba cerca de la casa. Aleksei Yegorovich, vestido de frac y sin sombrero, iba caminando tras ella, caminaba con miedo y se le escapaban unas lágrimas cuando por fin la detuvo. Mientras se inclinaba respetuosamente le rogó que aguardara el coche.

—Regresa. El señor quiere el té y no hay nadie que se lo sirva —dijo Piotr Stepanovich dándole un empujón y tomando a Liza del brazo.

Ella no intentó soltarse, pero parecía no estar muy consciente de lo que estaba haciendo.

—Debo señalarle que ha tomado el camino equivocado —murmuró Piotr Stepanovich deprisa—. Es por aquí y no por el jardín. Además, por ejemplo, nunca llegaríamos yendo a pie, porque de aquí hasta su casa median tres verstas, y además no lleva ropa como para caminar. ¡Un instante aguarde tan solo! Tengo aquí mi coche, y el caballo está ahí en el corral. Lo traigo en un momento, la subo y la llevo a casa sin que nadie la vea.

—¡Qué bueno es usted…! —dijo Liza amablemente.

—¡Por Dios, nada de eso! En un caso como éste cualquier hombre de sentimientos humanitarios haría lo mismo.

Liza lo miró con sorpresa.

—¡Dios! ¡Creía que era ese viejo que todavía estaba aquí!

—Escuche. Me alegro mucho de que tome las cosas así, porque todo esto no es más que un prejuicio estúpido. Y ya que hemos llegado a este punto, ¿no será mejor que sea ese viejo el que prepare el coche? Sería cuestión de diez minutos. Nosotros nos volveríamos y esperaríamos en el porche. ¿Eh? ¿Qué dice?

—Yo quiero ir primero a… ¿Dónde están esos muertos?

—¡Ah! ¡Qué idea! Era eso lo que me temía… No, no, no, mejor será que dejemos a esos pobres infelices en paz. Además, allí no se le ha perdido a usted nada.

—Sé dónde están. Conozco la casa.

—Bueno ¿y qué importa ahora? ¡Pero, santo Dios! ¿No ve que está lloviendo? ¿Que hay niebla? (¡Qué cruz cargo con este deber sagrado…!). Escuche, Lizaveta Nikolayevna, una de dos: o va conmigo en el coche, y en ese caso me espera usted aquí sin moverse, porque si damos veinte pasos más nos verá Mavriki Nikolayevich.

—¿Mavriki Nikolayevich? ¿Dónde? ¿Dónde?

—Bueno, si desea reunirse con él, vamos un poquito más adelante, si usted quiere, y le enseño dónde está sentado. Y yo me despido. En este momento no quiero acercarme a él.

—¡Dios mío! ¡Me está esperando! —exclamó ella ruborizada.

—¡Por lo que más quiera, amiga mía! ¡Si es un hombre sin prejuicios! Sepa usted, Lizaveta Nikolayevna, que yo no tengo nada que ver con este asunto. A mí nada me importa de él, y usted bien lo sabe. Pero, con todo, deseo el bien de usted… Si falló lo de nuestro «barco», si no era más que un casco viejo y podrido, sólo servía para el desarma…

—¡Qué maravilla! —exclamó Liza.

—Qué maravilla y, sin embargo, está usted llorando a lágrima viva. Lo que necesita es valor. Debe usted estar en todo a la altura de un hombre. En estos tiempos cuando una mujer… ¡Qué demonio! —Piotr Stepanovich estuvo a punto de escupir—. Y sobre todo no lamentarse de nada. Quizá todo salga bien finalmente. Mavriki Nikolayevich es hombre…, sí, bueno. Hombre de sentimientos, aunque no habla mucho. Lo que, bien mirado, también está bien, con tal que, ¡obviamente!, no tenga prejuicios…

—¡Qué maravilla! ¡Qué maravilla! —dijo Liza con risa histérica.

—Bueno, ¡qué demonio!… Lizaveta Nikolayevna —Piotr Stepanovich acabó por enfadarse—, yo estoy aquí sólo por usted… porque, en fin de cuentas, a mí nada me va en ello… Anoche la ayudé cuando usted misma lo quería; ahora bien, hoy… Pero, mire, desde aquí se puede ver a Mavriki Nikolayevich. Mire dónde está; no nos ve. Diga, Lizaveta Nikolayevna, ¿ha leído usted Polinka Sachs?

—¿Qué es eso?

—Es una novela cuyo título es Polinka Sachs. Yo la leí cuando era estudiante… En ella figura un alto funcionario llamado Sachs, hombre rico, que detiene a su mujer por infidelidad en una casa de campo… Pero ¡qué demonio!, no importa. Ya verá usted cómo Mavriki Nikolayevich pide su mano antes de que llegue usted a casa. Todavía no nos ha visto.

—¡Ay! ¡Que no nos vea! —gritó de pronto Liza como loca—. ¡Salgamos de aquí! ¡Vámonos! ¡Al bosque!

Y dio la vuelta corriendo.

—¡Lizaveta Nikolayevna, eso es sólo cobardía! —Piotr Stepanovich corrió tras ella—. ¿Por qué no quiere que la vea? Al contrario, mírelo cara a cara y con orgullo… Y si es por eso…, por lo de la virginidad…, eso es un prejuicio tan tonto… Pero ¿a dónde va usted, a dónde va? Lo mejor es que volvamos a Stavrogin y tomemos mi coche… Pero ¿a dónde va usted? ¡Por ahí se va al campo…! ¡Por Dios, se ha caído…!

Se detuvo. La muchacha volaba como un pájaro, sin rumbo, y Piotr Stepanovich quedaba ya a cincuenta pasos tras ella. Liza tropezó en un montón de tierra y cayó. En ese momento se oyó detrás un grito desgarrador, un grito de Mavriki Nikolayevich, que había visto la carrera y la caída y corría hacia la joven a campo traviesa. Piotr Stepanovich se apresuró a guarecerse tras la verja de Stavrogin para subirse a su coche cuanto antes.

Mavriki Nikolayevich, poseído de espanto, estaba ya junto a Liza, que se estaba incorporando, se inclinó sobre ella y tomó una de sus manos. La increíble escena de ese encuentro le había causado fuerte conmoción, y las lágrimas corrían copiosas por sus mejillas. Veía a la mujer adorada correr como loca a campo traviesa, a esa hora, con ese tiempo, sin otro abrigo que el vestido vaporoso de la víspera, arrugado ahora y tras la caída, cubierto de barro… Sin poder articular una palabra, se quitó el gabán y con manos trémulas cubrió con él los hombros de la joven. Y de pronto mientras ella le besaba las manos, exclamó:

—¡Liza! ¡Soy un inútil, pero no me aleje de su lado!

—¡Vámonos de aquí cuanto antes! ¡No me abandone! —y fue ella quien ahora, agarrándolo de la mano, lo arrastró tras sí—. Mavriki Nikolayevich —prosiguió bajando la voz con timidez—, allí traté de hacerme la valiente, pero ahora tengo miedo a la muerte. Voy a morir, voy a morir pronto, pero tengo miedo, tengo miedo de morir… —murmuraba estrujándole la mano con fuerza.

—¡Oh, si hubiera alguien por aquí! —dijo él, mirando desesperado a su alrededor—. ¡Cualquier caminante! ¡Se mojará usted los pies…, va a perder usted el juicio!

—Estoy bien, estoy bien —dijo ella animándolo—. Con usted no tengo miedo. Tómeme de la mano y lléveme… ¿A dónde vamos ahora? ¿A casa? No, primero quiero ver a ésos a quienes han matado. Dicen que su esposa ha sido asesinada, pero él asegura que ha sido él quien la ha matado. No es cierto, ¿verdad que no? Quiero ver con mis propios ojos a los que han sido asesinados… por mi causa… Por ellos dejó de quererme anoche… Los veré y lo sabré todo. ¡Deprisa, deprisa! Conozco esa casa…, allí hay fuego… Mavriki Nikolayevich, amigo mío, no perdone a esta mujer deshonrada. ¿Por qué perdonarme? ¿Para qué llorar? ¡Golpéeme hasta matarme ahora como a un perro!

—Nadie la está juzgando —dijo Mavriki Nikolayevich con voz firme—. ¡Que Dios la perdone! ¡Yo no estoy indicado para ser su juez!

Decían todo esto tomados de la mano, caminando a toda velocidad como alucinados. Iban hacia el fuego. Mavriki Nikolayevich no perdía la esperanza de encontrar aunque sólo fuera un carro, pero no había ninguno por allí. Una fina llovizna envolvía el campo entero, absorbiendo todo rayo de luz, todo matiz, y diluyéndolo todo en una masa informe, grisácea y humosa. Hacía ya un rato que había amanecido pero aún parecía de noche. Imprevistamente apareció entre esa neblina tenebrosa y fría una figura estrambótica y absurda. Pienso ahora que, yo en lugar de Lizaveta Nikolayevna, tampoco habría dado crédito a mis ojos; y, sin embargo, lanzó un grito de alegría y al punto reconoció a la persona que llegaba. Era Stepan Trofimovich. Cómo se había puesto en camino, de qué modo había llevado a la práctica la insensata idea de su huida…, eso queda para más adelante. Ahora sólo indicaré que ya tenía fiebre esa mañana, pero ni siquiera la dolencia bastó para detenerlo. Caminaba con paso firme sobre el terreno húmedo. Bien claro estaba que había discurrido la aventura con todo el esmero de que era capaz, sin ayuda de nadie y con falta absoluta de experiencia. Iba vestido «de camino», lo que quiere decir que llevaba un abrigo recio con ancho cinturón de charol cerrado con hebilla, y un par nuevo de botas altas en las que iban remetidos los pantalones. Probablemente venía imaginando desde tiempo atrás que tal debía ser el porte de un viajero y había preparado días antes el cinturón y las botas altas con rebordes brillantes como los de un húsar. Un sombrero de ala ancha, una bufanda arrollada al cuello, un bastón en la mano derecha y un maletín pequeño pero bien atiborrado en la izquierda completaban su equipo. Por añadidura empuñaba en la mano derecha un paraguas abierto. Esos tres artículos —paraguas, bastón y maletín— habían sido no poco engorrosos durante la primera versta del trayecto y más pesados aún durante la segunda.

—¿Pero es usted? —gritó Liza mirándolo con apenado asombro tras el primer arranque de instintivo gozo.

Lise! —gritó a su vez Stepan Trofimovich corriendo hacia ella casi delirante también—, Chère, chère, ¿pero es usted…? ¿Y en esta niebla? ¡Vea usted el resplandor! Vous étes malheureuse, ríest-cepas? Lo veo, lo veo, pero no me lo diga. Tampoco me pregunte. Nous sommes tous malheureux, mais il faut les pardonner tous. Pardonnons, Lise, y seamos libres para siempre. Dar la espalda al mundo y ser plenamente libres… il faut pardonner, pardonner et pardonner!

—¿Por qué está usted de rodillas?

—Porque despidiéndome del mundo quiero también despedirme de todo mi pasado al alejarme de usted —dijo llevándose ambas manos a sus ojos desbordados de lágrimas—. Me arrodillo ante todo lo que fue bello en mi vida. Lo beso y doy gracias. Me he abierto a mí mismo en canal: a un lado está el lunático que soñaba con volar al cielo, vingt-deux ans!; al otro un viejo tutor desvencijado y perdido… chez ce marchand, sil existe pour tant ce marchand… ¡Pero está usted empapada, Lise! —gritó incorporándose de pronto al sentir que sus propias rodillas se humedecían al tocar el suelo—. ¿Cómo es posible que lleve ese vestido…? ¿A pie y por este campo…? ¿Está llorando? Vous étes malheureuse? Bah, he oído algo… Pero ¿de dónde viene ahora? —preguntaba con rapidez e inquietud, mirando a Mavriki Nikolayevich con aguda perplejidad—. Mais savez-vous l’heure quil est?

—Stepan Trofimovich, ¿ha oído algo por ahí de unas personas asesinadas…? ¿Es verdad? ¿Es verdad?

—¡Ah, qué gente ésa! Toda la noche he visto el resplandor de lo que han estado haciendo. No podían acabar de otra manera… —Sus ojos relampaguearon de nuevo—. Huyo de una pesadilla, de un sueño alucinante. Huyo para encontrar a Rusia, existe-t-elle, la Russie! Bah! C’est vous, cher capitaine! Nunca dudé de que lo encontraría en alguna parte embarcado en una gran aventura… Pero tome mi paraguas y… ¿por qué va a pie? Por Dios santo, tome mi paraguas, que yo en todo caso alquilaré un coche en algún sitio. Yo voy a pie porque Stasie (es decir, Nastasya) habría desempedrado a gritos la calle entera de haber sabido que me iba. Por eso he escurrido el bulto furtivo en lo posible. No sé. En La Voz escriben que hay robos por todas partes, pero ¡vamos, me dije, no puede ser que tropiece con un ladrón en cuanto salga del camino! Chère Lise, me parece haberle oído decir que alguien ha matado a alguien. Oh, mon Dieu, ¡usted está enferma!

—¡Vamos, vamos! —gritó Liza casi histérica, tirando de nuevo a Mavriki Nikolayevich—. Espere, Stepan Trofimovich —dijo volviéndose a él—, espere, pobrecito, que haga sobre usted la señal de la cruz. Rece, también por la «pobre» Liza… sólo un poquito, no se tome demasiada molestia. Mavriki Nikolayevich, devuelva el paraguas a este niño. ¡Vamos, devuélvaselo! Así… ¡Vamos, vamos!

Llegaron a la casa aciaga en el momento preciso en que se agolpaba frente a ella mucha gente que ya había oído bastantes comentarios acerca de Stavrogin y lo beneficioso que le había resultado asesinar a su esposa. Sin embargo, insisto en destacar que la inmensa mayoría de los presentes seguían escuchando sin chistar y sin moverse. Algunos borrachos estaban exaltados junto a otros desequilibrados como el artesano, que gesticulaba con los brazos en alto. Todo el mundo lo tenía como hombre pacífico, pero que a veces perdía los estribos si algo le caía mal por cualquier cosa. No vi llegar a Liza y Mavriki Nikolayevich, pero fue a ella a quien distinguí primero. Quedé estupefacto al verla entre la multitud, un tanto lejos de mí; a Mavriki Nikolayevich no lo vi al principio. Parecía haberse quedado momentáneamente atrás, a dos pasos de ella, quizá por falta de lugar o quizá porque lo hicieran retroceder. Liza, que se abría camino a empujones por entre el gentío, alucinada, sin ver ni notar nada a su alrededor, atrajo pronto, por supuesto, la atención general. Las voces se alzaron y de pronto el ruido era infernal. Hasta el momento en que una de las voces gritó: «¡Es la hembra de Stavrogin!». Y del lado opuesto se oyó: «¡Además de matar se acercan a mirar lo que han hecho!». De pronto vi que detrás de ella una mano se alzaba y se descargaba sobre su cabeza. Liza cayó. Mavriki Nikolayevich lanzó un grito espantoso, fue en su ayuda, y con toda su fuerza golpeó al hombre que estaba entre él y Liza. Pero en ese instante el artesano del que hemos hablado lo agarró por detrás con ambos brazos. Durante algún tiempo fue imposible distinguir nada entre el alboroto. Liza se levantó, pero volvió a desplomarse alcanzada por un nuevo golpe. De pronto se apartó la multitud y formó un pequeño círculo alrededor de la joven, que yacía en tierra, mientras Mavriki Nikolayevich, de pie junto a ella, cubierto de sangre y loco de dolor, gritaba, lloraba y se retorcía las manos. No recuerdo exactamente lo que pasó después; sólo que se llevaban a Liza. Corrí tras ella; estaba aún viva y quizá consciente. Sacaron al artesano y a tres hombres más del medio de la muchedumbre. Los detuvieron. Los tres siguen aún hoy negando haber participado. Quizás es verdad lo que dicen. El artesano, aunque atrapado in fraganti, pero retrasado mental, es todavía incapaz de dar cuenta detallada de lo sucedido. Yo también, como testigo ocular, aunque estuve a cierta distancia del lugar donde ocurrieron los hechos, tuve que prestar declaración ante el magistrado a cargo de la investigación. Lo que declaré fue que los hechos habían sido consecuencia de acciones casuales, que había sido un acto cometido por personas que si bien podían guardar malas intenciones, estaban alcoholizados y no eran muy conscientes de lo que estaban haciendo. Todavía hoy sigo pensando lo mismo que dije en mi declaración.

Los demonios
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