París, sábado 15 de julio
La reunión de aquella mañana estaba impregnada de amargura. Las órdenes de Friedrich-Wilhelm, transmitidas por Von dem Knesebeck, eran una clara desautorización de las medidas de Blücher; sólo había quedado a salvo la recuperación de las obras de arte, y eso se debía, como razonaba Gneisenau, a no haber esperado a que llegara el monarca, pues en otro caso seguirían en el Louvre por siempre jamás. La orden de renunciar al anticipo sobre la indemnización era lo que más pesadumbre les causaba. Con París bajo la mira de su artillería Talleyrand no habría podido negarse, pero estaba claro que de nuevo los políticos les vendían. Gneisenau trataba de consolar a su afectado jefe, que no podía disimular el sentirse como un cascarón vacío. De ahí que no le sorprendiera escuchar del viejo guerrero que pensaba presentar su dimisión. Estaba tan abatido que ni siquiera se alegró al escuchar que Pirch I al fin había tomado Maubeuge, y que ya desplegaba su artillería frente a Landrecies; si no resistía más que Maubeuge, a primeros de agosto se podría establecer el tráfico de suministros por el Sambre y el Oise hasta el Sena. En cuanto al Niederrheinarmee, ya ocupaba sus posiciones definitivas hasta que llegara el día de regresar a Prusia: el I Armeekorps seguía en París, aunque con órdenes —también de Friedrich-Wilhelm— de abandonar las casas particulares y ocupar los pabellones abandonados por el ejército francés; el III acampaba en Le Mans, donde Thielmann establecería su hauptquartier, y el IV dejaría Versailles para dirigirse a Rambouillet y Houdan, donde Bülow acuartelaría su infantería; una parte de su caballería se quedaría en Chartres, con destacamentos en Alençon, Blois y Évreux, y la otra, la que procedía del II, entre Pontoise y Poissy. El Niederrheinarmee, a todos los efectos, se transformaba en un ejército de ocupación territorial.
Con Alexander, Franz y Friedrich-Wilhelm habían llegado sus respectivos entourages de ministros, diplomáticos, generales, asesores y ayudantes diversos. Su propósito era iniciar las negociaciones que darían lugar a un tratado de paz que no sólo cerraría la desgraciada guerra, sino que perfeccionaría los acuerdos de Viena de un modo tal que los cañones no sonaran durante décadas. Con escasos días de retraso comenzaban igualmente a llegar personajes que, si bien no estaban llamados a verse las caras en las mesas de negociaciones y en los comités consultivos, se mostraban decididos a no perderse lo que se avecinaba, y en ciertos casos a ejercer una oscura influencia. Entre los que inspiraban mayor curiosidad figuraba la baronesa Krüdener, la última de las amantes del Zar; llegó un día después que su enamorado —si no de su cuerpo sí de su espíritu—, el cual le había conseguido una gran casa, el hôtel Montchenu, comunicada con su propia residencia, el palacio Élysée-Bourbon, por un jardín privado. También había despertado expectación la llegada de dos ilustres aristócratas, la duquesa de Sagan y la condesa de Périgord. Lo hicieron en gran estilo, en una espectacular comitiva donde viajaban ellas, la hija mayor de la primera y su numerosa servidumbre, así como una escolta de húsares austríacos facilitada por el Fürst Metternich. Residirían en el hôtel Talleyrand, si bien la duquesa sólo durante unos días, hasta que su residencia, el algo abandonado hôtel Bourbon-Condé, volviese a ser habitable —su sexagenaria pariente Louise-Adélaïde de Bourbon, Princesse de Condé, lo abandonó con explicables prisas en el verano de 1789; pensaba regresar cuando los invasores se largasen, de modo que le pareció un trato equilibrado cederlo unas semanas a su lejana sobrina si ésta se lo ponía en facha—; mientras tanto estaría encantada de vivir en el 2 de la Rue Saint-Florentin; si había en París una casa cómoda, grandiosa, interesante, divertida, en la que se comiera de maravilla y sucedieran infinidad de cosas apasionantes, era la de su tío segundo, el Prince de Talleyrand.
Álava, Miniussir y Almenara se presentaron en el despacho del conservador del Musée Royal du Louvre, Vivant-Denon, quien se mostró sorprendido, pues no sabía que ya hubiera en París un embajador español. Éste llevaba la voz cantante, y con exquisita cortesía, pero con precisión militar, le hizo saber que venía con la intención de recuperar los noventa y seis cuadros incautados por Napoleón en la Real Academia de San Fernando, y que lo hacía en la más amable forma posible, pero si Monsieur Vivant-Denon estimaba conveniente que lo hiciera en compañía de un batallón de fusileros prusianos, en un par de horas regresaría con ellos. El conservador, aliviado porque sólo le hablaran de noventa y seis piezas, pensó que más valdría ponerse a favor del viento. Los cuadros que reclamaba el embajador, según comenzó a explicar, no figuraban entre los favoritos del pueblo, al punto que sólo seis colgaban de las paredes; los otros, que a su entender no valían gran cosa, permanecían apilados en los sótanos como reserva pictórica general, de modo que si Son Excellence había tomado la precaución de traer con él unos cuantos mozos de cuerda y algunas carretas, se los podría llevar ipso facto.
Unas horas después los noventa y seis cuadros, que no parecían en el mejor estado de conservación, estaban sobre las carretas —Álava, seguro de su farol, había traído cuatro, además de varios mozos—, listos para emprender el camino de la que otra vez se llamaba Rue de la Chaussé d’Antin. El marqués de Almenara, que como era un poco sordo no había seguido bien los comentarios del susurrante Vivant-Denon, aún se maravillaba del milagro, aunque comenzó a indignarse al escuchar de Miniussir que, a juicio del tipo aquel, las noventa y seis maravillas, los más brillantes tesoros de las pinacotecas reales españolas, eran basura podrida. El embajador prefirió no hacerle caso. Müffling le había procurado una escolta muy exigua, una docena de guardias nacionales, y le preocupaba sufrir un asalto de camino a la embajada; de ahí que no viera el momento de aparejar, aunque a fin de hacer callar al otro se comprometió a que, si todo acababa tan bien como había empezado, esa misma noche se pagaría una cena para los tres, y su señora si se la quería traer, en el carísimo La Galiotte.
Hardenberg y Humboldt se alojaban en la que fuera residencia del Maréchal Lannes, en la Rue de Varenne. Habían invitado a cenar a Blücher, Gneisenau, Müffling, Grolman y Zieten. Al término de la cena el feroz Generalfeldmarschall tomó la palabra, tachándoles de ineptos y acusándoles de haber traicionado la sangre alemana, que no sólo prusiana, derramada en Ligny, Belle-Alliance y a lo largo del camino de París. El Kanzler y su segundo acabaron la cena con la desagradable sensación de no sólo no estar en condiciones de controlar a Blücher, sino de ser los primeros en verse frente a un pelotón de fusilamiento si pretendieran imponerse por vía disciplinaria. Esa fue la razón de que Humboldt, de madrugada y aún bajo la impresión que le causaron las duras palabras de Blücher, redactase un memorándum que haría llegar, una vez lo aprobara Hardenberg, a los aliados presentes en París. En él afirmaba que la mejor y más práctica forma de reducir el papel de Francia en calidad de amenaza para Europa sería recortar su territorio y su población. También, que las potencias aliadas deberían exigir una fuerte indemnización, una que cubriera los inmensos costes que aquella nueva guerra les había obligado a soportar. Recalcaba que había sido una guerra contra Francia, no contra Bonaparte, pues cuando éste desembarcó en Golfe Juan la nación francesa no sólo no se le opuso, sino que le llevó en volandas a París. De igual modo, nadie protestó cuando movilizó un ejército para llevar al exterior de las fronteras francesas la muerte y la devastación. Francia era culpable, y como tal debía pagar las consecuencias. En su opinión, los aliados deberían desposeer a Francia de lo que aún conservaba de Valonia, más Alsacia, Lorena y el Franco Condado, así como las ciudades de Lille, Metz, Mulhouse y Belfort, las cuales deberían pasar a formar parte de Prusia, por ser la potencia que más sangre había perdido en aquella desdichada guerra. Tras releerla decidió que no se había pasado; Blücher sería un animal, sí, pero también una musa magnífica.