Valonia y Bruselas, lunes 19 de junio
00.15 h.
La infantería prusiana se adentraba en Genappe con gran estrépito de tambores, trompetas y disparos, aunque con gran cautela y muy despacio; Gneisenau había colocado en vanguardia el 15.º batallón de fusileros, pues de haber sorpresas presentarían un blanco menor que los ulanos, hasta entonces en cabeza; la toma de pueblos tenía sus reglas, y la primera decía que los hombres a caballo eran como patos sentados. La suma de todos los ruidos, más los cañonazos del Major Miniussir, había provocado la estampida prevista: lo que aún tenían delante jamás podría volver a llamarse Armée du Nord. El camino, iluminado por la luna y las antorchas, mostraba un inacabable reguero de objetos abandonados. A medida que avanzaban veían tirados en el suelo, arrojados de cualquier forma, mosquetes, correajes, cartucheras, mochilas, trompetas, tambores, arreos y hasta sillas de montar. Era, en cierto modo, como los restos de un naufragio. Todo yacía en desorden, revelando la prisa de quienes, quebrantada la disciplina de un modo irrecuperable, aplicaban a rajatabla el «Sauve qui peut!».
La vanguardia la conducía el Major Keller, comandante del 15.º Fusilierbataillon. Su brigada, la 16.ª, quedó diezmada en Plancenoit, donde cientos de sus reclutas landwehr fueron pasados a cuchillo por los grognards del general Pelet; de ahí que si se diera con él en las callejuelas de Genappe no seguiría las severas órdenes de preservar a los oficiales. Avanzaba sumido en sus cristianas reflexiones cuando, tras girar en un recodo, se dieron, él y el pelotón que le seguía, con una comitiva de cuatro carruajes; sus ocupantes bajaban a toda prisa y subían a los caballos que les ofrecían unos jinetes de rojo; los carruajes se quedaban tirados entre las casas mientras los soldados franceses, arremolinados en la entrada del puente y que ya reparaban en los fusileros prusianos, prorrumpían en alaridos de horror. Keller, distraído con la turba, no tuvo reflejos para pensar que los jinetes que huían por su izquierda quizá fueran tipos importantes, aunque sí para decirse que aquellos carruajes eran de interés. Envió un hombre por refuerzos y ordenó a los demás abrir un fuego escalonado, con lo cual los despavoridos franceses acabaron de volverse locos, tanto que muchos optaron por tirarse al río, que aunque profundo no era muy ancho. Fue cuestión de pocos minutos que ante sus ojos apareciera un puente despejado, más iluminado por la luz de los incendios que por la luna. Dado que aún no llegaba nadie de mayor rango se dispuso a examinar los carruajes, comenzando por el segundo, que destacaba por lucir una N dorada sobre la puerta. Un simple vistazo le hizo ver que había capturado la berline de Napoleón. Aquello quizá valiera más que las ciento y pico piezas de artillería que sus infelices landwehr se pasarían la noche custodiando. Mientras llegaba Gneisenau inspeccionó los otros carruajes, para ver que si bien no escondían ningún emperador sí estaban su cocina, su biblioteca, su vajilla y el sinfín de cosas que un emperador francés lleva consigo a todas partes. Al tiempo mandó redistribuir sus fusileros, para evitar un saqueo a manos de sus propias tropas. La cabeza casi le daba vueltas cuando vio a Gneisenau y a los ulanos negros. Sin embargo, y para su sorpresa, las prioridades del Generalstabschef no estaban en aquellos vehículos, sino en qué hacer a continuación. Le oía discutirlas con Grolman. El segundo era partidario de abandonar la persecución y dejar a la gente descansar, pero Gneisenau quería seguir. Cierto que ya no quedarían muchos cañones por capturar, pero sí docenas de carros y miles de hombres desarmados. Acabaron repartiéndose: Grolman y la infantería se quedarían en Genappe, mientras Gneisenau y la caballería seguirían hasta donde resistieran. En cuanto a los carruajes —ahí se volvieron a mirarle, los dos—, le asignaban la tarea de protegerlos. Tras eso se dijeron adiós, el uno para reanudar la persecución y el otro para buscar una hostería llamada Le Roi d’Espagne que Miniussir le había recomendado para Blücher, aunque no sin antes examinar lo que llevaba el Ogro en su berline. La idea que se tenía en el KPA era que Bonaparte jamás viajaba sin una fortuna en oro y diamantes; también sabía que lo usual con los segundos era coserlos en las entretelas. Los refajos de las princesas eran lugares de fama reconocida, pero en el caso de los emperadores ya no sabía qué pensar, de modo que comenzó por tantear los uniformes guardados en el cofre donde Bonaparte pondría los pies cuando viajaba en aquel monstruo. Poco después se decía que si una inspección había estado alguna vez justificada, era esa.
02.30 h.
Los primeros jinetes de l’Armée du Nord llegaban a Charleroi; no eran de caballería, sino infantes que se habían hecho con un caballo; en los normandos, cuya función era remolcar belles filles, iban dos si no tres. Casi todos conservaban sus armas. A lo largo de una pendiente larga y pronunciada que desembocaba en un puente provisional tras una doble curva muy cerrada, permanecía estacionado un convoy de cuatro carruajes. Lo vigilaba un pelotón de grenadiers-à-pied, muy atentos a la inquietante cantidad de camaradas que bajaba desde Gosselies. Contenía la impedimenta del Emperador; lo sabían por ser, de toda la vida, su escolta de infantería. La noche antes hicieron guardia en Le Caillou, pero el general Bertrand les envió a Charleroi nada más amanecer, siguiendo la rutina establecida para cuando l’Empereur entraba en combate. No sabían cómo habría terminado el de aquel día, pero el aspecto de los colegas, y las cosas que decían, les hacían temer lo peor.
Los jinetes, que poco a poco se congregaban en derredor de los carros, estaban hambrientos y sedientos, y los barriles que asomaban bajo las lonas del tercero les hacían pensar que algo contendrían. El aspecto de los grognards, con ser terrible, no escondía que también agradecerían un trago, y más tras saber que todo estaba perdido y que difícilmente habría más guerra para ellos. La situación era explosiva, pues ya serían sesenta los soldados con bayonetas caladas que se miraban de hito en hito con los grenadiers-à-pied. Ahí sonó un disparo al que nadie respondió, pues el que lo hizo no pretendía herir a nadie, sino agujerear uno de los barriles, del que al momento comenzó a manar un vino que debía ser bueno. La escaramuza que siguió, breve y no violenta, condujo a que poco después el carromato fuera saqueado, una vez alguien clavara su bayoneta en los bultos situados tras los barriles y comenzasen a brotar napoleones de veinte francos. A la vista de la novedad, sitiados y sitiadores unieron fuerzas para no dejar un saco sin rajar ni un barril sin desfondar. Al cabo de veinte minutos el carro yacía desencuadernado y sin vigilancia, pues los grenadiers-à-pied, muy cargados, emprendían, ellos también, el camino de París. Entre las astillas no quedaba un solo napoleón de los sesenta mil de a veinte y diez mil de a cuarenta con que la tesorería imperial había emprendido la campaña.
02.45 h.
A medida que progresaban en lo que Gneisenau llamaba Die Reine Klapperjagd,[207] sus fuerzas se reducían, pues cada vez que reunían una cierta cantidad de prisioneros la confiaban a medio escuadrón. La persecución era tan ruidosa como fructífera, tanto en prisioneros como en botín militar, para desesperación de los desventurados franceses —algunos habían vivaqueado hasta diez veces, para claudicar al no poder dar un paso más— y también de sus propios hombres, incapaces de imaginar de dónde sacaría su jefe tan feroz determinación. Miniussir, que tras la retirada de Grolman, Röder y el Prinz Wilhelm —se quedaron en Genappe, a esperar a Blücher; con ellos lo hicieron los aides-de-camp de mayor graduación, Pfül y Witzleben— era el de mayor rango entre los que aún seguían a Gneisenau —el capitán Banermeister y los tenientes Behrendt, O’Etzel y Gerlach—, cabalgaba junto a él diciéndose que si Dios se le atravesara en un recodo del camino seguramente vencería, pero lo pasaría fatal. Jamás había visto una exhibición de fuerza comparable; ni siquiera el bárbaro de Morillo en sus más salvajes días fue capaz de perseguir al enemigo con el encono de aquel hombre.
La luna iluminaba Les Quatre Bras, aunque hurtando los detalles; aun así, aquello sólo podía ser el campo de batalla; lo atestiguaba el hedor de cientos, si no miles de cuerpos descomponiéndose; los franceses habrían enterrado a los suyos, pero a Miniussir le constaba que la gente de Wellington sólo tuvo tiempo para los que habían caído en la línea de fuego, no en los bosques ni en el centeno. Contenía un bostezo cuando vio llegar un mensajero, con una carta de Blücher para Gneisenau. Así supo éste que aquél estaría en Genappe al amanecer, que Grolman le había explicado el regalo de Bonaparte y que le gustaría verle a las ocho de la mañana. Terminaba diciendo que, si bien se caía de sueño, no quería irse a dormir sin escribir un par de cartas, ésa para él y otra para su mujer. El viejo kriegspferd, era comprensible, debía de tener muchas ganas de desplegar sus alas y cacarear.
03.15 h.
Un teniente traía el mensaje que Pajol expidió a las diez de la noche. Grouchy, que dormitaba, no necesitó pensarse la respuesta: si la batalla en Mont-Saint-Jean había terminado, la de Wavre no, y necesitaría toda su caballería para perseguir a Thielmann si las condiciones fueran favorables, así que ordenó a Pajol, en su propia nota, que se reuniera con él en Bierges, siguiendo el curso del Dijle.
03.30 h.
Con Frasnes a la vista, el horizonte por el lado de Sombreffe anunciaba el amanecer. Se detuvieron frente a la Zum Kaiser Inn, cuyo dueño les ofrecía con una reverencia pasar al interior. Gneisenau se volvió a observar su menguada tropa. No serían más de mil trescientos, una cifra que al momento confirmó el teniente Gerlach, designado contador oficial; llevaba el arqueo de los prisioneros, del botín y de los propios efectivos. Suficiente, se dijo Gneisenau. No tenía sentido ir más lejos. Lo conseguido superaba sus expectativas, y no ya por las ganancias materiales, sino porque l’Armée du Nord de ningún modo podría volver a ser una fuerza organizada en menos de diez días. Salvo Grouchy, nada se les podría enfrentar según marchasen hacia París. La situación, en realidad, se había ido tan al extremo que debería cambiar de prioridades; lo venía pensando desde que dejaron atrás el fétido Les Quatre Bras y lo pensaría un poco más antes de descabezar un sueño de dos horas, tres todo lo más. Con eso bastaría para volver a estar a punto, aunque no sin antes cumplir con la más arraigada de las tradiciones prusianas, la que inaugurara en Fehrbellin el Generalfeldmarschall Georg von Derfflinger tras aniquilar con su fuerza de voluntarios un ejército sueco tres veces mayor, y que si congregó a sus hombres para ponerlos a rezar fue seguramente por no podérselo creer.[208]
Al pie de una gran hoguera, bajo un cielo despejado del que las estrellas se borraban, rodilla en tierra salvo el que dirigía la oración, mil y pico húsares, ulanos y dragones entonaban el himno de acción de gracias de los ejércitos prusianos:
Herr Gott, dich loben wir, Herr Gott, wir danken dir.
Dich, Gott Vater in Ewigkeit, ehret die Welt weit und breit.
All solch dein Güt wir preisen, Vater ins Himmels Thron,
Die du uns tust beweisen Durch Christum, deinen Sohn,
Und bitten ferner dich, gib uns ein friedlich Jahre,
Vor allem Leid bewahre und nähr uns mildiglich![209]
Miniussir era el único que no cantaba, porque ni conocía la letra de aquel salmo luterano ni tenía la menor idea de que aquellos bárbaros fueran tan píos, pero aun así seguía la oración rodilla en tierra, como todos los demás y tan pendiente como ellos del Graf Gneisenau, único en pie por ser quien la dirigía. No estaba seguro de si aquella escena, más druídica que cristiana, más del Walhalla que del Edén, más de Odín que de Jesús, le conmovía o le aterraba. Quizá fueran las dos cosas. Dios no quisiera que algún día tuviera que luchar contra esos salvajes. No sabría decir qué le inspiraban, si la más total admiración o el más profundo de los horrores. Prefirió decidir que lo primero. Después de todo, aquella madrugada él había sido un ulano más.
04.00 h.
Wellington despertaba. No por sí mismo, sino por haber oído a Hume; el hombre no le habría tocado, pero al verle abrir un ojo pensó que desearía volver a la vida. Traía el estadillo de bajas. Los muertos británicos eran mil cuatrocientos (con los de la KGL), los alemanes mil doscientos (hanoverians, brunswickers y nassauers), y los holandeses unos mil. Los heridos graves eran tres veces más. En total, el número de bajas registradas por el Army of the Low Countries, entendiendo por tales individuos no disponibles para el servicio, era catorce mil cuatrocientos. Una cifra horrorosa, pero inferior a la que temía. Fiel a su leyenda no mostró emoción, aunque Hume, que le conocía bien, percibía cierto alivio, el de saber que le quedaban efectivos suficientes para proseguir la campaña. Tampoco parecieron afectarle las bajas con apellido. Sólo quiso saber las de generales. Los muertos eran pocos: los holandeses Van Merlen y Collaërt, y los británicos Picton y Ponsonby; los heridos de consideración eran más: Halkett, Alten, Uxbridge, Kempt, Pack, Grant, Cooke, Barnes, Adams y Du Plat. De coronel abajo no necesitaba nombres, o no en ese momento, pero sí quería saber cómo estaban Uxbridge y Somerset. Le alegró saber que lo contarían, y que se habían tomado sus respectivas amputaciones no ya con filosofía, sino con british humour. Tras eso preguntó por Gordon. Hume, con expresión apenada —le sabía muy unido a Wellington— dijo que falleció a medianoche. A eso His Grace no contestó; no era hombre que dejase aflorar sus sentimientos, si padeciese alguno, lo que según sus allegados no era demostrable. Hume, desconcertado por su ausente silencio, añadió que los heridos leves seguían en los improvisados hospitales de Mont-Saint-Jean y del cercano caserío Joli-Bois. Los graves habían sido enviados al Hospital Militar de Bruselas, un monasterio jesuita requisado por Broke siguiendo instrucciones de Álava. Se había previsto enviar los que no cupiesen a los hospitales regulares de Saint-Pierre y de Saint-Jean, así como a los provisionales instalados en la lúgubre Abadía de Cambra, en las iglesias de Les Béguines, de Saint-Augustin y de Sainte-Madeleine, así como en diversos teatros de Bruselas. Los heridos del Army of the Low Countries tendrían prioridad; sólo cuando acabaran con ellos empezarían a ocuparse de los que Bonaparte dejó atrás. Había ordenado que se cavaran fosas, unas para los franceses, otras para los holandeses, otras para los británicos y las últimas para los alemanes. Los sepultarían en cal viva, salvo a los que por su grado se prefiriera enterrarlos en el cementerio de Waterloo. En cuanto a los destrozados irreconocibles, muy numerosos, se prefirió no distinguir entre nacionalidades; los concentraban en Hougoumont, para quemarlos. Wellington asintió una vez más, conforme con las medidas; eran las ordinarias, las que se tomaban cuando se vencía; las que, ahora que caía, no se tomaron en Les Quatre Bras. Tras eso despidió al médico, y tras despachar con su orinal tomó asiento frente a la pequeña mesa que presidía el aposento. Era hora de ponerse a escribir. El despacho para Bathurst era prioritario, pero no estaba inspirado. Para entrar en calor literario era bueno empezar por lo sencillo, su correo personal, y más concretamente por Lady Frances. Le sorprendía constatarlo, pero su imagen era lo único que conseguía movilizar el escaso interés que se permitía conceder a cualquier cosa que no fuera la guerra, la que seguía esperándole ahí fuera.
04.30 h.
El Emperador y su séquito llegaban a Charleroi. Desde Genappe no habían cesado de cabalgar. Si habían de apresarle, que fueran los ingleses. Con ellos no tenía cuentas personales, así que le cabría esperar un trato digno, pero el perro rabioso de Blücher le colgaría del primer árbol. De ahí el pánico que le invadió al ver los oscuros uniformes de aquellos hijos de Satanás. No le abandonó en todo el camino, al punto que no fue capaz de señalar por sí mismo el mejor para escapar de Genappe. Él, Bassano, Bertrand, Drouot, Alí, sus cocheros, sus palafreneros y la docena de lanceros rojos que les escoltaban cabalgaron y cabalgaron aguas abajo del Dijle, hasta dar con un puente tan apartado de Genappe y de los caminos que conducían a Charleroi que a los prusianos se les había olvidado volarlo. Estaba tan lejos como en La Motte, lo que supuso dar un rodeo de muchos kilómetros, en total oscuridad y siempre temiendo darse con la caballería de Blücher. Sólo al llegar a Charleroi volvió a sentirse dueño de su cabeza. Esperaba en una calle desierta el regreso de Bertrand y de Bassano, que habían ido a buscar los carruajes de su impedimenta y su tesorería; uno de los cuatro era su carroza de viaje, la que compartió con ellos cuando dejó París para dirigirse a Laon y Avesnes; desde ahí ya podría viajar con alguna comodidad. Prefería no preguntarse qué haría si aquellos dos volvían con las manos vacías. No estaba en situación de procesar más catástrofes, se decía suspirando con alivio al ver aparecer su enorme vehículo. A la única pregunta, «¿el oro?», Bertrand contestó «perdido, Sire; nuestra gente lo saqueó». Era lo peor de las derrotas: tras ellas todo eran desastres, así que ni preguntó por Bassano. Si había de volver a París con él, que se diera prisa en alcanzarle. A la pregunta de Bertrand, si aprobaba la ruta Philippeville, Mariembourg, Laon y Soissons, respondió con un gesto de desdén, de «mande usted ir por donde le dé la gana». Bassano se les uniría después, añadió Bertrand sin conseguir que respondiera. No quiso añadir que se había quedado con uno de los lanceros y el desolado sargento de grenadiers-à-pied que mandaba el disperso pelotón, cuyo sentido de la fidelidad le había llevado no sólo a renunciar a los napoleones que le hubieran correspondido, sino a permanecer allí para espantar a los potenciales saqueadores. El primer carro contenía la carpa de campaña, la que usaba l’Empereur cuando vivaqueaba con sus grognards; el segundo era la carroza, el tercero estaba destrozado y en el cuarto sólo había papelotes. Era el que a Bassano le preocupaba, pues los tales eran el archivo personal de l’Empereur, sin el cual jamás salía de París. Si los prusianos llegaran a leer lo que allí se guardaba, la pena de muerte que habían dictado contra Su Majestad alcanzaría unos cuantos cuellos más, el suyo de los primeros. De ahí que no buscase nada en particular, porque no había tiempo, ni caballos para llevarse a París el sentenciado carromato. Con ayuda del sargento, y con la pólvora de tres o cuatro sobrecillos, un minuto después ardía en pompa, lo que a otro menos cauto le habría llevado a montar en su yegua y desaparecer, pero Hughes-Bernard Maret, Duc de Bassano, había visto demasiadas cosas en los cincuenta y dos años de su vida para no esperar los minutos necesarios hasta estar seguro, a ciencia cierta, de que allí ya no quedaba documento alguno que le pudiera incriminar. Los prusianos, o el Bourbon si le volvieran a sentar en el trono, sólo le podrían imputar haber sido muchos años el ministro-secretario de Napoleón y, en consecuencia, el hombre cuya obligación era saber dónde se guardaban, o dónde yacían, sus innumerables esqueletos.
05.00 h.
Wellington había terminado no sólo con su correo, sino de lavarse la cara y afeitarse. Tras un vistazo al camastro de donde ya se habían llevado a Gordon, bajó al comedor para dar allí con Álava, quien presentaba un innegable aspecto de no haber dejado de trabajar desde que se separaron a medianoche. Le había esperado para desayunar, y mientras Thornton preparaba los huevos, el tocino y el té le transmitió la única novedad: Müffling había pedido se le despertase, a lo que se negó sin antes conocer la razón, y tras oír que Blücher tenía intención de dar a la batalla el adecuado nombre Belle Alliance —a mayor precisión, Schlacht bei Belle-Alliance; así lo había escrito en una carta que acababa de mandar a su rey—, decidió que aquella no era razón suficiente para sacar a His Grace de la cama —del suelo, le corrigió His Grace con una sonrisa—, de modo que, tras gruñir un poquito, el barón aceptó que también él necesitaba dormir, y desde ahí sólo cabía suponer que se fue a la suya.
—¿Y por qué no has hecho tú lo mismo?
—Estaba desvelado, así que aproveché para escribir un informe para Fernando, mi venerado rey, que ya sabes cómo es. Me crucificaría si supiera de todo esto —señalaba en derredor, indiscriminadamente— por los periódicos antes que por mí. Ahora, no pensaba enviárselo sin que tú lo vieras primero y me dieras tu aprobación, así que lo pasé al inglés. Aquí lo tienes.
Le tendía seis pliegos escritos en una letra muy cuidada. Wellington las tomó con gesto de sorpresa, pero con una sonrisa que le traicionaba. El buen Álava, siempre adelantándose a todo; por ejemplo, a saber que aquella mañana no tendría la cabeza para maravillas literarias. Sería el mejor chef d’état-major del mundo si se dejara contratar.
Media hora después, tras haber comentado las cuartillas, señalado algunos párrafos y subrayado algunas líneas, se levantó a mirar por la ventana. La mañana parecía fresca. Sería ideal para salir con la jauría y media docena de buenos amigos a cabalgar en pos de alguna zorra, lo que desgraciadamente no sería el caso, pero al menos podría disfrutar el placer de trotar hasta Bruselas. Sería hora y media placentera, con el valor añadido de que le despejaría su todavía embotada cabeza. Quizá fuera porque las paredes de aquella fonda miserable y doliente se le venían encima; tanto lamento, tanto quejido, incluso tanto grito, le decían que allí no podría concentrarse. Decidido: a Bruselas.
—¿Vienes? Necesitaré tus papeles, los que me mostraste anoche. Pasarme horas buscando nombres, momentos, lugares y copias de órdenes no me ilusiona, la verdad. Me vendría bien que me los dictaras. Así ahorraría tiempo, y voy a necesitar el que no tengo para resolver los problemas que dentro de poco me planteará todo el mundo. Waterloo ya es historia, mi querido Miguel. Lo que ahora empieza es la carrera por París, y cuanta menos ventaja me tome la sabandija esa, mejor.
—No te saca mucha. De aquí a Genappe sólo hay una galopada, y su chico Thielmann, o Pirch, sigue chapoteando en Wavre con el cabrito de Grouchy. Estáis iguales, si lo piensas.
—En apariencia, sí, pero algo estará tramando, ya lo verás. ¿Te acuerdas de ayer? Se las compuso para sólo intervenir en el último instante, tras asegurarse de que Boney me hacía picadillo, y encima de forma que además deba darle las gracias.
Álava reflexionaba; efectivamente, así había sido, pero no sería prudente comentar que con aquello apenas le devolvía la gran putada de Ligny. Wellington era muy suyo para esas cosas.
—Al menos te hizo un gran recibimiento. En La Belle Alliance, ya sabes.
—Es lo que más me fastidió. Recibirme con una brigada presentando armas y con su puta banda tocando a tutta orchesta. Como si el vencedor fuera él —Álava prefirió callar que nunca estaría del todo claro quién lo había sido, aunque a él no le quedaran dudas de quién merecía pasar primero a la posteridad—; bien, tiempo habrá para cuadrar cuentas. ¿Conforme? Pues andando.
05.30 h.
Los supervivientes de Mont-Saint-Jean llevaban media hora cruzando Charleroi. Hasta las cinco habían pasado muy pocos a pie, pero desde ahí su número subió con rapidez. A eso se debía que los almacenes de Charleroi que sobrevivieron a los combates del día 15 acabaran de verse reventados por los exhaustos soldados —llevaban sin comer caliente más de día y medio—, los cuales se mostraban tan expeditivos a la hora de abatir puertas como presurosos a la de vaciar anaqueles. La razón de su prisa era común: ignoraban cuánta ventaja conservaban sobre las vanguardias prusianas, y si algo no querían volver a escuchar era el redoble de sus tambores. Aunque no tenían un plan —los oficiales que marchaban con ellos habían abdicado de mandar—, pensaban que la fortaleza de Avesnes sería un buen refugio contra esos hijos de sus madres, y aun a fuerza de sólo echarse a dormir cuando no pudieran más su propósito era no detenerse hasta verse tras sus muros. Después de tal momento estarían encantados de volver a ser soldados disciplinados, pero hasta entonces sólo les preocupaba poner a salvo sus pescuezos. Los más veteranos quizás un poco menos, pero los Marie-Louises, que con aquella sólo llevaban dos campañas en sus abandonadas mochilas, habían aprendido, de un modo indeleble, a espantarse cada vez que alguien, a lo lejos, gritase «Les Prussiens! Les Prussiens!».
06.00 h.
A la mesa donde dos mañanas antes desayunaran Ney y sus generales, se sentaban Woytschekowsky, Bentivegni, Banermeister, O’Etzel, Gerlach, Behrendt, los comandantes de las brigadas de caballería (Treskow, Bürsche, Watzdorf y Sidow) y Miniussir. Al último ya se le tenía por uno más; ayudaba no poco su excelente alemán, pese a que su acento vienés se apartase del muy gutural de la Prusia Oriental que padecían casi todos. Ninguno había empezado, pese al hambre de lobo que tenían y al irresistible aspecto del copiosísimo desayuno encargado por Woytschekowsky. De ahí el alivio general cuando se abrió la puerta para dejar pasar al imponente Graf Gneisenau, que como siempre mostraba un atuendo de gran sobriedad, luciendo únicamente su Eisernekreuz.[210] Los once, pese a lo mucho que rugían sus tripas, se levantaron de un salto y se cuadraron con estrépito, al mejor estilo del KPA, salvo Miniussir, que hacía lo mismo aunque con un levísimo retraso que nadie le reprochaba; después de todo, sólo hacía nueve horas desde que comenzase a ser prusiano.
—¿Qué planes tiene, Miniussir?
Antes de llegar ahí Gneisenau se había hecho explicar el estado de la fuerza y el balance de capturas. Se le veía satisfecho, y quizá de buen humor, si bien el oficial angloespañol no se sentía capacitado para determinar a ciencia cierta si aquel tipo tenía humor o no.
—Regresar al cuartel general de Lord Wellington y trasladarle lo que Su Excelencia desee.
—Hágale saber que ocupamos posiciones aquí, en Frasnes, que los Armeekorps II y III mantienen la persecución del ejército de Grouchy y que los otros dos, a media tarde, se habrán concentrado entre Charleroi y Gosselies. El hauptquartier del Fürst Blücher está en Genappe, adonde pienso marchar en cuanto acabemos aquí. Dada la nueva situación, pienso proponerle la marcha inmediata sobre París. Espero que nos veamos allí, major. Por lo demás, ha sido agradable contar esta noche con un artillero de refuerzo. Ah, y puede quedarse la capa y el chacó. Le sentaban muy bien.
Gneisenau se levantó con cierta brusquedad, lo que al momento hacían todos los demás, incluyendo al admirado artillero de refuerzo. Ni siquiera su jefe, que cuando quería era un maestro de la concisión, sabía decir tantas cosas con tan pocas palabras.
07.30 h.
Philippeville. Allí ya podía considerarse a salvo, pero sentía un cansancio infinito. Necesitaba dormir. No más de seis horas, ordenó; si a la una no despertaba por sí mismo, que Alí no vacilara en zarandearle. La posada L’Auberge d’Or no sería el más elegante de los palacios imperiales, aunque la cama estaba limpia y era cómoda. No necesitaba más, aunque antes de tumbarse dio dos órdenes; la primera, que un lancero saliese hacia Wavre y dijese a Grouchy que marchase a Namur y de allí a Laon, donde le quería cuanto antes, porque ya se dibujaba en su cerebro una nueva Armée du Nord y sus dos corps d’armée serían el núcleo central. La segunda era para Drouot; quería que localizase a Soult para que reorganizase l’état-major y dirigiese los supervivientes de Mont-Saint-Jean a la fortaleza de Avesnes, para que se rearmaran y siguieran hacia Laon, ellos también. Si esas órdenes y otras que diera más tarde se obedeciesen con prontitud, en una semana podría desplegar en Saint Quentin no menos de doscientos mil hombres. No serían tan excelentes como esos que le traicionaron en Mont-Saint-Jean, pero serían más de los que pudieran juntar Blücher y Wellington. Estaba casi seguro de haber dado con ello, con la fórmula de volver a ser lo bastante fuerte para derrotarlos incluso si marcharan juntos, pero necesitaba dormir. Cuando despertara, la luz se haría otra vez sobre su mente.
08.00 h.
Blücher se reunía en el comedor de Le Roi d’Espagne con su primer nivel de mando. Sentados a una mesa, el Ferraris de Gneisenau cubriéndola por completo, se hallaban éste a un extremo y Blücher al otro; a la izquierda del segundo, Nostitz y Grolman. A la derecha, Bülow y Zieten. Blücher, sentado en escorzo y con su inflamada pierna derecha sobre un arcón, contemplaba en su mano izquierda un tricornio de calibre similar al de una palangana y con aspecto de haber pertenecido a Bonaparte; con la derecha empuñaba un sable muy lujoso que también procedía de la berline. El Major Keller sostenía frente a los ojos de Seiner Durchlaucht un maletín donde había depositado los diez mil napoleones de veinte y cuarenta francos encontrados en diversas bolsas, todas de terciopelo azul y con una N bordada en oro, que se guardaban en los cuévanos de la berline; dentro de una caja de cristal, coronándolos, estaban las docenas de diamantes que Grolman descubrió en las entretelas de un uniforme. Aquella fortuna colosal —Nostitz, ducho en joyería y hecho a pensar en francos, la estimaba en más de diez millones— la redondeaban unos cuantos objetos montados en oro, como un catalejo, una brújula, unos anteojos, dos relojes, seis juegos de gemelos, docenas de condecoraciones y varios anillos, entre los que destacaba el sello imperial, de diseño mazacótico y que a Bonaparte debía pesarle demasiado, pues era notorio que sólo se lo ponía en las grandes ocasiones. Blücher, al menos, no recordaba que lo llevase puesto cuando quiso seducirle invitándole a cenar.
Una de las prerrogativas de los comandantes supremos era repartir entre los subordinados inmediatos una parte del botín. Bülow y Zieten recibieron los relojes, Grolman y Nostitz sendos juegos de gemelos, dos de los anillos serían para Thielmann y Pirch, los anteojos se los quedaría el nada deslumbrado Keller —Blücher sospechaba que si era tan espabilado como aparentaba ya se habría quedado con su parte; si no, que aprendiera para la próxima—, él se reservaba el sable, la brújula y el catalejo, y Gneisenau, por fin, ya vestía en su meñique izquierdo el sello imperial —Bonaparte pasaba por ser un hombre de manos pequeñas, mientras que las suyas parecían un catálogo de bananas—. Los diamantes, las condecoraciones y el resto de las chucherías saldrían para Prusia en el primer convoy, de lo cual el rey pronto tendría cumplida cuenta, porque Gneisenau pensaba escribir esa mañana la reseña detallada de la campaña. Los napoleones, por último, se reunirían con los cinco millones de francos en papel moneda encontrados en el carro de la pagaduría, para ingresar en la desfallecida caja del Niederrheinarmee. Nostitz comentaba que aquella medida despertaría murmuraciones por parte de «los de siempre», pero Blücher estaba en eso tan seguro de sí mismo como en todo lo demás. Aquel dinero era de curso legal, y emplearlo en reducir las terribles deudas del Niederrheinarmee a causa de que «los de siempre» no le hacían llegar un puñetero táler,[211] y en costear la campaña en el interior de Francia, que para nada sería un «picos, palas y azadones», Friedrich-Wilhelm no se lo podría reprochar. Tras aquello no había más que decir, así que despidieron al decepcionado Keller, que se soñaba de Oberstleutnant, y siguieron con los asuntos del día. El primero, que Blücher no lograba comprender, era la decisión de Gneisenau de sacar al II Armeekorps de la campaña.
—¿Le ha hecho algo Pirch, Euer Excellenz?
—No, Euer Durchlaucht. Sólo sucede que la victoria de ayer nos debe llevar a reconsiderar nuestros objetivos. Lo que tenemos delante no es la prevista guerra de movimientos contra un ejército en retirada. Se ha vuelto una carrera donde competimos con los británicos, los rusos y los austríacos. Debemos marchar deprisa, y en estos días hemos aprendido que no toda nuestra infantería landwehr puede resistir el paso de la de línea —Zieten y Bülow asentían—. Marginalmente, las fortalezas francesas del Sambre, el Meuse y el Moselle podrían ser un objetivo excesivo para el Norddeutsche Bundeskorps. Por eso propongo redistribuir las unidades del II, cediéndoles los menos ágiles de los regimientos landwehr y repartiendo su caballería y su infantería de línea entre los otros armeekorps. Haciéndolo así, la fuerza de invasión resultante sumaría ochenta y cinco mil hombres, los mejores que tenemos. El Norddeutsche Bundeskorps, reforzado con el II, sumará cuarenta mil, y aunque no sea muy veloz será lo bastante fuerte para tomar sin dificultad estas diez fortalezas —señalaba Maubeuge, Philippeville, Mézières, Givet, Charlemont, Landrecies, Longwy, Rocroi, Mariembourg y Montmédy; de una en una no decían nada, pero vistas como las señalaba él formaban un arco tensado que apuntase una flecha contra Aachen y Koblenz, los objetivos históricos tradicionales de las invasiones francesas—; después de lo de ayer parece claro que la guerra no será larga; las compensaciones territoriales será lo primero que se discutirá cuando los soberanos lleguen a París, y mejor será que cuando salgan a relucir estas fortalezas nuestros regimientos estén asentados en ellas —Blücher asentía; gran verdad era eso del perro que decía Grolman—. En cuanto a Grouchy, Thielmann y Pirch tienen órdenes de formar una pinza y atraparle, aunque no será tan bobo de morder el anzuelo. Por mucho empeño que pongan en perseguirle, no podrán impedir que pase al otro lado del Sambre. Aun así, trataremos de cazarle. Por lo demás, una vez acabe todo eso Pirch se quedará en Valonia y Thielmann marchará por Philippeville para reunirse con nosotros en Laon. Desde ahí seremos ochenta y cinco mil, como dije antes. Davout tiene noventa mil más los de Grouchy, a los que se sumarán los que ahora están dispersos, pero que no lo van estar toda la vida. Será necesario que les adelantemos. A eso se debe que las vanguardias del I —señalaba con el dedo a Zieten, que asentía una vez más— hoy tomarán Charleroi y avanzarán hasta la frontera. Mañana dormiremos en Francia, Euer Durchlaucht. En cuanto a los demás días…
Durante diez minutos el Graf Gneisenau, sin notas y sin papeles, demostró para qué vivía. Incluso señalaba los lugares donde cada noche se izaría el pabellón del Fürst Blücher. La lista concluía la noche del sábado 7 de julio, en el château de Saint Cloud, París.
—¿Y Wellington? ¿Tan seguro está Euer Excellenz de que no avanzará con la misma rapidez?
El que preguntaba era Bülow, y por una vez no con mala intención. Sólo pretendía «saber».
—Como poder, podría, pero es dudoso. Apostaría mi mejor caballo a que mañana, cuando nosotros nos adentremos en Francia, él seguirá dando descanso a sus tropas derrengadas.
—No lo estarán menos que las nuestras.
—Cierto, pero así como las de ustedes —por Zieten y Bülow— llegaron anoche a Frasnes y Genappe, y las de Pirch a Mellery, las suyas aún están en Mont-Saint-Jean. Si es así como piensa moverse, cuando llegue a París le recibiremos tan bien como en La Maison du Roi.
Blücher sonreía con malignidad. De no ser por la maldita pierna —llovía sobre mojado; era la misma que se le rompió al caer de un caballo en 1795—, los días que venían serían los más felices de su vida. Nada valdría más para él que gobernar París en su mejor estilo, en tanto no llegaran Friedrich-Wilhelm y los demás. No inventaría nada, porque no hacía falta. No pretendía comportarse con París de un modo distinto al de Bonaparte con Berlín entre octubre de 1806 y noviembre de 1812. Sólo sería cuestión de concentrar en unos pocos días seis años de tiranía y deshonor.
09.00 h.
Wellington y Álava llevaban una hora trabajando. El primero meditaba cada palabra, consciente de lo que aquel despacho supondría para su futuro. Álava, de naturaleza más nerviosa, de vez en cuando se daba un paseo por el amplio despacho de His Grace. Le intrigaba que pese a la temprana hora se congregara frente a la fachada de la Rue Royal un gentío que pronto sería multitud. Si acudían allí, en lugar de al palacio de Laeken, o al del Prins Willem, o incluso a la embajada británica, sería por haber detectado la presencia de Wellington, cosa que le asombraba, si bien no tardó en deducir la razón: el eficiente mayordomo de la casa, un teniente coronel galés para el que no existían los palacios ni los châteaux, pues en su concepción de lo universal sólo había cuarteles, unos más grandes y otros más pequeños pero siempre cuarteles, habría ordenado izar la Union Jack en el mástil del edificio, como se hacía en Buckingham Palace cuando estaba George III. Un buen detalle, por su parte; Wellington no sería un monarca, pero aquella mañana era el Rey del Mundo.
—Si te asomas un momento verás algo que te divertirá.
Wellington, pensativo —en su peculiar estilo literario las palabras fluían solas, sin pensarlas demasiado, pero aquella mañana, empezando a componer el segundo borrador de su dispatch, no escribía una frase sin haberle dado la suficiente cantidad de vueltas como para estar seguro de que ninguna otra expresaría mejor lo que pretendía decir—, decidió que unos minutos de distracción no le vendrían mal, así que, parapetado tras las cortinas, estudió el panorama con alguna prevención. Las visiones de multitudes no le agradaban, y menos si suponía que, de asomarse, sufriría un torrente de aclamaciones. Ya emprendía el retorno al escritorio cuando alguien llamó con suavidad. Había ordenado que no les molestasen, salvo si se tratase de algo importante o de alguna visita del tipo al que no se puede invitar a volver el día siguiente, así que abrió él mismo para darse con su marcial mayordomo. Álava, un poquito duro de oído y aquella mañana incluso más, no oyó qué dijo el teniente coronel, pero supuso lo peor al observar un contenido gesto de hastío ducal.
—Está bien, hágala pasar.
Un minuto después, la imponente duquesa de Richmond aproaba rumbo al duque con el porte y la solemnidad de los más pesados navíos de Su Majestad. Frente al Héroe Victorioso se desparramó en una reverencia, pero aquella mañana Wellington no estaba para tonterías. Visiblemente incómodo la izó con alguna dificultad, pues la oronda mujer, pese a sus dignos esfuerzos, no controlaba debidamente su centro de gravedad; tras eso la tomó de la mano, se la besó y se la quedó mirando sin decir nada. La otra estaba por iniciar un parlamento que como todos los suyos sería tan largo como insulso, cuando reparó en la expresión de Álava. Era inequívoca: «estamos trabajando, buena mujer; déle ya el par de besos y déjenos en paz de una maldita vez».
Una vez liberados de Lady Charlotte Wellington volvió a observar la Rue Royal. Le vendría bien extender las alas y cacarear, se decía el general consciente de que a su amigo rara vez le disgustaba dedicar unos minutos a tan placentero asunto, aunque sería un desperdicio que lo hiciera sin contar con audiencia conveniente. La que más destacaría en esa faceta se materializaba en primera línea. Con gran mérito y excelentes codos, pues el gentío apretaba, el inevitable Creevy se había colocado lo bastante a la vista para ser identificado. Wellington, tras dudar unos segundos, salió al balcón y levantó los brazos en señal de agradecimiento a los estentóreos rugidos de la muchedumbre, para después señalar a Creevy con el dedo invitándole a subir, lo que causó en el ego del buen hombre lo mismo que si se le hubiese aparecido el Santísimo. Minutos después, a solas —el discreto Álava se había retirado del teatro de adoraciones—, His Grace, con el tono desapasionado que reservaba para las grandes ocasiones, comenzó a desgranar el relato de lo que llamaba Batalla de Waterloo con el aire de quien describe una cacería de zorros tan aburrida como cualquier otra. Todo lo que contribuyese a incrementar la propia leyenda era saludable, Creevy era el mayor correveidile del Imperio y hacer saber al mundo que the Duke of Wellington era más imperturbable que si le hubieran esculpido en piedra rendiría excelentes frutos en un futuro no lejano.
Cuando Creevy salió, con gesto de seguir en trance —así debía de verse santa Teresa tras cada colisión con el Santo Cristo de la Levitación, se pensaba por su espalda con escasa caridad—, al general le bastó una mirada para entender que Wellington recuperaba su concentración, la necesaria para componer dispatchs que se publicarían en The London Gazette. Una vez tal cosa sucediera, el primer nombre que diría cualquier inglés al que se preguntase quién representaba mejor el espíritu, las virtudes y la fortaleza de la raza británica, sería el de Sir Arthur Wellesley, Duke of Wellington.
—Estábamos en La Haie Sainte a las cinco, ¿verdad? Bien, ¿seguimos?
10.00 h.
Los dos corps d’armée se reunían en La Bawette, un kilómetro al noroeste de Wavre. El IV había rodeado la ciudad por el Oeste, tras tomar el Pont de Bierges con menos oposición de la esperada y cortar la senda de fuga de Thielmann hacia Plancenoit o hacia donde diablos estuviera Blücher; el III, con Vandamme al mando, tampoco necesitó esforzarse mucho para ocupar el inexpugnable Pont du Christ, ni tampoco para cruzar la silenciosa ciudad, donde Thielmann no se había molestado en bloquear las calles ni en incendiar las casas. Parecía tener prisa en llegar a La Bawette, donde tenía sus carros de suministros, y tras eso iniciar una ordenada retirada por la carretera de Bruselas. Según informaban los exploradores del general Exelmans, que les vigilaban no de lejos, avanzaban a buen paso pese a que se llevaban todo con ellos, los heridos y los muertos también.
A Vandamme aquello le parecía consistente con una derrota de Wellington y Blücher en el plateau de Mont-Saint-Jean, la cual habría dado lugar a que los supervivientes huyeran hacia Bruselas, pero Grouchy desconfiaba. Si el Emperador hubiera vencido lo habría hecho saber del modo habitual, despeñando una catarata de órdenes; si el que no hubiera llegado ningún mensajero era razón suficiente para preguntarse si debía o no ir más lejos en la persecución de Thielmann, el no escuchar cañonazos por el oeste indicaba que l’Empereur no estaba empeñado en perseguir a nadie, lo que no tendría sentido si de veras hubiese vencido. A eso se debía su instintiva repugnancia por lanzarse sobre Thielmann, como reclamaba Vandamme en tono exasperante, de considerarle un cobarde o un inepto, si no ambas cosas. Ya se planteaba destituirle cuando apareció el esperado jinete de Soult, que según explicaba se había perdido varias veces desde que dejara Genappe poco antes de medianoche. No traía órdenes, ni verbales ni escritas, lo que al ir contra las costumbres del état-major imperial, y siendo además un sargento al que ni Grouchy ni Vandamme recordaban, era para sospechar, pero a medida que desgranaba los horrendos detalles del colapso de l’Armée du Nord se hacía claro que aquel pobre diablo no era un prusiano disfrazado. La derrota parecía ser tan total, y el desorden tan absoluto, que a Grouchy no le cabía esperar órdenes de nadie. Se había quedado solo, y no necesitaba una gran imaginación para comprender que su ejército sería esencial para impedir que Blücher arrasase París. Sólo él le preocupaba, pues pese a ser de los mariscales que jamás había luchado contra Wellington sabía que no le gustaba saquear. En su avance sobre Toulouse siempre dio muestras de caballerosidad, además de pagar todo lo que su ejército consumía, como el admirado Soult más de una vez había explicado. Blücher no haría eso. Blücher era un animal, y su ejército sería lo único que se interpondría entre París y su odio salvaje. Su deber era preservar hasta el último soldado, para lo cual su primera medida sería elegir el mejor camino para regresar a Francia. Concentrado en su Le Capitaine reflexionaba no sólo sobre las ventajas e inconvenientes de cada posible ruta, sino sobre las medidas que habría tomado Blücher. Daba por hecho que al menos un armeekorps estaría marchando desde Plancenoit para cortarle la retirada, de modo que no había tiempo que perder. El camino lógico era el del sureste, hacia Gembloux y Namur, para desde ahí seguir el curso del Meusse hasta Givet-Charlemont, y más allá, pues ya vería. De momento procedía informar de sus planes a Exelmans y a Vandamme, recabar sus opiniones, por si tenían alguna, y emprender la marcha, tras enviar un mensaje a Pajol informándole de la situación y de sus decisiones.
Exelmans, pese a no mirarle con simpatía, era un hombre inteligente, reflexivo y que sabía leer un mapa. Se mostró de acuerdo, pero no así Vandamme, que quizá no poseyera los mismos dones, o que pretendía llevar su enfrentamiento con Grouchy al extremo del delirio, pues proponía marchar sobre Bruselas tras aplastar a Thielmann, liberar a los miles de prisioneros que se hallasen allí para tras eso regresar a Francia vía Enghien, Valenciennes y Lille. Ante aquel disparate sólo había una forma de actuar, pensaba Exelmans, y agradeció al cielo que al fin Grouchy encontrara su virilidad, pues si algo no se podían permitir estando las cosas como estaban era un jefe sin un buen par.
—General Vandamme, si le repugna obedecer mis órdenes le relevaré ahora mismo.
Las palabras eran sencillas, incluso suaves, pero ni la mirada ni el tono de Grouchy dejaban espacio a la duda. Con la sombra de l’Empereur revoloteando sobre su cabeza sólo fue un mero ejecutor de órdenes superiores insuficientemente plenipotenciado frente a sus generales, pero ahora podía revelarse como quien de veras era, un Maréchal d’Empire veterano, competente y seguro de sí mismo. Suficiente para Vandamme, que sabía cuándo convenía dejar de comportarse como un niño, de modo que se cuadró, expresando así que aceptaba sin condiciones el mando de Grouchy; quizá recordara que otra iniciativa como aquella que proponía, que por desgracia ni Marmont ni Gouvion supieron contenerle, terminó costándole veinte mil hombres valiosísimos[212] frente a un general tan desacreditado como aquel prusiano Kleist que una vez rindiese Magdeburg a Ney. Las órdenes de Grouchy, por otra parte, no podían ser más lógicas. Exelmans se lanzaría por la ruta de Gembloux hasta llegar a Namur, para tomar los puentes que cruzaban el Sambre y el Meusse; deberían aplastar la resistencia de la guarnición prusiana, la cual no podría ser fuerte, porque la intelligentzia del Emperador decía que Blücher se llevó a Valonia casi todo lo que tenía. El IV Corps d’Armée seguiría la misma ruta; el III marcharía en paralelo por la inmediata del suroeste, hacia Temploux, a fin de darse apoyo mutuo de ser necesario. Las divisiones de Pajol y Teste, más los dragones de Maurin, formarían la retaguardia, que también marcharía por Temploux. Por último, los chasseurs-à-cheval y los húsares de Maurin deberían hostigar un par de horas a la retaguardia del III Armeekorps, a fin de hacer pensar a Thielmann que se le intentaba cazar. Con aquello, esperaba, Thielmann no pasaría de perseguido a perseguidor hasta que su infantería se hallase muchos kilómetros por delante.
—No debemos perder de vista que de nuestra rapidez en llegar a París, y de que sigamos siendo tantos como ahora, dependerá que Blücher no la destroce. Deberán preocuparse de que no haya deserciones, pues una vez los hombres sepan de lo sucedido en Mont-Saint-Jean rara será la noche donde no desaparezcan unos cuantos, lo que además de dañar la moral colectiva nos hará más débiles. Hagan ver a la gente que, si bien somos un ejército en retirada, nadie nos ha derrotado. Más aún, los vencedores fuimos nosotros, tanto en Ligny como en Wavre. Que la tropa lo tenga presente, pues vamos a necesitar hasta el último de nuestros hombres —los generales asintieron; era, Grouchy tenía razón, una situación muy dura de comprender: cómo habiendo vencido en dos batallas consecutivas, y con unas bajas muy reducidas, eran ellos los que debían retirarse—. ¿Alguna duda? —nadie dijo nada; si algo no se podría reprochar a Grouchy era que no hablase claro—. Pues marchando.
10.30 h.
Wellington seguía escribiendo. Su tercer borrador ya se ajustaba de un modo suficiente a lo que pretendía decir. El texto, que componía con su letra más clara —no pensaba en Bathurst, sino en los impresores de The London Gazette, que de jerga militar no podían saber mucho—, conservaba unos cuantos párrafos del que Álava preparase para su rey, pero su extensión era doble, no porque dijera muchas más cosas, sino porque las detallaba de un modo exhaustivo. Por profundamente que su amigo conociera su pensamiento, no podía calcular los infinitos guiños en todas direcciones que debía deslizar. Redactaba un documento que nada más ser publicado tendría rango de histórico, de modo que se afanaba en que no sólo fuera claro, exacto y veraz, sino en que reforzase su imagen hasta los límites de la divinidad. Quizá no fuera consciente de aquel don, uno de los muchos que tenía, pero era un consumado maestro de la venta por escrito. Sobre todo si lo que trataba de vender era él mismo.
Álava y Miniussir, que acababa de llegar, hablaban en el despacho del primero.
—Parece que La Bestia le ha seducido.
—No le crea tan bruto, mi general. Además de muy listo, si quiere puede ser encantador.
Álava se lo quedó pensando. A él tampoco le caía mal, pese a la mutua inquina que se tenía con Wellington. De siempre le había parecido un tipo razonable. Bastante más que Blücher.
—His Grace ya cuenta con que los prusianos se adelantarán. Lo que trae usted no es una novedad: es una confirmación. Aun así, quiero que lo escuche de sus labios. Espéreme aquí.
Wellington, efectivamente, lo quería from the horse’ mouth.[213] Se lo hizo repetir un par de veces.
—¿Doscientas trece piezas de artillería?
—Eso es, Your Grace, así como cuatrocientos carros, unos de pertrechos, otros de municiones, algunos de víveres y, lo que más hizo reír al Graf Gneisenau, la impedimenta de los generales. Los ha dejado hechos unos sansculottes, decía. También, la caja del ejército. Unos cinco millones de francos, según el teniente coronel Bentivegni. Ah, y el carruaje de Bonaparte, así como dos o tres de su comitiva personal. El general Grolman encontró allí, según explicaba el Graf cuando desayunábamos, más de cien mil napoleones y varias docenas de diamantes, la mayoría de diez carats o más.
El duque parecía concentrado en el tablero de la mesa.
—Doscientos trece, nada menos…, pues sí que les ha ido bien. Nosotros no cogimos tantos, en Vitoria… —era como si se le hubiera ido el hilo, aunque Álava sospechaba que sólo trataba de aparentar una displicencia que no sentía—. ¿Qué piensan hacer con todos esos cañones?
—Se llevarán a Francia los treinta en mejor estado; en los carros encontraron pólvora y munición para muchos más, pero no tienen caballos. La pieza francesa de doce libras, según me dijo el coronel Hiller, necesita un tiro de cuatro percherones, pero salvo ciento y pico, los justos para tirar de treinta, los franceses se los llevaron todos. El teniente Gerlach comentó que las otras piezas se las llevarán a Koblenz remolcadas por bueyes, pero ése ya no será su problema. Se limitarán a dejarlas juntas, porque forman un reguero de diez kilómetros, junto con los carros que no se vayan a llevar.
El duque y el general se cruzaron una mirada especulativa. Wellington se habría inclinado por cambiar piezas de doce libras por caballos percherones, porque tenía muchos, pero no sería el primero en proponerlo, y Gneisenau, por las trazas, no estaba para trueques.
—¿Y los mosquetes? Se harían con muchos, ¿no?
—Docenas de miles. La munición francesa es del 17,5 y la suya del 18,6, pero en los carros había millones de proyectiles. Si sus armeros no tienen suficientes mosquetes para reponer las pérdidas usarán los franceses, aunque por batallones completos. Para no complicar la intendencia, dijeron.
—Es lógico. ¿Hicieron muchos prisioneros?
—El general Treskow hablaba de diez mil, tras fusilar a quinientos y pico más.
—¿De veras? —el oficial se volvió hacia su jefe; no comprendía su escepticismo—. Me cuesta creer que Gneisenau sea tan animal. Liquidar unos cuantos, al principio de la cacería, pues bueno. Tiene su lógica, porque así los demás saldrían corriendo, pero cargarse tantos…
—El Prinz Wilhelm me contó que los grognards degollaron en Plancenoit a unos doscientos infantes landwehr que ya se habían rendido. Me pareció entender que tanto él como el Fürst Blücher, el Graf Gneisenau y todos los demás, tenían muchísimas ganas de pasarles la factura.
Wellington se lo pensaba. Los grognards habían dejado por toda Europa infinidad de cuentas como aquella de Plancenoit. Ya era hora de que alguien les hiciese pagar alguna.
—¿Es todo, Miniussir? —el falso major se cuadró a la prusiana—. Buen trabajo. Hasta nueva orden, y si Don Miguel no está en contra, es usted mi enlace con el Niederrheinarmee. Cámbiese y regrese a Genappe. Tenga la bondad de decir al Graf Gneisenau que mi ejército permanecerá en sus posiciones hoy y mañana, y que le haré llegar más detalles a través del general Müffling. Por cierto, necesitará un par de mensajeros; ¿se ocupa usted —por Álava, que asentía—? Bien, es todo. Puede usted marchar.
El general hizo al major un gesto de «quédese ahí fuera». Suficiente para el oficial, que a la sazón encontraba difícil no mearse allí mismo. Deseaba por su alma encontrar una letrina.
—Este chico, en una sola noche, se ha enterado de más cosas, y ha hecho más amigos, que Hardinge en dos meses. Tuviste una buena idea mandándole con Blücher —Álava no dijo nada; no se tomaba las palabras de Wellington como una muestra de reconocimiento; sólo comentaba un hecho, sin más—. Si no ha exagerado, Boney está sin artillería, sin mosquetes, sin pólvora, sin municiones y sin pertrechos. Tampoco tendrá muchos caballos, porque la mayoría de los que no están muertos los tengo yo; su scum se ha llevado los percherones, no los chargers. No podrá reorganizarlos mientras no alcancen Avesnes. Marchando como marchan, sin oficiales que impongan disciplina, dudo que Boney pueda concentrar más de un corps d’armée. Suponiendo que Grouchy se nos escape, con los suyos serán tres corps de infantería, desmoralizados y desorganizados. Y sin la Garde Impériale, pues hemos liquidado a casi todos sus grognards. Nada, en consecuencia, que nos impida llegar a París.
—¿A nosotros o a Blücher?
El duque tardó un poquito en contestar, aunque no porque necesitara consultar sus mapas.
—A nosotros. Blücher está el primero, lo que no le voy a disputar. Si Boney lucha, se las verá con él, no conmigo. Con suerte, se harán pedazos el uno al otro. Eso demostraría que Dios existe.
Álava notaba que Wellington quería volver con su dispatch. Las noticias de Miniussir le harían volver a empezar; ya no tendría que relatar una victoria importante, sino una total y definitiva, lo que requeriría otras palabras y un tono más grandioso. Mejor dejarle solo, pues, cuando escribía, una mosca le distraía, de modo que salió del despacho para encontrarse con el aliviado Miniussir.
—Buen trabajo, sí. Tan bueno que a partir de ahora te voy a tutear —toda una sorpresa, se dijo el joven oficial; el general, sin ser un estirado, era un tanto quisquilloso en materia de tratamientos—. Tú me seguirás llamando de usted, por supuesto. Por lo demás, lo que ha dicho His Grace: aféitate, báñate, pídele a Zurraspas todo lo que necesites para una semana de vida salvaje y tras eso te najas, aunque antes te pasas por aquí, para recoger a tus mensajeros.
—¿Podría salir sobre las cinco? Es que pensaba ir por la wash house, y quizá me inviten a cenar.
—¿Y eso?
—Lord March tiene metralla en un costado, y está hecho polvo. En vez de ir al hospital prefirió estar en su casa, para que le cuiden sus hermanas —el general asintió; el joven March hacía muy bien, pues un hospital militar es siempre más peligroso que un campo de batalla—; se llevó al teniente Hill, que salió de Mont-Saint-Jean con el culo hecho unos zorros, de modo que así podré verles a los dos.
Álava sospechaba que además del deber cristiano de visitar a los heridos algo más habría. Sin duda Miniussir se había visto a sí mismo explicando su noche de ulano negro a las fascinadas bellezas Lennox. Bien, pues no pasaba nada porque disfrutara un poquito; se lo había ganado.
—Como quieras, pero sal con tiempo suficiente para llegar con luz, no sea que algún centinela histérico te pegue un tiro, ¿estamos? —el major sonrió al tiempo de cuadrarse—. Por lo demás, mucho cuidado con las señoritas Lennox. Nada enternece más a una jovencita tierna y romántica que la cercana contemplación de un oficial heroico, victorioso, guapísimo y soltero.
El consejero Miniussir volvió a sonreír. Si en algo valoraba sus meses de ser un diplomático era por las prácticas en el noble arte del cinismo con que cada día le obsequiaba su impagable superior.
11.00 h.
El 6.º Ulanenregiment entraba en Gosselies. Bien desayunados, y el que más y el que menos con algún botín en el zurrón, los alegres totenkopf intuían que no sería un día de muchos tiros. Hasta llegar allí no escucharon ninguno, ni encontraron infantes franceses que salieran corriendo al verles. Tenían orden de no pasar de una elevación donde se divisaba Charleroi en toda su amplitud. Una visión magnífica, pero no pacífica. De la ciudad se alzaban numerosas columnas de humo, testigos de que los franceses, en su retirada, la saqueaban a conciencia. Bürsche redactó un breve informe y lo despachó a Genappe; tras eso mandó descabalgar y comer algo aunque sin encender fuegos, no fuese a suceder que allí abajo, en Charleroi, quedase alguien con ganas de subir y darles un disgusto. No parecía probable, pero las órdenes eran las órdenes, y la disciplina de hierro implantada en los ejércitos de Blücher era excelente para no saltársela, de modo que mejor sería sacar el pan, el queso y la cecina, y beber de las cantimploras, que arriesgarse a una fastidiosa spießrutenlaufen.[214]
11.30 h.
Clausewitz observaba desde lo alto de una loma el ya lejano ejército francés. El engaño no podía durar, ni Grouchy ser tan idiota. Tocaba decidir qué hacer: invertir la marcha y pasar de perseguidos a perseguidores, o detenerse a recuperar el aliento. El III no podía ser más disciplinado, pero llevaba marchando y combatiendo, sin cesar, desde la mañana del 15. Tenía derecho a estar exhausto. Perseguir a Grouchy no sólo sería inútil, pues a la vista estaba que huían a toda la velocidad que podían dar treinta mil soldados de infantería. Dado que no conseguirían alcanzarles lo mejor sería descansar, que la campaña no había terminado y tarde o temprano volverían a vérselas con esos mismos franceses. La incógnita era Thielmann, cuyo afán de consolidar su calidad de general prusiano le había hecho cometer más de un error, alguno de un tipo tan peligroso que de no haber interceptado sus órdenes habría podido costarles su excelente armeekorps. En su deseo de hacer méritos y colgarse medallas igual mandaba lanzarse contra Grouchy, lo cual le pondría en una situación difícil, pues un Stabschef, por mucha razón que tuviera, jamás debería desautorizar en público al comandante de su armeekorps. Todo dependería, como había comprobado alguna vez, de cómo la llevara cuando le diera la noticia. Gracias a Dios, entre sus mejores virtudes figuraba la de tener buen vino.
Se preguntaba por dónde andaría el II. Las últimas noticias le situaban en Mellery. Si Grouchy seguía marchando hacia Namur a cuatro kilómetros por hora, Pirch no podría ni acercársele, de modo que quizás opinara como él con respecto a detenerse y descansar. Sería una buena medida enviar un mensajero a su Stabschef, Aster, al que sabía razonable, informándole de su posición, la de Grouchy, la dirección de avance que había tomado éste y, por fin, su propia intención de proponer a Thielmann dedicar la tarde y la noche a reponerse, para tras eso preguntarle qué intenciones tenía él para su II, cuyos hombres no podían estar más frescos que los suyos; quizá procediendo así, conspirando a su nivel, conseguirían contrarrestar las suicidas ansias de gloria de sus insensatos jefes.
12.00 h.
Wellington releía su dispatch tras haber deslizado un par de correcciones, aunque tan leves que no justificaban la tortura de volver a escribirlo; además, para cualquiera que lo leyera serían producto de la premura con que lo redactó en la madrugada siguiente a la batalla, sin haber descansado y en el mismo headquarter de Waterloo donde lo firmaba, fechaba y sellaba. De lo que ahora se trataba era de hacerlo llegar a Londres a la mayor velocidad, antes que alguien le pisara la noticia. Se preguntaba cuántos de sus ADC habrían sobrevivido, pues le repugnaba confiarlo a uno ajeno a «la familia». Sólo eran dos, Fremantle y Percy —le costaba recordar qué fue de los otros, salvo el pobre Gordon—, y aunque valoraba la lealtad de Fremantle se inclinó por Percy. Le sabía más autónomo, más capaz de resolver los problemas que se le presentasen. Fremantle resultaba inmejorable mientras tuviera claro qué hacer, pero en un camino tan largo y azaroso como el de Londres se vería en situaciones impensadas. Percy era un tanto alocado, y bebía y jugaba más de la cuenta, y le gustaban las mujeres mucho más de lo razonable, pero sabía salir de todos los atolladeros, así que le mandó llamar. Su aspecto, concedió minutos después, era magnífico, si no glorioso: sucio de dos batallas, la guerrera plagada de lamparones, unos de pólvora y los más de sangre —no parecía suya—, desprendía un fuerte aroma de sudor muy rancio amén de lucir una barba de dos días, pues aún no se había podido afeitar. No decía estar cayéndose de sueño aunque habría podido hacerlo, ya que venía de pasar la noche acompañando a Uxbridge, quien no pudo pegar ojo ni se lo dejó pegar a él, cosa comprensible si te acaban de cortar una pierna sobre una mesa de cocina sin más anestesia que una botella de cognac.
Los siete ADC ingleses de His Grace tenían plaza en otros tantos regimientos; así cobraban no sólo por ser sus ayudantes, sino por sus destinos de procedencia; el complemento por lo primero para los cuatro de mayor graduación[215] lo pagaba el British Army; el de los otros, el propio Wellington. El Major Percy, del 14.º de Dragones Ligeros era, tras March, el más aristocrático de los cinco vivos. No habría nadie que le pudiera impedir llegar ni a Lord Liverpool ni a Lord Bathurst, ni se azararía cuando se viera en su presencia, no sólo porque su audacia y su desparpajo eran los naturales en alguien de su excelsa cuna, sino porque Wellington pensaba complementar su excelente facha con un par de aigles de drapeau capturadas a sendos regimientos, el 45.º y el 105.º. No habría centinela capaz de ponerse ordenancista con un oficial tan ensangrentado como Sir Henry que las enarbolase para presentarlas a Lord Bathurst, pues por ahí debería empezar, si bien era probable, según le hizo saber, que formaran los tres juntos en los alrededores de Whitehall, a la espera de noticias.
Sir Henry se mostró encantado con las órdenes: en treinta horas o menos, abordar en Oostende la goleta Peruvian —ya fletada, por palomo mensajero—, ganar Dover, marchar a Londres, presentarse a Lord Bathurst y entregarle aquel dispatch. No necesitaba oír más, así que se cuadró marcialmente, agarró las águilas y aparejó dando muchos nudos, como después describiría el general Álava.
—En tu informe dices que marchas a La Haya para presentar credenciales al Viejo Sapo, ¿verdad? —el general-embajador asintió—. Pues allí no le verás. Ahora estará leyendo el informe sobre Su Grandiosa Victoria que le habrá enviado Billy, pues él es quien ha ganado la batalla con el especial agravante de haber sido herido, lo que automáticamente le transformará en Héroe Nacional. Tras eso él y la Vieja Rana saldrán hacia Laeken, de modo que mañana les tendrás aquí a la hora de cenar. Pienso esperarles, y harás bien si vienes conmigo. De paso, le presentas tus credenciales, pues no encontrarás un momento más favorable. Tras eso, coges tus cosas y me sigues. ¿Qué a dónde? Pues a París, hombre. Pasado mañana Blücher nos sacará día y medio de ventaja. Si hay suerte, Davout y Grouchy le desangrarán un poquito por el camino. Eso, y lo que añada Boney cuando se rehaga, si se rehace, y ya le tendremos en un peso más manejable. Por mi parte, lo primero que debo hacer es reorganizar el ejército, y lo segundo llegar a París tras haber disparado los menos tiros posibles. Para las dos cosas necesito un buen Quartermaster-General, y aquí no hay nadie capaz de hacerlo tan bien como tú.
—Arthur, esto no es como hace dos meses, que nadie sabía lo que hacía. El QMG de un ejército que avanza por terreno enemigo ha de dar órdenes continuamente, y dudo que nadie se vea cómodo sabiendo que las doy yo. Fernando, además, me desollará en cuanto lo sepa. Por haber mostrado su bandera no me hará nada, pero si le llega que además fui tu intendente general estaré perdido.
—Lo sé. Fernando es un castratto intelectual, pero eso no tiene arreglo, al menos mientras no le decapitéis, y deberíais pensar en hacerlo. Más en serio, había pensado que vinieras en calidad de buen amigo que consuela a otro buen amigo de la pérdida de muchos otros buenos amigos, muy queridos todos ellos —había vuelto a ser el de siempre, magnífico en su espléndido cinismo—. Como más que ante Willem te ordenó que le representaras ante mí, bien podrás decirle que sólo seguiste sus instrucciones —Álava, tras pensárselo, asintió; era una explicación tan convincente para Cevallos como para Fernando—. El trabajo sucio lo hará Broke, al que pienso designar DQMG. Tú sólo deberás señalarle por dónde debe ir, además de supervisarle. Así hasta París, donde se nos unirá Murray, que a estas horas debe andar a medio Atlántico, y donde ya podrás volver a vivir bien. ¿Qué me dices?
—Señor duque, a tus órdenes.
Wellington se relajó en una gran sonrisa. La primera y muy necesitada desde la batalla que, intuía, cambiaría el destino de casi toda Europa. También el suyo. Pocas, muy pocas cosas se podrían interponer entre Waterloo y la poltrona del 10 de Downing Street.
—Cuento contigo para cenar. A las seis. ¿Conforme?
Sería un momento excelente para ir por la embajada, darse un baño y ponerse ropa limpia. El uniforme de Full General estaba lo bastante sucio como para dudar que tuviese arreglo, aunque había visto a Zurraspas recuperar prendas aún más ennegrecidas; menos mal que se había hecho dos. Tras eso y una siesta regresaría para ejercer de QMG durante un tiempo imprecisable. Un trabajo que no le gustaba, pero que le convenía realizar. Su porvenir bajo Fernando era oscuro. Tanto como para plantearse un mudar de bandera. Después de todo, y si había sido capaz de cambiar sin problemas de la Marina Real a los Reales Ejércitos, y de ahí a la diplomacia, ¿por qué no podría cambiar de patria? No necesitaba responderse; algo muy al fondo de su mente, quizás en el alma si padeciese una, le decía que por mucho empeño que pusiera, y pese a la insuperable ayuda de SCM, se moriría siendo español. Por bien que se sintiera con His Grace no se veía capaz de ser otra cosa. En su concepción de viejo caballero vasco, de familia militar de toda la vida, las patrias no se podían elegir, ni escoger. Ellas eran quiénes lo hacían, y España, por mucho que le doliese, le había escogido a él.
13.30 h.
El Emperador se notaba mejor en el plano físico, pues era innegable que había descansado, pero peor en el psíquico, porque la enormidad del desastre se agigantaba en su cabeza cada minuto que pasaba. Observando la tranquila calle mayor de Philippeville se decía que al día siguiente las hordas de Blücher desfilarían por allí, ufanas, orgullosas y arramplando con todo lo que les apeteciera sin que nada ni nadie se les pudiera oponer, y todo porque cuatro días antes había cometido el error de abandonarse a unas décimas de fiebre y a un avieso calculillo de sus infieles riñones. Su sentido de la valoración oscilaba como un péndulo, pasando del más total abatimiento a la convicción de que tenía tiempo y recursos para invertir la situación. Lo peor, aun así, era no dar con la serenidad necesaria para convertir sus deseos en planes operativos, sus esperanzas en acciones coordinadas y su confianza en una victoria decisiva en la identificación de los hombres con quienes debería contar para lograrla, que no eran los soldados, suboficiales y oficiales que lucharían por él, sino los mariscales y los generales que habrían de secundarle. No podía contar con nadie, se decía en una crisis de amargura de la que no sabía salir. El mismo Ney, al que había visto jugarse la vida veinte veces la tarde anterior, para estrellarse una y otra vez contra el sentido común de aquel inglés que no perdía la flema, había pasado por allí dos horas antes, en un carruaje lanzado a toda velocidad y sin siquiera detenerse a preguntar por él, pese a que sus lanceros no se habían apartado de la puerta de aquel tristón Auberge d’Or. A saber qué andaría cavilando. No sería la primera vez que le traicionara, se decía evocando aquello que decían que dijo, lo de traerle a París en una jaula de hierro. Igual, si marchaba tan deprisa como decía el jefe de sus lanceros, era para buscar un herrero que la forjara.
14.00 h.
Miniussir descabalgaba frente a la casona de la Rue de la Blanchisserie, la que una vez le dijera el amable Hay que su nombre clave para la oficialidad británica era The Wash House. El motivo de su no anunciada visita era irreprochable: antes de salir hacia su puesto de comisionado interino en el ejército de Blücher deseaba visitar a sus buenos amigos y compañeros de armas Lord March y Sir Arthur Hill. Como era natural nadie se lo reprochó, empezando por el propio duque de Richmond, el primero que bajó a saludarle, un tanto sorprendido por verle vestido de aquella guisa.
—No es que me haya vuelto inglés, Your Grace. Sólo sucede que además de ocupar un puesto diplomático también soy militar, y al comenzar la guerra el general Álava me mandó ponerme, como él, a las órdenes de Lord Wellington. Al perder una mano el coronel Hardinge, su comisionado en el Niederrheinarmee, debió pensar que le podría ser útil, por hablar alemán, y eso ha sido todo.
Tanto March como Hill mostraban un humor desigual. Se alegraban de contarlo, así como agradecían su temprana visita —era el primero—, pero les entristecía pensar que nunca más reirían las tonterías de Canning ni escucharían las cancioncillas tabernarias de Gordon, y además estaban doloridos, pues a March le habían sacado cuatro pedazos de metralla y a la tarde pensaban extraerle dos más; Hill sufría un poco menos, aunque verse forzado durante días a no sentarse —una bala francesa le había traspasado el culo de lado a lado, explicaba— le tenía deprimido. Sólo les aliviaban la dulzura y las buenas manos de Lady Mary, Lady Sarah y Lady Georgiana, que de mil amores preferían ser sus enfermeras allí en la wash house y no en el deprimente hospital de Saint-Pierre y Saint-Jean, donde internaban a los oficiales heridos sin familia en Bruselas. La que no se había sumado a la tarea era Lady Jane, por la cual había preguntado como al desgaire, para oír que la muerte de Hay, de la que no había sabido hasta esa mañana, la tenía descompuesta. Ninguno de los dos, por otra parte, parecía interesado en sus hazañas de la noche anterior; no le incomodaba, pues además de comprender su estado anímico le importaba un bledo lo bien o lo mal que lo estuvieran pasando. Él había ido a la wash house por lo que había ido, y aquellos dos idiotas sólo eran el pretexto indispensable.
Tras dejar a los dolientes camaradas marchó a despedirse del duque y la duquesa con el secreto ánimo de hacerse invitar a cenar, lo que ni siquiera debió insinuar, pues Lady Charlotte había mandado colocar un cubierto más. Así se vio con una Lady Jane distinta de la que se corría viva bajo la luz de una luna embrujada. Su aspecto era de haberse pasado la mañana llorando, y también de haber aceptado cenar con sus padres, sus hermanos y la usual bandada de gorrones por no hacer un feo al elegante invitado inesperado, al cual le costó reconocer bajo su bien cortada redcoat.
—No sabía que se hubiera usted alistado, míster Miniussir.
—No es eso, Lady Mary. Como expliqué antes a His Grace —por el duque, a la sazón asintiendo pesadamente; aún estaban en los entremeses, pero la llevaba de colores—, nuestro rey nos ordenó ponernos a las órdenes de Lord Wellington, al general Álava y a mí. Si llevamos uniformes británicos y no españoles sólo es para evitar que algún centinela se confunda y nos pegue un tiro, y para eludir confusiones, ya que al quedar agregado al estado mayor de His Grace me adjudicaron unas misiones que de haber vestido mi uniforme verdadero, que se parece al francés, habrían salido mal.
Ahí se lanzó a explicar sus andanzas con las negras hordas del difunto Brunswick y las no mucho menos tétricas del Graf Gneisenau. Inspiraba su estilo narratriz en el del general Álava, si bien añadía gotas de contundencia que a Gneisenau no le costaría identificar. Como buen aspirante a diplomático, ya casi dominaba el difícil arte de ajustar el propio interface al de quien mejor lo tuviera.
—¿Cuándo se incorporó, Nicholas?
Todo iba bien. El que la duquesa le ascendiese al empleo de individuo a ser tratado por su nombre de pila concedía un implícito permiso para que lo hicieran sus cuatro atentas hijas mayores.
—El viernes, al amanecer. Fue dejar de bailar, pasar por la embajada, cambiarme, subirme al caballo y salir para Les Quatre Bras —al oír aquella palabra Lady Jane dio un respingo—; desde ahí…, pues ya supongo que ustedes estarán al corriente de cómo ha ido la campaña.
No lo estaban. Nadie les había explicado nada, cuando menos desde un punto de vista global. Incluso His Grace, que se había molestado en asistir como espectador a la primera hora de la batalla de Mont-Saint-Jean, seguía sin tener las ideas claras, de modo que, con el beneplácito general, invitó al joven major a que las aclarase. Dos platos después casi todos en la mesa tenían la difusa idea de que había sido una campaña de seis batallas, no de dos, aunque las fuerzas británicas —salvo Miniussir todos eran británicos— sólo se vieron comprometidas en Mont-Saint-Jean y Les Quatre Bras.
—Lord Hay cayó en Les Quatre Bras, hemos oído.
Quien preguntaba era una Lady Hawarden exquisitamente inoportuna, pues nada más escuchar ese nombre Lady Jane comenzó a dejar caer copiosos lagrimones. Sus hermanas la consolaban mientras lanzaban miradas asesinas a la que ponía cara de no entender nada. Mientras, y con el talante de un leopardo encaramado en una rama, el señor de Miniussir veía que su momento se acercaba.
—Lord Hay murió valientemente, Lady Jane. Y no sufrió en absoluto. Una bala le alcanzó en la cabeza y eso fue todo. No llegó a enterarse.
—¿Usted lo vio, Nicholas?
La que preguntaba era Lady Mary. Lady Jane se conformaba con mirarle.
—Lo bastante de cerca para preferir su suerte a la de otros que tenían horas de agonía por delante —una mentira piadosa, porque la herida de Hay debió llevarse su tiempo, al no interesar el cerebro; debió pasarlo fatal, no sólo por los dolores, sino por saber que se moría—. Llevaba un dije colgado del cuello. Se lo quedó Lord March. ¿Se lo ha dado ya, Lady Jane? —la moqueante joven compuso un gesto de sorpresa; era evidente que no—. Cuando murió lo tenía en la mano, abierto; debía ser feliz, a juzgar por su expresión —una mirada de cierta intensidad, por su parte, y de no saber qué cara poner, por la otra—
Bien, nada más puedo contarles. Les ruego me disculpen, pero tengo que marchar.
Se levantó con naturalidad, acompañado de His Grace. Las miradas de casi todos a la mesa seguían al apuesto militar español, al que tanto favorecía la cicatriz en la mejilla. Las había de simpatía, como la de Lady Mary, admirativas, como la del joven William-Pitt Lennox, de curiosidad, como la de Lady Georgiana Capel, y valorativas, como la de la vizcondesa Hawarden, aunque las dos más interesantes eran de tipo especulativo: la de Lady Jane y la de su madre, Lady Charlotte.
16.30 h.
La infantería de Steinmetz, comandante de la 1.ª Brigada, se adentraba en Charleroi, descendiendo con las mayores precauciones la pendiente que acababa en el Sambre. Cuando ganaba la doble curva que daba paso al puente se dio con una docena de belles filles cuyos servidores no supieron frenar con suficiente destreza, de modo que a los lados de la calle se apilaban amasijos de ruedas rotas, ejes partidos y cañones desprendidos; también había mucha sangre, sin duda de caballo, aunque no se veía ninguno. No era un misterio: los indígenas, una vez despejado el campo, se habrían lanzado sobre las quebradas bestias y las habrían troceado allí mismo; una de las herencias más prácticas que les habían dejado sus veinte años de ser franceses era lo mucho que apreciaban la carne de caballo.
La ciudad, tras un reconocimiento preliminar, parecía vacía; de franceses porque habían huido varias horas antes y de sus propios habitantes porque no sabían a qué carta quedarse. Buena parte, además, sospechaba que los ceñudos prusianos, a los que observaban tras las ventanas cerradas a cal y canto, habrían oído hablar del cordial recibimiento con que obsequiaron a l’Empereur y a sus grognards. Una de las más convencidas debía de ser la condesa Puissant de Hensy, pues por algo no salió a recibir a su antiguo e indeseable huésped, el general Zieten, quien ya contaba con que no lo haría, lo cual era lo que menos le preocupaba mientras descabalgaba frente a la que fue su vivienda de dos meses. Aquella vez lo sería una sola noche, pues al día siguiente su armeekorps cruzaría el Sambre y emprendería el camino de Avesnes-sur-Helpe, al igual que Bülow enfilaría Maubeuge y Landrecies. Sería, en cualquier caso, una buena noche para descansar y reponerse, y también para celebrar con sus generales y sus coroneles no ya la extraordinaria victoria de Belle-Alliance, sino su prodigiosa inspiración cuando decidió no hacer caso al pelmazo de Scharnhorst. Gracias a eso, sus posibilidades de algún día ser Generalfeldmarschall se habían vuelto elevadísimas.
17.45 h.
Wellington paseaba por el Warandepark. Su palacio se le caía encima. Tenía mucha correspondencia que atender, pero al ser del género menos placentero le asaltaba una gran pereza. Hume, además, seguía sin entregarle la relación detallada de muertos y heridos entre sus hombres más señalados, por lo que ni siquiera podía valorar la magnitud de la tarea, la de comunicar a una gran cantidad de gente importante la más sentida de sus aflicciones. En realidad no sentía ninguna —eran veinte años de ver caer amigos—, pero era diestro en aquel subgénero epistolar; a través de sus palabras escritas conseguía lo que rara vez causaba cuando las decía, que le tomasen por un ser humano susceptible de sufrir emociones. Las padecía, desde luego. Sólo sucedía que no eran como las de todo el mundo.
Caminaba despacio, muy pensativo. Le rodeaba un pelotón de guards; lucían los morriones de los grognards que habían masacrado en el acto final de la batalla, lo que no le parecía mal. También le seguían sus nuevos ADC. El de mayor graduación, el Major Basil Jackson, fue quien señaló la presencia del Duke of Richmond y Lady Georgiana, que habían venido desde la wash house a dar una vuelta y pudiera ser que a encontrársele. Compuso su gesto más contrito y se dejó adorar mirándoles desde sus más profundos ojos tristes. «Una horrible ocasión, sí. Demasiados muertos, ciertamente. La mejor juventud inglesa, desde luego. El Dedo de la Providencia estaba sobre mí, porque no sufrí ni un arañazo. ¿Sir Peregrine? Estupendamente, creo. ¿Sir Henry Bradford? Pues no lo sé, aunque al menos estoy seguro de no haberle visto en la lista de fallecidos; el escuadrón que me acompañó esta mañana era de los suyos, y ninguno de los oficiales me dijo nada sobre que se hubieran quedado sin jefe». Ahí Sir Charles tomó la palabra, temiendo que Lady Georgiana siguiera repasando la lista de sus admiradores o los de sus hermanas. Lo hizo invitando a His Grace al souper que la duquesa organizaba esa noche, lo que Wellington declinó con expresión de tristeza. Soportar el cotorreo de Charlotte, así como las visitas llamadas a toda prisa para demostrar que la primera casa de Bruselas en recibir al Héroe Conquistador estaba en la Rue de la Blanchisserie, desbordaba su paciencia. Prefería la maliciosa compañía de Álava, en aquellos momentos la única en una pieza con la que podía compartir sus pensamientos. Así pues, sólo faltaba despedirse y enfilar su residencia. Faltaban minutos para las seis, y si en algo no pensaba cambiar era en ser el hombre más puntual del Imperio.
19.00 h.
Wellington y Álava revisaban el estado del ejército. El trabajo que tenían por delante, casi todo en manos de Álava, era el de concentrar compañías, batallones y regimientos, considerando las bajas registradas y la disponibilidad de oficiales y suboficiales; se aplicaría el principio natural, el de añadir las unidades con mayores pérdidas a las que conservaran más efectivos. Sería necesario mover de unas a otras oficiales y suboficiales, así como cubrir las bajas a base de ascender supervivientes, lo que implicaba una dedicación intensiva de Álava y del resignado teniente coronel Broke; aquella noche volverían a pasarla sin dormir, pero así eran los gajes de su indeseable cometido.
Wellington quería dedicar la fuerza del Prins Frederik a tomar las fortalezas situadas al norte del Sambre. Con aquella medida Colville y su IV División quedarían liberados de ser sus niñeras, lo que sería un excelente refuerzo. De postre y como no necesitaba explicar, pues Álava lo había comprendido desde que le arrumbara en Halle, si algo iba mal en la marcha sobre París, tan mal que la estabilidad del balbuceante VKN se viese afectada, las bayonetas de aquellos diez mil holandeses vendrían de maravilla para sujetar a las turbas. Tras dejar resuelto eso se dedicaron al despacho que Müffling enviaba desde Genappe: parecía presionar para que corrieran tras Blücher. Wellington lo encontraba sorprendente, pues en buena lógica Gneisenau querría marchar a buena distancia suya, pero quizá se tratase de otra jugarreta, para que les cubriese la retaguardia cuando Davout les saliese al paso, Grouchy les buscase las cosquillas y Boney les hiciera frente si lograba recuperar algunas tropas tras el desastre de lo que ya sólo llamaba «Waterloo». Era lo que tenía un mayor sentido militar, y Gneisenau, lo reconocía, jamás pensaba desde otras coordenadas. Su opinión sobre las especulaciones político-diplomáticas, según afirmaba Müffling, era que se ventilaban mejor a cañonazos.
—No debo concederle una ventaja mayor de dos días. Que se desgaste frente a Grouchy, Davout o el propio Boney será bueno en sí mismo, aunque no le podrán detener. Si son sensatos harán algo de ruido, para salvar la cara, y se retirarán. Mejor si lo hacen con Blücher aún fuera de París, para que yo pueda impedir que la saquee. Si no lo hacen así, que Dios les proteja.
21.00 h.
Gneisenau y Grolman, en Le Roi d’Espagne, evaluaban sin hablar las palabras del recién llegado Miniussir. Se podría deducir que Wellington cedía la iniciativa. El segundo se sorprendía; el primero, no; aquel bribón conservaba media docena de ases en sus mangas, siendo el primero suponer que su Niederrheinarmee no marcharía tan deprisa como para impedir a Bonaparte concentrar, reorganizar y rearmar un segundo Armée du Nord con tiempo suficiente para plantar cara entre Avesnes y Saint Quentin, el tramo medio en la ruta natural de avance sobre París. Bien, pues sería su primera sorpresa. Wellington debía calcular que su Niederrheinarmee tardaría varios días en alcanzar Avesnes y Maubeuge, donde se acumulaban cañones, mosquetes, municiones, pólvora y caballos suficientes para equipar otro Armée du Nord; le sorprendería saber que antes de treinta y seis horas las tendría bajo asedio, a las dos, aunque sólo se lo notificaría cuando ya no pudiera intervenir. De momento, cuanto más descanso concediese Wellington a sus elegantísimas tropas, mejor para Prusia.
Miniussir, además, les había entregado una carta de Álava en la que pedía, si al Graf Gneisenau le fuera posible, que desviase alguno de sus escuadrones a Chimay, veinte kilómetros al sur de Beaumont. Allí vivía una compatriota suya, la cual le rogaba pusiese bajo su protección; quizá debiera valorar, añadía, la posibilidad de pernoctar allí, pues en muchas leguas a la redonda no había un château más agradable, ni una cocina más exquisita, que la de su gran amiga la princesa de Chimay.
—¿Usted la conoce, Miniussir?
—No, pero sí sé que, además de ser española, es una señora muy agradable y muy hermosa. También, que canta como si fuese profesional. Por si fuera poco es nuestra casera, y debe de ser cierto que su cocina es exquisita, porque si no, mucho me lo temo, mi general no habría puesto los pies allí.
Gneisenau se lo quedó pensando. Sería un buen lugar para pasar la noche del 21 al 22 y celebrar lo mucho que ya tenían para enorgullecerse. Al Fürst le sentaría bien —y le mejoraría el humor—, y tras un vistazo al mapa vio que también podría citar a Thielmann y Clausewitz, pues Chimay quedaba como a una hora de Philippeville, donde su III Armeekorps debería llegar al atardecer del 21. Lo evaluaría otra vez según marcharan las cosas, pero la idea le gustaba, tanto en sí misma como por ampliar su buena relación con Álava. La desaparición del estirado De Lancey, le había dicho Müffling, daría lugar a que Álava, mientras no llegara un recambio de suficiente nivel, pasase a ser el QMG, al menos a efectos prácticos. Estar a bien con él iría en beneficio de las dos partes, y si el precio de conseguirlo era esa tan poca cosa que pedía, pues por él no quedaría.
—Miniussir, haga saber al general Álava que pondremos a su casera bajo la protección del KPA.
Lo dijo con la solemnidad de todo un Generalleutnant prusiano, pero tras hacerlo guiñó un ojo al encantado major, el cual le devolvió una gran sonrisa. Era evidente que habían conectado.
21.30 h.
Por bien que todo parecía salir, Grouchy no se relajaba. Namur ya estaba en su poder. La guarnición prusiana se retiró nada más ver llegar los dos primeros regimientos de dragones, el 14.º y el 17.º. Los otros seis llegaron horas después, para instalar sus cuarenta piezas de artillería montada de forma que cubrieran el puente sobre el Sambre. La toma de Namur, se decía con tristeza, quedaría difuminada por la derrota en Mont-Saint-Jean, pero merecería pasar a la historia como ejemplo de cómo una ciudad fortificada podía ser tomada sin bajas por una fuerza de caballería. De nuevo se planteaba la injusticia de la situación, el retirarse con las orejas gachas cuando iban de hazaña en hazaña y de gloria en gloria. Lo que más le preocupaba era la desmoralización de las tropas, a lo cual contribuía la irresponsable actitud de Vandamme, que no se cortaba en acusarle de haber causado la derrota por no marchar al cañón a medida que se hartaba de fresas. Jamás habrían llegado a tiempo de hacer nada, pues Plancenoit quedaba muy lejos y los caminos, como Pajol constató, estaban impracticables. Si hubiera cambiado de objetivo no sólo el Emperador habría perdido exactamente igual, sino que su ejército ahora estaría rodeado de prusianos y en riesgo de ser destruido, pero Francia necesitaría un culpable y él ya estaba condenado a ser el que abandonó a l’Empereur cuando más le necesitaba.
Asqueado, se concentró en los informes. El IV, con él al mando, vivaqueaba en La Bruyère, a nueve kilómetros de Namur, de modo que a las siete podría empezar a cruzar el Sambre. Vandamme hacía lo mismo en Temploux, dos kilómetros al sur y a uno más de Namur, donde llegarían cuando el IV lo estuviese abandonando. Los hombres del uno y del otro estaban exhaustos tras once horas de marcha forzada, casi cuatro kilómetros por hora. Maurin, Pajol y Teste se habían quedado en Beuzet, cinco al oeste del III. Serían los últimos en cruzar el río, lo que harían hacia las diez de la mañana. Su intención inicial era llegar a Namur aquella noche, pero los reconocimientos del 8.º de chasseurs-à-cheval, el del coronel Schneit, le habían hecho ver que los prusianos de Thielmann se quedaban donde los perdió de vista, en La Bawette, y los del 6.º de húsares, el que mandaba el engreído príncipe de Savoy-Carignan, decían que los de Pirch hacían lo mismo en Mellery. Sus hombres debían estar tan agotados como los suyos, pero aun así no se fiaba. Los prusianos habían demostrado tres noches antes que sabían marchar en la oscuridad. Su infantería estaba demasiado lejos, pero su caballería podría caer sobre Teste, Pajol y Maurin con las primeras luces del día; según el manual de campaña, el II y el III Armeekorps sumaban ocho mil ochocientos jinetes al empezar los cañonazos. Les quedaría la mitad, al menos, lo que bastaría para destrozar su retaguardia. Para evitarlo mandó a Pajol que dejase atrás al 4.º de húsares, el del coronel Blot, de modo que si viera llegar a los prusianos corriese a informar, para concentrar las columnas y hacerles frente con el número de su lado. No deseaba que sucediera, pese a que podría conseguir una fácil victoria contra esa posible masa de jinetes sin infantería. París era el lugar donde sus tropas deberían buscar batalla, no en los odiosos campos de centeno de la baja Valonia. Su deber era entregar su ejército, intacto, al Emperador, a Davout o a quien se hallase al mando. Lo que se hiciera después con él ya no sería su responsabilidad.
22.00 h.
El barón Pozzo di Borgo regresaba de visitar al rey Louis. Había ido a verle no sólo para explicarle lo sucedido en Mont-Saint-Jean, sino por estrechar unas relaciones personales en las que ponía el mayor interés desde nada más sentar aquél sus reales en el palacio del conde Hane Steenhuyse. Lo hacía por ser su deber como embajador del Zar, aunque Feltre y Chatreaubriand sospechaban que su devoción por L’Inévitable partía de una constante administrativa: los contratos del Zar con sus mercenarios civiles a menudo concluían de un modo abrupto, y siendo él casi francés sería razonable que quisiera estar lo más a bien posible con un rey al que quizá terminara pidiendo empleo.
Barón Pozzo di Borgo
Había luz en el despacho de Wellington, de modo que decidió visitarle antes de ir a sus habitaciones de comisionado. Le alegró que Wellington le recibiese, aunque no que lo hiciera en compañía de Álava, de quien se sentía un poco celoso. La contribución de su país, que no pasaba de ser su presencia en Mont-Saint-Jean —aún no sabía que la batalla llevaría un nombre más «a la británica», Waterloo, el cual, además, debería pronunciarse uotérlu, y no como lo hacían los indígenas desde mil y pico años antes, baterlóo—, no justificaba que Wellington le mantuviese tan cerca, y menos aún que desde la muerte de Sir William se comportara como si fuera el QMG y no lo que a fin de cuentas era, un simple invitado a presenciar el festejo en primera fila de cañonazos; aquel sigiloso Père Joseph du Tremblay «a la española» ejercía una influencia que no sólo no le correspondía, sino que justificaba preguntarse a qué oscura razón se debía. En cualquier caso no era momento de preguntarse nada, sino de relatar a His Grace la razón de que se pasase a verle a esas horas tardías. Era, creía él, un asunto de su interés, el de la escasa serenidad que había mostrado la garde de corps del rey y la todavía menor del Duc d’Berry, quien aún no se había visto con fuerzas de postrarse ante su tío implorando su perdón. No sabía de aquello porque se lo hubiera explicado SCM, comprensiblemente dolido, sino el desabrido Chateaubriand, entre cuyos escasos defectos no figuraba el de ser capaz de ocultar secretos capaces de avergonzar a una familia real con la que no mantenía relaciones cordiales; en realidad, y de no ser por el gran aprecio que le tenía el rey, no le costaría esfuerzo hacerse republicano. Wellington, por su parte, daba sutiles muestras de impaciencia, si bien Álava, que las conocía —juguetear con un lápiz, cambiar cada pocos segundos el cruce de sus piernas y rascarse las patillas—, no creía se debieran a la historia que Pozzo relataba con ensañamiento y regodeo; la visión que ofrecía de la familia real le hacía dudar que su objetivo político principal —devolver a Louis XVIII el trono francés— pudiese alcanzarse a poco que aquello, más otros asuntos de parecido pelaje que Pozzo seguramente ignoraba, se hiciera de dominio público, a lo que ayudaría el tener en casa un muy mal enemigo, el inconcebiblemente indiscreto François-René de Chateaubriand, a su juicio el más inaguantable pelmazo del afligido continente. A eso quizá se debiera la brusca transformación del Duke of Wellington en duque de Ciudad Rodrigo, acontecimiento raro de observar. El proceso comenzó con un susurrado son-of-a-bitch dirigido al Duc d’Berry, seguido de una sucesión de palabras masculladas en un idioma del que Sir Arthur valoraba su rotundidad. El embajador Pozzo no sabía que podrían significar grupos de fonemas exhalados entre dientes que sonaban a «cabrón», «malnacido», «hijoputa» y «bujarrón», aunque dado el peculiar acento de His Grace, que al haber perdido un buen número de sus muelas no silabeaba bien, él no sería capaz de precisar si procedían de la lengua gaélica —Wellington era irlandés—, la portuguesa, la escocesa o incluso sería posible que la hindú.
El duque, una vez volvió a ser el de Wellington —lo que más debía indignarle, opinaba el inexpresivo Álava, era el haberse jugado la vida, y perder las de un buen número de amigos, por aquella caterva de indeseables—, asumió su habitual aire circunspecto. De nuevo era el que Pozzo conocía, pero no se le manifestó así mucho más tiempo, ya que, alegando la indemorable necesidad de terminar un despacho para el rey Fernando, acompañó al sorprendido comisionado ruso hasta la puerta, con un punto de brusquedad quizás imputable al cansancio de aquellas duras jornadas. El embajador Pozzo no podía saber que al duque, con independencia del valor que concediese a los cotilleos, los correveidiles y los chivatos le inspiraban una instintiva repugnancia.
—Prosigamos: ¿dónde decías que instalaremos el headquarter la noche del 22?