Sir Arthur Wellesley, duque de Wellington (1769-1852), residió en Cambrai hasta bien entrado 1819. Allí disfrutaba de la vida, de la paz y de la gloria, más intensa y prolongadamente de lo que jamás había podido en el global de su existencia. Su casa funcionaba como una pequeña corte donde residían con carácter casi estable algunos de sus amigos más íntimos. Consciente de que la situación en Francia se volvía explosiva, en 1819 convenció a su gobierno y a las potencias coaligadas de retirar el ejército de vigilancia, y de aceptar una sensible reducción de la indemnización aún no liquidada. Después regresó a Inglaterra, donde había vivido muy pocos años de sus recién cumplidos cincuenta. Lo hizo en calidad de Master-General of the Ordnance.[243] En ese puesto quedaba bien colocado en la carrera por la poltrona de Lord Liverpool, si a éste le ocurriese algo —el atentado político no era una costumbre desacreditada en Inglaterra; el último asesinato de premier había tenido lugar en 1812, gracias a lo cual Lord Liverpool ocupaba la vacante que dejara el acribillado Sir Spencer Perceval— y Lord Castlereagh, su competidor más fuerte, optase por no batallar. Aunque ninguna de las dos vicisitudes era probable, procuraba cumplir con su trabajo de un modo esmerado y, por lo demás, permanecer atento y despierto a la espera de un milagro. El primero acaeció el 12 de agosto de 1822, cuando Castlereagh, que tenía sus mismos cincuenta y tres, de manera inopinada se rajó la yugular con un abrecartas; una discreta investigación reveló que sufría una cierta clase de chantaje, de un tipo muy desagradable pues en aquella época lo último que se podía permitir un político era ser pillado en flagrante contra natura, pero como a fin de cuentas ya estaba muerto apenas se habló del asunto. El segundo tuvo lugar el 9 de abril de 1827, cuando Lord Liverpool, aún joven —tenía un año menos que Wellington—, sufrió un derrame cerebral del que no se recuperó; falleció el 8 de diciembre del año siguiente, aunque a efectos de Wellington aquello daba igual, pues desde nada más ser claro que ya no habría más Lord Liverpool se desató la refriega. El que se alzó con la victoria, para sorpresa general, fue Sir George Canning —no eran pocos los que tenían a Wellington por excesivamente militar, al punto de resultar sospechoso de conducir su hipotético gobierno como si fuera un ejército en campaña—, el mismo que dieciocho años antes se había batido con Lord Castlereagh por una conspiración de tres al cuarto. No era un hombre tan frío como debería ser el premier de la nación más poderosa del globo, ni al juicio de Wellington y de otros seis miembros del gobierno reunía méritos suficientes para el cargo, de modo que todos ellos presentaron sus respectivas dimisiones —con unos cuarenta más, entre secretarios, directores y altos oficiales del gobierno—; eso dejó a Canning tan desasistido de su propio partido que se vio forzado a entrar en coalición con los wighs, pero antes de rematarla un infarto volvió a dejar libre la silla del premier. Parecía el momento de Wellington, pero de nuevo George IV puso sus ojos en uno que diera menos miedo. El elegido fue Sir Frederick Robinson, Viscount Goderich, trece años más joven que Wellington y en absoluto partidario de la dureza; no sólo jamás había vestido una casaca militar, sino que, según se murmuraba, no sabía ni empuñar una pistola. Un tipo tan pacífico no podía durar mucho en la selva parlamentaria británica, se decían los partidarios de Wellington, cada día más convencidos de que si algo necesitaba el país era la férrea mano del vencedor de Waterloo, y así fue, pues el 21 de enero de 1828, cinco meses después de haberse mudado a Downing Street, presentó su dimisión, deshecho en llanto, a un perplejo George IV; éste, sin más opciones, a regañadientes hizo llamar al terrible Wellington. Su sueño de muchos años al fin se cumplía: con apenas cincuenta y nueve, una edad nada provecta para un tipo que se mantenía en una forma física espléndida, era el primer ministro del Reino Unido de Inglaterra e Irlanda. En otras palabras, el hombre más poderoso del planeta.
Príncipe Regente de Inglaterra, más tarde George IV (Lawrence)
Los que habían pronosticado que conduciría su gobierno como si fuera un estado mayor, acertaron. Estaba demasiado acostumbrado a dar órdenes y que se obedecieran como para perder tiempo en tonterías como la empatía, la sensibilidad y el aceptar que a la hora de negociar es preciso dar al contrario un espacio para que pueda salvar la cara. Él no estaba para eso; un buen ejemplo de su talante lo constituyó su discrepancia con Lord Winchilsea, cuya florida oratoria era molesta de combatir por alguien tan impaciente como Wellington, de talante tan expeditivo como para resolver sus diferencias retando a duelo al joven y exaltado Lord, lo que tuvo lugar en Battersea Fields el 21 de marzo de 1829. Wellington se presentó con su padrino, Sir Henry Hardinge, y Lord Winchilsea con el suyo, el Viscount Falmouth. Ninguno de los dos hizo blanco, el desafiado por apuntar al suelo y el desafiante por tener muy mala puntería —era notorio ya desde sus tiempos en la India—, pues hubo pocas dudas de que tiró a matar. El aterrado Winchilsea prefirió no insistir con un segundo tiro y presentó sus excusas, que Wellington aceptó del modo más helado. Así era él y así fueron las cosas, al punto que a los dos años y medio de ocupar la poltrona donde Liverpool se sentó durante quince, y en la que habría seguido muchos más de no reventarle la cabeza, Inglaterra estaba inmersa en una marejada de disturbios y revueltas casi revolucionarias —en buena parte de los países continentales pasaba lo mismo—, contra las que de poco valía el empleo generalizado del ejército. Wellington, tras perder una moción de confianza lanzada por los wighs sin que los tories ofrecieran excesiva resistencia, no tuvo más remedio que poner su cargo a la disposición del novato William IV —llevaba cinco meses en el trono—, quien, con profundo alivio, ese mismo día, 15 de noviembre de 1830, pidió a Lord Grey que formara gobierno, volviendo así los whigs al poder tras veintiún años en la oposición.
Durante los cuatro siguientes Wellington se mantuvo al frente de su partido, aunque aceptando que su tiempo ya no era el de pensar en grandes logros. De una parte había conseguido todo aquello a lo que un inglés podía por entonces aspirar; de otra, los años comenzaban a pesarle; de otra más, las luchas parlamentarias le aburrían hasta lo indecible; por último, le apetecía disfrutar de la vida los años que aún le correspondiese vivir, aunque sin alejarse del poder, no con ánimo de regresar sino por protegerse de las asechanzas. Era consciente de haber dejado tras él, en su imparable ascensión política, un reguero de cadáveres a los que alegraría muchísimo alzarse de sus tumbas y emprenderla con él cuando no pintara nada. De ahí que insistiera en seguir pintando mucho, al menos mientras fuese capaz de mantenerse sobre sus pies, altivo y desafiante. Así fue cediendo protagonismo al que sería nuevo premier cuando él acabara de hacer pedazos a Lord Grey, su pasatiempo favorito una vez transcurrieron los cien días de cortesía parlamentaria. Desde su asiento en la House of Lords le lanzaba continuas y violentas andanadas, demostrando así que, contra lo que se pensaba de sus habilidades, era mucho mejor atacando que defendiendo; su labor de zapa fue tan eficaz, y tan desacertadas las medidas del desorientado Grey, que a mediados de julio de 1834 éste traspasó el cargo al hombre fuerte de su partido, Sir William Lamb (Viscount Melbourne), el cual no se llevaba mal con Wellington pese a no habérsele olvidado el parisino desliz que tuvo His Grace con Lady Caroline Lamb en el idílico verano de 1815. Los años de 1832 a 1834 fueron un tiempo agradable para Wellington, en parte por la presencia en Londres del primer embajador de Louis-Philippe d’Orléans, el príncipe de Talleyrand, al que acompañaba su sobrina, la en otro tiempo enigmática condesa de Périgord y en esos otros prodigiosa duquesa de Dino. Talleyrand era una garantía de paz, y así supo hacerlo ver tanto a Grey como a Melbourne; ambos, en materia de asuntos europeos, aceptaban los puntos de vista de un Wellington que cuando coincidía con Talleyrand los dos rejuvenecían quince años. Para los que podían evocar los trepidantes meses de febrero, marzo y abril de 1815 —si los habían vivido en Viena—, era como si los dos —los tres si se sumaba la duquesa— hubiesen vuelto a los mágicos días de aquel irrepetible Congreso de Naciones.
Melbourne estaba mejor dotado que Grey para pelear con Wellington, pero ni aun así lograron los whigs mantenerse, de modo que a finales de 1834 el rey William pidió a Sir Robert Peel, al que Wellington había traspasado la jefatura de la oposición, formara gobierno. Peel, por desgracia, estaba en Italia, de modo que Wellington volvió a ser premier durante diez semanas, de modo interino. Sólo al regreso de Peel tuvo Inglaterra un gobierno propiamente dicho, en el que Wellington aceptó la cartera de Asuntos Exteriores. La conservó algo más de un año, hasta que de nuevo los tories pasaron a la oposición. Por entonces tenía sesenta y seis, y aunque su forma física seguía siendo buena estaba sordo de un oído y el otro llevaba camino de lo mismo. Las tentaciones de retirarse le alcanzaban a menudo, pero algo en su combativa personalidad le impedía desertar frente al enemigo y dedicarse a no hacer nada. Sólo en 1842, a los setenta y tres y tras haber vuelto Peel a formar gobierno, aceptó el mando supremo del British Army, un puesto que, junto a tres sinecuras reservadas a los escasísimos británicos que podían presumir de haberlo sido todo en esta vida (Lord Lieutenant of Hampshire, Lord Lieutenant of the Tower Hamlets y Lord Warden of the Cinque Ports), conservaría el resto de la suya.
Wellington conservó hasta una edad muy avanzada su envidiable atractivo para el género femenino —para satisfacción de la yellow press—, al punto que hacia 1846, siendo un viudo de setenta y siete bien llevados —Lady Kitty había fallecido en 1831, con él a su lado; curiosamente, durante los últimos años de su matrimonio estuvieron más cerca el uno del otro que durante todos los demás de su vida en común—, declinó sin ganas una propuesta de matrimonio formulada por una de sus más fervientes admiradoras, Lady Angela Burdett-Coutts, a la sazón no sólo una hermosa filántropa de apenas treinta y dos años, sino la mujer más adinerada de Inglaterra, pues por algo había heredado de su abuelo materno, míster Thomas Coutts, la formidable casa de banca Coutts & Co.
Siempre puso un exquisito cuidado en ampliar y engrandecer la leyenda de sí mismo; con independencia de que la tal crecía y crecía sin que fuese necesario insuflarle nada, él ponía gran empeño en dificultar cualquier acción que pudiera enturbiarla, sobre todo si la tal incidía en Waterloo. En su obsesión por que las cosas se dejaran como estaban, pues así eran perfectas a sus fines, era imprescindible que no se iniciaran debates o se formularan críticas, incluso de tipo bienintencionado —bien sabía que a éstas rara vez dejaban de seguir las otras—, empezando por poner muy mala cara cuando alguien hablaba de publicar estudios sobre la batalla o sobre la campaña. Uno de los que con más energía emprendieron esa peligrosa labor fue un capitán llamado William Siborne, empeñado desde 1830 en construir una maqueta que reconstruyera la batalla en su punto álgido, entre las siete y las ocho de la tarde. Para realizar el proyecto efectuó una encuesta entre la casi totalidad de los participantes vivos que habían ocupado puestos de mando en la batalla, en los tres bandos. La inmensa mayoría respondió con amabilidad e incluso poniendo esfuerzo en recordar, por entender que la oportunidad era buena para consolidar un hueco en la historia. Para su sorpresa, el que no mostró la menor simpatía fue quien más esperaba que colaborara, el Duke of Wellington. No sólo se negó, sino que a partir de aquel momento comenzaron a llegar malas noticias, empezando por la súbita congelación de fondos públicos para financiar el proyecto y siguiendo por la de su propia carrera militar, quedando claro para él y para muchos otros que atravesarse a la proa de His Grace tenía mucho de acto suicida. Pese a todo Siborne siguió adelante, modificando en su maqueta cuanto entendió necesario para conseguir el nihil obstat ducal, como reducir la presencia de soldados prusianos —de plomo y pintados a mano— desde los cuarenta y ocho mil que pensaba él debían ser a los menos de seis mil que le sugirió Lord Fitz-Roy Somerset, pero ni por esas. La postura de Wellington hacia el engendro de Siborne —así lo bautizó— jamás varió un ápice, lo que llevó al pobre diablo a la desesperanza y a la depresión, para fallecer en 1849, con sólo cincuenta y dos años y tres antes que su enemigo implacable.[244]
Wellington no necesitó enfadarse para liquidar otro problema de naturaleza más peligrosa, el octavo tomo del Hinterlassne Werke über Krieg und Kriegführung, escrito por un general Von Clausewitz ya fallecido y publicado en Prusia por Marie von Brühl hacia 1835. Un ejemplar llegó a las manos del 3rd Earl of Liverpool, hijo del antiguo premier. Lo tradujo en pocas semanas —no era un volumen desmesurado— y envió el resultado al coronel Gurwood, editor de los Wellington’s Dispatches, por si His Grace considerase de interés que se publicara. Un tiempo después Gurwood le comunicó que Wellington lo encontraba insultante y que se negaba en redondo a que se aireara. Liverpool, que sabía lo peligroso de oponerse a los designios de His Grace, optó por olvidarse del asunto, empezando por hacer desaparecer la traducción; siglo y medio después ninguna editorial británica se ha mostrado interesada en volver a traducir el original y publicarlo en Gran Bretaña. Tuvo que ser un historiador alemán, Peter Hofschröer, quien primero lo tradujese y después consiguiera un editor (la Universidad de Oklahoma) que no se preocupara por la posibilidad de que His Grace se alzara de su tumba, con lo cual el tal libro, bajo el más comercial y agresivo título On Wellington, a critique of Waterloo, ya se puede conseguir en el mundo anglosajón, o al menos en una parte del mismo.
Todos los 18 de junio desde 1816 organizaba un banquete conmemorativo de la victoria de Waterloo, al que acudían los que a su juicio más se habían distinguido, incluyendo a los comisionados. Era tristemente lógico que de un año para otro las sillas a la mesa fueran menos y menos, pero aun así el de 1852 fue tan magnífico y solemne como el de los mejores tiempos, al punto de ser bendecido con la presencia del príncipe Albert, consorte de la reina Victoria, la cual se había criado a los pechos políticos, militares y diplomáticos de Wellington. Por mucho que le hubiese gustado participar era consciente de su triste condición de mujer, de modo que se resignó a ser representada por su esposo, el cual le dijo, a la vuelta de Apsley House, la colosal mansión en el Hyde Park Corner a que Wellington debía que la yellow press le llamase Iron Duke (Duque de Hierro), que había encontrado a His Grace no ya en la mejor de las formas, sino resplandeciente, como si aquella noche hubiera vuelto a ser el que acabó con Bonaparte treinta y siete años antes. Tres meses después, el 14 de septiembre y mientras pasaba el verano en el Walmer Castle, en Kent —uno de los privilegios del Lord Warden of the Cinque Ports—, se sintió indispuesto a primera hora de la mañana. Cuando llegó un médico a verle, no mucho después, había perdido la consciencia, y ya no despertó. La reina Victoria ordenó que fuera sepultado con los mayores honores que Inglaterra pudiera conceder al más ilustre de sus hijos; su cuerpo se conservó en el Walmer Castle hasta el 18 de noviembre, día en que se le trasladó a Londres, por ferrocarril —una ironía del destino, pues Wellington detestaba casi todos los nefastos inventos de la vida moderna, como los navíos a vapor, el telégrafo y, sobre todo, los ferrocarriles, por los que sentía un asco especial—; de la estación de Waterloo se le llevó hasta la catedral de Saint Paul y allí, tras una ceremonia de gran emotividad, quedó junto a Lord Nelson, el otro gran héroe británico de las guerras napoleónicas. Allí siguen, recibiendo cada día incontables visitas de curiosos y turistas deseosos de ofrecer su respeto y su homenaje a los gloriosos vencedores oficiales de las más grandiosas ocasiones británicas de todos los tiempos: Trafalgar y Waterloo.
Sir Arthur Wellesley por Sir Thomas Lawrence