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Dos días después del suceso que acabamos de describir tropecé con ella en compañía de una numerosa pandilla que iba a algún lugar en tres carruajes rodeados de caballistas. Me hizo seña con la mano, detuvo el carruaje y me rogó con insistencia que me uniera al grupo. Me encontró sitio en el vestíbulo, me presentó riendo a sus acompañantes, damas elegantemente vestidas, y me explicó que todas iban a hacer una excursión sumamente interesante. Se reía a carcajadas y parecía demasiado alegre. Últimamente se había vuelto algo festiva y juguetona. En efecto, la aventura era excéntrica: todos se dirigían al otro lado del río, a casa del comerciante Sevostyanov. En un pabellón anexo a ella vivía desde hacía diez años —recluso, contento y cómodo— un «santo» y profeta medio ido de la cabeza, Semion Yakovlevich, famoso no sólo entre nosotros, sino también en las provincias vecinas y hasta en Moscú y Petersburgo. Todo el mundo lo visitaba, en particular, forasteros en busca de algún mensaje sibilino, que le rendían homenaje y le hacían ofrendas. Las ofrendas, a veces considerables, eran piadosamente enviadas a alguna iglesia, por lo común, al monasterio de Nuestra Señora, a menos que el propio Semion Yakovlevich las quisiera para sí. Con tal fin, un monje de ese monasterio montaba guardia constante junto a Semion Yakovlevich. Todos los de nuestro grupo contaban con divertirse mucho en la visita. Liamshin había estado antes a verle y afirmaba que Semion Yakovlevich había mandado que lo echaran de allí a escobazos; y con su propia mano le había tirado dos papas cocidas. Entre los que iban a caballo divisé a Piotr Stepanovich, de nuevo en un jamelgo cosaco de alquiler en el que se tenía con muy poca pericia, y Nikolai Vsevolodovich, también a caballo. Nikolai Vsevolodovich no desdeñaba participar de cuando en cuando en los pasatiempos generales y en tales ocasiones su semblante tomaba, según convenía, un cariz alegre, aunque, como de costumbre, hablaba poco y de tarde en tarde. Cuando, después de cruzar el puente, la cabalgata llegó a la altura de la hostería local, alguien hizo saber de buenas a primeras que en un cuarto de la hostería acababan de hallar a un viajero muerto de un tiro, y que estaban esperando a la policía. En seguida surgió la idea de ir a ver al suicida. La idea fue secundada: nuestras damas no habían visto nunca un suicidio. Recuerdo haber oído decir en voz alta a una de ellas que «todo era tan aburrido que, en materia de diversión, no había que andarse con escrúpulos, con tal de que fuera interesante». Sólo unos cuantos se quedaron a la puerta; los demás entraron en pelotón en el mugriento corredor y entre ellos, con gran sorpresa mía, vi a Lizaveta Nikolayevna. La habitación de quien se había pegado el tiro estaba abierta y, por supuesto, nadie se atrevió a cerrarnos el paso. El suicida era un chico joven, de no más de diecinueve años, que debía haber sido bastante guapo, de pelo rubio abundante, rostro ovalado de líneas regulares y frente noble y hermosa. Estaba ya rígido, y su pequeño rostro blanquecino parecía de mármol. En la mesa había una nota de su propia mano en la que decía que no se culpara a nadie de su muerte y que se había matado de un tiro porque se había «bebido» cuatrocientos rublos. La palabra «bebido» figuraba efectivamente en la nota; y en los cuatro renglones de que constaba había tres faltas gramaticales. Muy afectado, en particular, estaba un propietario grueso, al parecer vecino suyo, que se alojaba en la hostería por asuntos propios. De las palabras de éste parecía resultar que el muchacho había sido enviado del campo a la ciudad por su familia —madre viuda, hermanas y tías— para que, aconsejado por una pariente que vivía allí, hiciese varias compras para el ajuar de su hermana mayor, que estaba a punto de casarse, y las llevara a casa. Le encomendaron cuatrocientos rublos, fruto del ahorro de muchos años, gimiendo de terror y despidiéndole con infinitas advertencias, oraciones y señales de la cruz. Hasta entonces el muchacho había sido modesto y formal. Cuando llegó a la ciudad, tres días antes, no se presentó en casa de su pariente, se instaló en la hostería y fue derecho al casino, con la esperanza de encontrar en alguna habitación trasera un tahúr ambulante o, al menos, una partida de cartas en que se jugara fuerte. Pero esa noche no hubo ni tahúr ni partida. De regreso en la hostería, ya cerca de medianoche, pidió champaña y cigarros habanos y mandó preparar una cena de seis o siete platos. Pero se embriagó con el champaña, se mareó con los cigarros, por lo que no probó bocado de lo que le trajeron, y se acostó casi desmayado. Cuando despertó enteramente sereno al día siguiente, fue derecho a un arrabal del otro lado del río donde había un campamento de gitanos del que había oído hablar la víspera en la hostería, y no apareció por ésta durante dos días. Por último, el día antes, sobre las cinco de la tarde, volvió borracho, se acostó inmediatamente y durmió hasta las diez de la noche. Cuando despertó, pidió un filete, una botella de Château d’Yquem, uvas, papel, tinta y la cuenta. Nadie advirtió en él nada fuera de lo común: estaba sereno, plácido y amable. Seguramente se había disparado el tiro al filo de medianoche, aunque era raro que nadie hubiese oído el disparo y que sólo descubrieran el cadáver a la una de la tarde, cuando, al no recibir respuesta a las llamadas que se hicieron, fue derribada la puerta. La botella de Château d’Yquem estaba medio vacía, lo mismo que el plato de uvas. El disparo había sido hecho en pleno corazón con un revólver de dos cañones. Había muy poca sangre; el revólver se había desprendido de la mano y estaba en la alfombra. El muchacho yacía medio reclinado en un rincón del sofá. La muerte parecía haber sido instantánea, porque el rostro no reflejaba ningún sufrimiento agónico y su expresión era de sosiego, casi de felicidad, como la de quien no tiene cuidados. Toda nuestra gente estuvo contemplándolo con ávida curiosidad. Por lo general, en toda desgracia que sucede al prójimo, hay siempre algo que divierte al ojo ajeno, sea quien quiera el desgraciado. Nuestras damas miraban en silencio, mientras sus acompañantes hacían alardes de agudeza y notable presencia de ánimo. Uno de ellos observó que ésa era la mejor solución y que el chico no habría podido dar con otra mejor; otro concluyó que, aunque por poco tiempo, el chico había vivido bien; un tercero preguntó de pronto por qué tanta gente había empezado a ahorcarse y levantarse la tapa de los sesos entre nosotros, como si se sintiera desarraigada o se abriera la tierra bajo sus pies. Al que así razonaba lo miraron con desaprobación. Entonces Liamshin, jactándose de su papel de bufón, tomó del plato un pequeño racimo de uvas; luego otro, riéndose, hizo lo propio, y un tercero alargó la mano al Château d’Yquem, pero lo detuvo la llegada del jefe de policía, que incluso mandó «evacuar la habitación». Como todos habían visto bastante, salieron sin chistar, aunque Liamshin se puso a importunar al jefe de policía acerca de algo. El regocijo general, la risa y la cháchara festiva se redoblaron en la segunda mitad de la excursión.
Llegamos a casa de Semion Yakovlevich a la una de la tarde en punto. El portón de la casa bastante espaciosa del comerciante estaba abierto de par en par y daba también acceso al pabellón. Pronto nos enteramos de que Semion Yakovlevich estaba almorzando, pero que recibía. Toda nuestra pandilla entró en pelotón. La habitación en que recibía y almorzaba el «santo» era bastante amplia, con tres ventanas, y estaba dividida en dos partes iguales por una barrera enrejada de tres pies de altura que iba de pared a pared. Los visitantes ordinarios se quedaban en la parte de afuera de la barrera, pero a los afortunados se los dejaba entrar, por orden del «santo», en la parte que éste ocupaba, y lo hacían por una portezuela en mitad de la barrera. Allí los hacía sentarse, según su capricho, en unos sillones de cuero o en el sofá; él a su vez, se acomodaba invariablemente en un sillón anticuado y raído estilo Voltaire. Era hombre de complexión recia, abotagado, cetrino, de unos cincuenta y cinco años, rubio y calvo, rasurado de rostro, con la mejilla derecha hinchada y la boca algo torcida. También una verruga grande en el lado izquierdo de la nariz, ojos pequeños y semblante tranquilo, impasible y soñoliento. Estaba vestido a la moda alemana, con levita negra, pero sin chaleco ni corbata. Por debajo de la levita asomaba una camisa de tela basta, pero blanca. Los pies, de los que por lo visto padecía, los tenía enfundados en zapatillas. Alguien me dijo que había sido funcionario de cierta categoría. Acababa de tomar una sopa de pescado y empezaba su segundo plato: papas cocidas, sin pelar y con sal. Nunca comía otra cosa, pero bebía mucho té, al que tenía gran afición. Tres criados cedidos por el comerciante se afanaban a su alrededor: uno de ellos vestido de frac; otro con aire de campesino; y el tercero, de sacristán. Había también un muchacho de temperamento fogoso. Presente, además de los criados, estaba asimismo un monje de aspecto venerable, pelo cano y volumen excesivo, con un jarro para el dinero de la colecta. En una de las mesas hervía un enorme samovar y junto a él había una bandeja con hasta dos docenas de vasos. En otra mesa que estaba frente a ésa se veían los regalos traídos por los visitantes: unas hogazas de pan y algunas libras de azúcar, un par de libras de té, un par de zapatillas bordadas, un pañuelo de seda, un trozo de tela, un retazo de lino, etc. Los donativos en dinero iban casi todos a parar al jarro del monje. La habitación estaba llena de gente: sólo de visitantes había hasta una docena, dos de los cuales estaban del lado de allá de la barrera con Semion Yakovlevich: un viejo de cabello gris —peregrino de los de la gente del campo— y un monjecillo enjuto de cuerpo, venido de no sé dónde, que estaba sentado con aire decoroso y mantenía la vista fija en el suelo. Los demás visitantes estaban todos del lado de acá de la barrera, todos también gente del campo, salvo un comerciante gordo que había venido de la capital del distrito, hombre de barba larga, ataviado a la rusa, a quien se le conocía un capital de cien mil rublos; una aristócrata pobre y de edad avanzada y un hacendado. Todos estaban a la espera de su buena suerte, sin atreverse a despegar los labios. Cuatro personas estaban de rodillas, pero quien más llamaba la atención era el hacendado, hombre corpulento de unos cuarenta y cinco años, que se había arrodillado junto a la misma barrera delante de todos los demás, y esperaba reverentemente una mirada o palabra benévola de Semion Yakovlevich. Llevaba ya esperando cerca de una hora, pero el «santo» aún no se había fijado en él.
Nuestras damas se apretujaron contra la misma barrera, con alegres susurros y risitas. Apartaron a los que estaban de rodillas y a otros visitantes o se pusieron delante de ellos, pero no delante del hacendado, que se mantuvo impertérrito delante de todos, agarrando incluso la barrera con las manos. En Semion Yakovlevich convergieron miradas regocijadas y ávidamente curiosas a través de lorgnettes, lentes y hasta gemelos de teatro. Semion Yakovlevich, tranquilo e indolente, fijaba en todos sus ojos diminutos.
—¡Gente guapa! ¡Gente guapa! —se permitió decir con voz ronca de bajo y un timbre de exclamación en la voz.
Todas las señoras se echaron a reír: «¿Qué quiere decir con lo de gente guapa?». Pero Semion Yakovlevich guardó silencio y acabó de comerse la patata. Por último se limpió los labios con una servilleta y le sirvieron el té.
De ordinario no tomaba el té solo, sino que invitaba a algunos de los visitantes, aunque por supuesto no a todos, y acostumbraba a apuntar con el dedo a los agraciados. Estas disposiciones causaban siempre extrañeza por lo inesperadas. Desdeñando a los ricos y a los altos dignatarios, mandaba unas veces dar té a un campesino o una vieja decrépita; otras, pasando por alto a un mendigo, invitaba a un comerciante rico y bien cebado. El té que se ofrecía era también variado: a unos se les daba té con terrones de azúcar para chupar, a otros té azucarado, y, por último, a otros té sin pizca de azúcar. En esta ocasión los agraciados fueron el monjecillo, con un vaso de té azucarado, y el peregrino viejo, con un vaso de té sin azúcar. Al monje gordo del monasterio que tenía el jarro de la colecta no se le ofreció absolutamente nada, aunque hasta entonces había recibido su vaso todos los días.
—Semion Yakovlevich, dígame algo. ¡Hace tanto tiempo que quería conocerlo! —clamó con voz cantarina, sonriendo y guiñando los ojos, la dama elegante de nuestro carruaje que antes había dicho que en lo de divertirse no había que andarse con escrúpulos, con tal que la diversión fuera interesante. Semion Yakovlevich ni siquiera la miró. El hacendado que estaba de rodillas dio un suspiro hondo y sonoro que parecía salir de un enorme fuelle.
—¡Un vaso de té con azúcar! —gritó Semion Yakovlevich señalando al comerciante de los cien mil rublos. Éste dio unos pasos adelante y se colocó junto al hacendado.
—¡Echadle más azúcar! —ordenó Semion Yakovlevich cuando ya le habían llenado el vaso—. ¡Más, más todavía! —le pusieron azúcar una tercera y, por fin, una cuarta vez. El comerciante comenzó a beberse el jarabe sin chistar.
—¡Ay, Señor! —musitó la gente persignándose. El hacendado lanzó de nuevo un suspiro sonoro y hondo.
—¡Padre! ¡Semion Yakovlevich! —se escuchó de pronto, acongojada y de una estridencia inesperada, la voz de la señora pobre que nuestro grupo había apretujado contra la pared—. Llevo una hora entera esperando tu bendición, padre querido. Dime qué debo hacer; aconseja a esta pobre desgraciada.
—Pregúntale —mandó Semion Yakovlevich al que tenía cara de sacristán. Éste se acercó a la barrera.
—¿Ha hecho usted lo que le ordenó Semion Yakovlevich la vez pasada? —preguntó con voz baja y lenta a la viuda.
—¿Cómo iba a hacerlo, Semion Yakovlevich? ¡Pero si no puede una con ellos! —gimoteó la viuda—. Son unos caníbales. Se han querellado contra mí y amenazan con llevarme al Tribunal Supremo. ¡A mí, su propia madre!
—¡Dádselo! —Semion Yakovlevich señaló un pan de azúcar. El muchacho fue corriendo a tomar el pan de azúcar y se lo alargó a la viuda.
—¡Ay, padre, qué grande es tu caridad! Pero ¿qué voy a hacer yo con todo esto?
—¡Más! ¡Más! —Semion Yakovlevich multiplicó sus dádivas.
Le dieron otro pan de azúcar. «¡Más, más!», ordenaba el santo. Le entregaron un tercero y, por fin, un cuarto. La viuda se vio rodeada de panes de azúcar por los cuatro costados. El monje del monasterio suspiró; como en ocasiones anteriores, todo eso habría podido ir a parar al monasterio.
—Pero ¿qué voy a hacer yo con todo esto? —gimió humilde la viuda pobre—. ¡Me voy a poner mala! ¿O es que hay en esto una profecía, padre?
—Así es; una profecía —dijo uno de los presentes.
—¡Dale una libra más, una más! —Semion Yakovlevich no cejaba.
En la mesa quedaba todavía un pan de azúcar entero; Semion Yakovlevich mandó que se lo dieran y se lo dieron.
—¡Señor, señor! —la gente suspiró y se santiguó—. De seguro que esto es una profecía.
—Primero endulza tu corazón con la bondad y la caridad, y luego ven aquí a quejarte de tus propios hijos, carne de tu carne. Eso será lo que significa este obsequio —dijo en voz baja, pero satisfecha, el monje gordo del monasterio que había sido preferido en el reparto del té y que, en un acceso de amor propio lastimado, tomó sobre sí el oficio de truchimán.
—¿Cómo puedes decir eso, padre? —preguntó enojada la viuda—. ¡Pero si me llevaron arrastrando a las llamas cuando se prendió fuego la casa de Vershinin! ¡Si me metieron un gato muerto en el baúl! ¡Si están dispuestos a hacer todo lo malo que pueden!
—¡Échala de aquí! ¡Échala! —gesticuló Semion Yakovlevich.
El sacristán y el muchacho se lanzaron al otro lado de la barrera y cogieron a la viuda del brazo. Ésta, calmada un tanto, se dirigió remolona a la puerta, volviéndose a mirar los panes de azúcar que tras ella llevaba el muchacho.
—¡Quítale uno! ¡Quítaselo! —ordenó Semion Yakovlevich al campesino que se había quedado atrás. Éste corrió tras los que salían y, al poco rato, volvieron los tres criados trayendo el pan de azúcar regalado antes a la viuda y arrebatado después. La viuda, sin embargo, se llevó tres.
—Semion Yakovlevich —se oyó una voz detrás de la multitud, junto a la puerta—, he visto en sueños un pájaro, una corneja, que salía volando del agua y se metía volando en el fuego. ¿Qué significa ese sueño?
—Escarcha —respondió Semion Yakovlevich.
—Semion Yakovlevich, ¿por qué no me ha contestado? ¡Hace tanto tiempo que me interesa usted! —empezó de nuevo la señora de nuestro grupo.
—¡Pregúntale! —dijo Semion Yakovlevich, sin escucharla, apuntando al hacendado que estaba de rodillas.
El monje del monasterio al que se le había mandado preguntar se acercó gravemente al hacendado.
—¿En qué has pecado? ¿No se te mandó que hicieras algo?
—No pelear. No dar suelta a las manos —contestó el hombre con voz ronca.
—¿Y lo has cumplido? —preguntó el monje.
—No puedo cumplirlo. Mi propia fuerza es mayor que mi voluntad.
—¡Échalo de aquí! ¡Échalo! ¡A escobazos con él! ¡A escobazos! —gesticuló Semion Yakovlevich. Sin esperar el castigo, el hacendado se levantó de un salto y salió corriendo de la habitación.
—Ha dejado aquí una moneda de oro —anunció el monje cogiendo del suelo un medio imperial.
—¡Dáselo a ése! —Semion Yakovlevich señaló al comerciante de los cien mil rublos, que tomó la moneda sin osar rechazarla.
—Oro al oro —dijo el monje sin poder contenerse.
—Y a ése, dale té azucarado —Semion Yakovlevich indicó de pronto a Mavriki Nikolayevich. El criado llenó el vaso y estuvo a punto de ofrecérselo por equivocación al petimetre de los lentes.
—¡Al alto! ¡Al alto! —exclamó Semion Yakovlevich corrigiéndolo.
Mavriki Nikolayevich tomó el vaso, saludó a lo militar con media reverencia y empezó a beber. Por algún motivo toda nuestra pandilla prorrumpió en carcajadas.
—¡Mavriki Nikolayevich! —Liza de pronto se dirigió a él—. Ese señor que estaba arrodillado se ha ido. Póngase usted de rodillas donde él estaba.
Mavriki Nikolayevich la miró estupefacto.
—Se lo ruego. Me hará usted un gran favor. Escuche, Mavriki Nikolayevich —prosiguió en tono insistente, rápido, terco y apasionado—, es preciso que se arrodille; es preciso que lo vea de rodillas. Si no lo hace usted, no vuelvo a mirarlo. Es preciso; quiero que lo haga.
No sé lo que se proponía con ello, pero lo pedía con insistencia, sin admitir réplica, como en un ataque de histeria. Ya se verá más adelante que Mavriki Nikolayevich atribuía esos impulsos caprichosos, harto frecuentes en los últimos tiempos, a accesos de odio ciego de Liza hacia él; y no a malicia —ya que, muy al contrario, le mostraba admiración, afecto y respeto, y él mismo lo sabía—, sino a un odio inconsciente que a veces era incapaz de reprimir.
Él, en silencio, dio su vaso a una vieja que estaba detrás, abrió la portezuela de la barrera, entró sin invitación en el recinto privado de Semion Yakovlevich y se hincó de rodillas en medio de él, a la vista de todo el mundo. Pienso que su espíritu sencillo y delicado se sintió hondamente sacudido por el antojo rudo y displicente de Liza en presencia de todos. Acaso creía que ella se avergonzaría al ver su humillación, en la que tanto había insistido. Por supuesto, nadie más que él habría creído posible alterar el carácter de una mujer mediante arbitrio tan ingenuo y arriesgado. Permaneció de rodillas, con su imperturbable gravedad, alto, desmañado, ridículo. Pero nuestra gente no se rió; lo inesperado de su proceder causó un efecto penoso. Todos miraron a Liza.
—¡A ungirlo! ¡A ungirlo! —murmuró Semion Yakovlevich.
De pronto Liza se puso pálida, dio un grito ahogado y cruzó corriendo la barrera. Entonces se produjo una escena rápida e histérica. Con todas sus fuerzas trató de levantar a Mavriki Nikolayevich, agarrándolo de los codos con ambas manos.
—¡Levántese, levántese! —gritó casi fuera de sí—. ¡Levántese ahora mismo! ¡Ahora mismo! ¡Cómo se atreve usted a ponerse de rodillas!
Mavriki Nikolayevich se levantó. Con ambas manos, ella lo agarró de los brazos por encima del codo y lo miró fijamente en la cara. Su mirada expresaba terror.
—¡Gente guapa! ¡Gente guapa! —repitió una vez más Semion Yakovlevich.
Liza, a tirones, llevó por fin a Mavriki Nikolayevich al otro lado de la barrera, mientras en nuestro grupo se producía una verdadera conmoción. Por tercera vez, la señora de nuestro carruaje, quizá queriendo aflojar la tirantez, preguntó a Semion Yakovlevich con voz ronca y chillona y con la sonrisa melindrosa de antes:
—Pero ¿qué, Semion Yakovlevich? ¿Es que no va a usted a «pronunciarme» algo a mí también? ¡Y yo que contaba tanto con usted!
—¡A ti…, a ti… que te den por…! —y Semion Yakovlevich soltó de pronto una palabrota indecente. La frase fue dicha con ferocidad y articulada con terrible nitidez. Nuestras damas chillaron y salieron de allí a todo correr, mientras los caballeros prorrumpían en carcajadas histéricas. Así terminó nuestra visita a Semion Yakovlevich.
Y, sin embargo, también en esa ocasión ocurrió, según se dice, otro incidente sumamente misterioso; y debo confesar que fue por él por lo que he relatado esa excursión con tanto pormenor.
Dicen que cuando todo el mundo salió corriendo de allí en pelotón, Liza, sostenida por Mavriki Nikolayevich, tropezó en la oscuridad con Nikolai Vsevolodovich, en la puerta de la habitación. Es preciso apuntar que, aunque los dos se habían visto más de una vez desde aquel domingo por la mañana cuando lo del desmayo de Liza, no se habían acercado uno a otro ni habían cambiado palabra. Yo vi cómo se encontraron a la puerta; y me pareció que ambos se detuvieron un instante y se miraron de manera un tanto extraña. Pero en la turbamulta puede que quizá no lo viera bien. Afirman, por el contrario, y con toda seriedad, que, después de mirar a Nikolai Vsevolodovich, Liza levantó rápidamente la mano al nivel de la cara de éste y de seguro lo habría abofeteado si él no se hubiera apartado a tiempo. Quizá a ella no le agradase la expresión del rostro de él o su modo de sonreírse, sobre todo entonces, después del episodio de Mavriki Nikolayevich. Yo confieso que no vi nada; sin embargo, todos afirmaban que lo habían visto, aunque dada la confusión no era posible que todos lo viesen, y quizá sí sólo unos cuantos. Pero yo entonces no lo creí. Recuerdo, no obstante, que Nikolai Vsevolodovich estaba bastante pálido durante todo el trayecto de regreso a la ciudad.