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El día del festival, ideado por Iulia Mihailovna como suscripción a beneficio de las instituciones de nuestra provincia, había sido fijado ya varias veces y aplazado otras tantas. En torno de ella se afanaban el inevitable Piotr Stepanovich, el pequeño funcionario Liamshin, que hacía de recadero, a quien en otro tiempo vimos visitando a Stepan Trofimovich y que, de pronto, ganó favor en casa del gobernador por saber tocar el piano; también Liputin, en quien Iulia Mihailovna pensaba como redactor jefe de un futuro e independiente periódico provincial; algunas señoras y señoritas y, por último, hasta Karmazinov, que, aunque no se movía mucho, decía en voz alta y con aire satisfecho que sorprendería agradablemente a todo el mundo cuando empezasen las cuadrillas literarias. Los suscriptores y donantes surgieron en número extraordinario: toda la crema de la sociedad ciudadana; pero también eran admitidos los que no eran de la crema, con tal de que vinieran con el dinero en la mano: Iulia Mihailovna observó que a veces era menester permitir la mezcla de clases sociales, porque, de otro modo, «¿quién iba a instruirlas?». Se formó una comisión doméstica particular a la que se dio el encargo de que el festival fuese democrático. Lo numeroso de las suscripciones incitaba al dispendio: se quería hacer algo fabuloso —y he ahí el porqué de los aplazamientos—. Aún no se habían puesto todos de acuerdo sobre dónde debía darse el baile: si en la enorme residencia de la mariscala, que ella estaba dispuesta a ceder ese día, o en casa de Varvara Petrovna, en Skvoreshniki. Skvoreshniki quedaba un poco lejos, pero muchos de los de la comisión insistían en que allí se podría estar «más libre». La propia Varvara Petrovna deseaba vivamente que escogieran su casa. Resulta difícil entender por qué esta orgullosa mujer le hacía la rueda, o poco menos, a Iulia Mihailovna. Probablemente le agradaba que ésta, a su vez, casi se humillase ante Nikolai Vsevolodovich y se mostrase más amable con él que con nadie. Repito una vez más que Piotr Stepanovich no cesaba de decir en secreto a todo el mundo en casa del gobernador, y fomentar de continuo, la idea —que ya había insinuado antes— de que Nikolai Vsevolodovich tenía contactos muy confidenciales con los más secretos círculos y que seguramente éstos le habían confiado alguna misión entre nosotros.
Era extraño aquellos días el estado de los ánimos. Sobre todo entre las señoras se echaba de ver alguna frivolidad, sin que se pueda decir que surgiera gradualmente. Ciertas nociones en extremo descaradas parecían flotar en el aire. Había algo jubiloso, al par que liviano, en el ambiente, y no diré que fuera siempre agradable. Estaba de moda juzgar las cosas torcidamente. Más tarde, cuando todo concluyó, se acusó de esta actitud a Iulia Mihailovna, a su camarilla y su influencia; pero a duras penas podía ser ella la causa de todo. Al contrario. En un principio, muchas personas pujaban por ver quién alababa más a la nueva gobernadora por haber unido a la sociedad y dar a todo un matiz más alegre. Ocurrieron algunos sucesos escandalosos, de los que de ningún modo tuvo la culpa Iulia Mihailovna, pero a la sazón todo el mundo se limitó a divertirse y reír y no hubo nadie que les pusiera coto. Es cierto que al margen quedaba un grupo bastante considerable de personas que tenían ideas muy diferentes acerca del curso de los acontecimientos. Pero tampoco esta gente se quejó entonces. Lo que hizo fue sonreír.
Recuerdo que por aquellas fechas se formó, de modo espontáneo, un círculo bastante amplio, cuyo centro, a decir verdad, quizás estuviera en el salón de Iulia Mihailovna. En esa camarilla íntima que se agrupaba a su alrededor, y, por supuesto, entre los miembros jóvenes de ella, se permitía hacer —y aun llegó a ser regla que se hicieran— toda suerte de travesuras, en ocasiones, por cierto, harto extravagantes. En esa camarilla había incluso algunas damas muy encantadoras. Los jóvenes organizaban giras campestres y veladas; a veces circulaban por la ciudad en coches y a caballo, formando verdaderas cabalgatas. Iban en busca de aventuras, hasta inventándolas a propósito, sólo para tener algo divertido que contar. Trataban nuestra ciudad como si fuera la Ciudad del Destino del cuento de Schedrin. La gente los tildaba de bufones o payasos, porque se atrevían a todo. Sucedió, por ejemplo, que una noche la esposa de un teniente local, morenita y aún joven, aunque algo ajada por los malos tratos que le daba el marido, se sentó, por pura ligereza, a jugar fuerte en una partida de whist, con la esperanza de ganar bastante para comprarse una capota; pero en lugar de ganar perdió quince rublos. Temiendo al marido y sin poder pagar, apeló a su audacia de antaño y decidió pedir en secreto, allí mismo, un préstamo al hijo de nuestro alcalde, chico prematuramente vicioso. Éste no sólo no se lo dio, sino que fue riendo a decírselo al marido. El teniente, que únicamente con su sueldo pasaba verdaderas estrecheces, llevó a su mujer a casa y se vengó a su gusto, no obstante los gritos y quejas de ella y de que le pidiera de rodillas que la perdonase. Esta historia repugnante no causó sino risa en toda la ciudad; y aunque la pobre mujer no era del grupo que rodeaba a Iulia Mihailovna, una de las damas de la «cabalgata», persona excéntrica y aventurera que conocía un poco a la esposa del teniente, fue en su coche a verla y, sin pararse en barras, se la llevó a su casa. Al momento todos nuestros botarates se apoderaron de ella, la halagaron, la colmaron de regalos, y la retuvieron cuatro días sin devolvérsela al marido. Estuvo viviendo en casa de la señora aventurera, paseando en coche con ella y con toda la festiva compañía todo el santo día y por toda la ciudad, y tomando parte en todos los festejos y diversiones. La incitaban de continuo a que llevara al marido a los tribunales y lo procesara. Le aseguraban que todos la apoyarían y se presentarían a declarar. El marido callaba, sin osar volver por sus derechos. La pobrecilla comprendió al cabo que se había metido en un laberinto y, medio muerta de terror, se zafó de sus protectores en la noche del cuarto día y fue a reunirse con el marido. No se sabe a ciencia cierta qué pasó entre los esposos; pero las persianas de los dos huecos de la casita de madera del teniente no se abrieron durante quince días. Iulia Mihailovna se incomodó con los revoltosos cuando se enteró del caso y quedó descontenta de la conducta de la dama aventurera, aunque ésta le había presentado a la mujer del teniente el mismo día del rapto. Pero el incidente cayó pronto en el olvido.
En otra ocasión, un empleado del Estado de poca categoría, respetado padre de familia, casó a su hija —muchacha muy agraciada de diecisiete años a quien todos conocían— con un joven funcionario también de baja graduación procedente de otro distrito. Pero de buenas a primeras se supo que el novio se había portado muy mal con la novia en la noche de bodas, vengando en ella su mancillado honor. Liamshin, que había sido testigo de la escena por haberse embriagado en la boda y haber tenido que quedarse esa noche en la casa, recorrió la ciudad no bien despuntó el día divulgando la alegre noticia. Al momento se formó una partida de una docena de hombres, todos a caballo, algunos en jamelgos cosacos de alquiler, como, por ejemplo, Piotr Stepanovich y Liputin, que, a despecho de sus canas, tomaba parte por entonces en casi todas las andanzas escandalosas de nuestra frívola juventud. Cuando los novios aparecieron en la calle en un coche de dos caballos para hacer las visitas de cumplido que, según estipula nuestra costumbre, deben efectuarse indefectiblemente el día después de la boda, toda la cabalgata rodeó el vehículo entre alegres risotadas y los acompañó por la ciudad toda la mañana. Es cierto que no entraron en la casa y esperaron a la puerta en sus monturas; tampoco llegaron a insultar personalmente a los novios, pero, no obstante, provocaron un escándalo. La ciudad entera habló de ello. Todo el mundo, por supuesto, se rió. Pero esta vez fue Von Lembke el sulfurado, y tuvo de nuevo con Iulia Mihailovna una escena acalorada. Ella también se enfadó muchísimo y estuvo tentada de cerrar su puerta a los bribones. Pero al día siguiente los perdonó a todos, gracias a las súplicas de Piotr Stepanovich y algunas palabras de Karmazinov.
—Esto está conforme con las costumbres locales —dijo el último—. En todo caso, es típico y… atrevido. Vea usted que todo el mundo se ríe y que la única enfadada es usted.
Pero hubo también travesuras intolerables, de un matiz inequívoco.
En la ciudad apareció una mujer respetable, si bien de la clase artesana, vendiendo ejemplares del Nuevo Testamento. Se habló de ella porque los periódicos de Petersburgo habían publicado poco antes unos reportajes interesantes sobre tales vendedoras. Una vez más el bufón de Liamshin, ayudado por un seminarista que vagabundeaba por la ciudades a la espera de ser nombrado maestro en la escuela local, so pretexto de comprar unos libros a la buena mujer, metió subrepticiamente en la bolsa de ella un paquete lleno de fotografías indecentes y obscenas traídas del extranjero, cedidas a tal propósito, como se averiguó después, por un anciano muy decoroso cuyo nombre me callo, con una importante condecoración al cuello y aficionado, como él decía, a «la risa franca y las bromas alegres». Cuando la pobre mujer empezó a sacar de la bolsa las Sagradas Escrituras en nuestra Galería Comercial, salieron también las fotografías. Ello fue causa de hilaridad e indignación. La gente se congregó en torno de la mujer y empezó a abuchearla; y hasta la hubiera agredido de obra, de no haber llegado a tiempo la policía. La vendedora fue encerrada en una celda de la comisaría y sólo a la noche, gracias a los buenos oficios de Mavriki Nikolayevich, que se había enterado con indignación de los íntimos detalles de tan ruin historia, la pusieron en libertad y la expulsaron de la ciudad. De nuevo, Iulia Mihailovna estuvo a punto de cerrar sus puertas a Liamshin, pero esa misma noche nuestra gente, en nutrido grupo, lo llevó a casa de ella con la noticia de que había compuesto una nueva y divertida pieza para piano y persuadió a la dama para que la oyera. La pieza era, en efecto, festiva y llevaba el título absurdo de Guerra franco-prusiana. Empezaba con los sonidos amenazadores de La Marsellesa:
Qu’un sang impur abreuve nos sillons!
Retumbó el pomposo desafío, el éxtasis de futuras victorias. Pero, de pronto, mezclados de mano maestra con las variantes del himno —y procedentes de abajo, de un lado, de algún rincón, pero de muy cerca— suenan los compases triviales de Mein liebe Augustin. La Marsellesa no le hace caso. La Marsellesa está en la cumbre de su propia grandeza; pero Augustin va cobrando brío, Augustin se insolenta cada vez más; y he aquí que, de improviso, los compases de Augustin empiezan a fundirse con los de La Marsellesa. Ésta parece irritarse, toma por fin en cuenta a Augustin, quiere sacudírselo de encima, ahuyentarlo como mosca importuna y trivial, pero Augustin se agarra a ella con mayor fuerza, es festivo y arrogante, jubiloso e impertinente; y La Marsellesa parece de pronto volverse tonta de capirote; ya no disimula su irritación y rencor; se deshace en aullidos de indignación, lágrimas y juramentos, con los brazos extendidos a la Providencia.
Pos un pouce de notre terrain, pas une piece de nos forteresses!
Pero ahora se ve obligada a cantar con el mismo compás que Mein liebe Augustin. Su melodía se transforma de la manera más estúpida en la de Augustin, se debilita y desaparece. Sólo de cuando en cuando, como colándose por un intersticio, se oye otra vez «qu’un sang impur…», pero al instante se disuelve fatigada en el horrible vals. Por último, se resigna por completo: es ahora Jules Favre, que solloza sobre el pecho de Bismarck y que le entrega todo, todo… Ahora es a Augustin al que le toca ensoberbecerse; se oyen sonidos roncos, se tiene la impresión de beber cerveza a barriles, se siente el frenesí de la autoglorificación, la demanda de miles de millones, de cigarros caros, de champaña y de rehenes. Augustin se trueca en un furioso rugido… La guerra franco-prusiana llega a su fin. Nuestra gente aplaude, Iulia Mihailovna se sonríe y dice: «¿Cómo es posible echarlo de aquí?». Se hacen las paces. El granuja tiene, en efecto, talento. Stepan Trofimovich me aseguró en cierta ocasión que las personas de superlativo talento artístico pueden ser los mayores sinvergüenzas y que lo uno nada tiene que ver con lo otro. Más tarde corrió el rumor de que Liamshin había sustraído esa piececilla a un joven talentudo y modesto, conocido suyo, que estaba de paso por la ciudad y que siguió tan desconocido como antes; pero eso ahora no importa. Nuestro granuja, que durante algún tiempo mariposeó en torno de Stepan Trofimovich, imitando, cuando se le pedía, en las veladas de éste, a judíos de toda clase, o la confesión de una vieja sorda, o el nacimiento de un niño, ahora remedaba a veces en casa de Iulia Mihailovna, y de la manera más divertida, al propio Stepan Trofimovich bajo el título de «Un liberal de los años cuarenta». A todos les causó una risa tan convulsiva que resultó punto menos que imposible expulsarlo de allí: se había hecho demasiado indispensable. Por añadidura, adulaba servilmente a Piotr Stepanovich, que, a su vez, adquirió por entonces un ascendiente verdaderamente irresistible sobre Iulia Mihailovna…
No debiera haber hablado tan detalladamente de este sinvergüenza, puesto que no vale la pena detenerse en él; pero es que ocurrió un incidente repulsivo en el que, según lenguas, él también había tomado parte; incidente que no puedo pasar por alto en esta crónica mía.
Una mañana cundió por la ciudad la noticia de un sacrilegio tan perverso como repulsivo. A la entrada de nuestra enorme plaza del Mercado se levanta la iglesia del Nacimiento de la Virgen que, por su antigüedad, es una de las más notables de nuestra también antigua ciudad. A la puerta de la verja que rodea a la iglesia había desde hace mucho tiempo en el muro una enorme imagen de la Virgen tras una rejilla. Y he aquí que una noche fue despojada la imagen, hecho añicos el cristal que la protegía, destrozada la rejilla, y arrancadas de la corona y el manto algunas perlas y otras piedras preciosas, ignoro si de mucho valor. Pero lo importante era que, además del robo, se había cometido un sacrilegio insensato y decisorio: tras el roto cristal de la imagen encontraron a la mañana siguiente, según se dice, un ratón vivo. Ahora, cuatro meses después, se sabe con certeza que el delito fue cometido por Fedka, el presidiario, pero, por algún indicio, se dice que Liamshin también participó en él. Entonces nadie habló de Liamshin ni sospechó de él, pero ahora todos aseguran que fue él quien puso allí el ratón. Recuerdo que nuestras autoridades no sabían a qué atenerse. La gente se congregó desde la mañana en el lugar del delito, y desde entonces hubo allí un grupo, quizá no muy grande —en todo caso, de cien personas a lo más—. Llegaban unos y se marchaban otros. Los que llegaban se santiguaban y besaban la imagen. Empezaron los donativos, hizo su aparición una bandeja para la colecta y, junto a ella, un monje; y sólo a las tres de la tarde pensaron las autoridades en la posibilidad de mandar que no se congregase allí la gente, sino que rezara, besara la imagen, hiciera el donativo y se fuera. Este lamentable incidente produjo en Von Lembke una impresión de lo más sombría. Según me han dicho, Iulia Mihailovna aseguraba después que desde esa mañana de mal agüero empezó a notar en su marido el extraño abatimiento que no lo abandonó hasta hace dos meses, cuando por causa de enfermedad hubo de marcharse de aquí, abatimiento que por lo visto padece todavía en Suiza, donde sigue descansando de su breve estancia en nuestra provincia.
Recuerdo haber llegado a la plaza a la una de la tarde; el gentío guardaba silencio y los semblantes expresaban consternación y tristeza. Un comerciante grueso y cetrino llegó en coche de punto, se apeó, hizo una profunda reverencia, besó la imagen, puso un rublo en la bandeja, volvió suspirando a su coche y partió. Llegaron asimismo en un carruaje dos de nuestras damas, en compañía de dos de nuestros revoltosos. Los mozos (uno de los cuales no lo era ya tanto) se apearon también del carruaje y se abrieron paso hasta la imagen, apartando a la gente de manera harto descortés. Ninguno de los dos se quitó el sombrero y uno de ellos se caló los lentes. La gente empezó a murmurar, en voz baja, sí, pero de modo nada amable. El de los lentes sacó un portamonedas abarrotado de billetes y de él extrajo una pieza de cobre que arrojó en la bandeja; y, riendo y hablando fuerte, ambos volvieron al carruaje. En ese mismo instante llegó a caballo Lizaveta Nikolayevna, acompañada de Mavriki Nilolayevich. Saltó de su montura, lanzó las riendas a su acompañante, que, por orden de ella, permaneció montado, y se acercó a la imagen en el momento en que era arrojada en la bandeja la moneda de cobre. Una ola de indignación coloreó sus mejillas. Se quitó el sombrero redondo y los guantes, cayó de rodillas ante la imagen en la acera cubierta de barro y se postró reverentemente tres veces. Luego sacó el bolso, en el que sólo halló unas cuantas monedas de plata, por lo que al momento se quitó los pendientes de brillantes y los puso en la bandeja.
—¿Puedo dejarlos? ¿Puedo? ¿Para adornar el manto? —preguntó llena de agitación al monje.
—Puede usted —respondió éste—. Todo donativo es una bendición.
La gente guardó silencio, sin expresar aprobación o desvío. Lizaveta Nikolayevna montó en su caballo con el vestido cubierto de fango y salió al galope.