París, sábado 18 de marzo
La noticia de que Ney se había pasado al enemigo llegó a mediodía. La disimulada fuga de la ciudad, comenzada días antes, se volvió trepidante. Antiguos émigrées que llevaban días preparando sus equipajes emprendían la cuesta de la Chaussé d’Antin, para desde ahí seguir a Soissons, Laon, Charleroi y Bruselas. A Bonaparte le quedaban dos días de camino, los que tenían ellos para buscar la seguridad del VKN. Los émigrées, que apenas habían vuelto a ser parisinos, marchaban sin excesivo dolor, pues casi todos tenían una vida donde regresar y unos amigos en cuyas casas refugiarse. Otros, royalistes camuflados que levantaron la cabeza tras ver a los cosacos proteger a los operarios que devolvían a cada calle y cada plaza sus nombres de 1788, no conocían a nadie, ni tenían nada que no fuera su casa, la cual y por mucho que clamaran al cielo no podían llevarse. De ahí los lloros y la desesperación que se palpaba en los barrios elegantes. Bonaparte regresaba, y con él las denuncias anónimas, las detenciones de madrugada, la prisión o el destierro. Aun así, «el común» no sentía una especial inquietud: mandase quien mandara, él seguiría viviendo exactamente igual de mal.
Algunos diputados encontraron tiempo para votar una última ley declarando al Usurpador la Guerra Nacional. Tras eso abandonaron el Palais-Bourbon con paso digno, aunque al poco echaron a correr evidenciando que aquello era un sauve qui peut! El Conseil Privé tampoco mantenía la cabeza sobre los hombros, empezando por Blacas, que se descolgaba con dos órdenes tardías. Una, sustituir a Soult, cuyo paradero se ignoraba, por el Général Henri-Jacques Clarke, muy comprometido con Louis XVIII —aun habiendo sido seis años ministro de la Guerra con el Corso— y que a la sazón se afanaba en quemar sus papeles, al igual que su familia en preparar los equipajes; de ahí que no se inmutara cuando supo de su nuevo cargo; ya tomaría posesión cuando se viera con el rey, a saber dónde. La otra era detener a Fouché. Los guardias del Duc de Berry que le fueron a buscar no dieron con él, pues su casa estaba cerrada y su dueño en paradero desconocido, así que se marcharon tan indiferentes como vinieron, ajenos a que su objetivo les observaba desde una ventana de su hospitalaria vecina, la ex reina Hortense, hijastra de Bonaparte y deseosa de volver a ver al que tan buena vida le había dado. Louis XVIII tenía las ideas más claras, quizá por dominar el arte de la fuga. La primera de las suyas tuvo lugar la misma noche de 1791 en que la familia real sería cazada en Varennes. Desde aquella se había ajado unas cuantas veces, gracias a lo cual conocía la liturgia: no decir a nadie nada y mandar el oro por delante. A eso se debía que despachase a Lille, y de ahí a Inglaterra, una de las pocas personas en quienes de veras confiaba, su fiel Hué, primer valet-de-chambre y tesorero privado, empleo que ya desempeñó al servicio de Louis XVI. Llevaba con él las joyas de la corona y cuatro millones de francos. Bastaría para costearse los primeros meses de su enésimo exilio, caso de no dar con alguien que pagara las facturas, lo que casi siempre había sido el caso.
El Tirano, por su parte, no les azuzaba. Seguía con el mismo paso tranquilo. Aquella noche, según se supo a la caída del sol, la pasaría en Sens, a una galopada de París. El final del reinado de Louis XVIII era inminente, lo que a nadie parecía entristecer. Bonaparte quizá trajera la guerra, pero las calles volverían a ser seguras y habría pan. Con aquello, para muchos, bastaba.