August-Wilhelm-Anton, Graf Neidhardt von Gneisenau (1760-1831), residió en Koblenz hasta el verano de 1816. Desde nada más ponerse al mando del Rheinarmee percibió un descarado interés en hacerle abandonar. Las cortapisas que hubo de soportar, sumadas al aplazamiento sine die de las reformas sociales prometidas por Friedrich-Wilhelm, le llevaron a entregar el mando al general Hake y retirarse a sus posesiones de Silesia. Desde ahí se dedicó a mejorar, agrandar y embellecer el patrimonio familiar —su residencia, Erdmansdorff, era la envidia de quienes la visitaban, empezando por el propio Friedrich-Wilhelm, cada día más inquieto por haberse quedado sin su general más capaz—, y a estudiar la naturaleza con el afán y la dedicación que hasta entonces ponía en ganar guerras. En 1818 falleció el gobernador de Berlín, Kalckreuth; una gran pérdida para los ultraconservadores de Sayn-Wittgenstein, y no por la influencia del decrépito mariscal, sino porque su puesto era crucial en la estructura del poder estatal, pues el gobernador de Berlín tenía el mando de las tropas acuarteladas en la ciudad; era por tanto el hombre que con un chascar los dedos podía poner la capital en estado de guerra, ocupar los edificios del gobierno, arrestar a los ministros y altos funcionarios que no le fueran simpáticos y, en suma, evitar un 18 Brumario, si no dar el suyo. El nombramiento de Gneisenau puso en primer tiempo de saludo a los ultraconservadores, y así Friedrich-Wilhelm no sólo comenzó a vivir un punto más tranquilo, sino que fue poniendo los cimientos de una Prusia industrializada —basada en la filosofía calvinista del esfuerzo y la superación frente a la molicie, la corrupción y el hedonismo de otras culturas más meridionales— y respaldada por la institución más respetada del país: el cada día más inquietante Königlich Preußische Armee.
Una de las propiedades de su nuevo puesto era controlar la Kriegsakademie, de lo que se ocupó al nombrar Direktor al Oberst Clausewitz y al respaldar la renovación del claustro de profesores; los todavía embebidos de la vieja filosofía, la de Friedrich der Große, fueron sustituidos por jóvenes oficiales educados por Scharnhorst y que habían luchado a las órdenes de Gneisenau en las campañas de 1813, 1814 y 1815, y que no podían estar más convencidos de los principios estratégicos que predicaban no sólo el direktor, sino el propio Gneisenau las muchas veces que les convocaba. Una de las más grandiosas tuvo lugar el 18 de junio de 1825, cuando en conmemoración de la gloriosa victoria de Belle-Alliance Friedrich-Wilhelm le otorgó el grado de Generalfeldmarschall. Con aquel ascenso alcanzaba el punto más alto de la carrera militar, lo que para nada le afectó. Sus actividades principales siguieron siendo las mismas: vigilar que nadie se subiese a las barbas de Friedrich-Wilhelm y predicar a través del Generalmajor Clausewitz los pilares fundamentales de su filosofía sociomilitar: el ejército emana del pueblo y es parte del mismo, nadie puede considerarse superior a nadie por razón de su cuna y el objetivo de la guerra, que veía como una simple prolongación de la diplomacia, es la destrucción del enemigo, tan total como sea posible. Con eso, y con ver crecer a su familia —no todos sus hijos le colmaban de alegrías, pero eso entraba en las reglas del juego—, se conformaba.
La vida discurría de un modo apacible, cuando menos en la Prusia de 1830, cuando las campanas de la guerra comenzaron a repicar. Gneisenau había dejado atrás la madurez para entrar en una vejez que no llevaba mal del todo; a sus setenta se mantenía en buen estado, pese a reconocer que su pasada celeridad de juicio se había ralentizado. Ya no era el estratega brillantísimo que llevaba en la cabeza los mapas, los recursos, su ejército, el del enemigo y hasta el último detalle de la campaña, la que fuese, aunque a cambio contaba con el más eficaz de los estados mayores que Prusia tuvo jamás, incluyendo al suyo cuando hacía para Blücher lo que Clausewitz haría para él si les llamara Friedrich-Wilhelm. Una nueva revolución había estallado en Francia, más organizada y con las ideas más claras que la del 89, aunque más violenta. En apenas tres días de julio el pueblo había obligado a Carlos X —el antiguo Comte d’Artois— a renunciar en favor del Duc D’Angoulême, que tras el asesinato del Duc de Berry era el único hijo que le quedaba. El duque sólo necesitó veinte minutos para convencerse de la imposibilidad de reinar, de modo que tras despedirse a la francesa se refugió junto a su padre y su familia en la flemática Inglaterra. El nuevo rey —no lo era del todo; en realidad no se sabía si Louis-Philippe d’Orléans era un monarca constitucional o un presidente coronado— era incapaz de tranquilizar a las aprensivas cortes europeas, temerosas de retroceder a 1789 y que la catástrofe volviese a empezar, con Inglaterra la primera, que veía con pavor cómo el incendio revolucionario francés infectaba sin remedio al cada día más inestable VKN. Las posibilidades de ir a la guerra contra una Francia revolucionaria y agresiva, deseosa de recuperar los territorios perdidos en 1815, cada día que pasaba parecían más ciertas y claras, lo que para Gneisenau y Clausewitz se puso de manifiesto cuando el 1 de marzo de 1831 el primero fue convocado por Friedrich-Wilhelm.
Clausewitz estaba convencido de que su amigo sería puesto al mando de un nuevo Rheinarmee, con él como su Generalstabschef, pero no iba por ahí el pensamiento real, le hizo saber a su regreso el aún perplejo Gneisenau. Al rey no le inquietaba lo que sucedía en el oeste. Si Francia se lanzaba por el sendero de la guerra, y el que Louis-Philippe hubiese designado a Talleyrand para ocupar su embajada en Londres indicaba que no era su propósito, se las vería con los ejércitos de Inglaterra, el VKN, Austria, Prusia y la Deutschebund. El verdadero peligro, razonaba el rey, estaba en el este. Aquella segunda revolución francesa se había extendido a Varsovia, y de allí al conjunto de la Polonia controlada por Rusia, la cual puso al desdichado país en estado de sitio tras ocuparlo con una fuerza de ciento veinte mil hombres. A Friedrich-Wilhelm, que de toda la vida sospechaba del cariñoso amigo del este mucho más que del hosco enemigo del oeste, le preocupaba que la horda rusa no se conformara con pacificar Polonia, sino que, aprovechando la carencia de fronteras naturales que desde su nacimiento padecía Prusia, pegase un mordisco a sus posesiones polacas, si no a la propia Schlesien. De ahí su decisión de movilizar cuatro de los nueve armeekorps con que contaba el KPA —el I, el II, el V y el VI; ciento cuarenta mil hombres en total—, y se los confiara con la misión de impedir a toda costa que los hermanos rusos clavaran una sola de sus banderas en la tierra patria. Por lo demás, tenía plena libertad para organizarse. De ningún modo pensaba enseñar su oficio al vencedor de Belle Alliance. Así los dos, él y Clausewitz, saldrían para Posen, donde situarían su hauptquartier, una semana después.
Posen —Poznan para los polacos— era una ciudad insalubre. Su infraestructura sanitaria era el «¡agua va!», la hospitalaria no existía y la falta de higiene de las castas inferiores constituía un excelente caldo de cultivo donde prosperaban las bacterias más hostiles, el vibrión colérico a la cabeza; era natural que cada tres o cuatro años una epidemia veraniega redujera en cuantía significativa los excedentes de población, aunque la de 1831, iniciada en el calor de la primavera, llevaba camino de pasarse. La vida de Gneisenau, en Posen, no era trepidante. Se reunía con Clausewitz al amanecer de cada jornada y después fijaba su atención en otras cosas, rara vez de naturaleza militar. Los rusos, por su parte, disfrutaban del cólera más que los prusianos —su higiene aún era peor—, de modo que salvo una tímida petición de su general en jefe, Ivan Ivanovich Dibisch-Zabalkansky, para cruzar las líneas de sus vecinos en su camino a Ostroleka y así ahorrarse un rodeo de muchos kilómetros —a lo cual Gneisenau se negó pese a que aquel general y aliado, a cuyas órdenes había servido Clausewitz en 1812, era tan alemán como él—, ni sucedía nada ni parecía que fuese a suceder, sobre todo porque de los ciento veinte mil hombres con que Dibisch y luego Ivan Feoderowitsch Paskewitsch-Erivanski[245] llegaron a contar, más de diez mil acabaron disueltos en sus diarreas, muchos más que sus muy suspicaces colegas del otro lado de la frontera. La muerte del joven Dibisch (cuarenta y seis años) demostró que nadie se podía considerar a salvo, lo que Gneisenau comprobó en su habitación del Hotel de Vienne la noche del 23 de agosto de 1831. Al principio no parecía un ataque muy grave, pero al amanecer empeoró, para entrar en coma sobre las tres de la tarde. Al anochecer, y pese a los esfuerzos de su médico, el doktor Gumpel, perecía de un modo bastante innoble. Fue sepultado a toda prisa, como se acostumbraba con las víctimas del cólera, y allí quedó, en Posen, hasta el 18 de junio de 1841, segundo año del reinado de Friedrich-Wilhelm IV, en que fue trasladado, con gran pompa militar, a una posesión de la familia, el schloss Sommerschenburg que Friedrich-Wilhelm III le regalara en 1814. Allí reposa en un panteón situado al otro lado de la carretera que delimita por el sur el cementerio local. A su espalda se construyeron un mausoleo y un campo de honor, éste presidido por una sobrecogedora estatua en mármol de Carrara, obra del prusiano Christian Rauch. Frente a ella se conmemora de vez en cuando al gran soldado alemán; se hacía más a menudo en vida de la RDA, que pretendía quedarse con la historia prusiana —Sommerschenburg está en la linde de Sachsen-Anhalt con Niedersachsen, unos pocos kilómetros al este de la línea fronteriza—, si bien sería injusto decir que la Bundesrepublik, dos siglos después de la Reine Klapperjagd, le haya dejado en el olvido.
Sommerschenburg está seis kilómetros al sur de la Autobahn A-2; si llegando a la salida 63 se acepta perder diez minutos cruzando campos de cultivo y de ganado, y si se permanece atento a la derecha de la carretera 245a, tras una curva muy cerrada se verá sobresalir una estatua un tanto espectral. El que haga eso quizás encuentre merecedor de sacrificar algún minuto más el recogerse ante la perturbadora y escalofriante imagen del verdadero vencedor de la batalla de Waterloo.
August-Wilhelm, Graf Neithardt von Gneisenau, a los 54 años.