París, Bruselas, Lyon y Viena, viernes 10 de marzo

Las opiniones sobre la vuelta del Corso eran displicentes, cuando menos en Les Tuileries. Aun así, al ser ya cuatro días sin que se supiese de acción alguna para poner fin a la locura, se alzaban voces de preocupación. La de Madame de Staël, en particular, sostenía un criterio pesimista. No estaba en favor de Bonaparte, al que debía un exilio de diez años —prefería no recordar su entusiasmo por el 18 Brumario, pues con él llegaban un orden y una seguridad que, como todos los franceses con dinero, echaba muy en falta—, pero nunca dejó de reconocerle una gran talla intelectual. Por los Bourbon, en cambio, sólo sentía desprecio. No les veía capaces de frenarle, pues para ello sería necesario que actuasen con una seriedad que de ningún modo mostraban. Dado que no quería estar en París cuando volviese a ser capital del Imperio, tras una última velada en el salón de Juliette, donde intentó convencer a Constant de que la siguiera, se centró en organizar su partida. En principio no pensaba pasar de Coppet, su château en la ribera norte del lago Genève; si Bonaparte se llegase a consolidar se iría más lejos, posiblemente a Viena, pero de momento no haría falta. No creía que las potencias fueran a necesitar más de seis meses para volverle a enjaular, los cuales coincidirían con los mejores para vivir en aquella parte de Suiza. Lo que más le preocupaba era el riesgo de aburrirse. Pensaba combatirlo con un séquito de incondicionales, empezando por Juliette. La quería en Coppet no sólo por considerarla bondadosa, divertida y deslumbrante, sino por el coro de interesados en irse a la cama con ella, los cuales jamás dejaban de revolotear a su alrededor, por mucho que hasta en Marte se supiera que Madame Récamier no se acostaba con nadie. Daba por seguro que Constant, al que no podía llevar más del ronzal, acabaría por venir; Chateaubriand, también loco por ella, era más dudoso, pues su destino estaba ligado al del rey. Una pena, pero ya encontraría otros que le sustituyeran. Lo que importaba, se repetía con angustia, era ponerse cuanto antes en seguridad.

Otro día lluvioso, del tipo en que sólo apetece quedarse junto a la chimenea y dedicarse al correo, justo lo que Álava tenía decidido. Hasta la noche no tenía ningún compromiso; había invitado a cenar a Sir Thomas Graham, que acudiría con Lord Hay, su más distinguido ADC. Para equilibrar contaba con Miniussir, de quien sabía por terceros que no se orientaba mal en el proceloso mar de la sociedad británica. No lo criticaba, pues por algún sitio se ha de comenzar, aunque intuía que la presencia en sus aguas de jóvenes atractivas y tentadoras influía en su talante mucho más que la siempre aburrida necesidad de fabricarse contactos, sobre todo en la formidable banca flamenca. Eso corría de su cuenta, y a veces se preguntaba cómo y por dónde comenzar. Billy era de ayuda, pero sólo hasta cierto punto, pues tampoco ponía empeño en conocer a mucha gente; su interés se concentraba en quienes más se afanaran en hacer agradable su dura vida de príncipe, y esos no eran los siniestros banqueros, tan difíciles de ver fuera de sus tenebrosas madrigueras.

La primera carta interesante procedía de la semideshabitada embajada en París; la enviaba el mayordomo por cuenta del ignoto Almenara, que al fin daba señales de vida. Según decía, la situación no era la mejor para reclamar los 96 cuadros distraídos de la Real Academia de San Fernando. Añadía que allí, en París, los que pensaban que Napoleón prevalecería sobre Luis XVIII ya eran más que los defensores de lo contrario. Se despedía con gran cortesía, diciendo que, una vez viera claro, escribiría de nuevo. Álava se lo quedó pensando. Si al final del proceso iniciado en Golfe-Juan —los periódicos de París, que llegaban con dos días de demora, ofrecían todos los detalles de la marcha— el inquilino de Les Tuileries fuese Bonaparte, aquel cínico Almenara no mostraría otra vez su desvergüenza, porque lo último que haría el otro sería devolver un cuadro, y menos aún a Fernando. Debería explicárselo a Cevallos, y para ello nada como enviarle la carta de Almenara junto con su resumen semanal de actividades. Tras eso se concentró en la segunda. Era de la formidable duquesa de Richmond. Le sorprendió, porque sólo hacía dos días que se habían visto. Al poco valoraba cuán desesperada debía de sentirse para recurrir a él, al fin y al cabo casi un desconocido. El motivo era que dar en Bruselas no ya con una casa, sino con una simple habitación, era imposible. Las noticias de Bonaparte llegaban al mismo ritmo que los cada día más numerosos émigrées. Los hoteles estaban a reventar, explicaba la duquesa. Los desalmados con habitaciones libres aprovechaban para llenar la hucha pensando en tiempos peores, tan frecuentes en la historia de la ciudad. Un buen preámbulo, muy teatral, para una fastidiosa petición: ¿encontraría en su casa un huequecillo para dos ahijadas que venían de Dublín y para las cuáles no encontraba espacio decoroso en lugar alguno?

Tras breve reflexión sentenció que de ninguna manera. La idea de albergar a pan y cuchillo aquel par de presumibles irlandesas le aterraba. El problema era cómo negarse sin provocar la ira de la duquesa, que si osaba pedir tales cosas era por lo muy segura que se sentía de sí misma, de ser poco menos que la virreina de Inglaterra. Cierto que incurriría en el grave riesgo de no volver a figurar en las listas de invitados a las francachelas ducales, de suyo nada espléndidas —era evidente que andaban, ella y su marido, entre la cuarta y la quinta pregunta—, si bien no dejaban de ser buenas ocasiones para conocer gente. Debería buscarse una excusa, y ahí reparó en la tercera carta, en cuyo sobre figuraba no sólo su nombre y su dirección, escritos con una caligrafía claramente femenina, sino un escudo que aun no sonándole justificaba echar mano de la lupa y comprobar que tendría varios siglos de antigüedad: los mismos adonde se remontaba el abolengo de los príncipes de Chimay.

La carta ponía de manifiesto que a la princesa le gustaba perfumar su papel tanto como su escote y que al sentarse a escribir debía tener ganas de aliviar su alma, pues totalizaba cuatro cuartillas por las dos caras, en letra menuda, bastante clara y sin desequilibrios entre babor y estribor. Tras avivar el fuego de la chimenea, comenzó a leer. Minutos después sabía unas cuantas cosas más que al empezar el sobre. La primera, que los antipáticos servidores con que la princesa le hizo cargar estaban encantados de su caballerosidad. Por lo visto les preocupaba verse atendiendo alguna lamentable familia británica, del tipo que últimamente asolaba la vecindad. Comparando su suerte con la de sus iguales —los sirvientes de las grandes casas, en Bruselas, eran un gremio si no una casta— se hacían cruces de lo buena que había sido, cosa que la princesa no quería que se quedara sin saber. Eso no le dejaba más opción que subirles el sueldo, se decía con pesar. No era tacaño, pero la embajada en el VKN cada día gravitaba más sobre sus hombros. También era verdad que vivir en uno de los inhabitables castillos de Fernando sería más caro, así que mejor no lamentarse. Al menos, por aquello.

La segunda, que un gran pesar había destrozado, un mes antes, el corazón de la princesa: su hijo mayor, Théodore Devin de Fontenay, al que tanto amaba —según Wellington jamás le hizo maldito caso; la princesa debía de tener una memoria muy dócil— y del que tan orgullosa estaba, se le murió a resultas de sus heridas en la defensa de Noguet-sur-Seine. El pobrecito luchó en España y en la propia Francia, distinguiéndose lo bastante para ser teniente coronel y aide-de-camp del general Louis-Auguste de Bourmont. Su prometida y ella se turnaron en acompañarle los últimos días de su breve vida, que abandonó dejando en este mundo un par de almas inconsolables que jamás le olvidarían.

«Pues bueno», se decía el endurecido general al pasar página.

La tercera, que su corazón se recompuso días después, el 19 a mayor precisión, al dar a luz a la de momento última de sus hijas, la cual se llamaría Marie-Auguste-Valentine-Louise-Thérèse, explicando que si el último nombre lo escribía en cursivas era porque Monsieur Riquet quería que así fuese llamada en el trato familiar. Con ella le vivirían siete cachorros de once paridos, estando la mayor en trance de casarse aquella primavera, lo que hablaba bien de su calidad reproductora, de la leche con que los engendró —así resumía el general; la princesa lo escribía de otro modo— y del cuidado con que los sacó adelante, ante lo cual no había más remedio que asentir. Para los tiempos que corrían era un porcentaje de supervivencia ciertamente bueno, incluso entre hijos de princesas.

La cuarta, que la situación en París no podía ser peor; siendo preocupante antes de la fuga del Ogro, como esperaba que recordase, había vuelto a los tiempos del Terror. Las calles volvían a verse tomadas por partidas de sansculottes, la policía no se dejaba ver y el ejército tampoco. El espeluznante Ah! Ça ira, ça ira, ça ira! / Les aristocrates à la lanterne, que tan horribles recuerdos le traía, de nuevo resonaba en las esquinas, indicando que a la vuelta de nada las lanternes crujirían bajo el peso de las princesas. A eso se debía que no saliera de su hôtel, pero según avanzaban los días veía que quizá no fuera suficiente cuando al populacho le diera por asaltar palacios. Si eso ya era espeluznante, pensar en un París con el Corso en Les Tuileries le daba pavor, por ser notorio que fue de las que más cantaron y bailaron cuando los austríacos le metieron en una jaula y lo entregaron a los ingleses. De ahí su decisión de buscar refugio en su château, con sus hijos. Allí se quedarían en tanto la situación no evolucionase, para bien o para mal —sin explicar lo que para ella serían el bien y el mal—. Monsieur Riquet se quedaría en París, aunque por cautela no en el hôtel de Chimay, sino en su casa de soltero de la Rue de la Sourdicre, que aún conservaba pese a vivir desde hacía doce años en la de Babylone.

Álava se preguntaba cuánto habría de verdad y cuánto de histeria. Quizás el recuerdo de los espantosos días que la princesa vivió en sus veintipocos nublaba su juicio, como quizá también lo hiciera el instinto protector de una madre recién parida, pero aun así no dejaba de pensar que las cosas podrían estar peor de lo que se comentaba en Bruselas. Bueno, en los ambientes donde se movía. Por lo que decía la Richmond, una nueva oleada de émigrées inundaba la ciudad, como en 1790 y 1791. La Richmond. Su carta. Gracias a los cielos, o a su casera, ya tenía una excusa: mi querida duquesa, me gustaría horrores complacerla, pero el caso es que la bruja de la princesa, que Su Excelencia bien conoce, me impuso un contrato draconiano, según el cual no podría dar cobijo ni a mi madre si tuviese a bien resucitar. Eso mismo, algo más elaborado y sin que aflorase la menor pizca de pitorreo, sería lo que contestase nada más acabar de releer la carta de la princesa, que por otra parte decía poco más. Sólo que le gustaría muchísimo se dignara visitarla, se quedase algunos días y le trajese noticias de Bruselas. Lo más sospechoso era esa coletilla reiterándole, si no mandándole, que viniera, incluso poniéndole fecha, reforzada con el inquietante comentario de que allí, en Chimay, se vería muy sola, sin marido y sin amigos. Lo peor de todo: a diferencia de la carta, escrita toda ella en impecable francés, era una coletilla en excelente castellano. De Carabanchel Alto, por más señas.

Igual estaba en vísperas de vérselas con algo más que una oportunidad diplomática, se decía pensativo. Tanto, que tardó un buen rato en dejar de soñar y ponerse a escribir.

No comenzó por la duquesa de Richmond. La princesa de Chimay tenía prioridad.

Las nueve; una hora desusada para Charles-Philippe de Bourbon, Comte D’Artois. Solía levantarse tarde, y a los cincuenta y siete años que ya tenía, mejor llevados que los cincuenta y nueve de Louis, no pensaba cambiar de costumbres. Si su valet le había sacado de la cama casi con violencia era porque la ocasión lo requería. El haber ido a Lyon a revistar tropas tenía por objeto galvanizarlas. Pretendía que no desertaran alegremente, como los regimientos que las precedieron. Sería una tarea difícil, y tan arriesgada que sólo la palabra de Soult, asegurándole que MacDonald contaba con cuarenta mil hombres, pudo convencerle de ir tan lejos. La estrategia de mandar contra el Ogro un regimiento tras otro se había demostrado inadecuada, porque se los quedaba todos; gracias a eso ya contaba, decían los exagerados, con veinte mil hombres. Sólo se le habían pasado seis regimientos, de modo que no podían ser más de cinco mil, pero aún así Monsieur no sentía confianza. Su hermano, sí. De ahí el excelente discurso que pronunció ante las cámaras, en solemne sesión celebrada días antes en el Palais-Bourbon.[89] Fue breve, aunque hábil, pese a que se percibiera en sus palabras la mano de Madame de Staël, siempre tras las de Chateaubriand, inveterado redactor de todo lo que Louis decía en público. Hasta se permitió prescindir de notas. Por breve que fuera el texto, despeñarlo de memoria tuvo mérito. La ocasión merecía el esfuerzo, D’Artois lo reconocía. Se trataba de defender con adecuada convicción las bondades de la Charte Octroyée. A eso se debía que dejase París con tan buen ánimo, convencido de que todo iba bien, de que aún iría mejor y de que si volvía con el Corso encadenado nadie discutiría su idoneidad como heredero de un trono que, a la vista de lo gordo que ya estaba su dueño, no tardaría en ser suyo. Charles X, se llamaría cuando así fuera. Por mucho que quisiese a Louis, no veía el día. Lo malo de aquel otro era que llovía como si el mundo se fuese a deshacer, mascullaba según subía los peldaños de la tribuna que MacDonald había hecho instalar. Allí pronunciaría su arenga; tras eso los cuarenta mil se pondrían en marcha y él regresaría donde se hospedaba para entretenerse con ayuda de las autoridades locales, a la espera de verles regresar con el Corso en una jaula, si no con su cadáver subido en un armón. Sin embargo, antes de llegar arriba intuyó que algo no iba bien. Su experiencia en revistar ejércitos no era grande, pero encontraba dudoso que aquella canaille sumase tantas almas.

—¿De veras son cuarenta mil?

—Temo que no, Monsieur. Según acabo de saber, han surgido importantes dificultades. Tan graves como para que no podamos contar con el total de la fuerza convocada.

—¿Cuántos hay?

No quería ser excesivamente seco. MacDonald, un sedanais de ascendencia escocesa, Maréchal d’Empire desde Wagram, pasaba no ya por leal, sino por no mentir. Quizá se vio tan sorprendido en su buena fe como lo estaba él, pero era el heredero y tenía derecho a saber.

—Alrededor de seis mil, Monsieur. Y mil más de la Guardia Nacional.

Le costó responder. La contemplación de aquella chusma, en absoluto marcial —nada de hombres clavados al suelo como postes: las filas se movían y removían como las espigas de un trigal bajo un aguacero de marzo y un ciclón provenzal, los fenómenos atmosféricos que por entonces disfrutaban—, le hacía poner en duda que fueran capaces de lanzarse contra el Usurpador y sus grognards a la bayoneta calada y con desprecio de sus vidas. Más parecían dispuestos a quitarse los chacós, arrancar las escarapelas blancas y gritar Vive l’Empereur! El Comte D’Artois pasaba por estrecho de miras, reaccionario y meapilas, pero desde luego no era imbécil.

—¿Y con esa escoria piensa enfrentarse a Bonaparte? ¿De veras está seguro?

No lo estaba, pero tampoco tenía sentido proseguir la conversación. La escasa confianza que tenía en aquellos regimientos acabaría por disolverse —literalmente— si les mantenía más tiempo en medio de la plaza, en posición de firmes y empapados como peces. De ahí que iniciara una vibrante alocución llamando a la lucha contra el Tirano, invocando el juramento de fidelidad que todos, él también, habían prestado al rey unos meses antes. La tropa, por su parte, no manifestaba entusiasmo. Las expresiones de sus componentes revelaban una regular irritación, quizá por llevar allí, bajo el diluvio, cerca de una hora. Su espeso silencio no presagiaba nada bueno. La situación aconsejababa retirarse, pero D’Artois jamás se había dirigido a formación militar alguna, y menos aún a una de grognards, los temibles chasseurs-à-pied de la vieille garde con que las madres europeas amenazaban a sus hijos cuando rechazaban su cucharada de aceite de ricino. Una de sus compañías formaba frente a la tribuna. El conde reparó en un suboficial; por las condecoraciones que adornaban su pechera debía ser un tipo destacado, de los que poseen ascendiente sobre los demás. En cuatro saltos descendió de la tribuna, desoyendo las súplicas del espantado MacDonald, que sabía de grognards y presentía la catástrofe. Así, plantado frente al impasible granadero, le ordenó que gritara ¡Vive le Roi!

El sargento, cuyas medallas indicaban que había combatido en Marengo, Austerlitz, Iéna y Wagram, se limitó a responder en muy buen tono, aunque no particularmente hostil, ni ofensivo, que de ningún modo gritaría contra su padre y que mucho menos pensaba luchar contra él. No dijo más, pero las carcajadas que brotaban a su espalda terminaron de aconsejar a D’Artois que regresara con MacDonald, para exigirle que lo arrestase por flagrante indisciplina. El Maréchal, distraído, no hizo caso. Su atención estaba en el fondo de la gran explanada, donde alguien izaba una enorme bandera tricolor, que al momento, impulsada por el formidable ventarrón, gualdrapeaba escandalosamente. Al tiempo, y alzándose sobre los murmullos, un agudo ¡Vive l’Empereur! acabó de convencer a Monsieur de que Lyon era excelente para huir a la carrera. Pálido de pánico ganó su carruaje y ordenó a sus cocheros alejarse a toda velocidad, lo que hicieron al momento, aunque sin poder evitar que les llegara el formidable griterío de ocho regimientos entonando con furor el Chant du Départ.

La victoire en chantant, nous ouvre la barrière,

la Liberté guide nos pas, et du Nord au Midi,

la trompette guerrière a sonné l’heure des combats! [90]

Al maréchal no le importaba que sus soldados confraternizaran los unos con los otros, pues bien sabía que ninguno le pegaría un tiro. Unos cuantos grenadiers-à-pied que formaron a sus órdenes en Leipzig le propusieron con respetuosa sencillez que se uniese con ellos al Emperador, que no debía de estar lejos. Suficiente para MacDonald, que cuando juró lealtad a Louis lo hizo con seriedad. Con gesto de tristeza, y al frente de su minúscula escolta, inició el amargo camino de París.

Napoleón pretendía llegar a Lyon la noche del 9, pero sus avanzadillas señalaban la presencia de un maréchal que no se le uniría, pues MacDonald era de los sólo dan su palabra una vez. El 4.º de Húsares, sin embargo, estaba seguro de ser bien recibido, pues otros húsares habían salido a explicarles la escena de la mañana; siguieron adelante, salvo unos pocos que regresaron para explicar lo sucedido y dar detalles de la situación en la ciudad, tan feliz de recibir a l’Empereur que las tiendas habían cerrado. Desde mediodía, pese a la lluvia, los ciudadanos permanecían a la espera de su llegada, con las calles atestadas y mucha gente bailando, no se sabía si de alegría, esperanza o simple histeria.

A la llegada del 4.º cesó la lluvia, como si el clima se incorporase al festejo. A los húsares se les recibía con estruendosos Vive l’Empereur!, además de con la Marseillaise —no debían saber que Napoleón la detestaba; su himno favorito, Veillons au Salut d’Empire, seguía sin ser popular, lo que no conseguía entender—, y también a los compases de una cancioncilla que los bonapartistas de Lyon habían compuesto y musicado en las pocas horas transcurridas desde la singular revista de D’Artois:

Monsieur d’Artois, comme un lion, vole de Paris à Lyon

Mais l’Aigle troublant ses espirits, il court de Lyon à Paris!

Monsieur d’Artois, dans le dangers, est un Achille aux pieds légers![91]

La señal de «¡Adelante!» llegó a la cabeza de la columna, detenida en espera de noticias. Suficiente para Napoleón, resuelto a no entrar en Lyon mientras aún estuvieran D’Artois y MacDonald; su regreso debía ser la recuperación pacífica del reinado, no el inicio de una guerra civil. Así, ya seguro del éxito, reemprendió la marcha. La ciudad le recibió con entusiasmo y algún salvajismo, pues las turbas, una vez aclamado el ídolo, se apoderaron de las calles reclamando que se fusilase a los sacerdotes, tras lo cual dedicaron sus energías a lapidar casas de realistas y a saquear el gran café Bourbon, el de la Place Bellecour. Napoleón, ya instalado en el que aquella noche y la siguiente sería Palacio Imperial de Lyon, antes de irse a la cama escribió a su esposa, pidiéndole con humildad que se reuniera con él. Lo hacía convencido de que Marie-Louise jamás leería esa carta. El destinatario real era Metternich. De ahí que, con estudiada delicadeza, expresara que ya se le habían sumado cien mil hombres. Una cifra exagerada, pero veía difícil que nadie, y menos en Viena, la pudiera refutar.

Marie-Louise también escribía. Era una carta pensada para las casas reinantes, no para el consumo familiar. En ella declaraba su invencible aversión a Bonaparte y solicitaba la protección de las potencias aliadas. Para Méneval, que seguía con ella pese al despido de su personal francés, la mano que la redactaba era de Marie-Louise, pero la dictaba el Graf Adam-Adalbert von Neipperg. En cuanto a la mente donde se habría gestado tampoco tenía duda: sólo podía ser la de Metternich. De Marie-Louise von Habsburg-Lothringen nadie podría decir que no supiese aceptar su destino. Desde pequeña tuvo claro que había nacido para emparentar con alguna casa reinante, a lo cual se debía que hablara con perfección inglés, francés, italiano y español, además de alemán; la casa de Austria, muy ducha en diplomacia matrimonial, sabía desde hacía siglos que las archiduquesas sólo servirían a sus propósitos si eran capaces de sintonizar con los esposos a que fueran destinadas, los cuales no sólo valorarían su atractivo, sus modales y su ancestral reputación de fenomenales paridoras, sino el poder entenderse con ellas. A eso se debió que no protestara cuando en 1810, con poco más de dieciocho años, su padre, inducido por Metternich, aceptara la petición de mano que Napoleón formulase tras aplastar en Wagram al grueso del ejército austríaco. Se trataba de lograr la paz del modo más económico, y entregar a Bonaparte una de sus hijas no le rompía el corazón, pues para eso las había engendrado. Tampoco se rompería el de la propia Maria-Ludovika, que así se llamó hasta el día de su boda. No era una belleza deslumbrante, aunque al menos era joven, fuerte y sana, lo que para el Corso sería una novedad tras catorce años con Joséphine. No hacía falta mucho más para una princesa de cría, pero al natural le gustó. Era muy alta, de rostro acaballado aunque atractivo, simpática, no demasiado lista y bastante ingenua. Por si fuera poco, y según pudo constatar al recibirla en Compiègne —se casaron por poderes—, era sorprendentemente desinhibida, y tan alegre que no dudaba en interrumpir sus reuniones de gobierno para reclamarle atención indemorable, alegando que la elaboración de un heredero no era cosa que conviniese posponer. Sin llegar a sentir pasión por ella llegó a tomarle afecto, quizá por comprobar que aquella virgen de dieciocho no se le presentaba temblando de miedo, sino relajada, sonriente y enteramente a favor de irse a la cama. Los sirvientes de Compiègne todavía recordaban su ruidosa forma de perpetuar la dinastía Bonaparte, así como las dificultades que sufría el indefenso Emperador cuando pretendía emprender actividades que no fueran esa misma; la emperatriz no dudaba en perseguirle semidesnuda por los salones del palacio, muerta de risa; él, de siempre terriblemente serio, no podía resistirse ante aquella desbordante alegría, con lo que acababa riendo también, dejándose arrastrar por la insaciable mujer, feliz de que alguien le tratara como a un ser humano capaz de dar placer y no como a un tirano que sólo daba disgustos.

Fueron felices hasta mediados de 1812. Desde ahí comenzaron a verse poco, hasta que dos años después, a raíz de que partiera para Elba, Metternich se llevase a la desconcertada emperatriz. Le alarmó verla tan desconsolada, pues lo último que necesitaba era una llorosa ex emperatriz, compungida y apenada por el triste destino de su esposo y deseosa de compartirlo en su condenada isla de Liguria. Siempre cabría la posibilidad de liquidarla, pero Metternich, si podía, prefería soluciones reversibles. No tardó en dar con una inspirada por la duquesa de Sagan, su consejera en política de alcoba. Consistía en buscarle una casa retirada, tipo château tirolés, y para que no sintiera temor de verse allí, tan sola y tan aislada, debería dotarla de una escolta de granaderos formidables. Su jefe habría de velar no sólo por la seguridad de la otra vez simple archiduquesa, sino por su paz espiritual, de forma que, tras una temporada de sentirse a salvo, no sólo dejara de ser una preocupación diplomática, sino que volviese a ser un activo de la política imperial. La elección del tal jefe de seguridad era la clave del asunto; no necesitó preguntarse quién lo haría mejor, pues la duquesa poseía una excelente agenda. Su candidato pasó a ser el del propio canciller, que sin más le informó de sus deberes para tras eso poner bajo su protección a la triste archiduquesa. Se trataba de un general de antigua familia, el Graf Neipperg. Seis años más joven que Bonaparte, alto, fuerte y apuesto, era famoso no sólo por el parche con que cubría la cuenca vacía de su ojo izquierdo —perdido en 1793 contra la infantería de la Convención—, que lejos de darle un aire siniestro le confería un interesante aspecto de pirata de la Martinica, sino por un atractivo irresistible. Seguía casado, pese a que la relación con su mujer se consideraba extinguida, tanto que si no se divorciaban era porque hacerlo era incompatible con el catolicismo que asolaba la corte imperial. Pese a eso disfrutaba de la vida con escasas restricciones, a lo cual se debían los excelentes informes que la duquesa pasó al canciller. Para ella era seguro que la infeliz archiduquesa, de la cual sabía por Dorothée que llegó a Compiègne con un incendio entre los muslos, a la que se dejara caer en sus brazos vería el mundo en una forma diferente, y no sólo por el invencible deseo de amor que padecen casi todas las idiotas, sino porque la reputación de Bonaparte sugería una insuficiente dotación para lograr el bienestar de su fogosa emperatriz, mientras que Neipperg, daba ella fe, poseía un armamento bien capaz de lograr que Marie-Louise se preguntara cómo habría podido vivir sin aquello los veintipocos años de su vida.

Graf Adam von Neipperg

Al mes de conocer al conde, Marie-Louise no era la misma. De ahí que sólo conservase a Méneval, a lo que Metternich no se opuso, pues quería mantener ese discreto canal de comunicación con Bonaparte. La casa era tirolesa, la servidumbre no hablaba francés, el chef no se salía de las sólidas recetas austríacas y todo, en fin, redundaba en que Marie-Louise para nada recordara que una vez fuera emperatriz de los franceses. La carta que firmaba quizá respondiese a una petición de Metternich, pero era sincera: lo último que deseaba, en la felicidad que vivía, era volver con le petit tondu.

Blacas estaba nervioso. Desde Lyon el Corso avanzaba con aún mayor velocidad; al ritmo que llevaba, en una semana le tendrían en Les Tuileries. A eso se debía que sólo viviera para dar con la forma de contenerlo. Una de sus medidas más desesperadas fue convocar a Fouché. Nadie parecía saber ni qué pasaba ni por qué; sólo que Bonaparte avanzaba y avanzaba, engullendo una tras otra las formaciones enviadas a detenerle. Uno de los últimos consejos de Germaine de Staël fue que hablara con él. Quizá no fuera tarde para ponerle de su parte y escuchar lo que pudiera sugerir para enderezar la situación. De ahí que, sin malgastar un minuto en cortesías, comenzara por el final, ofreciéndole la cartera de Policía con toma de posesión inmediata de todas las prefecturas del país, o al menos de las que aún no se hubieran pasado al Usurpador. Fouché quizás hubiera sido ingenuo de lactante, pero a esas alturas de su vida sería el último pecado del que debiera confesarse. Había calculado con puntos y comas lo que Blacas pediría y ofrecería, de modo que agradeció la confianza que se le mostraba para después alegar que, dado que llevaba cuatro años en un cruel ostracismo, su información y sus simpatizantes de muy poco les podrían valer, ni a Blacas ni a Su Majestad. Si hubiera estado en ese puesto cuando debió estarlo, nada más regresar el rey, Bonaparte jamás habría desembarcado, pero ahora, dueño de setenta mil hombres, no había fuerza que le pudiera detener. No dijo más, por una cauta prudencia. Fouché, que veía bien de lejos, dudaba que aquel regreso fuese para siempre. Austria, Rusia, Inglaterra y Prusia se pusieron de acuerdo un año antes para colocar en Francia un rey Bourbon; las razones que les llevaron a tan inadecuada elección debían seguir vigentes. Era probable que volvieran a unirse. De ser así, aquel imbécil de Blacas bien podría, meses después, volver a formar gobierno. Mejor no decirle que salvo Louis XVIII, del que no pensaba mal, el resto, comenzando por él mismo, eran una caterva de retrasados mentales. Convendría dejarle la impresión de que, pese a todo, deseaba cooperar, y lo hizo sugiriéndole que llamase a Ney, alegando que fue quien primero rompió el luto, quien primero se arrodilló ante Alexander y quien miró para otro lado mientras éste le cataba la señora, y todo ello lo hizo por la más ruin de las razones, hacerse un hueco entre los nuevos amos. Debía estar tan aterrado por haber perdido el favor del rey como por el regreso del Usurpador. En buena lógica, sería capaz de cualquier cosa por recuperarlo; no ya de capturar a Bonaparte, a cuyo lado no tendría ninguna oportunidad, sino de matarle con sus propias manazas. Ninguna vieja cuenta de lealtad podría prevalecer sobre su incontrolable ansiedad.

Blacas se lo quedó pensando. No dijo nada, pero a Fouché le parecía que mordía el anzuelo. Justo lo que necesitaba: ya tenía materia suficiente para enviar un propio a Bonaparte aconsejándole que tomara precauciones; no necesitaría demasiadas, pues entre aquellas verdades yacía una gran mentira: Ney carecía de talla para encarar al que tantas pruebas le había dado de ser infinitamente superior. En cuanto a la factura que tras eso pudiera girar a l’Empereur, la tenía pensada: el puesto que acababa de rechazar. Sobre lo que hiciera Blacas con su consejo, le daba igual no saberlo. Sus orejas en Les Tuileries se lo dirían a la noche, lo más tardar.

Álava en Waterloo
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