Hacia el decimosexto congreso del PCUS[521]

31 de mayo de 1930

La aparición de esta edición de nuestro Biulleten coincidirá aproximadamente con el Decimosexto Congreso del partido. No es demasiado difícil vaticinar cuál será el carácter del congreso. Para ello, basta con saber quiénes lo convocan y cómo lo hacen. Es la fracción stalinista —con el apoyo de la GPU y el ejército, mediante el aparato del partido y con ayuda del aparato estatal— quien convoca a un cuerpo legislativo cuidadosamente seleccionado y suficientemente intimidado, cuyas resoluciones relativas a todos los problemas fundamentales están aprobadas de antemano. Al mismo tiempo, para la fracción stalinista la aplicación de dichas resoluciones perderá su carácter de obligatorio a la mañana siguiente de la clausura del congreso. Ningún militante del partido capaz de observar y reflexionar encontrará la menor exageración en lo que acabamos de decir. Al contrario, éste es el diagnóstico más objetivo y preciso de lo que en realidad ocurre.

El congreso se reúne después de una crisis sumamente grave de la vida interna del país, que le ha planteado al régimen soviético nuevas tareas y nuevos y graves peligros. Diríase que el congreso partidario para tener alguna significación, debería ser precisamente un foro en el que el partido enjuicia la política de su Comité Central, su organismo máximo de dirección entre los congresos. En este caso, entre los congresos significa un lapso de dos años y medio. ¡Y qué años! Fueron años en los que todas las advertencias y vaticinios de la Oposición perseguida y calumniada se vieron confirmados, para asombro del partido, con una firmeza y una lógica pasmosas. Fueron años en los que se descubrió, según afirmaciones de la prensa oficial, que Rikov, jefe del gobierno soviético, «trató de sacar provecho de las dificultades económicas del poder Soviético»; que Bujarin, líder de la Comintern, era transmisor de influencias liberal-burguesas; que la otra persona implicada en el complot era el presidente del consejo general de los sindicatos, Tomski, jefe de la organización que abarca al conjunto de la clase dominante del país.

Las tres personas que mencionamos no cayeron del cielo. Eran miembros del Comité Central ya en vida de Lenin y en esa época también desempeñaban funciones de elevada responsabilidad. Cada uno de ellos tiene entre dos y tres décadas de militancia en el partido. Más de una vez cometieron errores y fueron castigados por el partido. ¿Cómo es posible que sus posiciones «liberal-burguesas» aparecieran tan repentinamente, y en un momento en que la fuerza de la dictadura y del socialismo creció tanto que la dirección puede plantear a boca de jarro la cuestión de eliminar a las clases «en el tiempo más breve posible»?

Lo que nos interesa no es, desde luego, el aspecto personal del asunto. Pero todo el régimen partidario, tal como se ha conformado en los trece años que transcurrieron desde que el proletariado tomó el poder, aparece ante nuestra vista bajo aspectos que parecen personales.

El sistema burocrático se convirtió en un sistema de golpes palaciegos ininterrumpidos, que ahora constituyen el único medio que le permite perpetuarse. Una semana antes de que la ruptura en el Comité Central irrumpiera en la superficie y se acusara a los irreprochables «leninistas» de ayer de liberal-burgueses, renegados, traidores, etcétera —al son de los abucheos de una revoltosa pandilla de jóvenes delincuentes, entre los cuales se hallaban, empero, algunos ancianos venerables—, se declaró que el rumor de la existencia de desinteligencias en el seno del Comité Central era una calumnia criminal difundida por la Oposición trotskista. ¡Así es el régimen! Mejor dicho, éste es uno de sus rasgos más notorios.

En este momento el partido ingresa en el tramo final de los preparativos para el congreso o, más precisamente; preparativos fantoches para una fantochada de congreso. Cabía esperar que el eje de las discusiones de precongreso sería precisamente la cuestión de la política del Comité Central: su «línea general», su método de conducción interna, lo que implica la serie de golpes palaciegos, desagradables sorpresas que caen sobre la cabeza del partido y lo toman desprevenido, por no hablar de otras sorpresas desagradables como la «eliminación de las clases» en el marco del plan quinquenal. Pero esta discusión, precisamente, ha sido prohibida. ¡Sí, totalmente prohibida!

Desde luego, no cabe ni puede caber la menor duda de que el aparato sigue la discusión, mejor dicho la fantochada, muy atentamente y que, en la trastienda, puso en práctica todas las medidas posibles para perpetuar la dominación de la fracción militarizada de Stalin o, más precisamente para no verse obligado a recurrir abiertamente a las medidas de represión contra el partido. Esto ya se hizo antes, pero sin decirlo. Ahora, en cambio, a las medidas coercitivas contra el partido se las eleva al nivel de un principio y se las proclama abiertamente desde la tribuna más elevada. Éste es, indudablemente, el último descubrimiento, la última conquista del aparato del partido. Esta situación no existía en la época del Decimoquinto Congreso.

S. Kosior, secretario del Comité Central de Ucrania —al que no hay que confundir con el camarada V. Kosior, oposicionista que actualmente se encuentra en el exilio[522]— dio la tónica, aunque desde luego no por iniciativa propia. Desde hace un tiempo el grupo stalinista de Jarkov viene desempeñando el papel de fuerza de choque en el sistema del bonapartismo partidario. Cada vez que hay que atontar al partido con la última palabra y los demás secretarios locales no se deciden a pronunciarla o tienen vergüenza de hacerlo, Jarkov recibe el encargo. Manuilski vino de allí; Kaganovich trabajó allí; el fiel Skripnik[523] está allí; desde allí irrumpieron en la escena unos cuantos niños Moisés como otros tantos huevos podridos; allí se encuentra en este momento, con el cable del telégrafo de Moscú atado a las vértebras cervicales mientras desempeña el puesto de «líder», el ya mencionado Kosior, quien, de cazador furtivo de la oposición en los tiempos de Lenin, pasó a ocupar el puesto de gendarme burocrático con Stalin En un informe publicado por toda la prensa, Kosior declaró que en el partido hay elementos tan criminales que, en las reuniones de célula, que se realizan a puertas cerradas, en las discusiones sobre la política del partido, se atreven a hablar de los errores cometidos por el Comité Central en la aplicación de la política de las granjas colectivas. «Realmente merecen un buen escarmiento», dice Kosior, y la prensa partidaria difunde sus palabras. «Un buen escarmiento»: esta expresión, tímida pero vil, engloba todas las formas de represión física: expulsión del partido, despido del trabajo, pérdida de la vivienda familiar, exilio penal y, por último, difamación como resultado de las calumnias elaboradas por alguno de los Iaroslavskis locales. Otro miembro del Comité Central, Postishev[524], ucraniano también, publicó un artículo crítico en Pravda, una acusación armada en base a trozos de discursos de algunos militantes del partido, que nuevamente en reuniones cerradas de las células partidarias, «osaron» —¡osaron!— hablar de los errores del Comité Central. Llega a la misma conclusión que Kosior: separarlos. Y todo esto en vísperas de un congreso supuestamente convocado con el propósito expreso de evaluar la labor del Comité Central.

El régimen burocrático se encamina directamente a la instauración del principio de la infalibilidad de la dirección, complemento necesario a la situación actual, en la que no se le puede exigir la rendición de cuentas. Así se presenta la situación en la actualidad.

Estas cosas no llovieron del cielo. Son la síntesis del segundo capítulo, el capítulo posleninista, de decadencia y degeneración gradual de la revolución. El primer golpe palaciego, resultado de una conspiración sistemáticamente organizada, se llevó a cabo en 1923-1924, tras una cuidadosa preparación realizada durante los meses en que Lenin luchaba con la muerte. A espaldas del partido, seis miembros del Buró Político organizaron un complot contra el séptimo. Se coaligaron mediante un juramento de disciplina mutua; se comunicaban mediante telegramas cifrados con sus agentes y grupos de confianza de todo el país. El seudónimo oficial colectivo empleado por los conspiradores era el título de «Vieja Guardia leninista». Se anunció que este grupo, y sólo él, era el continuador de la línea revolucionaria correcta. Corresponde recordar aquí quiénes integraban la «Vieja Guardia leninista» infalible de 1923-1924: Zinoviev, Kamenev, Stalin, Bujarin, Rikov y Tomski. De estas seis encarnaciones vivas del leninismo, dos de los principales ideólogos de la Vieja Guardia —Zinoviev y Kamenev— fueron denunciados como «trotskistas» dos años después y, luego, dos años más tarde, se los expulsó del partido. Otros tres —Bujarin, Rikov y Tomski— resultaron «liberales burgueses» y en los hechos se los ha marginado de toda actividad. Indudablemente, el congreso los expulsará formalmente. A esta altura, ninguna confesión les servirá. Las grietas del aparato no se pueden cerrar; sólo pueden abrirse más. Así, de los que integraban la «Vieja Guardia leninista», el único que no cayó bajo la rueda del aparato es Stalin. Y no es sorprendente: él es quien la hace girar.

Al comienzo, es decir, al día siguiente del primer golpe (enfermedad de Lenin y expulsión de Trotsky), el principio de la «infalibilidad» de la dirección tenía, en cierto sentido, un carácter filosófico en relación al partido: la «Vieja Guardia», ligada a Lenin por todo su pasado, y ahora cimentada por los vínculos de una solidaridad ideológica inconmovible, era capaz, decíase, de empeñar su esfuerzo colectivo para garantizar una dirección irreprochable. Ésa era la doctrina del régimen del aparato en aquella etapa. Para el momento del Decimoquinto Congreso la «infalibilidad» se había convertido, de principio «histórico y filosófico», en una guía práctica de trastienda, sin que se lo reconociera abiertamente. Ahora, para el Decimosexto Congreso, se la convirtió en una descarada profesión de fe. Aunque, por fuerza de hábito, se sigue hablando de la infalibilidad del Comité Central, a nadie se le ocurriría creer que se trata de una organización colectiva estable, puesto que nadie toma en serio a los actuales miembros del Buró Político; ni ellos mismos lo hacen. En realidad, la referencia es a Stalin, y nadie lo oculta. Al contrario, se lo subraya de todas las maneras posibles. 1929 fue el año de su coronación oficial como líder infalible que no tiene que rendir cuentas ante nadie. Uno de los capituladores definió esta nueva etapa con una fórmula general: es imposible ser leal al partido sin ser leal al Comité Central; es imposible ser leal al Comité Central sin ser leal a Stalin. Éste es el dogma del partido bonapartista. El hecho de que Piatakov[525], que en tiempos de Lenin podía estar a favor del partido y ser a la vez un consecuente adversario de Lenin, conciba ahora al partido como una agrupación plebiscitaria que gira en torno a Stalin (los que están a favor de él están en el partido, y los que están en contra quedan afuera), basta para hacer una caracterización precisa del curso que éste ha seguido durante los últimos siete años. Y no sin razón se dijo de este mismo Piatakov, mientras estuvo en la Oposición masticando lánguidamente los restos de ideas viejas, que Bonaparte solía reclutar a sus prefectos entre tales “antiguallas’.” Toda la historia demuestra qué difícil le resulta a la gente formarse una concepción general de los acontecimientos en los que ellos mismos participan, sobre todo si son acontecimientos que no se adaptan a las formas viejas, acostumbradas, «automáticas» de pensar. Debido a eso, ocurre con frecuencia que ciertas personas honestas y sensibles caen sinceramente en un estado de nerviosismo extremo cuando alguien se limita a decirles en voz alta qué están haciendo o con qué están colaborando, y a llamarlo por su nombre. Y lo que está ocurriendo aquí es un proceso automático, en gran medida inconsciente, pero no por ello menos real, en que el partido le allana el camino al bonapartismo. Detrás de la ficción de los preparativos del Decimosexto Congreso —convocado según el principio plebiscitario de Piatakov (quien está a favor de Stalin va al congreso)— se asoma precisamente esta realidad aterradora: en forma inconsciente, irresponsable y automática, se están sentando les bases del bonapartismo. Ningún grito indignado ni aullido hipócrita de que los liberales y los mencheviques dicen «lo mismo» nos impedirá decir la verdad, puesto que ésta es la única manera de encontrar las bases de apoyo y las fuerzas para contrarrestar y rechazar el peligro. El partido ha sido ahogado. Posee un solo derecho: el de estar de acuerdo con Stalin. Pero este derecho es a la vez su deber. Por otra parte, se convocó al partido para que ejerza este dudoso derecho después de un intervalo de dos años y medio. ¿Y cuánto durará el próximo intervalo? ¿Quién puede predecirlo hoy?

Ni los obreros comunistas serios ni los funcionarios del partido que no están totalmente «iaroslavskizados» y «manuilskizados» pueden dejar de plantearse la siguiente pregunta: ¿Cómo es posible que el alza del nivel económico y cultural y el fortalecimiento de la dictadura y el socialismo redunden en un régimen partidario cada vez más cruel e intolerable? La propia gente del aparato lo reconocerá en la intimidad sin la menor vacilación; ¿cómo podrían negarlo? La abrumadora mayoría de ellos no son sólo los ejecutores del régimen stalinista; son también sus víctimas.

Una de dos: el sistema de la dictadura proletaria ha entrado en contradicción irreconciliable con las necesidades económicas del país, y la degeneración bonapartista del régimen partidario es sólo un subproducto de esta contradicción fundamental —esto es lo que los enemigos de clase, con los mencheviques a la cabeza, creen y afirman y sobre lo que basan sus esperanzas—; o el régimen partidario, que posee su lógica e impulso propios, ha entrado en aguda contradicción con la dictadura revolucionaria, a pesar de que ésta mantiene toda su vitalidad y es el único régimen capaz de proteger a Rusia de la servidumbre colonial, garantizarle el desarrollo de sus fuerzas productivas y abrirle amplias perspectivas socialistas. Esto es lo que creemos nosotros, la Oposición de Izquierda comunista. Es menester aceptar una de estas dos explicaciones. Nadie ha propuesto una tercera. Y, mientras tanto, la degeneración progresiva del régimen partidario requiere una explicación.

El régimen del partido dominante no es de importancia decisiva para el destino de la dictadura revolucionaria. El partido es, claro está, un factor «superestructural». Los procesos que se desarrollan en su seno se reducen, en última instancia, a los cambios que la presión de las fuerzas productivas provoca en las relaciones entre las clases. Pero las relaciones de los elementos superestructurales de distinto tipo, entre sí y con su base clasista, revisten un carácter dialéctico extremadamente complejo. El régimen partidario no es de por sí un barómetro automático de los procesos que se producen fuera del partido e independientemente de éste.

No es necesario repetir que no estamos dispuestos a negar o minimizar la importancia de los factores objetivos que presionan desde afuera al régimen interno del partido. Por el contrario, los hemos señalado en repetidas ocasiones. En última instancia, todos se sintetizan en el aislamiento de la república soviética.

A nivel político, este prolongado aislamiento obedece a dos razones: el papel contrarrevolucionario de la socialdemocracia, que acudió en ayuda de la Europa capitalista después de la guerra y ahora apuntala su dominación imperialista (el papel del gobierno de Macdonald con respecto a la India) y las tácticas aventureristas y oportunistas de la Comintern, causa inmediata de una serie de derrotas colosales del proletariado (Alemania, Bulgaria, Estonia, China, Gran Bretaña). En cada ocasión, los resultados de los errores de la Comintern dieron origen a nuevas dificultades y, por consiguiente, a un mayor deterioro del régimen. Pero las traiciones de la socialdemocracia —que constituyen indiscutiblemente un «factor objetivo» desde el punto de vista comunista— pasan con relativa impunidad sólo porque están encubiertas por los errores paralelos de la dirección comunista. De manera que los propios «factores objetivos», entendiendo como tales la presión que las fuerzas de clase hostiles ejercen sobre el partido, representan en gran medida —medida que, desde luego, no se puede calcular matemáticamente— los resultados actuales de los errores políticos que la burocracia centrista cometió en el pasado.

Si la única explicación del deterioro sistemático del régimen en los últimos siete años fuera que se produjo un incremento automático de la presión de las fuerzas de clase hostiles, sería la sentencia de muerte de la revolución. En realidad, no es así Además de la presión ejercida desde afuera por las fuerzas hostiles, que, por otra parte, han encontrado un punto de apoyo interno en la política errónea del partido, el régimen sufre la presión directa y poderosa de un factor interno de una fuerza enorme y creciente: es decir, la burocracia partidaria y estatal. La burocracia se ha transformado en una fuerza «autosuficiente»; posee sus propios intereses materiales y desarrolla sus puntos de vista en consonancia con sus posiciones privilegiadas. Utilizando los métodos y arbitrios con que la armó la dictadura, la burocracia subordina de manera creciente el régimen partidario, no a los intereses de la dictadura sino a sus propios intereses, es decir, al mantenimiento de su posición privilegiada, su poder y su inmunidad. Desde luego, este fenómeno es un producto de la dictadura. Pero es una derivación a la que se oponen otras derivaciones de la misma dictadura. No es que la dictadura haya entrado en contradicción con el desarrollo económico y cultural del país; por el contrario, a pesar de los errores de la dirección, el régimen soviético ha demostrado, en las circunstancias más difíciles, y sigue demostrando, que cuenta con fuentes de creatividad inagotables. Pero no cabe duda de que la degeneración burocrática del aparato dictatorial socava la propia dictadura y, tal como lo demuestran las oscilaciones económicas de los años recientes, esta degeneración sí puede llegar a provocar una contradicción entre el régimen soviético y el desarrollo económico del país.

¿Devorará el burócrata a la dictadura o la dictadura de la clase revolucionaria devorará al burócrata? Éste es el dilema ante el que nos encontramos: la suerte de la revolución depende de su desenlace.

Hace cuatro años se dijo que Stalin había presentado su candidatura al puesto de sepulturero del partido y la revolución. Desde entonces, mucha agua ha pasado bajo los puentes. Los plazos de vencimiento se acercan. Los peligros se multiplican. No obstante, nuestros pronósticos son menos pesimistas que nunca. En el partido se están desarrollando profundos procesos, con prescindencia de sus procedimientos formales y sus farsas teatrales. Los virajes económicos y los zigzags de la dirección, las convulsiones jamás vistas del organismo económico del país, la cadena ininterrumpida de golpes palaciegos y, por último, el descaro con que se efectúa la transición hacia los métodos plebiscitarios bonapartistas de dirección partidaria: todo esto da lugar a un profundo proceso de diferenciación en los cimientos mismos del partido, en la vanguardia de la clase obrera y en el conjunto del proletariado. No es casual que ahora, más que nunca, la prensa oficial rebose de clamores contra el «trotskismo». Los editoriales, artículos especiales, análisis económicos, prosa y poesía, informes de corresponsales y resoluciones oficiales se dedican a condenar lo ya condenado, a aplastar lo ya aplastado y enterrar al ya enterrado «trotskismo». Y al mismo tiempo, como preparación para el congreso, cuatrocientos cincuenta militantes de la Oposición fueron arrestados solamente en Moscú. Esto demuestra que las ideas de la Oposición siguen vivas. Las ideas poseen una fuerza enorme cuando se corresponden con el curso real de los acontecimientos. Así lo demuestra toda la historia del bolchevismo, cuya continuadora en otras circunstancias, es la Oposición. «Ustedes no pueden sellar nuestras ideas en el interior de una botella», les dijimos a los stalinistas en múltiples ocasiones. Ahora, ellos se ven obligados a llegar a las mismas conclusiones.

El Decimosexto Congreso no resolverá nada. El problema será resuelto por otros factores: cuánto mantiene el proletariado inagotables sus recursos revolucionarios, cuánto mantiene su vanguardia —que se aproxima cada vez más a una gran prueba— su potencia para la actividad. La Oposición es la vanguardia de esta vanguardia. Aceptó una serie de derrotas organizativas como precio a pagar por hacerle una serie de llamados a la vanguardia proletaria. La historia demostrará que el precio no fue demasiado elevado. Cuanto más clara, inconfundible y fuertemente proclamó la Oposición sus críticas, pronósticos y propuestas, mejor cumplió su papel. Hemos inscrito la implacabilidad ideológica en nuestra bandera. Al mismo tiempo, la Oposición jamás, ni por un solo instante, ni en su crítica teórica ni en su actividad práctica, se pasó de la línea política de ganar ideológicamente al partido a la línea de tomar el poder contra el partido. Cuando los bonapartistas trataron de atribuirnos el plan de lanzar una guerra civil, les arrojamos a la cara la misma acusación. Ambos principios directrices de la actividad de la Oposición siguen en vigencia. Ahora, igual que en el pasado, buscamos en la reforma. Tratamos de ayudar al núcleo proletario del partido a reformar el régimen en la lucha contra la burocracia plebiscitaria bonapartista. Nuestro objetivo es: consolidar la dictadura proletaria en la URSS como el factor más importante para la revolución socialista internacional.

La Oposición ha sido probada en acontecimientos de importancia excepcional y en problemas de complejidad sin precedentes. Se ha convertido en un factor internacional y como tal crece continuamente. Por eso somos menos pesimistas que nunca. El Decimosexto Congreso se abocará a la resolución de varios problemas, pero no resolverá el problema. Escucharemos atentamente las intervenciones de los delegados al congreso y leeremos cuidadosamente las resoluciones. Pero desde ya estamos mirando más allá del Decimosexto Congreso. Nuestra política sigue siendo una política a largo plazo.

Escritos , Tomo I
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