París y alrededores, domingo 2 de julio

El III Armeekorps ocupó Versailles al amanecer. Tras un oficio religioso continuó hacia Châtillon, dejando una compañía landwehr para enterrar a los muertos del 3.º y del 5.º; desnudos y en su mayoría desmembrados, presentaban un aspecto espantoso. A muchos le costó sujetar sus estómagos, pero todos coincidieron en jurar venganza. La guerra no acabaría sin que dejaran tras ellos un ciento largo de franceses tan despedazados como aquellos hermanos prusianos.

El Corps Législatif seguía en su limbo particular. Los diputados y los pares debatían y debatían sobre la idoneidad de los diversos candidatos a regir los destinos de La France. A Fouché no le alteraba que quien más apoyos recibía fuese Louis-Philippe. Pese ser a todo un Bourbon, estaba más cerca de los principios republicanos que de los realistas, lo cual le convertía en una figura interesante; joven, vigoroso y en apariencia poco imbécil, podría concitar las dos vertientes enfrentadas: los partidarios de una monarquía constitucional con un Bourbon en calidad de rey y los que suspiraban por la república, con el mismo Bourbon presidiéndola. Tanto él como Talleyrand le miraban con simpatía, por considerarle la suma de las virtudes de la monarquía y de la república. El Zar, asimismo, le respaldaba, pues no podía ni ver a Louis, y menos a D’Artois. Tenía, sin embargo, dos enemigos poderosos, Austria e Inglaterra, si no Metternich y Wellington. El último sostenía, en sus conversaciones a través de Macirone, que la sustitución de Louis por Bonaparte fue una «usurpación militar», mientras que la de Louis por Louis-Philippe sería una «usurpación familiar», aún más peligrosa en el devenir de los tiempos. Su peligro partía de su presumible inestabilidad, la cual sería indeseable para restablecer el equilibrio europeo. Los gobiernos existían para crear prosperidad; si él se preocupaba tanto de la de su país era porque así se preocupaba, igualmente, de la de todos los demás, en el entendimiento de que a más próspera fuera Inglaterra más lo serían las demás potencias. Un punto de vista tan indiscutible que no aceptaba discutirlo. Era una especie de verdad revelada. La única que justificaba el que se le sacrificara todo, incluso la paz, como se puso de relieve durante los años en que Bonaparte se afanó en que fuese una pax franca. Cuando casi se tocaba con los dedos la tan ansiada pax britannica no pensaba permitir que nadie la pusiera en peligro, por mucho que simpatizara con los ideales del muy británico —por educación, filosofía y mundología— Louis-Philippe d’Orléans.

El Army of the Low Countries ya ocupaba el sector norte. Wellington había instalado su headquarter en Gonesse, donde antes estuvo el de Blücher. Sus fuerzas en Aubervilliers, tras reemplazar a la última brigada de Bülow, alcanzaron un armisticio local con los franceses de Saint Denis. La situación general, como hacía saber a Müffling, indicaba que, a poco que unos y otros pusieran buena voluntad, los franceses aceptarían en cuestión de horas las condiciones que Blücher y él acordaron días atrás, para después marchar a la orilla sur del Loira. En sus cálculos figuraba la necesidad de mantener al corriente a Blücher y a Gneisenau, aunque no del todo, no en todo y no con excesiva sinceridad. De ahí que comenzase a escribir a Blücher, aunque pensando en Gneisenau; si así lo hacía era por asumir que aquél, al no entender nada de lo que diría en su carta, la pasaría sin más al otro, aunque cabía el riesgo, si la enviaba por el conducto habitual, Müffling, de que le pasara una traducción de su cosecha y en cuya fidelidad no podía confiar. De ahí que aquélla, por mucho que Müffling pudiera ofenderse, la enviaría con Miniussir, por si el inglés de Gneisenau necesitase algún refuerzo.

Al filo del mediodía Blücher estableció su hauptquartier en el château de Versailles; tenía ganas, como explicó a Gneisenau, de sentir al asomarse a sus balcones lo que sintieron los Louises 14, 15 y 16, el último mientras mantuvo la cabeza sobre sus hombros. El I Armeekorps, que ocupaba el centro de la línea, se había hecho con Izzy, Vanves, Clamart y Les Molineux. El III, que formaba el ala derecha, dominaba Châtillon, Fontenay-aux-Roses, Bagneux, Châtenay y Plessis-Piquet. El IV, que sería la izquierda, controlaba el área comprendida entre Versailles y Saint-Cloud. El Niederrheinarmee adoptaba la forma de un tigre que se replegara sobre sí mismo para saltar sobre su presa. Cuando Blücher se acordaba de que tenía setenta y dos años era para pedir a Dios que le diese los días necesarios para vivir ese gran salto. Después, que hiciera con él lo que le diera su divina gana.

Pese al éxito de Rocquencourt, Davout era pesimista; el ejército no estaba en condiciones de sostener el asalto angloprusiano, y más si se les unía Wrede, a dos días de marcha. Era el pretexto que buscaba Fouché. Con escasa oposición del Directorio y del gobierno, reunidos con él y con Davout, consiguió que se aprobase un armisticio basado en la evacuación del ejército más allá del Loire. Davout refunfuñaba, sosteniendo que sería una deshonra retirarse sin haber luchado; para evitar que la moral del ejército se acabara de hundir necesitaba una última operación contra Blücher; con ella se salvaría la cara, sobre todo si se vencía. Fouché se vio forzado a contemporizar; si los mariscales y los generales necesitaban aquella última oportunidad de que les mataran unos cuantos soldaditos, pues adelante. Con todos los muertos que ya llevaban, unos pocos más no irían a ninguna parte.

Louis XVIII había dejado Roye para sentar sus reales en el precioso château de Arnouville. No se le veía nervioso, aunque su hermano estaba fatal, porque le parecía seguro que los prusianos acabarían arrasando París. Talleyrand, por su parte, recomendaba serenidad. Con la calma del que observa el mundo desde Júpiter, afirmaba que Wellington era el mejor valedor de la causa real. Era como si hubiera hecho, él solo, el trabajo de todos los demás, incluyendo el de los más cercanos servidores del rey. Sin su presencia y su decisiva participación, SCM y su corte haría mucho que habrían vuelto a Hartwell. No era cosa, pues, de atosigarle. Mejor dejar todo en sus manos y confiar en su capacidad para cerrar los asuntos con Fouché, con Davout y, sobre todo, con Blücher.

Gneisenau recibió a media tarde la carta de Wellington. La leyó de un tirón, con Miniussir delante. Sólo entonces, tras estar seguro de haber comprendido, despidió al oficial español y comenzó a escribir anotaciones en los márgenes. La carta, en esencia, planteaba la conveniencia de firmar un armisticio que permaneciera en vigor hasta la llegada de los ejércitos ruso y austríaco. El Army of the Low Countries y el Niederrheinarmee mantendrían las posiciones que ocuparan al caer la noche de aquel 2 de julio. El ejército francés, a su vez, se retiraría más allá del Loire. La Guardia Nacional se haría cargo de París. A la llegada de los otros ejércitos y de los soberanos de Prusia, Rusia y Austria, y del plenipotenciario de Inglaterra, el armisticio sería elevado a definitivo. Las fuerzas aliadas no entrarían en París, a fin de no ser consideradas «tropas victoriosas», sino ejércitos amigos venidos a liberar del tirano al pueblo francés, y así serían reconocidas por SCM Louis XVIII, el cual sería repuesto en su trono. Las meticulosas anotaciones de Gneisenau desmontaban una por una todas las aseveraciones, comentando su evidente doblez y sus verdaderos propósitos; culminaban en la recomendación de seguir adelante con los planes en vigor; si fuera con el soporte de Wellington, bien; si no, pues también. Una vez terminó de anotar se reunió con Blücher, quien no necesitó ni diez minutos para estar de acuerdo con su clarividente Generalstabschef. Tras eso envió a Wellington una lacónica respuesta, firmada por él, donde lamentaba informar de que no había podido hablar con el Fürst Blücher, por estar descansando, y que lo haría cuando despertase. Aprovechaba la oportunidad para comentar que durante aquella jornada el Niederrheinarmee había logrado alcanzar la totalidad de los objetivos previstos, empezando por la meseta de Meudon, un punto importantísimo para sus planes pues desde allí la batería de cien piezas pesadas que había ordenado instalar no tendría problemas para reducir a escombros el centro de París, comenzando por el Louvre, les Tuileries y Notre Dame. Una manera nada sibilina de indicar que no veía necesidad de detenerse cuando las tropas francesas ya tenían listas las banderas blancas. Tras eso, satisfecho de su aparente brutalidad —él también sabía ir de farol—, comenzó a dictar las órdenes del día siguiente. Sería, en apariencia, una jornada de consolidar posiciones, preparando el asalto final; éste comenzaría el 4 de julio, al amanecer y con el más implacable de los bombardeos. El que Wellington opinase que con aquellas medidas sólo conseguiría sembrar el horror entre los inocentes parisinos le asombraba, porque hacía pensar que His Grace padecía una virtud insospechada: la ingenuidad. Lo que pretendía era eso precisamente, que al grito «Les Prussiens!» la reacción instintiva del ciudadano francés, y del soldado francés, fuera salir corriendo. Mientras Prusia sólo fuera un tercio de Francia, en superficie, recursos y población, necesitaría jugar a eso; cuando estuvieran al mismo nivel… pues también. Atila, Tamerlan y Genghis Khan lograron buena parte de sus victorias gracias al pavor que sus nombres despertaban en el enemigo. Si gracias a sus medidas Prusia lograba que Francia se lo pensase antes de volver a invadirla, cosa que había demostrado cantidad de veces le gustaba mucho hacer, habría regalado a su país un margen de seguridad que a sus futuros gobernantes les vendría ciertamente bien.

Había salido a pasear por los jardines del château cuando le alcanzó Grolman, para decirle que los zapadores del I habían habilitado los puentes de Chatou y de Argenteuil. Marchando a su través, y a lo largo de la noche, destacaría unidades en Courbevoie, Suresnes y Asniéres, enlazando con las posiciones de Wellington. El cerco de la mitad noroccidental de París quedaría completado. Para lanzarse al asalto sólo necesitaba dar la orden. Sí, cierto, pero hacía falta un día para consolidar posiciones y reorganizar las tropas. En realidad pensaba que jamás la daría. La sola contemplación de la meseta de Meudon erizada de cañones, en su mayoría de madera pintada de negro —desde la oficina de Fouché parecerían auténticos—, haría recapacitar a los generales franceses que aún tuvieran ganas de salvar el honor. El día 4 París sería suyo, sin disparar un cañonazo. No haría falta.

Era medianoche cuando Wellington comenzó a escribir un dispatch para Bathurst. Sería un documento extenso, en parte cocinado por su QMG, donde daría cuenta de las acciones de los últimos días, las suyas y las de Blücher, y de los objetivos inmediatos del Army of the Low Countries; también, hasta donde sabía, del Niederrheinarmee. La parte genuinamente suya era la que profetizaba que Blücher seguiría las recomendaciones que le había hecho llegar esa tarde. No le creía tan loco —no creía tan loco a Gneisenau, pero eso prefería no explicarlo; en sus dispatchs jamás le citaba, ya que no quería contribuir a que se magnificase su papel— para entrar en París sin haberlo acordado con él, aunque quizás en esa ocasión, pensaba el general Álava sólo para sí mismo, pues al no estar picado con el hierático Generalstabschef su tendencia no era menospreciarle, quizá fuera Wellington quien se dejaba engañar por el muy taimado y de veras astuto Graf Neidhardt von Gneisenau.

Álava en Waterloo
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