Berlín y Auxerre, viernes 17 de marzo

El ministro de la guerra, Leopold-Hermann von Boyen, había llevado a Blücher su nombramiento: jefe supremo del Niederrheinarmee,[93]la fracción del KPA que defendería la frontera oeste. Desde hacía días, a raíz de que Blücher recibiera una carta de Friedrich-Wilhelm inusitadamente afectuosa donde rechazaba su dimisión y le hacía saber que pronto le pediría un gran sacrificio, tanto él como Gneisenau lo consideraban inminente, lo que a éste no le hacía ninguna gracia. Con Blücher al mando él sería, una vez más, el jefe de su estado mayor, un puesto que le resultaba pequeño. Ambicionaba el mando de un armeekorps; así tendría libertad de acción para obrar bajo sus propios planteamientos —en virtud de la doctrina del KPA, la que instituía libertad de acción en el campo de batalla dentro de las líneas establecidas por una directiva general—, y así acceder a un reconocimiento que creía merecer tanto como el que más, pero que seguía sin conseguir por ser sólo la sombra que marchaba tras Blücher, un cerebro ambulante que pensaba para él y poco más. Él era quien merecía el mando, aunque su naturaleza realista impedía que sintiera conmiseración porque Friedrich-Wilhelm no se lo diese. La razón era tan clara para él como para el propio Blücher: el precio de ponerle al mando sería la dimisión de los cuatro condes, Yorck von Wartemburg, Kleist von Nollendorf, Bülow von Dennewitz y Tauentzien von Wittemberg. Los cuatro, junkers arquetípicos, fósiles plantados en los principios de Friedrich der Große, le detestaban hasta el punto de no dirigirle la palabra. Jamás se pondrían a sus órdenes. El rey no tendría más opción que aceptar sus peticiones de retiro, lo que daría lugar a un cisma, pues los junkers eran la espina dorsal del KPA. Un riesgo inaceptable para un rey tan pusilánime como Friedrich-Wilhelm, además de innecesario. Depositar el mando efectivo en las manos de Gneisenau era bien sencillo: bastaba con poner a Blücher encima, como año y pico antes. Procediendo así nadie podría sentirse ofendido; los orgullos y las susceptibilidades quedarían a salvo, de forma que todos podrían hacer su trabajo a mayor gloria de Prusia. Todos, en realidad, no: Gneisenau pagaría la factura con su orgullo pisoteado, pero el riesgo de que solicitara el retiro sí entraba en lo que Friedrich-Wilhelm aceptaba. No era desmesurado, debía pensar; después de todo, había demostrado infinidad de veces ser su soldado más disciplinado.

Hermann-Friedrich, Graf Kleist von Nollendorf

Poco después, el alegre comandante supremo se reunía con su Generalstabschef para mostrarle la proclamación del Kriegsministerium, la cual, en su artículo segundo, anunciaba el nombramiento del Graf Neidhardt von Gneisenau como jefe del estado mayor del Niederrheinarmee, un ejército de ciento cincuenta mil hombres destinado a vérselas con la Grande Armée. Todo ello se desarrollaba en varios artículos, pues Boyen aprovechaba la ocasión para reorganizar el KPA con acuerdo a las necesidades no ya de la guerra inminente, sino de sus limitados recursos. «Algo es algo», se decía Gneisenau; ninguno de sus nombramientos anteriores fue publicado en aquella forma tan solemne, aunque no pensaba que aquello significase un reconocimiento especial, lo que Blücher, según le refería los cotilleos de Boyen, confirmaba sin pretenderlo: fue un golpe de autoridad, nada más. Desde hacía días, por lo visto, se registraba una febril actividad no ya en el Kriegsministerium, sino en la corte, tanto la estable, que seguía en Berlín, como la de Viena. La plana mayor ultraconservadora —el anciano Generalfeldmarschall Friedrich-Adolf von Kalckreuth, gobernador de Berlín, el Generalleutnant Karl-Friedrich von dem Knesebeck, principal aide-de-camp de Friedrich-Wilhelm, el ministro de la Policía Wilhelm-Ludwig zu Sayn-Wittgenstein-Hohenstein, el de Justicia Christian-Friedrich Scharnweber y el duque Karl-Friedrich von Mecklenburg-Strelitz—, se había lanzado sobre Friedrich-Wilhelm con ánimo de impedir el nombramiento de Gneisenau, para lo cual debían hacer lo mismo con el de Blücher. Su error fue no proponer alternativas, evidenciando que les valía cualquiera mientras no fueran el jacobino mercenario y el demente de su jefe. A eso se debía, explicó el ministro, que Friedrich-Wilhelm mostrase una firmeza insospechada, decretando sin más los nombramientos.

—Y no sólo eso, sino que ha desplumado a Kleist. Está en Aachen, al frente de nuestro viejo Schlesischesarmee —Gneisenau asintió—; bien, pues Boyen le ha ordenado que me ceda el mando el 30 de marzo. Serás tú quien lo reciba, porque pienso tomarme unos días. Debo ir por Krieblowitz a despedirme de mi mujer, no sea que me pase algo. En general, mi querido August, a partir del día en que cumples sesenta es bueno pensar que quizá sea el último, y que conviene vivirlo como si lo fuera.

Debía ser cierto, se decía Gneisenau, porque Blücher no podía estar en mejor forma; era como si se conservara en alcohol, lo que no dejaba de ser lo que ocurría.

—¿Boyen le ha hecho saber adónde irá después?

—No, porque no lo sabía. Lo decidiremos tú y yo. Bueno, tú. Yo firmaré la orden, más que nada para que no se suicide cuando la vea.

—Podrías ponerle al mando del quinto armeekorps, el de los asociados del norte —señalaba el último artículo del decreto—; también es tuyo, ¿no? —Blücher asintió sin pensárselo—. Ahí se ahorrará tratar conmigo, porque puedes hacer que no sea parte formal del Niederrheinarmee. Cuando empiecen los cañonazos das orden de que lo sea y asunto concluido. Si para entonces quiere irse, que lo haga. No sería un peligro. En estos días sí puede hacer daño, porque no queda ningún otro armeekorps que le puedas confiar, y nada le haría más peligroso que verse sin nadie a quien mandar.

Lo que más valoraba Blücher de Gneisenau era su objetividad. Kleist era el más indeseable de los que se pasaban la vida poniéndole zancadillas, pero era bueno creando regimientos donde sólo había reclutas. El caso de aquel armeekorps aún sería peor, porque lo formarían mercenarios —los prusianos eran conscriptos—, aunque no a sueldo de Prusia, sino de Inglaterra. El espíritu guerrero que cabría esperar de aquella horda no era para confiar, pero si alguien podía ponerla en condiciones era Kleist, y por muchas afrentas que le debiera no antepondría sus opiniones personales. Una prueba más, se decía Blücher con alguna tristeza, de que, como él, jamás sería un auténtico prusiano.

Gneisenau se concentraba en un texto que sólo se podía comprender a partir de una premisa: el rey quería dejar las cosas claras a los ciento y pico generales en activo que se oponían a que le pusiese al frente del Niederrheinarmee, pues eso era lo que significaba su posición de Generalstabschef; un puesto que habría debido reservarse para uno de los cuatro condes, pues por algo estuvieron al mando de armeekorps durante las campañas de 1813 y 1814. A eso quizá se debía la reorganización de Boyen: los trescientos mil hombres que poseía el KPA[94]se distribuirían en siete armeekorps. El Niederrheinarmee integraría los cuatro primeros, Yorck se ocuparía del V, el VI lo mandaría Tauentzien y el VII, la Guardia Real, quedaría en manos del Herzog Mecklenburg-Strelitz. Dos de los cuatro condes quedarían, pues, neutralizados. El último artículo anunciaba la creación de un octavo armeekorps, compuesto de unidades aportadas por un grupo de ducados cuyos soberanos unían sus ejércitos al KPA. Ese armeekorps, que al no ser prusiano carecía de numeral, se denominaría Norddeutsche Bundeskorps. Los V, VI y VII, reflexionaba Gneisenau, lo eran en cuanto a rango, no por efectivos. Haría falta convocar reservistas para enfrentar a Bonaparte los ciento cincuenta mil que, según Hardenberg, Prusia tenía que aportar. Para llegar a ese número habría que desnudar al V y al VI —el VII era intocable—, lo que levantaría las más firmes protestas de sus jefes. Pues bueno, sentenció para sí; ya se aguantarán.

Faltaba Bülow, el cuarto conde; lo encontró al repasar los primeros artículos: Boyen le daba el IV Armeekorps. Los otros quedaban a las órdenes de Zieten, Borstell y Thielmann, tenientes generales jóvenes y competentes, pero ver a Bülow con ellos era de preocupar. El rey le habría forzado a dar su palabra de obedecer sin reticencias las órdenes de Blücher, lo que quizá bastase, pues Bülow no sería el más competente ni el más eficaz de los cuatro, pero sí el más disciplinado, además de un hombre de honor, de los que si dan su palabra es para cumplirla. Tenerle a sus órdenes sería complicado, porque no siempre andaría Blücher a mano para firmar las órdenes. Una molestia menor, aunque fastidiosa. Friedrich-Wilhelm habría podido resolverla promoviéndole a General der Infanterie, pero debía pensar que su carrera era demasiado meteórica —en apenas ocho años había pasado de capitán a teniente general—; si le ascendía otra vez sin mediar una campaña cundirían las peticiones de retiro, y el rey no estaba para más disgustos. Sería cosa de confiar en el buen sentido del antipático Bülow, y sobre todo en la insuperable capacidad de conciliación que poseía Blücher, que si de algo sabía era de conducir hombres de muy fuertes temperamentos. Nadie como él mismo para dar fe.

La Grande Armée —L’Empereur prefería llamar así a lo que no dejaba de ser una horda de regimientos heterogéneos, civiles indisciplinados, gendarmes desconfiados y guardias nacionales inseguros— había tomado Auxerre. Tras la cena, compartida con Drouot, Bertrand, Cambronne y La Bédoyère, se retiró a reflexionar. Sentía optimismo, no tan fuerte como el de los amaneceres aunque mayor del usual a esas horas. Quizá porque los últimos días fueron un paseo militar en sentido literal. A eso se debía que tras la jornada de Lyon cambiara de carruaje. Ya no era el muy discreto con que iniciara el camino. Ahora marchaba en la más imponente de sus carrozas —se había traído las veintitantas que poseía—, la de colores verde y oro, tirada por ocho caballos y rodeada de sus lanceros polacos, en sus elegantísimos uniformes rojos y dorados. Se le seguían uniendo regimientos; a los dos que lo hicieron la tarde anterior los mandaba Girard, uno de sus más leales; no dudó en correr hacia él y besarle las manos, ante lo cual tuvo que abrazarle. La escena fue desmenuzada por los periodistas que le acompañaban desde Lyon, tantos que podrían pasar por otro de sus regimientos. De ahí que no resistiese la tentación de rogarles, con fingido pesar, que transmitiesen al rey lo mucho que apreciaba su generosidad, pero que hiciera el favor de no enviarle más soldados. Ya tenía suficientes.

Aquella mañana, tras desayunar en Vermenton, se le unió uno más, el 14.º de Infantería. Ya pasaba de setenta y cinco mil hombres. Nada podría detenerle, pero aun así no se relajaba, pues no era un ejército equilibrado. A eso se debía que, ya en Auxerre, le alegrara recibir dos buenas noticias. La primera, que se le sumaba una fracción de la potente artillería de la Guardia. El saber que ya podía contar con sus belles filles le daba el punto de tranquilidad que le faltaba. Su horda ya era un ejército completo, aunque si algo no deseaba era desplegarlo para combatir, o no mientras el colosal trasero de Louis siguiera pedorreando el trono. La segunda, que Ney cambiaría de bando el día siguiente, sábado 18. Sucedería en la plaza de armas de Auxerre, según el muy bellaco había convenido con Bertrand. Le alegraba contar con Ney. No por lo que pudiera reforzarle, porque fuera del campo de batalla no valía para nada, sino porque tras él no había más. Ney traía la llave de París, así que ya se podría concentrar en las medidas a tomar una vez se hallase, al fin, en Les Tuileries.

El Maréchal Ney no conseguía dormir. Le faltaban pocas horas para volver a ser Prince de la Moscowa y Duc d’Elchingen, unos títulos que añoraba, y la Maréchala más. Intentaba reconstruir las muchas cosas sucedidas desde que tres días antes, olvidado del mundo en su château Les Coudreaux, recibiera un sudoroso teniente que venía de París a matacaballo con la orden de que se presentase a Soult. Se preguntó si no sería más prudente volverse sordo, pero la curiosidad es mala consejera, tanto que, impecablemente uniformado, a la caída de la tarde siguiente se reunía con él en Les Tuileries. La entrevista comenzó bajo tensión, ya que no se hablaban desde que coincidieran en España. Duró poco, pues Soult, decidido a no perder tiempo en fintas palaciegas, le despeñó que, por indicación de Blacas refrendada por el rey, había sido elegido para mandar una fuerza tan considerable como considerase necesario para enfrentarse a Napoleón, derrotarle y conducirle ante SCM. Él escuchaba con aparente indiferencia, un tanto teatral porque si le habían llamado de aquel modo tan melodramático sólo podía ser para eso —en realidad no lo supuso él, que de imaginación no iba sobrado, sino Madame Ney, mucho más lista que su marido—; una vez Soult concluyó, expuso que de ningún modo pensaba enfrentarse a su viejo señor para proteger el trono de Louis, salvo si éste se lo pedía en persona. Soult, que contaba con ello, le ordenó que le siguiera maldisimulando una sonrisa, la de advertir lo mucho que le descolocaba la inminencia de ser recibido por el rey. Una vez frente a él, y para su propia sorpresa, y también de Soult y del resto de los presentes —Louis nunca recibía en soledad—, se oyó decir a sí mismo que la intentona de Bonaparte no sólo era una locura, sino el inicio de una guerra civil que destruiría Francia si no se le detenía. Tras esa declaración que nadie le pedía, y de un modo asombrosamente solemne, se comprometió a capturar al Usurpador y a traerlo en una jaula. No salió dando un portazo porque aquel número ya se conocía en Les Tuileries, aunque sí a grandes zancadas. Soult no tardó en alcanzarle, alegrado por el éxito de su misión —de haber fracasado sería él quien debería ir por Bonaparte—, para informarle de las divisiones con que podría contar, dónde se hallaban y de qué generales dispondría para coordinar las respectivas marchas.

La borrachera de sentirse salvador de la patria se le pasó en su hôtel de la Rue Bourbon; lo que se alzaba frente a él era una batalla contra su maestro, del que se decía ya que contaba con cien mil hombres, mientras él ni siquiera sabía con qué se le podría enfrentar. Se veía jugándose a una carta no sólo su porvenir, sino su excelente presente, pues por mucho que hubiera caído en desgracia seguía siendo un hombre riquísimo. Si cambiaba de bando, a la que llegase a oídos de Napoleón su compromiso con Louis quedaría quemado para siempre, y eso si no venía después la Coalición y ponía de nuevo a Louis en el trono. Era como para no pensarlo, aunque aún sería peor que se mantuviese fiel a su palabra y se las viera luchando la primera batalla de una guerra civil contra el que aquellos días era el hombre más adorado de Francia. Si no vencía, cosa probable, no habría una sola casa en Francia donde pudiera buscar cobijo. En qué hora se le ocurriría presentarse a Soult…

A la mañana siguiente dejó París al frente de tres escuadrones del 5.º de Dragones, los únicos que aceptaron seguirle pese a que Soult le garantizó treinta. Su propósito era reclutar sobre la marcha unos cuantos regimientos, para tras eso reunirse en Courtenay con el general Bourmont, quien contaría con diez mil infantes. Una vez al frente de ambas fuerzas, totalizando no menos de veinte mil hombres, seguirían hacia el sureste, para batirse con Bonaparte algo más allá de Auxerre.

Tras día y medio de cabalgar, ya con seis escuadrones —se le había unido el 8.º de chasseurs-à-cheval—, llegó a Courtenay. Bourmont le hizo saber que Bonaparte había dejado Lyon, que se le habían unido todas las unidades enviadas contra él y que apenas le podía ofrecer dos mil infantes, los correspondientes a los regimientos 60.º y 77.º. Aun así, no desistieron; el otro por ser un realista fanático y él porque Napoleón aún estaba lejos. Pensaba irse a dormir cuando se presentaron dos oficiales con los que sostenía una relación de años. Le traían una carta de Bertrand y otra de Napoleón. Bertrand apelaba con palabras huecas a su sentido del deber, exigiéndole que no iniciara una guerra civil. En la otra Napoleón le pedía que se le reuniera en Auxerre, donde le recibiría como hiciera dos años y medio antes, tras derrotar a Bagration en la carnicería de Borodino, a lo cual debía su título de Prince de la Moscowa. Si algo le faltaba para no pegar ojo, era eso. Al amanecer, y sin dejar a Bourmont abrir la boca, le comunicó que, a su pesar, se veía obligado a cambiar de bando, pues las tropas comprometidas por Soult brillaban por su ausencia y a fin, además, de ahorrar a Francia una guerra civil. Tras eso, y al frente del conjunto de las tropas —no pensaba darles opción a elegir—, inició el camino de Auxerre, mientras Bourmont, con media docena de oficiales, emprendía el de París.

Para bien o para mal su destino era el de Napoleón. La guerra empezaría en tres o cuatro meses, los que tardara la Coalición en estar lista. Todos contra ellos, una vez más. Aunque veinte años antes también eran todos contra ellos, y vencieron. ¿Por qué no podría suceder otra vez?

Horas después se detenía en una cresta del camino, con Auxerre a la vista, donde veía llegar regimiento tras regimiento. Una fuerza que no bajaría de cien mil hombres. Aunque Soult le hubiera dado los veinte mil comprometidos, de nada le habrían valido. Definitivamente, la suerte ya estaba echada, pero no en ese momento; él arrojó los dados cuando abandonó la tranquilidad de Les Coudreaux, ignorando las lágrimas de Aglaé, para volver a París y reunirse con Soult.

Mandó vivaquear. Auxerre quedaba tan cerca que habrían podido cenar con sus camaradas, pero no quería reunirse con su viejo patrón como un alma en pena, sino luciendo su facha más imponente y al frente de su no despreciable fuerza. De ahí su hacer saber a los oficiales que las noches anteriores trajeron las cartas su intención de reunirse con l’Empereur a las nueve de la mañana, con el mismo talante con que se le presentara tras Borodino. Sólo quedaba desear que su mutuo destino, para gloria o desdicha unidos sin posibilidad de divorcio, no acabara en las riberas de algún otro Bérézina.

Álava en Waterloo
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