París, miércoles 5 de julio

Blücher se había levantado en buena forma, y no sólo porque ser el dueño del château de Saint-Cloud era uno de los sueños oscuros que le habían perseguido toda su vida. El agotamiento de los últimos días ya era cosa del pasado; de nuevo estaba como cuando salió de las manos de la princesa, Dios la bendijera. En prueba de su excelente disposición llamó a Gneisenau y a Nostitz, para darles un par de órdenes. Al primero, que volara el puente de Iéna; lo tenía entre ceja y ceja desde un año antes, cuando se hizo con la cuádriga de la Brandenburg Tor, que Bonaparte se había traído de Berlín a título de trofeo de guerra, y la devolvió a su lugar arrastrada por los mejores caballos de la Garde Impériale, los que remolcaban sus condenadas belles filles. Nadie le puso pegas porque no preguntó; si lo hubiera hecho habría surgido alguien para decirle que no era buen momento. En aquella ocasión tampoco pensaba preguntar. Iéna era el nombre de la mayor afrenta de las armas prusianas, y no podía consentir que puente alguno recordara eternamente que un día lejano un ejército francés trituró a otro prusiano; así, de paso, ajustaría la última cuenta pendiente, la de Rocquencourt. Al discreto comentario de Nostitz, que quizá bastara con cambiar el nombre del tal puente, respondió que para eso ya era tarde. Napoleón lo hizo construir con motivo de su lamentable victoria, y por eso consideraba que volarlo era un deber sagrado, a lo que Gneisenau no respondió; cuando un superior le daba una orden directa su actitud era la que mandaban las ordenanzas: cuadrarse y saludar. En cuanto a la orden para Nostitz, consistía en reclamar al presidente Fouché la entrega de cien millones de francos, cincuenta para el Army of the Low Countries y cincuenta para el Niederrheinarmee, a título de anticipo sobre indemnizaciones de guerra. Si Fouché pusiera pegas debería invitarle a observar por la ventana, con ayuda de su mejor catalejo, el aspecto de la meseta de Meudon; no le cabía duda de que a partir de aquel momento el tal Fouché se tomaría su petición con la mayor seriedad.

Una de las cosas que Blücher y Wellington acordaron en el château de Saint-Cloud fue designar un gobernador militar, responsable de mantener el orden mientras la guerra no acabara, se firmara la paz y los ejércitos aliados se retirasen de París. Gneisenau pensaba en Zieten, por haber sido el comandante de armeekorps que más se distinguió desde que comenzara la guerra, pero a Wellington no le agradaba que un cargo semejante quedara en manos de alguien tan próximo a Gneisenau, de modo que comentó a Blücher, en un aparte y a espaldas de su Generalstabschef, que Müffling sería un mejor candidato. Blücher, que no deseaba tiranteces con Wellington, aceptó sin discutir. A Gneisenau lo tocó explicar a Müffling las razones de su nombramiento, sin disimular que no le hacía feliz. Al poco era Wellington quien daba su felicitación a Müffling, y al tiempo, haciéndole ver que sabía recompensar a quienes le servían bien, le anunciaba que His Royal Highness the Prince Regent of England and Ireland le nombraba Knight Commander of the Order of the Bath, la más elevada condecoración militar británica. Müffling se deshizo en agradecimientos, aunque tras eso indicó que algo le tenía muy preocupado: el que Blücher quisiese albergar en casas particulares a la infantería y a la oficialidad del I Armeekorps, el único de los tres que residiría en París. La caballería se quedaría cerca de sus caballos, los artilleros no se apartarían de sus cañones y los zapadores no perderían de vista sus explosivos, pero al resto, veinte mil hombres de los que seiscientos eran oficiales, Zieten había ordenado buscarles acomodo, y hasta donde sabía él con muy malas formas.

—¿Algún deseo de ajustar cuentas?

Müffling no estaba seguro. Durante los años de la ocupación los soldados franceses vivieron así, en casas particulares y a las expensas del erario público; los forzados anfitriones presentaban a las autoridades locales sus liquidaciones de gastos, y cuando se podía se les pagaba. Mientras estuvieron en Valonia los soldados del Niederrheinarmee se hospedaron en cuarteles, pero la manutención fue objeto de requisa, si bien Willem fue con sus súbditos menos cicatero que Fiedrich-Wilhelm con los suyos. Ahora, los planes de Blücher en París eran idénticos a los de Bonaparte para Berlín. Sería el ojo por ojo llevado al extremo, pero no sería esa la única razón, añadía Müffling. Sucedía, también, que la intendencia del Niederrheinarmee no podía ser más catastrófica; si Blücher debiera pagar por lo que consumieran sus soldados, éstos acabarían comiéndose sus caballos. Wellington prefirió encogerse de hombros. Quería ganar tiempo hasta que llegara Friedrich-Wilhelm e impusiera su autoridad, que si no había cambiado demasiado desde que coincidieron en Viena era mucho más civilizada. Sólo una vez a solas con Álava se avino a decir lo que pensaba de todo aquello.

—Allá por donde pasan se les acaba odiando. No sé si no les importa o si es lo que pretenden. Si es lo primero son muy torpes. De Blücher no me asombra nada, pero el otro es más listo. Igual es lo que anda buscando. Si fuese así es que ya está pensando en la próxima guerra. Me pregunto si no habremos acabado con un Bonaparte francés para crear otro prusiano. ¿A ti qué te parece?

En según qué cosas no era bueno decir a Wellington lo que realmente se pensaba, y en ese caso era que la colosal antipatía que sentía por Gneisenau le hacía centrar en él todas las sospechas imaginables. Álava sólo veía en el sajón un profesional que hacía su trabajo lo mejor que podía y que se mostraba obstinadamente inmune a los encantos de Sir Arthur. Ninguna otra cosa… o sí, algo más había: el tipo aquel le caía bien, y según Miniussir la simpatía era mutua. Eran cosas que no podía explicar a su exclusivista, celoso, acaparador, absorbente y un tanto paranoico amigo. Lo mejor, como a menudo le sucedía con Wellington, sería encapillar el cáncamo y ceñir a sotavento.

—Miniussir dice que sólo sueña con volver a Erdmansdorff, su finca de Silesia, con su mujer y los hijos que aún no se les han casado, y cogerse unas buenas vacaciones, de un par de años por lo menos. No es esa, diría yo, la forma de pensar de un tipo que prepara una guerra. Es más, no me asombraría que ya estuviera de los cañonazos tan hasta los mismísimos como yo. Ahora mismo, apostaría por ello, no debe haber un solo general prusiano con ganas de comenzar otra, salvo en todo caso un tal Yorck al que casi acaban de matar un hijo y del que me han hablado fatal. Tú le conoces, ¿no?

Wellington sonrió. Sabía reconocer cuándo Miguel tendía una nube de humo. De ahí que dedujera que, sin mentirle, no le decía lo que pensaba, y si no lo hacía era porque no quería decepcionarle, lo cual sólo podía deberse a una razón: por lo que fuera, el animal aquel le gustaba.

Gneisenau reflexionaba en su despacho. Blücher, Grolman, Bülow, Zieten y el Prinz Wilhelm habían ido a Rocquencourt, a interesarse por los heridos. De los trescientos habían muerto veintitantos, y las perspectivas eran de ir a peor. Aquel encuentro no se saldaría en menos de doscientos, lo que resultaba todavía más trágico si se tenía en cuenta que desde Frasnes a París no se habían sufrido tantos. A Blücher y a Bülow se les veía muy afectados, el segundo porque los regimientos de Sohr, adscritos al II, fueron transferidos al IV por petición suya y del Prinz Wilhelm, el jefe de su caballería. Él, Bülow, fue quien les envió tan lejos sin protección de infantería, y aunque nada se le pudiera criticar, al menos con la doctrina en la mano, el caso era que se sentía fatal, tanto que a Gneisenau casi le hacía sentir una cierta simpatía, sobre todo cuando hablaba del hijo mayor de uno de sus mejores amigos, el Graf Yorck von Wartenburg. El chico tenía dieciséis años, ya era teniente y apuntaba excelentes maneras, pero un dragón francés le cortó un brazo de un solo tajo; se habría desangrado en cuestión de segundos si otro dragón, que sin duda era un buen tipo, no le hubiera hecho un torniquete. Los frailes de un monasterio cercano atendían a los heridos más graves, como el joven Ludwig-Heinrich, pero el caso era que se les morían a chorros. Era lo propio de los encontronazos con la caballería pesada, se decía con frialdad profesional, que rara vez los muertos lo eran en el acto; dado que buena parte de las heridas eran mutilaciones más o menos espantosas, casi todos los que fallecían lo hacían días después, por haberse desangrado, por la gangrena o por una embolia. Definitivamente, la guerra no era un buen lugar para enviar a los propios hijos, y menos para que los matasen el último día.

Molesto con aquel reblandecerse tan opuesto a la imagen de sí mismo que cultivaba desde que un húsar totenkopf le pescara en un charco, se concentró en la orden de Blücher y en el problema resultante: como volar el maldito Pont d’Iéna sin volarlo, sin que Blücher se irritase, sin que Wellington le crucificara y consiguiendo que Friedrich-Wilhelm, cuando llegase, aplaudiera. Le había costado largos minutos de profunda reflexión, aunque ahora sabía cómo proceder. Como una vez dijera su admirado Voltaire, gracias a cuyos escritos había logrado mantener su mente a salvo de las religiones, todas las cosas, en este mundo, se parecen mucho a lo que no son.

A la mesa, de forma ovalada, se sentaban Pozzo di Borgo, Von der Goltz, Fouché, Talleyrand y Wellington. Era una cena conspirada por Vitrolles, que actuaba como representante discreto de Louis XVIII, y por Wellington, que intermediaba entre Talleyrand y Fouché. Que se hallaran presentes los embajadores de Rusia y de Prusia no dejaba de ser incomprensible, tanto que ni siquiera ellos se atrevían a opinar sobre los motivos de su presencia. Sólo sabían que Vitrolles les había dicho «id», y habían ido. Eugéne-François de Vitrolles, el ausente, llevaba la mitad de sus cuarenta años entrando y saliendo de las cárceles imperiales. La última vez fue a raíz de significarse a favor de los duques D’Angoulême, lo que le supuso acabar en la prisión de l’Abbaye. Allí seguía cuando Fouché, recién entronizado Presidente, pensó que liberándole abría un canal de comunicación con Louis XVIII. Vitrolles pensaba reunirse con SCM, pero tras verse con Fouché consideró que su papel ganaría en importancia si se quedara en París y organizase un fluido tráfico de mensajeros hacia y desde la cada día más cercana corte real. Su propósito para la cena de aquel día, complementario al de Wellington, era que Talleyrand y Fouché acordasen una forma de colaborar, último paso que Louis necesitaba para entrar en París sin riesgo de ser echado a patadas. El rey estaba bien al tanto de la cena-reunión, al punto que había pedido a Talleyrand «defendiera bien su causa, con el mismo empeño que si se tratase de su virginidad». Quizá éste no se sintiera suficientemente plenipotenciado —conocía el invencible rechazo que Fouché inspiraba en la familia real—, o la presencia de Von der Goltz y Pozzo di Borgo le incomodaba, pero el caso fue que se pasó la cena disertando agradablemente sobre las inextricables dificultades de la situación política, valorando en gran medida la fuerza de los liberales de Constant y de los republicanos de La Fayette, a lo cual Fouché no sólo asentía, sino que abundaba en lo mismo, aunque sin dar un paso en la debida dirección, la de unir fuerzas con Talleyrand. A Wellington le parecía que con aquella escenificación aquellos dos sinvergüenzas no sólo pretendían demostrar que de ningún modo estaban condenados a entenderse, sino que ocultaban sus cartas de un modo tal que le resultaba imposible comprender qué sucedía. De ahí que, cuando se despidieron los unos de los otros de la misma educadísima forma, sólo estuviera seguro de que algo decisivo, y no sabría decir qué, hacía falta para que se pusieran de acuerdo; algo que, le incomodaba pensarlo, debería ocurrírsele a él, y habría de ser pronto, porque la situación amenazaba salirse de control.

Le ayudó en sus cálculos que, ya de noche, viniera Vitrolles a decirle que se había visto con Talleyrand para saber de primera mano qué había sucedido, y que su respuesta le dejó muy preocupado: «Su Excelencia el Duc d’Otrante no ha dicho nada ni se ha comprometido a nada; ¿qué le haría pensar eso a usted?». Alguien debería convencer a Fouché de que mostrase sus cartas, y ya iba viendo que aquel trabajo acabaría correspondiéndole a él. Era una responsabilidad fastidiosa, pero si había de arrostrarla por el bien de Inglaterra, lo haría, pese a lo asombroso de constatar que los destinos de Francia, la gran enemiga histórica de su país, habían quedado en las manos de un militar nacido en Dublín del que su madre seguía pensando que no valía para nada.

Álava en Waterloo
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