Bruselas y Londres, martes 30 de mayo

A las diez se reunirían él y Blücher, sus estados mayores y sus comisionados. Sería una reunión densa y larga, porque aquella gente pensaba quedarse a dormir; horrible pero inevitable, se decía Wellington despachando su correo. Nada parecía de interés, salvo una carta de Lord Exmouth, jefe de la BMF, que complementaba un relato de Cathcart sobre lo mal que terminaba la opereta de Murat. Sabía cómo se juzgaba la situación en Viena, pero el informe del almirante añadía pimienta. Comenzaba explicando que, por su propia observación, era cosa de días que se arriara la bandera de Murat para que volviese a ondear la de Ferdinand the Fourth of the Two Sicilies, el viejo Bourbon que las potencias coaligadas querían volver a sentar en el trono de Nápoles. De Murat no había noticias; la propia reina Carolina decía no saber nada de su marido. Tras eso Exmouth se desentendía de Murat, para explicar que Bianchi aceptó el día 20 la capitulación de lo poco que aún quedaba del ejército de Nápoles. Lo hizo mediante un instrumento que los austríacos iban a llamar Tratado de Capua y que firmó con un tal general Carrascosa. Desde aquel momento nada impediría que Ferdinand regresase, salvo la presencia en su palacio de la reina Maria-Carolina di Napoli, quien se mantenía muy entera. El 22 la recibió a bordo de su flagship, el HMS Tremendous. La trató con la caballerosidad esperable de un almirante inglés y hasta le cedió su cámara, para ella y sus cuatro hijos. El almirante recalcaba que de ningún modo la presionó para que se rindiese a Inglaterra en vez de al Freiherr Bianchi. La decisión la tomó ella, sin que le dijera por qué. Su relato terminaba el 23, cuando el Tremendous aparejó rumbo a Trieste, donde la ex reina pensaba pedir la protección del Kaiser. A Exmouth no le pareció mal, pues la Royal Navy no tenía nada contra esa hermana de Bonaparte; a su juicio no era una ex reina pobre, cuando menos a la vista de las docenas de baúles con que subió a bordo, los cuales puso bajo vigilancia, temiendo algún conato de saqueo. La ex reina, muy agradecida, comentó que aquellas cajas guardaban todo lo que tenía en este mundo, y que con ello tendrían que vivir, ella y su familia, una vez el Kaiser señalara dónde. Al tiempo de dejar Nápoles, por último, las tropas austríacas tomaban la ciudad. El rey Ferdinand podría, pues, regresar cuando quisiera.

Lord Exmouth, por Lawrence

El informe, se decía en una nota separada, fue llevado a Génova en una fragata, donde lo recogió un agente de Lord Burghersh, ministro británico en Florencia, que se ocupó de hacer copias y expedirlas a Viena (Lord Cathcart), Bruselas (Lord Wellington) y Londres (Lord Castlereagh & Viscount Melville). Las comunicaciones británicas funcionaban estupendamente, pues el texto sólo tenía siete días de vida. Ojalá todo funcionase igual de bien, se decía Wellington mientras revisaba el último estudio de Álava sobre l’Armée du Nord. Tras sopesar las ventajas y los inconvenientes, decidió mostrarlo a los prusianos en la reunión de horas después. Álava, demostrando una vez más que dominaba su oficio, además de llenar unas cuartillas con los datos numéricos había clavado en un mapa de gran tamaño el despliegue de l’Armée du Nord y el del Army of the Low Countries, dejando a los prusianos el trabajo de colocar los alfileres que correspondiesen al Niederrheinarmee. Las notas no brindaban un panorama esclarecedor, pero las fichas de papel amarillo repartidas por el mapa lo hacían todo más claro. El I Corps d’Armée (Drouet, veinticinco mil hombres), acampaba en Lille; el II (Reille, veinticuatro mil), en Valenciennes; el III (Vandamme, dieciocho mil), en Charleville; el IV (Gérard, dieciocho mil), en Metz; el V (Suchet, veintitrés mil), en Strasbourg, y el VI (Mouton, quince mil), en Avesnes-sur-Helpe. El V estaba demasiado lejos para formar parte de l’Armée du Nord; más parecía una fuerza pensada para oponerse a Schwarzenberg. No se conocía el despliegue de las tropas montadas, aunque Álava las estimaba en cuatro corps de chevalerie, totalizando catorce mil jinetes. A esas cifras había que añadir las de la Garde Impériale, cuyas últimas estimaciones llegaban a veintitrés mil infantes y seis mil jinetes. Sobre artillería sólo había una cifra global: trescientas cincuenta piezas entre todos los calibres. Bien, pues con aquello ya tendrían para no aburrirse lo que restaba de día. Sobre todo a partir de un último dato que Álava no clavaba en el mapa, dejándolo en una nota separada: la disposición de los cuerpos de infantería señalaba un vértice de avance. Bonaparte, a su juicio, pensaba presionar sobre Charleroi, para penetrar en Valonia dejando a su izquierda el Army of the Low Countries y a su derecha el Niederrheinarmee. Hizo bien no pintándolo en el mapa, se decía His Grace. De ningún modo convenía compartirlo. En la carrera que cerraría la campaña, la clave de superar a Blücher no sólo en velocidad, sino en efectivos, residía precisamente ahí.

Sir Thomas Picton, por Martin Archer Shee

Sir Thomas Picton, a diferencia de los restantes mandos superiores de la Guerra Peninsular, no tenía un asiento en la House of Lords. El haber sido tratado tan mal sólo podía deberse a los prejuicios de Wellington, tan adicto al sistema de promoción por dinero que tanto hacía por destruir al British Army, pensaba él, que había llegado al generalato por estrictos méritos de guerra. Era un lieutenant-general de gran profesionalidad, pero de trato rudo e inconcebiblemente mal hablado, lo que Wellington detestaba. Con la excepción de Álava, nadie se permitía en su presencia una expresión vulgar, e incluso éste no se salía del castellano cuando sentía necesidad de soltar un improperio; entendía que la exquisita educación propia de las clases altas bastaba para mandar un pelotón, y que cualquier aristócrata, una vez se le diese cierta formación práctica, sabría cumplir con su deber cuando Inglaterra lo demandase. Valoraba los hombres como Picton, pero no le gustaba tenerlos cerca. De ahí que no le reclamase, pero también que no dudara en aceptarle cuando se propuso él mismo a través de York. Sabía que si volvía, pese a la mala leche que albergaba contra él, era por hallarse fatal de dinero. Le pareció bien que trajera su pequeño estado mayor, el teniente coronel Tyler y los capitanes Price y Chambers, tan bárbaros como él, así como una cuadra de dieciséis caballos, cada día más difíciles de adquirir en un VKN donde los prusianos habían arramplado hasta con el último penco. Cualquier refuerzo en hombres y bestias les vendrían muy bien, a él y al infame Army of the Low Countries.

Lord Castlereagh, representante de Inglaterra,por Sir Thomas Lawrence

Álava en Waterloo
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