París, jueves 31 de agosto
Wellington y Álava cabalgaban juntos hacia la Place de Louis XV, antes de la Concorde, donde a mediodía tendría lugar la parada militar con que un implacable Zar Alexander pensaba castigar a los desdichados que la presenciarían. Sería en honor de los soberanos o en el de sus directos representantes, gracias a lo cual Wellington podría escurrirse a un confortable segundo plano, pues Castlereagh era el de mayor rango, pudiendo así seguir acompañado de Álava, cuyos malignos comentarios poseían el don de hacer llevadero cualquier espanto castrense. Así le anunció, en tono comprensiblemente bajo, que Castlereagh, tras un incontable número de reuniones y conferencias de tanteo, haría pública la posición británica en relación a lo que se llamaría II Tratado de París: Suiza y el reino de Cerdeña recibirían las áreas del este y el sureste que Francia logró retener a consecuencia del I Tratado, el distrito de Landau sería incorporado a Prusia, Mariembourg, Philippeville y el condado de Hainaut se unirían al VKN, las fortalezas fronterizas serían desmanteladas, Francia pagaría una indemnización global de ochocientos millones de francos y, para concluir, una fuerza de ciento cincuenta mil hombres, aportada por Austria, Inglaterra, Prusia, Rusia y el VKN, permanecería estacionada en el noreste del país, corriendo Francia con sus gastos de sostenimiento durante un mínimo de siete años, prorrogables en tanto no se abonase hasta el último franco de la indemnización.
—Entiendo que con esto pretendéis cargaros a Talleyrand.
—Es Louis el que se lo quiere sacudir; con esto sólo se pretende darle una salida elegante, la de presentar su dimisión sin que su rey se la pida, y es que mientras ocupe su poltrona no se cederá en un solo franco, dentro de que tampoco se pretende ceder demasiado al que le sustituya.
—¿Tenéis pensado quién será?
—Las apuestas van diez a uno a favor de Richelieu, con Molé colocado y Vitrolles de outsider. No me gustan mucho, pero es de reconocer que con el primero se negocia bien. Es de los que se presentan en las salas de conferencias con los calzones bajados. Ah, por cierto: Willem te ha escrito. Te concede, que lo sepas, la Gran Cruz de Comendador de su Orden, la de Willem. Es el mayor honor que puede conceder su reino, aunque sólo eso, un honor. Ya le conoces —le conocía, sí; costaría encontrar en el planeta un monarca más tacaño—. ¿Nos vemos esta noche? Britannicus, de Racine, en el François. En el palco estará la Kielmansegge, que según se asevera por ahí se muere por tus pedazos. Te lo digo porque ha pedido a Somerset que te siente a su lado. Si prefieres pasar, no me ofenderé.
—Será un honor asistir, Your Grace.
Se sonreían del modo más cómplice, para recuperar apresuradamente la seriedad, pues ya sonaba el cornetín de órdenes. La tortura, bajo el sol de plomo de la Place de Louis XV, comenzaba.