Tienen y París, domingo 30 de abril

La reunión comenzó a las seis. Se hablaba en francés, idioma en que coincidían casi todos. Se avanzaba despacio, porque Müffling debía traducir para Blücher todo lo que se decía. El asunto más peliagudo había sido establecer las rutas que seguirían los dos ejércitos cuando se lanzaran sobre París, las cuales deberían estar tan separadas como para no estorbarse mutuamente y tan próximas que cada ejército pudiera socorrer al otro en caso de necesidad. En la concepción de Wellington, que defendió en persona, el Niederrheinarmee debería seguir una ruta curva, para llegar por el sur, mientras el Army of the Low Countries alcanzaría París por el noreste. La causa estaba en los ríos que ambos ejércitos deberían cruzar; el suyo, con sus pontoneros, no tendría problemas con ninguno, pero el de Blücher necesitaría vadear, pues de ingenieros y zapadores andaba regular, y a eso se debía que le recomendase caminar unos kilómetros más. Su gente asentía con vigor ante aquella exhibición de buen sentido militar, pero al otro lado de la mesa las expresiones eran pétreas. No hacía falta ser cartógrafo para entender que con aquellas rutas Wellington alcanzaría París varios días antes que Blücher. Álava esperaba una reacción brusca, la de un Cuesta, pero aún no había empezado a comprender a los prusianos, que se limitaban a preguntar por puntos concretos marcados en el Ferraris de His Grace, como si dieran aquello por bueno, aunque sin hacerlo. Era como si se reservasen el derecho a marchar por donde les diera la gana; debía ser por eso que Gneisenau cambiara de tema, sin brusquedad. Tendría decidida su propia ruta, y si no la explicaba sería por algo.

La sesión se levantó sin que se despejara la sala. El Prins van Oranje había encargado un déjeuner à la fourchette para reparar fuerzas, lo que aprovecharon los dos bandos para formar corrillos mientras los camareros desplegaban su zafarrancho de copas, manteles y cubiertos. Uno lo formaban Wellington, Gneisenau, Grolman y Álava. El primero deseaba que Blücher designara un nuevo comisionado, y agradecería que fuera Müffling. Gneisenau se lo pensó. De aceptar, resolvería dos de sus problemas: uno, que Röder le vendría bien para mandar la Caballería del I Armeekorps; otro, las muchas ganas que tenía de sacudirse a Müffling, excelente oficial, gran cartógrafo, historiador de prestigio —bajo el nada secreto pseudónimo Carl von Weiss—, dueño de un buen francés y del que había llegado a estar hasta la coronilla. Le tenía por válido cuando las cosas marchaban bien, pero un inútil si los acontecimientos le rebasaban. Aun así, le consideraba incapaz de rendirse a Wellington, así que aceptó el cambio. Tras eso, y de nuevo en forma distendida, los hambrientos caballeros se sentaron a la mesa. En mayor o menor grado se mostraban satisfechos, pero aun así Álava percibía una molesta picazón intelectual: quien salía vencedor era Gneisenau. Menos mal que le quedaba poco de ser QMG. Si algo ansiaba era traspasar a De Lancey la montaña de papeles que su devoción por His Grace le había llevado a generar. De ningún modo quería seguir siendo el QMG del Army of the Low Countries. Era un trabajo detestable, inacabable, inagotable, y encima con la perspectiva de verse obligado a tratar con el intratable sajón, que para mayor desgracia le caía simpático. No, aquello era para un QMG de plantilla, para un De Lancey o un Murray. Él ya no estaba para esas guerras. Él estaba para recibir a la princesa de Chimay cuando viniese a comprobar lo bien que cuidaba de su casa y de sus muebles. A eso se debía que dos días antes hubiera salido de compras, para gastarse un dineral en un juego de sábanas bordadas à la brugeoise, destinadas al grandioso lecho de la cámara de los condes de Caraman-Chimay. Nada le ilusionaría más que inaugurarlo.

El Emperador releía en el Moniteur la lista de colegios electorales para la elección de los 629 diputados del nuevo Corps Législatif. Los departamentales designarían 238, los de distrito 368 y los de la industria y el comercio los 23 restantes. Las elecciones, en las que sólo participarían los ochenta mil ciudadanos inscritos en el censo electoral, coincidirían con el plebiscito constitucional. Si quemaba etapas a esa velocidad era porque pretendía ofrecer cuanto antes su nueva imagen de soberano constitucional que gobernaba en democracia un país donde reinaba la igualdad. Las noticias de Viena y de Londres no podían ser peores. Sus esfuerzos eran juzgados como cortinas de humo tras las que ocultaba su esfuerzo de rearmarse para en su momento quitarse la careta y dejar salir el Ogro de siempre. Tenían razón, pero al menos deberían concederle un cierto beneficio, el de la duda. Hubiera o no procedido con lealtad, lo cierto era que Francia dispondría en pocos días del más avanzado texto constitucional que a lo largo de la historia se hubiera proclamado, y que sus instituciones serían tan justas e igualitarias como pretendían los republicanos antes de que la marea de sangre provocada por Robespierre, Marat, Tallien y Danton, entre otros, se los llevara por delante. Aquello lo reconocía incluso Carnot, uno de los pocos demócratas del primer momento, de la primera hora, que sobrevivió no ya para contarlo, sino para ser el ministro que avalaba con su presencia la honestidad de sus medidas. El problema, se decía con desánimo, era que Carnot estaba tan olvidado como los propios revolucionarios; lo peor de la historia era lo pronto que se disipaba.

Apartando el Moniteur, se concentro en L’Indépendant. Sería uno de tantos periodicuchos nacidos con la supresión de la censura si no lo patrocinara Fouché. Su línea editorial mostraba una clara vocación de flotar entre dos aguas. Era comprensible que Fouché quisiera guardarse las espaldas; si la guerra se perdía, cosa probable, necesitaría contar con algo que le permitiera conservar la cabeza sobre los hombros. Si no se ganaba, él mismo sería de los más indiferentes al hecho de que su ministro, y otros tan infieles como él, no se hubieran comportado como incondicionales, y si se ganaba sería el primero en ser cesado y desterrado, si no encarcelado y hasta pudiera ser que fusilado. A Fouché le necesitaba para que le mantuviera informado y le ganara las elecciones con su insuperable maestría en el noble arte del pucherazo. Lo demás le daba igual. Incluso ese L’Indépendant que dudaba fuese nadie a leer. Debía de ser un gran ingenuo si esperaba que con aquella basura podría ponerse a salvo. Lo quisiera o no, su destino estaba ligado al de él. Sus esperanzas de sobrevivir dependían de que ganara la guerra, y no podían ser grandes. Las últimas noticias adjudicaban a Wellington cien mil hombres y ciento cincuenta mil cañones, a Blücher ciento cincuenta mil y doscientos ochenta, Schwarzenberg no sabía qué hacer con doscientos mil y trescientos cincuenta, y Barclay de Tolly debía estar abrumado con doscientos mil y quinientos. Frente a todos ellos, y tras confiar las fortalezas fronterizas a la Guardia Nacional, sólo tendría doscientos veinticinco mil. Los mejores del continente, sin duda, pero uno contra tres. Necesitaba un milagro, no forzosamente divino. Quizá bastase con estar preparado mucho antes que todos ellos, de forma que pudiera descargar un golpe decisivo contra Blücher y echar al mar a Wellington. Si lo consiguiera, conservaría la esperanza.

Pensativo, se acercó a la mesa donde se desplegaba un mapa de Valonia, el Le Capitaine. Definido con tres lápices, un triángulo equilátero de cuarenta kilómetros de lado. Los vértices correspondían a Charleroi, Gembloux y Namur. Ahí era donde su destino le aguardaba.

Álava en Waterloo
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