París, miércoles 23 de agosto

Wellington se asomaba sin ganas a un día muy nublado que preferiría no vivir en París; estaría más feliz en Cambrai, pero no era hombre que desertase ante las obligaciones, los disgustos, las preocupaciones y, sobre todo, la ominosa sensación de que todo estaba más o menos próximo a saltar por los aires. Lo había empezado explicando al embajador Álava lo que sabía del triste fin de La Bédoyère, pues aun habiéndose comportado con elogiable hombría lo estropeó al final, ya que se quiso despedir de una forma criticablemente melodramática, pidiendo mandar el pelotón de fusilamiento, lo cual se le concedió, era de suponer que por contar el oficial que lo dirigía con que no daría orden de volver las armas contra él. Así, tras caminar unos cuantos pasos acabó plantado, muy tieso, contra el paredón de la Barrière des Ministres.[234] Tras eso, el consabido minuto de reflexión ante unos soldados que le contemplaban, en el mejor de los casos, con impaciencia. Luego, una mirada en derredor, un sacarse su sombrero —al haber sido expulsado del ejército ya no era militar, ni siquiera para morir— y un señalar su corazón con la mano libre, al tiempo de gritar —la voz se le quebró un poquito, aunque dadas las circunstancias no era para reprochárselo—. «C’est là qu’il faut frapper!».[235]

Álava meneaba la cabeza, con desdén. De naturaleza muy sobria, si algo detestaba era esa clase de gestos, por su manifiesta inutilidad. Si fuese una materia por la que se pudiese apostar, lo haría por que ninguno de los doce soldados que mataron a La Bédoyère a esas horas se acordaría de aquella última tontería del que tantas había hecho desde que se le ocurrió cambiar de bando.

—Castlereagh, Metternich, Nesselrode y Hardenberg hoy confirmarán que las obras de arte arrebatadas por los ejércitos franceses desde las campañas de 1791 deberán ser devueltas a sus legítimos propietarios, con independencia de quién se las llevase y de dónde diablos estén. Louis lo sabe, porque se lo hemos dicho, pero se lo ha tomado como si no fuera con él. A Talleyrand también se lo dijimos, y aunque reaccionó muy educadamente, con gran flema, me consta que pondrá todas las dificultades imaginables. Los acontecimientos comenzarán a precipitarse dentro de pocos días, así que procura estar atento. ¿Cómo cuántas te quedan por recuperar?

—Unas dos mil, pero en el Louvre no habrá más de quinientas. Las demás se las llevaron Soult y Sébastiani, que ya las habrán hecho desaparecer. Las doy por perdidas, salvo que aprobéis la incautación de los bienes que se les puedan encontrar, a esos dos y a todos los demás generales y mariscales, lo que intuyo no sucederá —Wellington compuso un gesto de «así es»—; ahora, las del Louvre sí quisiera recobrarlas, pero necesitaré ayuda. Mejor, necesitaré bayonetas. ¿Me las prestarás?

—Cuenta con ellas, pero no ahora mismo. Los austríacos van a dar una segunda campanada, con mi ayuda, y mientras las aguas no se aquieten no podremos hacer nada, salvo rezar por que no se arme una sublevación de tal magnitud que nos lleve a ocupar la ciudad.

—Ya está ocupada, ¿no? Lo digo por la gente de Zieten.

—Son sólo veinte mil. Si se organiza lo que algunos profetizan necesitaremos los quinientos mil que reunimos entre todos, pero si llegamos a tal extremo prefiero no preguntarme qué sucederá después.

Wellington estaba disgustado; no le gustó enviar el 73.º Highlanders, que seguía en los Champs Élysées, a tomar el Louvre y así garantizar que las obras de arte confiscadas a neerlandeses, rusos y austríacos emprendían el regreso, lo que había llevado al histérico Vivant-Denon cerca del suicidio. En total, y según clamaba la tarde anterior en ese mismo sillón —le vino a ver bajo una excitación tan descontrolada que no se pudo negar a recibirle—, «su». Musée Royal du Louvre se había visto despojado de 2.065 cuadros, 130 estatuas, 289 objetos de bronce y 2.619 obras de menor tamaño y distintos formatos, a sumar a las que se habían llevado los prusianos y los españoles. Lo peor, como sabía Wellington gracias a los no pocos MP que también protestaban, eran las airadas quejas de los adinerados turistas británicos, indiferentes a que la guerra no había terminado y a que a unas horas de marcha desde Calais y Dunkerque seguían repicando los cañones. Aquellos insensatos venían, sobre todo, a visitar el Louvre. ¿Dónde demonios habían ido a parar todas esas maravillas que les habían empujado a visitar aquella carísima, insegura y muy viciosa ciudad donde se comía tan mal?

—Ayer me dejé caer por donde los Webster-Wedderburn, a felicitar a Bold Webster por el nacimiento de su segundo cachorro y, de paso, sugerirle que no dé pábulo a la basura que se publica en Londres. Su esposa, no me quedaba más remedio que asegurárselo, es la más amable y honrada de las mujeres; entre nosotros, certifiqué, jamás hubo más que una noble amistad, tan honesta como todas las que tuve la honra de mantener en el reducido mundo de los expatriados británicos durante las diez semanas que permanecí en Bruselas. Ya ves, un sacrificio de lo más heroico.

—Ya lo veo, ya. ¿Qué tal se lo tomó?

—Con flema. Se lo creerá o no, pero lo dio por bueno. Ahora, no da el asunto por enterrado. Piensa querellarse contra el Saint James’ Morning Chronicle, y si gana el juicio contra todas las publicaciones que se hayan hecho eco. Su abogado, que debe ser bueno, recomienda que no reclame por menos de cincuenta mil libras, y que para ejercer presión pida cárcel preventiva para los editores de la condenada basura. Llegó a pedirme que me uniese a él, pero ahí me mostré firme: cuantos menos líos se tengan con los periódicos, mejor. El pobre bobo no debe saber que tienden a comportarse como los cocodrilos del Brahmaputra; en apariencia cada uno va por separado, pero si atacas a uno se lanzan todos a morderte. Allá él si tira por ahí, pero yo no quiero saber nada, y menos por unas cochinas cincuenta mil libras. La honra va barata estos días, pero ningún auténtico caballero se pringaría por tan poco. Pedir cincuenta mil libras es proclamar que se necesita el dinero y que se acepta una cantidad inferior con tal de sacar algo. Si hubiera pedido un millón, como le aconsejé, nadie le acusaría de moverse por interés económico; todo el mundo pensaría que su verdadera intención es acabar con esa basura de periodicucho y se le aplaudiría en tanto no aceptara componendas, pero él no busca eso, está claro. Así, que cuanto menos trato tenga con él y con su señora, mejor.

Álava sabía qué significaba eso: Lady Frances jamás sería vista de nuevo en una recepción ducal, y por extensión en ninguna donde se contara con la presencia de Wellington. Ella y su marido acababan de ser arrojados a las tinieblas y al crujir de dientes.

El día estaba nublado. Miniussir temía que la excursión a la Malmaison se suspendiese, con lo que su desbocado corazón se haría pedazos. Sería una misión para dos, a caballo, comiendo lo que su compañera trajera en un picnic que, aseguró, sería exquisito, lo que no puso en duda; siendo la mujer más acaudalada del universo, con seguridad sus cocineros harían maravillas. Él debía llevar el vino, así que uno de los carterones sujetos a su silla contenía dos botellas del champagne favorito de su jefe, al cual ya le contaría que las había sacrificado en acto de servicio. El otro contenía la negra capa de los ulanos del 6.º, en previsión de que lloviera y se viese obligado a cubrir a su pareja, dada la incapacidad de las mujeres para predecir los acontecimientos y tomar alguna precaución, cuando menos en asuntos atmosféricos. Por lo demás vestía de impecable oficial español, con su sable, su vieja pistola y su eisernekreuz. No lo hacía por coquetería ni por presunción, sino por saber que buena parte del camino a la Malmaison, así como el propio château, estaban en un área controlada por el I Armeekorps. Por excelentes que fueran sus relaciones con el ejército prusiano, desconfiaba del talante de sus patrullas ante un oficial extranjero y una mujer joven y guapa, por mucho que dijera ser duquesa y compatriota. De ahí lo que llevaba colgado del cuello; bien sabía que a la vista de la cruz negra bordeada en plata la reacción usual del infante prusiano era el primer tiempo de saludo, y más valía que así fuera, se decía con íntima inseguridad mientras enfilaba el portalón del hôtel Bourbon-Condé.

Si la puntualidad era la cortesía de los reyes también debía serlo de las duquesas, aunque la que sonreía encantada de verle según bajaba la escalera no parecía exactamente una duquesa. Sin maquillar, el pelo arrebujado bajo un sombrero «a la británica», una chaqueta roja y una falda negra muy amplia de la que asomaban unas botas de montar, más parecía una dama rural que sale a dar una vuelta por el campo. Si aquello ya le sorprendió, no fue nada comparado con verla ganar su caballo —un magnífico purasangre irlandés; lo había comprado a Sir Charles Stewart, explicaba— para montar sin ayuda, pero no a mujeriegas, sino tan a horcajadas como él. La falda, lo veía entonces, no era tal, sino un pantalón de perneras muy amplias, del tipo que no sabía se llamaba jupe-culotte. A la Vévodkyne Zahánská, todo lo indicaba, le daba igual que las mujeres tuvieran prohibido montar así. Estaba perfectamente claro que aquella dama extraordinaria se ponía el mundo por montera.

Talleyrand revisaba un avance de resultados de las elecciones del 18 de agosto que le había pasado Fouché. Los realistas, según temían él y su gobierno, habían barrido a los liberales, a los republicanos, a los jacobinos y a los contados bonapartistas a los que se había permitido acercarse a los colegios electorales. La consecuencia sería una cámara baja dominada por los ultras con la que sería difícil entenderse. No quedaría más remedio que soltar lastre. Lamentaba que debiera ser tan pronto, y sobre todo le fastidiaba tener que hacerlo con París aún lleno de soberanos y cancilleres, pero la elección era inevitable: o tomaba él la iniciativa, o D’Artois la tomaría contra él. Sólo era cuestión de seleccionar la fecha más adecuada, la cual, por otra parte, no podía ser más obvia: justo a continuación de que se anunciara con carácter oficial el resultado de las elecciones.

Había terminado por llover con intensidad, aunque ya bien avanzada la tarde y cuando se hallaban cerca del Bourbon-Condé. Gracias a eso, a que tardara tanto en diluviar, habían pasado un día que Miniussir encontraba memorable, pese a no estar seguro de por qué. Quizá fuera por el paseo en sí, pese a lo silencioso que había sido, sobre todo a la ida, mientras trotaban hacia la Malmaison; a la duquesa, lo comprendió enseguida, le apetecía cabalgar. Lo hacía con un estilo magnífico, pero no el de una dama convencional. Se parecía más al de un húsar, aunque rara vez hacía uso de la fusta o de las espuelas; su relación con el caballo parecía ir más allá de la normal entre una bestia y su jinete, pues a fuerza únicamente de rodillas, y de vez en cuando un tirón de riendas o una palmada en la grupa o en el cuello, conseguía que su thoroughbred marchara por donde quería y a la velocidad que deseaba. Era evidente que montar le apasionaba, lo que para empezar no estaba mal, se decía su escolta con disculpable arrobo: así tenían un punto más en común.

Miniussir jamás habría supuesto que visitar un château fuese un asunto tan apasionante. Lo vigilaba una compañía del 24.º Infanterieregiment, cuyo hauptmann, una vez disipada la suspicacia de verse frente a un oficial de uniforme inusitado aunque con una eisernekreuz al cuello, acompañado de una dama sonriente y amistosa, y los dos hablando un perfecto alemán, pronto entendió que sólo pretendían echar un vistazo a la última casa que tuvo Napoleón, y que permitírselo, así como llamar a los guardeses para que se la mostraran, sería una medida prudente. No se quedó sin preguntar al oficial cómo había conseguido su eisernekreuz, para casi al momento recordar al enviado de Wellington que se les unió en Genappe y que hizo con ellos el camino hasta París. Nunca le había visto de cerca, pero sabía por el Major Laurens, su jefe, que Seiner Hoheit, el Prinz Wilhelm, le consideraba un camarada más, a lo que añadió que también él, por supuesto. Si el propio Gneisenau le había impuesto aquella condecoración, la más valiosa para un soldado prusiano, sólo podía ser porque lo era.

—No me había contado usted nada de todo eso.

—Son historias militares, muy tediosas. Jamás le aburriría con ellas.

—Pues quiero saberlas. Todas. Me las contará más tarde, cuando hayamos visto esto —por el château, cuya puerta ya les franqueaba una frondosa guardesa— y nos paremos a beber su champagne.

Contra lo que había temido la duquesa, que las estancias se hallaran cerradas y los cuadros y los muebles tapados con sábanas, todo estaba como para recibir una visita, y era, explicaba la guardesa, porque cada dos por tres padecían una, si bien rara vez de sólo dos personas y sin que antes hubieran avisado de la secretaría de Monsieur de Talleyrand o del estado mayor del príncipe Blücher. Solía suceder, además, que no hablaban francés, y que sus guías-intérpretes no conocían la historia de la casa, y menos aún la de sus ocupantes —se percibía que pese a ser una guardesa de manos sabañónicas no era inculta—, de modo que solían marchar sin haberse dado cuenta ni de dónde habían estado ni de los fantasmas que se agazapaban en aquellas delicadas estancias. Ahí la duquesa, que pese a su rango sabía tratar a la gente sencilla, se llevó una mano al bolsillo, sacó un par de napoleones y en compañía de una gran sonrisa los tendió a la encantada mujeruca, pidiéndole acto seguido que no dejara de presentárselos, a todos. Así fue como Nicolás de Miniussir, sin haberlo sospechado, se sumergió en un mundo de cuya existencia no tenía la menor idea: el de la vida privada del emperador Napoleón I y de su primera esposa, la emperatriz Joséphine.

Tres horas más tarde, apenas diez minutos después de haberse despedido de la guardesa y del amable capitán Von Zillas, se detuvieron en un claro del camino, tendieron un mantel, sacaron las botellas y el picnic, y comenzaron a repostar, al tiempo que la duquesa se hacía explicar, hasta la última coma, qué había pasado en Waterloo y a qué se debía que Miniussir poseyera una condecoración capaz de poner firmes a los guapísimos capitanes prusianos.

—El día 8 daré una cena en honor de uno de mis soberanos, Friedrich-Wilhelm; también soy súbdita, se lo debo aclarar, del Zar Alexander y del Kaiser Franz; gracias a eso la vida se me complica de un modo espantoso, porque nunca consigo estar segura de si soy austríaca, prusiana, rusa o a saber qué. Usted, por cierto, ¿qué es exactamente?

—Nací en Trieste cuando era parte de Austria, de padre toscano y madre catalana; luego fui francés y desde 1810 soy español. Quizá también siga siendo austríaco, pero el caso es que no lo sé.

La duquesa sonrió; saber que había otros con sus mismos problemas de identidad le confortaba.

—Bien, a lo importante: ¿a cuáles de sus soldados podría encontrar Friedrich-Wilhelm en mi casa sin que la cena se me volviera incómoda? Contaba con Knesebeck y con Blücher, pero tras oírle sospecho que debería invitar a unos cuantos más. ¿Qué me puede usted decir del tal Gneisenau?

—Es un tipo muy culto y de conversación amena como pocas, aunque al igual que Blücher no está cómodo fuera del alemán. En cuanto a los demás, pienso que no debería olvidarse del Graf Nostitz, el Graf Bülow y el general Zieten, y por supuesto del Prinz Wilhelm, que por algo es hijo suyo. Del rey, quiero decir. Bueno, y el general Müffling, el gobernador de París.

—¿Al general Álava le gustaría venir?

—Sin duda, pero no habla una palabra de alemán; debería elegir muy bien dónde sentarle.

—Pues, si me hace usted ese favor, dígale que recibirá la invitación dentro de unos días. A usted no hace falta que se la envíe: ya se puede dar por invitado.

Lo había dicho con una mirada que al desorientado Miniussir le sonó a prometedora, pero no había tiempo de profundizar, pues acababa de sonar un trueno. Sólo había tiempo para recoger el picnic, montar en los caballos y emprender el regreso a un trote más que ligero. De donde se habían detenido al Bourbon-Condé habría no más de quince kilómetros, lo que con el tranco que llevaban sería menos de una hora, pero debieron detenerse a mitad de camino, para que Miniussir disfrazase de ulano negro a la ya mojada duquesa. Él, impávido, resistió el chaparrón con la entereza propia de los Tiradores de Doyle, pero al llegar al hôtel, donde aún llovía más, ofrecía un aspecto lamentable.

—Usted no sigue adelante. Usted entra conmigo, se seca y se cambia, y ya veremos después si le dejo marchar o no. Mi querido Miniussir, lo último que desearía es que agarrara usted una pulmonía.

El destino empuñaba las riendas, suspiraba para sí el ilusionado Miniussir mientras entregaba las de su caballo a los palafreneros de la duquesa, la cual, por su parte, le cogía del brazo y le hacía marchar a su lado, a muy buen paso. Estaba claro, lo que para nada le disgustaba, que allí mandaba ella. En cuanto a lo que fuese a suceder a lo largo de la tarde, y pudiera ser que de la noche, Dios tenía una última oportunidad de hacer saber que no era un invento de los curas.

Álava en Waterloo
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