Sommerschenburg y Madrid, lunes 28 de noviembre

El Graf Gneisenau había nacido en Schildau, en la fonda Weintraube, cincuenta y cuatro años antes. Era el primer hijo de un teniente de artillería; su madre, hija de un capitán de infantería, tuvo un mal parto, tanto por alumbrar un gran bebé como por el empeño que ponía el enemigo —vivían lo peor de la guerra de los Siete Años— en que no lo hiciera en paz. Cuatro días después, aterrada por la inminente llegada de los prusianos despiadados y de sus aún peores mercenarios bosnios, ella y su hijo subieron a una carreta en compañía de otros desgraciados, para buscar refugio en la cercana Oschatz. El traqueteo del armatoste la llevó, según la partera pronosticase, a que se le desprendiera el útero, de forma que, pese a la lluvia y el frío del hostil otoño sajón, se quedara dormida; se la llevaba el sueño de una muerte muy dulce, la de una exhausta recién parida que se desangra sin advertirlo.

Es propio de las madres moribundas que viajan en la trasera de una carreta que sus brazos dejen caer al bebé recién nacido en un charco del camino. Esa fue la suerte de August-Wilhelm, pues su historia, de haber caído en duro, habría sido breve. Su caída fue observada por un pelotón del 5.º regimiento de húsares Prittwitz, los detestables jinetes del antipático Freiherr Rüsch. Los aterrados sajones los identificaban por sus uniformes negros, sus caballos negros y sus chacós[29] negros, éstos envueltos en fundas de hule translúcidas, de modo que se percibiera su tétrica insignia, una calavera sobre tibias cruzadas. Los jinetes del 5.º no iban de caritativos ni de compasivos —con esa insignia sería ilógico—, pero en todo hay excepciones, y el sargento que conducía el destacamento algo debió de sentir en su corazón de piedra, pues en vez de cargar contra los espantados campesinos echó pie a tierra, se hizo con el lloroso bebé y lo depositó en los brazos de una vieja que, como todos los a bordo del carromato, ignoraba que habían perdido a su pasajero más joven. Hecho esto, los siniestros húsares Totenkopf, temidos como la muerte por franceses, sajones y austríacos, siguieron su camino entre aguaceros y relámpagos mientras la carreta proseguía su cansino rodar hacia Oschatz, donde la desventurada Eva-Dorothea Neidhardt-Müller consiguió recuperarse lo bastante para entender el doble milagro, el de que su hijo y ella siguieran vivos. Ella no por mucho tiempo; un año después, el 22 de octubre, su marido, el ya capitán Neidhardt, la enterró en Fürth; la pobre habría merecido una vida mejor, y algo más larga. El robusto bebé siguió la errante vida de su padre, al cuidado mercenario de alguna esposa de militar que a su vez siguiera la de su marido. Con el tiempo llegó la paz, el asentamiento y una nueva boda para el inconsolable viudo. La esposa, también viuda, no encontró en August-Wilhelm motivo alguno para quererle. Como el padre tampoco le hacía caso acabó en Würzburg, con sus abuelos Müller. Su abuela se preocupó de su educación, aunque de un modo confuso, pues entre los Müller coexistían jesuitas fanáticos con calvinistas extremos. El indefenso August-Wilhelm se habría perdido en aquel mälstrom del espíritu de no intervenir un vecino ateo, Herr Wolfgang Herwig. Gracias a él, y al tino con que fomentó en el niño un reprobable amor a la lectura, el otra vez salvado por los pelos August-Wilhelm volvió a sobrevivir, ahora en lo intelectual.

Tenía trece años cuando falleció su abuela; no tuvo más opción que volver con su padre, que se ganaba la vida en Erfurt como maestro de fortificaciones. Consiguió plaza en un colegio, y además se granjeó la protección de un profesor llamado Siegling, que supo ver en él un singular talento para las matemáticas, el dibujo y las ciencias. No mucho después Herr Neidhardt volvió a marcharse. August-Wilhelm prefirió seguir en Erfurt, alojado en la casa del excelente profesor Siegling. Por desdicha para él estaba en la edad donde las hormonas se apoderan del cerebro, y en la casa vivía una Fräulein Siegling que padecía formidables hormonas, ella también. El incipiente idilio no duró mucho, ya que la preocupada Frau Siegling sospechaba que de no separar a las criaturas sería inevitable que al poco hubiera más criaturas, de modo que August-Wilhelm volvió a verse, una vez más, en la calle. Tenía quince años, una edad en que las penas de amor y de dinero a menudo conducían a probar fortuna en los ejércitos. Eligió un regimiento de húsares austríacos, el Wurmser, aunque al año se cambió al mejor pagado Zwergfürstenarmee Anspach-Bayreuth, al saber que su dueño, el Markgraf Christian-Friedrich, tramaba colocárselo a Inglaterra. El 28 de febrero de 1777 un ilusionado August-Wilhelm estaba listo para iniciar con 2.352 compañeros —cuatro regimientos— un viaje que acabaría meses después en los muelles de New York, pero en el último momento el caritativo Markgraf decidió que no embarcase, pues había conseguido una beca para él en la cercana universidad de Erfurt. Según le dijo, un par de años allí le bastarían para conseguir una plaza de teniente, tanto en su ejército como en cualquier otro. En cuanto a sus esperanzas de conocer las colonias británicas, que no se preocupara; en ese mismo par de años seguro que surgirían más necesidades de carne de cañón.

Los cuatro regimientos se rendirían en octubre de 1781 en un lugar llamado Yorktown. Se les internó en muy malas condiciones, al punto que sólo eran un tercio cuando abordaron varios barcos, rumbo a Europa, el 4 de mayo de 1783. En el muelle se les unieron tres batallones Anspach-Bayreuth llegados en 1781 que no se habían dejado apresar. Uno de sus oficiales, un fornido Leutnant Neidhardt de agradable aspecto, regresaba satisfecho, pues aparte de haberse divertido ya era todo un oficial. De los 1.643 mercenarios que regresaron a Bayreuth fue de los que trajeron el zurrón más lleno, y no sólo de dinero. Contaban más las ideas. Durante su tiempo en las colonias aprendió que las guerras bien podían no ser cosa de mercenarios —los milicianos enemigos eran voluntarios— y que había más formas de lucharlas que las inspiradas en Turenne, Friedrich II, Marlborough y Eugen von Savoyen. Los americanos andrajosos no sólo desdeñaban las pautas disciplinarias de los ejércitos europeos, sino que ni siquiera guerreaban con usos civilizados. A partir de aquellos principios, lo intuía, la guerra pronto dejaría de ser un deporte de soberanos para volverse un asunto de patrias.

En Bayreuth se replanteó su porvenir. El Markgraf no quería seguir en el negocio de la guerra mercenaria, lo que anulaba cualquier idea de hacer carrera en su ejército, y por extensión en ningún otro de los varios dedicados a lo mismo. Así, tras vencer no pocas dudas, a primeros de 1786 sentó plaza en el KPA o Königlich Preußische Armée[30] —con Inglaterra en paz, no había muchas patrias para elegir—; tras un proceso de aceptación que culminó en una entrevista con el recién coronado Friedrich-Wilhelm II, se incorporó al 15.º Füsilierbataillon con el grado de Oberleutnant.[31] Tenía veintiséis años, ideas claras y un firme propósito de abrirse camino. Lo primero que necesitaba para despejar su ruta de ascensos en aquel clasista ejército era implantarse un Von, adminículo nominativo que señalaba un origen noble. Los prusianos legítimos, si no lo poseían de cuna, tenían difícil procurarse uno —los registros nobiliarios eran tan minuciosos como casi todo lo prusiano—, aunque los mercenarios procedentes de marquesados incontrolados podían seguir caminos tortuosos, en la seguridad de que jamás toparían con los suspicaces reyes de armas de los desconfiados Hohenzollern. Así, el astuto August-Wilhelm transformó su discreto apellido en un imponente Neidhardt von Gneisenau, inspirado en un ignoto castillo familiar situado en los confines del Heiliges Römisches Reich[32] y que no había sobrevivido a sabría Dios qué catástrofe. Un apellido digno de ser tomado por prusiano, y así se inscribió en el registro del Cuerpo de Oficiales, aunque no hubiera nadie capaz de señalar en un mapa dónde quedaban las ruinas del fantasmagórico schloss Gneisenau.

Sus primeros tiempos en el KPA no fueron distinguidos. A los treinta y cinco años, sin haber visto más acción que una campaña sin historia en la Polonia de 1794, era un triste hauptmann destinado en Jauer, una oscura guarnición en Schlesien. La única de sus virtudes era que allí tenía la mansión familiar un discreto Freiherr de provincias. Su hija mayor, pese a la floja prosapia de sus ancestros, era un partido codiciado, tanto por su calidad de belleza local como por su espléndida dote. A eso se debía que fuese una plaza bajo asedio, si bien para ella, desde nada más conocerle, no hubo sitiador más deseable que un capitán singularmente agraciado, de gran inteligencia, cultura muy amplia, cálido y apasionado verbo, excelente pluma, fuerte personalidad y valentía personal avalada por numerosos duelos victoriosos. Así, el 17 de octubre de 1796 Karoline-Friederike von Kottwitz se convirtió, a sus veinticuatro años y en la preciosa Friedenkirche,[33] en Frau Neidhardt von Gneisenau. Fue un matrimonio feliz, como se puso de relieve con el paso de los años, pues al promedio de un hijo cada dos ella y su marido engendraron un total de siete. Al tiempo de construir su familia el Hauptmann Gneisenau reavivó su carrera, lo cual le llevó a ser Major poco después de que Friedrich-Wilhelm III declarase una insensata guerra contra la Francia de Napoleón, el hombre más temido del universo.

La guerra de 1806 comenzó en el desastre de Iéna-Auerstädt, siguió con la carnicería de Eylau y acabó en la matanza de Friedland. Para el KPA fue una catástrofe, con una excepción, un único destello de pasadas glorias: la defensa de Kolberg, un puerto báltico que resistió hasta el final las acometidas de dos corps d’armée. A su frente, un desconocido Major Gneisenau. A su país —él se consideraba prusiano, pero conforme subía y subía más patente se hacía el rechazo que inspiraba en los junkers;[34] jamás le perdonarían que naciera sajón, que se llevase una heredera cotizada y, sobre todo, que fuera tan avispado; como alguna vez dijera el propio Friedrich-Wilhelm, buen conocedor de su pueblo, «Gneisenau es demasiado inteligente para que le vayan bien las cosas»— le hacía falta un héroe, y gracias a eso el Oberstleutnant Gneisenau fue aceptado en la Kriegsakademie[35] de otro ilustre mercenario, el Oberst Gerhard-Johann von Scharnhorst. Éste compartía con Gneisenau el no ser prusiano, el pensar del KPA que necesitaba una reforma integral y el estar mal visto por sus ultraconservadores colegas. En pocas semanas se les unieron otros raros militares aficionados a pensar, así como algunos políticos e intelectuales. Pronto se les dio en llamar reformadores, con tinte negativo, pero al deprimido rey —por la derrota, por la desmembración del país y por la muerte de su esposa, la venerada Königin Luise— le gustaban mucho sus ideas, tanto que les dejó hacer más o menos a sus anchas, aunque siempre bajo la vigilante mirada de Napoleón, que nunca se fió de los tales «reformadores».

En marzo de 1813 Gneisenau era coronel, en la reserva. Se había pasado parte de 1809 y 1812 implicado en misiones diplomáticas ante las cortes austríaca, británica, sueca y rusa, sirviéndose del inglés aprendido en las colonias y el limitado francés que con inaudito empeño logró aprender en sus años de Jauer. Nada más declarar la guerra el irresoluto Friedrich-Wilhelm le nombró Generalquartiermeister[36] a las órdenes de Scharnhorst, a su vez Generalstabschef del Schlesischesarmee[37] bajo el mando del General der Kavallerie Gebhardt-Leberecht von Blücher, un guerrero de setenta años y limitado intelecto pero excelente conductor de hombres; tampoco era prusiano, ya que procedía de un ducado vecino, Mecklenburg-Schwerin. Que siguiera en activo era culpa de Gneisenau, quien había pedido al rey que, pese a las medidas habilitadas con carácter general, no le pasase a la reserva; de ahí que al comenzar la Befreiungskriege[38] sólo Blücher y Bogislav-Friedrich von Tauentzien hubieran sido generales con mando el fatídico día de Iéna. Los otros 144 estaban jubilados, formalmente por el rey pero en realidad a iniciativa de los muy odiados Scharnhorst y Gneisenau.

Scharnhorst cayó herido en Großgörschen, para morir en Praga mes y medio después. Gneisenau, ascendido a Generalmajor, tras ocupar su puesto se mantuvo junto a Blücher hasta la ocupación de París, en marzo de 1814. Fueron días de gloria, coronados por el rey con inusitada generosidad. Blücher fue ascendido a Generalfeldmarschall[39]y recibió el título de Fürst Blücher zu Wahlstatt. Los tenientes generales Yorck, Tauentzien, Kleist y Bülow fueron promocionados al grado de General der Infanterie y ennoblecidos con los títulos de Graf Wartemburg, Graf Wittemberg, Graf Nollendorf y Graf Dennewitz y, por fin, el Generalmajor Gneisenau ascendió a Generalleutnant, recibió el título de Graf Neidhardt von Gneisenau y, lo que no esperaba nadie, se le concedió una magnífica propiedad: el schloss Sommerschenburg, a poca distancia de Magdeburg.

Aquel día le acompañaba la Gräfin Karoline. Querían ver por sí mismos su nuevo schloss, así como valorar lo que costaría restaurarlo, pues el notoriamente tacaño Friedrich-Wilhelm se lo había regalado a como estuviera. Visto de cerca parecía próximo a caerse, y por dentro era como si ya se hubiera caído. Por fortuna no había necesidad de habitarlo, sino en todo caso adecentarlo a la espera de venderlo cuando ya no hubiera Friedrich-Wilhelm III. En el entretanto seguirían donde siempre. Su propiedad en Schlesien, Erdmansdorff, era incomparablemente mejor.

Cevallos padecía estigmas que traicionaban su españolidad. Uno muy significativo era su extrema puntualidad. Un defecto tan inespañol que sus preocupados secretarios le rogaban que a sus visitas les hiciera guardar unos minutos de antesala, no se fuesen a crecer en demasía. Era lo que aquella mañana sugerían en relación al mariscal que se acababa de sentar en la sala de visitas del primer secretario de Estado, el jefe de la en otros siglos temida y admirada diplomacia española. Él valoraba su opinión, aunque a pesar de la suavidad de sus modales era hombre de criterios firmes, tanto que no sólo desoyó el consejo, sino que se levantó de su escritorio para ir a buscar a su visita. Lo hacía no sólo por su gran sentido de la cortesía, el propio de quien ha sido embajador buena parte de su vida. Influía el cálculo; de una parte, aquel hombre contaba con las mejores recomendaciones que podía presentar un español, y de otra nunca es bueno enviar a una embajada un tipo que se sienta miserable o maltratado, pues al no sentirse respaldado hará mal su trabajo.

Se conocían desde la encerrona de Bayona, pero sólo se volvieron a ver en 1812, cuando Álava llevó a Cádiz la noticia de Ciudad Rodrigo. Cevallos recordaba un tipo cetrino, delgado, más vivaz que nervioso, de oído bastante duro, como era normal en los que tienen por oficio el cañonazo, y de hablar muy teñido de términos marinos, lo que podría sorprender a quien no conociese su vida. Las semanas en el cuartel del conde-duque no parecían haberle sentado mal, pues no sólo le veía con más peso, sino que algún indiscreto botón de su impecable uniforme[40] delataba que cuando se lo hicieron desplazaba menos. Cevallos conocía la razón, así que no necesitó preguntar: el coronel jefe del conde-duque le había tratado con el respeto y la deferencia que su rango merecía, en prueba de lo cual no le puso en una celda, sino que le habilitó una pieza en su propia residencia, con su salón, su cocina y su aseo. La cocina no hizo falta, ya que cada tarde su devoto criado, un truhán apodado Zurraspas, le traía su cena, recién cocinada, pues no había ni diez minutos desde la casa del mariscal hasta el cuartel. Si la comida era buena —lo que comprobaba en persona el hambriento coronel, cordialmente invitado por su prisionero— mejor era la bodega del mariscal, de inmejorable calidad y que además se incrementaba con acuerdo a un ritmo superior al que Álava y el coronel podían resistir. No tuvo nada de particular que, al llegar el oficio del secretario Eguía ordenando la liberación del preso, éste y su anfitrión dieran cuenta de todas las botellas que pudieron la última cena que disfrutaron juntos, y que las sobrantes pasasen a enriquecer la bodega del coronel. De ahí venía que, al responder al sutil interrogatorio de un secretario de Don Pedro, el coronel no vacilara en afirmar que Don Miguel era un caballero de los que ya no quedaban.

—Si no le parece mal, amigo Álava, nos apeamos los tratamientos. Como diría Su Majestad, no nos andemos con el bolo colgando, que por desgracia no tenemos mucho tiempo.

El tono era cordial y el gesto simpático. El mariscal, sin ganas, accedió a sonreír.

—¿De verdad habla tan mal como dicen?

—Peor. No sé dónde aprenderá, la verdad. Algunas de las cosas que suelta luego he de consultarlas con mis palafreneros, que si de algo presumen es de hablar peor que nadie. Pues ni por esas: les supera en todo —sonrieron; Álava, más abiertamente que antes; Cevallos, tan experto como cualquier embajador en el arte de calibrar personas, sintió alivio—. Tenemos poco tiempo porque no sería prudente que le concediera más de media hora, y es que no hace falta mucho más para explicar su misión a un embajador —el mariscal compuso un gesto de sorpresa—. Como ha pasado usted mes y pico fuera del mundo no debe de saber que Madrid se ha vuelto una ciudad muy peligrosa, tanto que cada mañana nos aparecen unos cuantos infortunados que han tenido un mal encuentro. En su mayoría son maleantes que se cruzaron con otros maleantes, aunque hay honrados ciudadanos que, para su desgracia, no eligieron bien los pasos para llegar a sus casas. También, y con penosa frecuencia, nos damos con algunos igual de honrados pero que no fueron víctimas de asaltos fortuitos. Su característica común es ser tenidos por desafectos o por afrancesados, o, peor aún, por liberales. Quienes les buscan, y les encuentran, jamás son a su vez encontrados, pese a demostrar que poseen una excelente información, de la clase que un delincuente vulgar jamás podría conseguir. No me asombraría que alguno de sus informadores, nada más se vaya usted, comunique a quien tenga orden de hacerlo la duración de nuestra para mí agradable reunión. Si dijera que no ha pasado de media hora nadie se preocuparía, pero si consumiera más tiempo se levantaría lo peor que se puede levantar contra cualquiera en estos difíciles días, La Sospecha, y si algo puedo recomendarle, mi querido teniente general, es que no levante usted las de nadie. No en Madrid, y si puede tampoco en Vitoria.

—¿Dijo usted teniente general?

—Así es. Con antigüedad de 14 de octubre. Su Majestad me ha encargado le haga saber que le tiene a usted en su más alta consideración y que quienes le acusaron serán severamente castigados por denunciarle con tan imperdonable ligereza y tan vil falsedad.

—Pues más me suena que pretende callarme la boca, sin más —el secretario Cevallos no dijo nada, porque no había nada que decir; se limitó a sonreír con un punto de amargura, en lo que pronto le imitó el teniente general—. Los uniformes me valen, gracias a Dios. Sólo deberé añadir en las bocamangas otro entorchado. Y los bicornios, claro. Deberé comprar unos cuantos.

—No se lo discuto, pero ni en París, ni en Bruselas ni en La Haya creo yo que tenga necesidad de aparecer como un teniente general. Como un embajador, sí. Su cargo requiere tres uniformes: gala de diario, gala nocturna y verano al aire libre. Bueno, y todos los que pueda usted considerar oportuno, que no hay un solo embajador, de los poquitos que ahora nos podemos pagar, que no sea flexible con el asunto de la uniformidad. Eso, en cualquier caso, ya dependerá de cómo lo vea usted y de cuánto dinero quiera gastar. Dentro del no mucho que por desgracia le puedo entregar figura el necesario para que se haga esos tres, y a ser posible con un sastre no desmedidamente ambicioso.

—El mío de Vitoria nunca lo ha sido.

—Pues no sabe la suerte que tiene. Pensando que se haría usted allí la ropa he mandado que incluyan en la valija que ahora le darán mis secretarios los figurines correspondientes a los tres grados de uniformidad, por si su cortador los desconoce.

—¿Ha dicho que voy a ser embajador en París, en Bruselas y en La Haya?

—No exactamente. Lo será en el Reino Unido de los Países Bajos, un país que no existe. Nacerá una vez concluya el congreso que se celebra en Viena, lo que sucederá entre abril y septiembre, o eso pensamos aquí. Hoy por hoy ni siquiera se sabe dónde residirá su gobierno. Yo rezaría por que fuera en La Haya, pues allí tenemos casa. Si fuera en Bruselas deberá usted arrendar una, pues para comprarla no le llegará. En cualquier caso, no deberá ir por allí antes de que dicho Reino Unido exista, por lo cual será en París donde fijará su residencia.

—¿Por qué allí precisamente? ¿No podría seguir en Madrid, o en Vitoria?

—No son esos los deseos de Su Majestad, ni los míos. Antes de contárselos desearía poner algo en claro: su nombramiento no es un destierro dorado. El Reino Unido de los Países Bajos será nuestra octava embajada en orden de importancia, tras Inglaterra, Francia, Rusia, Austria, Prusia, Portugal y la Santa Sede. Estas legaciones no se confían a simples desterrados. Su nombramiento responde a una necesidad del Estado, y si he pensado en usted es porque le supongo el mejor español disponible para la misión, no porque le desee lejos de Madrid. Sí que prefiero no verle aquí, por supuesto, aunque por su seguridad, en prevención de que la chusma vil le degüelle cualquier noche. Donde de verdad le quiero ver es en su destino cuando sea el momento, y mientras llega le necesito en París.

El teniente general, que no necesitaba preguntarse qué sería la chusma vil —su hospitalario coronel-carcelero-anfitrión era singularmente locuaz a partir de la tercera botella; gracias a su muy naval don de resistir media docena sin perder el norte, pudo saber que así llamaba el populacho a la camarilla real, la que formaban el duque de Alagón, Antonio Ugarte, Pedro Chamorro, los curas Escóiquiz y Ostolaza, el nuncio Pedro Gravina y el embajador Dimitri Tatischeff, y también que la lista de aquellos a quienes se la tenían jurada la encabezaba Cevallos, figurando él mismo en el grupo que sus colegas ingleses llamarían top ten, y que si de momento se libraba de pasar por el paredón era porque las sospechas de su adscripción a la masonería no casaban con su notorio emparentamiento con la Santa Inquisición—, percibió el matiz: el primer secretario de Estado dejaba de hablar en plural. Ya no se parapetaba tras el rey. Se convertía en lo que a fin de cuentas era: su jefe. Una constatación tranquilizadora. Cuando menos significaba que aquel nombramiento no era como el de mayo. El que le acababan de anunciar tenía mayor aspecto de ir en serio.

—¿Y qué debo hacer en París?

Álava en Waterloo
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