Wilhelmine, Herzogin von Sagan (1781-1839), pasó los primeros meses de 1816 entre Viena y Praga, con su hermana Dorothée; después volvió a Viena, viajando de vez en cuando a Schlesien, a Italia y a Löbichau, donde vivía su madre. Mantenía su salon del Palm como un punto de reunión para todo aquel que pretendiera ser alguien, pero ya no era como antes, cuando Viena rebosaba personalidades extranjeras y ella tenía licencia para comportarse como le diera la gana. La sociedad vienesa, quizá por el luto de la corte —a la Kaiserin Maria-Ludovika se la llevó la tisis en abril de 1816—, había vuelto a ser muy formal y muy gazmoña, y pese a convenirse que a la temible Zahánská era mejor no hacerle feos, pues su influencia seguía siendo lo bastante poderosa para excluir a los que osasen, ya no era necesario adorarla. Un buen día, en 1819, anunció que se había casado en Löbichau con su administrador de los últimos años, el Graf Schulemburg. Un matrimonio que fue diseccionado sin piedad —el novio era un conde sin dinero siete años más joven—, siendo pocos los que imaginaron la verdad: la declaración del pobre diablo, que soñaba con ella desde hacía más de diez años, le pilló en una época muy baja, con los treinta y ocho en la estela y las cicatrices de su corazón asomándose a su rostro, desencantada por el fracaso de sus infinitas aventuras y deseosa como nada en este mundo de un enamorado del que se pudiera fiar. En esas condiciones era razonable que se preguntara ¿y por qué no?

Al poco de su boda inició una vida errante donde al frente de una cohorte de hijas, hermanas, amigas y sobre todo amigos —Schulemburg, realista, entendía que su esposa necesitaba sentirse deseada por jóvenes apuestos y ardientes; era, en cierto modo, el oxígeno de su alma—, raro era que pasara más de un mes en ninguna parte, aunque jamás en Viena; por razones que jamás explicaría, durante más de siete años se abstuvo de poner los pies en la ciudad donde tanto se la echaba de menos. Así, su fama de incisiva y acerada intrigante política, y de Cleopatra de las alcobas, comenzó a desvanecerse. Las nuevas generaciones aportaban escándalos magníficos, más que capaces de hacer olvidar los comparativamente inocentes de una duquesa que se convertía en una dama de mediana edad con bastantes achaques, y de cuya belleza cada día que pasaba quedaba un poco menos.

En 1828, con cuarenta y siete cumplidos y harta de su marido, le puso en la calle para iniciar una moderada vida familiar con sus hermanas vienesas, y de vez en cuando con Dorothée, con quien tenía mayor afinidad intelectual pero cuyo carácter, como el suyo, se iba volviendo complicado. Había vuelto a Viena dos años antes, sin esconderse; de nuevo «recibía» en su salon littéraire, donde la presencia del Kanzler Metternich era constante, sobre todo a raíz de la muerte de su segunda esposa, Antoinette von Leykam. Algunos ya se preguntaban si la pareja no estaría cocinándose un enlace de madurez, de personas que se habían amado ardientemente pero que por avatares de la vida no se pudieron unir en tiempos más propicios, a favor de lo cual estaba el cúmulo de tragedias personales que acosaban al canciller y que a cualquier otro le habrían sumido en la desesperación —una esposa muerta de tuberculosis y otra de posparto, a las cuales se unieron todos menos dos, Leontine y Henrietta, de los hijos engendrados con la primera—, para quedar decepcionados cuando Metternich anunció su boda con Mélanie Zichy, a quien debió antes asegurar que su relación con la duquesa era estrictamente social. A la novia, que desconfiaba, le bastó una velada en el Palm para convencerse de que su prometido no mentía: la en tiempos fabulosa Vévodkyne Zahánská, por magnífica que hubiera sido, de ningún modo podría competir con ella, cuando menos en una cama. Lo llevase mejor o lo llevase peor, había dejado de ser una mujer de temer. Le amargaba, sobre todo, tener por delante una vejez donde no le faltaría de nada salvo compañía interesante, sin siquiera soñar que además fuera desinteresada. La soledad, lo que más temía, se le volvía insoslayable, y más desde que sus dos hijas supervivientes —la tercera, Clara Bressler, murió a los diecisiete años en un viaje por Italia— iniciaran sus propias vidas, sin excluirla pero lejos de Viena y explicablemente volcadas en sus incipientes familias.

El 29 de noviembre de 1839, en su casa de Viena, cerca de cumplir cincuenta y nueve y sin nada que lo presagiara, se sintió sofocada según desayunaba; media hora después el primer médico en llegar comprobó que no respiraba. Las causas nunca se supieron, o no se hicieron públicas. Su hija Emilie sospechaba de un envenenamiento accidental, por culpa de los potingues que usaba para teñirse —su aversión a las canas era legendaria—, pero cuando su muerte dejó de ser noticia también eso se olvidó. Sus hermanas la enterraron en Viena; Jeannette habría querido hacerlo en Ratiborschitz, el lugar, según alguna vez dijera, donde más feliz había sido en su no muy larga vida, pero Pauline, su heredera, ya le buscaba comprador, y temía, con razón, que al nuevo dueño no le agradaría salir a dar una vuelta por el jardín y darse allí con el hostil espectro de Katerina Zahánská paseando entre sus rosas.

Wilhelmine-Katherine, Herzogin von Sagan, por Johann Ender(para la policía del barón Hager era 'Kleopatra von Kurland')

Álava en Waterloo
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