4

Transcurrieron más de tres años durante los cuales nuestro príncipe estuvo viajando y en su tierra casi se olvidaron de él. Nos enteramos por Stepan de que recorrió toda Europa, que estuvo incluso en Egipto y llegó hasta Jerusalén; a su vez participó en una expedición científica a Islandia y llegó a pasar una temporada allí. Se dijo también que un invierno estuvo asistiendo a clases en una universidad alemana. Escribía poco a su madre: una vez cada seis meses o menos aún, pero Varvara ni se enfadaba ni se ofendía. Aceptaba sin una queja y con humildad las relaciones que había establecido con su hijo de una vez para siempre, echaba de menos a su Nikolai y soñaba con él de continuo. No comunicaba a nadie sus sueños ni sus quejas. Llegó hasta apartar un poco de sí a Stepan. Rumiaba algunos planes, se volvió al parecer más tacaña que antes, empezó a ahorrar con más ahínco y a enojarse cada día más con las pérdidas de Stepan en el juego.

Por último, en abril del año en curso recibió una carta desde París de una amiga de la infancia, Praskovya Ivanovna Drozdova, viuda de un general. En su carta, Praskovya —a quien Varvara no había visto y con quien no se había carteado en los últimos ocho años— le decía que Nikolai había entablado estrecha amistad con su familia y en particular con Liza (su hija única) y pensaba acompañarlas en el verano a Suiza, a Verney-Montreux, a pesar de que en la familia del conde K… (persona muy influyente en Petersburgo), que a la sazón se hallaban en París, se le recibía como si fuera hijo propio, hasta el punto de que casi vivía con el conde. La carta era breve y descubría claramente su propósito, aunque salvo los datos mencionados, no contenía conclusiones de ninguna especie. Varvara no lo pensó mucho; al momento tomó una determinación, hizo sus preparativos y, acompañada de su protegida Dasha (hermana de Shatov), fue a París a mediados de abril y luego a Suiza. Volvió sola en junio, dejando a Dasha con la familia Drozdov; ésta, según la noticia que trajo, prometía venir a nuestra ciudad a fines de agosto.

Los Drozdov tenían también propiedades en nuestra provincia, pero al general Iván Ivanovich (antiguo amigo de Varvara y compañero de armas de su marido) el servicio activo le impedía de continuo visitar su excelente finca. A la muerte del general, ocurrida el año pasado, la inconsolable Praskovya marchó con su hija al extranjero, con la mira, entre otras, de hacer una cura en Verney-Montreux durante la segunda mitad del verano. Al regresar pensaba instalarse definitivamente en nuestra provincia. En nuestra ciudad tenían una casa grande y vacía desde hacía muchos años. Era una familia de gente rica. Praskovya (Rushina, por el apellido del primer marido) era, como Varvara, compañera suya de pensionado, hija de un contratista y había aportado a su matrimonio una rica dote. Tushin, capitán de caballería en la reserva, era a su vez hombre adinerado y no sin algún talento. A su muerte dejó a Lizaveta, su hija única de siete años, un bonito capital. Ahora, cuando Liza contaba cerca de veintidós años, se le podían suponer, sin grave error, doscientos mil rublos de su propio peculio, sin contar lo que le correspondería a la muerte de su madre, que no había tenido hijos de su segundo matrimonio. Varvara quedó, al parecer, muy contenta de su viaje. Creía haber llegado a un entendimiento con Praskovya y a su regreso se apresuró a contárselo todo a Stepan; más aún, estuvo con él muy expansiva, algo que no sucedía desde hacía largo tiempo.

—¡Hurra! —exclamó Stepan aplaudiendo.

Estaba muy contento, sobre todo porque durante la ausencia de su amiga se había sentido muy triste. Ella se había ido del país sin despedirse como Dios manda, ni había confiado a «esa comadre» ninguno de sus movimientos por temor a que los echara a correr. Pero estando todavía en Suiza sintió en su corazón que a su regreso tendría que recompensar al amigo desatendido, dado que desde tiempo atrás venía tratándolo con rigor. La repentina y secreta separación afectó y desgarró al asustadizo corazón de Stepan y, como si ello no bastara, descargaron sobre él otras dificultades. Lo atormentaba una deuda muy considerable contraída hacía tiempo, deuda que no podría saldar sin la ayuda de Varvara. Por añadidura, en mayo de ese año llegó a su término el gobierno de nuestro blando y amable Iván; fue relevado y aun con ciertos pormenores desagradables. Seguidamente, en ausencia de Varvara llegó nuestro nuevo gobernador, Andrei Antonovich von Lembke, y al punto se produjo un cambio perceptible en las relaciones de casi toda nuestra sociedad provinciana con Varvara y, por lo tanto, con Stepan. Por lo menos, éste tuvo ocasión de hacer algunas observaciones desagradables aunque valiosas y, por lo visto, se sintió intimidado por la presencia de Varvara. Sospechaba con alarma que ya lo habían denunciado ante el nuevo gobernador como sujeto peligroso. Se enteró positivamente de que algunas de nuestras damas habían acordado dejar de visitar a Varvara. De la futura gobernadora (que no llegaría hasta el otoño) se decía que, aunque orgullosa, según lenguas, era una aristócrata genuina y no «una de tantas, como la pobre Varvara». De buena fuente se sabía, y con todo detalle, que la nueva gobernadora y Varvara ya se habían conocido en sociedad y se habían separado de tan mal talante que bastaba sólo aludir a madame Von Lembke para dar un sofoco a Varvara. El aire vigoroso y triunfante de ésta, la indiferencia desdeñosa con la que se enteraba de la opinión de nuestras damas y la conmoción de la sociedad, resucitaron el desfallecido espíritu de Stepan, que cambió de humor repentinamente. Con su peculiar gracejo, mitad gozoso, mitad servil, empezó a pintar con varios colores la llegada del nuevo gobernador.

—Usted conoce, sin duda, excellente amie —dijo coqueteando y arrastrando con afectación las palabras—, lo que significa en términos generales un administrador ruso y, en particular, un administrador ruso de nueva hornada, es decir, recién cocido, recién puesto a punto… ces interminables mots russes…! Pero a duras penas podría usted saber lo que es en la práctica el entusiasmo administrativo, lo que eso significa exactamente.

—¿El entusiasmo administrativo? No sé lo que es eso.

—Es decir… Vous savez, chez nous… En un mot, ponga usted a una perfecta nulidad a vender unos miserables billetes de ferrocarril y esa nulidad se cree al momento Júpiter y se porta con usted como si de veras lo fuese cuando va usted a comprar un billete, pour vous montrer son pouvoir. «¡Espera y verás quién manda aquí…!». Y esto es lo que les produce entusiasmo administrativo… En un mot, acabo de leer que el sacristán de una de nuestras iglesias en el extranjero —mais c’est très curieux!— expulsó, así como suena…, expulsó de la iglesia a una distinguida familia inglesa, les dames charmantes, antes de comenzar los oficios de Cuaresma —vous savez, ces chants et le livre de Job… con el solo pretexto de que «el ir y venir de los extranjeros por las iglesias rusas causa desorden, y que debían volver a las horas indicadas…», lo que casi les hizo desmayarse… Ese sacristán padecía un ataque de entusiasmo administrativo et il a montré son pouvoit:…

—Un poco más rápido por favor, Stepan.

—El señor Von Lembke viaja ahora por la provincia. En un mot, este Andrei, aunque ruso-alemán y hasta de religión ortodoxa (eso se lo reconozco), y aunque hombre muy apuesto que anda por la cuarentena…

—¿Quién le dijo que es apuesto? Tiene ojos de carnero.

—Me someto al parecer de nuestras damas…

—Basta, Stepan, se lo ruego. A propósito, ¿hace mucho que lleva usted corbatas rojas?

—Pues… sólo hoy…

—¿Está haciendo su caminata diaria? ¿Recorre las seis verstas diarias que le ha recomendado el médico?

—No, no siempre…

—¡Lo sabía! —exclamó irritada—. ¡Sepa que a partir de ahora tendrá que recorrer no seis, sino diez verstas! ¡Está usted muy abandonado, pero muchísimo! No ya sólo envejecido, sino decrépito… Me quedé pasmada cuando lo vi hace rato, a pesar de su corbata roja… quelle idée, rouge! Siga contando de Von Lembke si, en efecto, hay algo que contar. Y acabe pronto, que estoy cansada.

En un mot, sólo quería decir que es uno de esos administradores que debutan cuando llegan a la cuarentena; de los que hasta esa edad han vivido sin pena ni gloria, y de improviso hacen carrera por vía de un buen casamiento o por otro medio igualmente deformado… Bueno, está ahora de viaje…, lo que quiero decir es que ya le han ido con el cuento de que soy un corruptor de la juventud y el vivero del ateísmo de la provincia… empezó en seguida a tomar medidas…

—¿En serio?

—Yo también he tomado las mías. Cuando le dijeron que usted «gobernaba la provincia», vous savez, se permitió declarar que «eso no sucedería en adelante».

—¿Eso dijo?

—Que «no sucedería en adelante», y avec cette morgue… A su esposa tendremos el gusto de verla por aquí a fines de agosto. Viene directamente de Petersburgo.

—Del extranjero. Nos encontramos allí.

—¿Vraiment?

—En París y en Suiza. Es parienta de los Drozdov.

—¿Parienta? ¡Qué coincidencia tan extraña! Dicen que es ambiciosa…, y parece que está bien relacionada.

—¡Bah, nada del otro mundo! Fue solterona hasta los cuarenta y cinco años y sin tener dónde caerse muerta. Ahora le ha echado el guante a Von Lembke con el único objeto, por supuesto, de darle carrera. Los dos son unos intrigantes.

—Dicen que tiene dos años más que él.

—Cinco. Su madre me estuvo adulando en Moscú. Casi de limosna me pedía que la invitara a los bailes que daba en casa cuando vivía mi marido. Y la hija, Iulia, se pasaba la noche entera sentada en un rincón sin que la sacaran a bailar, con su mariposa de turquesa en la frente, hasta que a las tres de la mañana, de pura lástima, le mandaba yo a su primera pareja. Ya por entonces tenía sus veinticinco años y aún la traían y llevaban vestida de corto, como una mocita. Daba vergüenza recibirlas.

—Parece que ya la veo a esa mariposa.

—Le digo a usted que, nada más llegar, me vi envuelta en una intriga. Usted acaba de leer la carta de la señora Drozdova, ¿hay nada más claro? ¿Y qué encontré? Que esa tonta de Drozdova (toda su vida lo ha sido) me miraba como preguntando a qué había venido. ¡Ya puede usted figurarse cómo me quedé! Miro y veo a esta Von Lembke haciéndose la desentendida y, junto a ella, a ese pariente, sobrino del difunto Drozdov…, ¡todo más claro que el agua! Huelga decir que al momento lo cambié todo y que Praskovya está otra vez de mi parte. ¡Pero cuánta, cuánta intriga!

—Usted, sin embargo, ganó la partida. ¡Oh, es usted Bismarck!

—No seré Bismarck, pero soy capaz de reconocer la falsedad y la estupidez cuando tropiezo con ellas. Lembke es la falsedad y Praskovya la estupidez. Raras veces he conocido a una mujer más floja. Y para colmo tiene las piernas hinchadas y es buena persona. ¿Hay algo más estúpido que una buena persona estúpida?

—Un imbécil mala persona, ma bonne amie, es aún más estúpido —objetó Stepan noblemente.

—Tal vez tenga usted razón. ¿Recuerda usted a Liza?

Charmant enfant!

—Ya no es una enfant, sino una mujer, y una de gran carácter. Es generosa y apasionada, y lo que me gusta de ella es que no se deja dominar por esa tonta crédula de la madre. Casi llegamos a pelearnos por ese pariente.

—¡Pero, Dios santo, si no tiene ningún parentesco con Liza! ¿Es que la mira con ojos tiernos?

—Mire, se trata de un joven oficial del ejército, muy reservado, incluso modesto. Quiero ser justa siempre. Me parece que él se opone a esa intriga, y que la única que anda embrollando es la Von Lembke. Él respeta mucho a Nikolai. Ya comprenderá usted que todo depende de Liza, pero la he dejado en excelentes relaciones con Nikolai. Él, por su parte, me ha prometido venir sin falta a vernos en noviembre. En fin, que la única intrigante de este asunto es la Von Lembke y que Praskovya no es más que una mujer ciega. De pronto va y me dice que todas mis sospechas eran pura fantasía. Yo le dije en su mismísima cara que era una tonta, y estoy dispuesta a confirmarlo en el Juicio Final. De no haberme suplicado Nikolai que dejara el asunto por el momento, no me habría venido sin quitarle la máscara a esa mujer hipócrita. Trató de congraciarse con el conde K. por medio de Nikolai, quería separar al hijo de la madre. Pero Liza está de nuestra parte y con Praskovya llegaré a un acuerdo. ¿Sabe usted que Karmazinov es pariente de ella?

—¿Cómo? ¿Pariente de madame Von Lembke?

—Sí, de ella. Pariente lejano.

—¿Karmazinov?, ¿el novelista?

—Sí, el escritor. ¿De qué se asombra? Él, por supuesto, se considera una gran persona. ¡Tipo más superficial! Ella vendrá con él, pero por ahora, allá está, de acá para allá sirviéndolo. Viene aquí con toda la intención de armar un salón, reuniones literarias o algo así. Él viene por un mes y quiere vender lo que queda de su finca. Estuve a punto de encontrarme con él en Suiza, aunque maldita la gana que tenía de hacerlo. Por otra parte, espero que se digne reconocerme aquí. En tiempos pasados me escribió cartas y se alojó en mi casa. Quisiera que se vistiese usted mejor, Stepan, está usted más desaseado cada día… ¡Ay, cómo me atormenta usted! ¿Qué lee usted ahora?

—Pues…

—¡Ah, entiendo! Antes que nada, los amigos; antes que nada, la bebida, el club, las cartas y la fama de ateo. Esa fama no me gusta nada, Stepan. No quisiera que lo tomasen a usted por ateo, sobre todo ahora. Antes tampoco me gustaba, porque eso no es más que hablar por hablar. No tengo más remedio que decírselo.

Mais, ma chère

—Escuche, Stepan. En lo referente a erudición, yo, ni que decir tiene, soy una ignorante comparada con usted. Pero cuando venía he pensado mucho en usted y he llegado a una conclusión.

—¿A cuál?

—Que no somos más inteligentes que el resto de los mortales y que incluso hay mejores que nosotros.

—Brillante. Los hay más listos, digamos más justos que nosotros; por lo tanto, también nosotros podemos equivocarnos, ¿no es eso? Mais, ma bonne amie, pongamos que me equivoco, pero ¿no sigo teniendo derecho a mi humana, eterna y suprema libertad de conciencia? Sigo teniendo derecho a no ser hipócrita ni fanático, si así lo deseo, y por ello mucha gente me odiará por los siglos de los siglos. Et puis, comme on trouve toujours plus de moines que de raison y como yo estoy absolutamente de acuerdo con eso…

—¿Cómo? ¿Cómo dijo?

—He dicho que on trouve toujours plus de moines que de raison… y que como yo con eso…

—Eso, por supuesto, no es de usted. Eso lo sacó de algún lado…

—Lo ha dicho Pascal.

—Ya sabía yo… que no podía ser usted. ¿Por qué no habla usted así, usted mismo, de manera tan breve y precisa, en lugar de estirar tanto las frases? Es mucho mejor que eso que decía antes del entusiasmo administrativo…

Ma foi, chère…, ¿que por qué no? Primero, probablemente, porque a fin de cuentas no soy Pascal, et puis…, y segundo, porque nosotros los rusos no sabemos decir nada en nuestra propia lengua… al menos hasta ahora no hemos dicho nada todavía…

—Bueno, eso tal vez sea verdad. De todos modos, debería usted apuntar y recordar esas palabras para hacer uso de ellas, ¿sabe usted?, en la conversación… ¡Ay, Stepan, venía pensando en hablar con usted seriamente, pero muy seriamente!

Chère, chère amie!

—Ahora que estos Von Lembke y estos Karmazinov… ¡ay, Dios mío, cómo está usted de desastrado! ¡Ay, cómo me atormenta! Yo quisiera que esa gente le tuviera a usted respeto, porque no vale lo que un dedo de usted, ni el meñique siquiera, y usted ¿cómo se presenta? ¿Qué van a decir? ¿Qué les voy a mostrar? En vez de servir noblemente de ejemplo, de continuar la tradición, vive usted ahora rodeado de esa chusma, ha tomado unas costumbres imposibles, está avejentado, no puede prescindir del vino y de los naipes, no lee más que a Paul de Dock y no escribe nada, ahora que escribe todo el mundo. Se pasa usted el día dándole a la sin hueso. Pero ¿es posible alternar con gentuza como su inseparable Liputin?

—¿Por qué dice usted que es mío e indispensable? —respondió Stepan con timidez.

—¿Dónde está ahora? —continuó severa y mordaz.

—Bueno… siente por usted un gran respeto. Ha ido a S* a recoger una herencia, ya que ha muerto su madre.

—Ya se ve, no hace más que ir tras el dinero ¿Y Shatov? ¿Como siempre?

—Irascible, mais bon.

—No puedo aguantar a ese Shatov de usted. Es rencoroso y piensa demasiado en sí mismo.

—¿Cómo va la salud de Daria Pavlovna?

—¿Dasha? ¿Por qué me pregunta por ella? —Varvara lo miró con curiosidad—. Está bien. La dejé en casa de los Drozdov. En Suiza oí decir algo del hijo de usted, nada bueno por cierto.

Oh, c’est une histoire bien bête! Je vous attendais, ma bonne amie, pour vous raconter

—Basta, Stepan, déjeme en paz, que estoy destruida. Ya habrá ocasión para hablar, sobre todo de lo malo. Empieza usted a rociar de saliva a la gente cuando se ríe; señal de senilidad. ¡Y qué manera más rara tiene usted ahora de reírse…! ¡Dios mío, qué malas costumbres ha tomado usted! ¡Karmazinov no irá a verle! De todos modos, aquí quedarán contentos de todo… Ahora se revela usted como es. Bueno, basta, basta, estoy cansada. ¡A ver si deja usted a una en paz!

Stepan «dejó a una en paz», pero se alejó muy nervioso.

Los demonios
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