París, domingo 27 de agosto
Wellington, Murray, Somerset y Hill esperaban en el despacho de His Grace noticias de lo que a esas horas sucedía en el Arc du Carrousel. Parecían un punto nerviosos, pues bien sabían que aquel día sería el peor de los que llevaban vividos en el asunto de la restitución de las obras de arte rapiñadas por Bonaparte, sus mariscales y sus generales. Las acciones anteriores habían pasado desapercibidas, tanto por haber tenido lugar cuando la población aún estaba preocupada por la presencia en las calles de los fusileros prusianos como porque sucedieron puertas adentro del Louvre, pero ahora no sólo había menos miedo, sino que se trataba de algo muy querido del pueblo, los caballos venecianos que coronaban el arco del Carrousel, el situado entre Les Tuileries y el Louvre, y se preveían incidentes. Días antes ya se intentó desmontarlos, bajo la protección de dos batallones de la Guardia Nacional enviados por el general Dessoles, su nuevo jefe, pero lo impidió una multitud vociferante, muy hostil y sin duda organizada, y sin que los cautelosos guardias se sintieran inclinados a intervenir. Müffling, que contra la opinión de Wellington se había empeñado en confiarles la operación, se quedó muy decepcionado; su política de cooperación, buena voluntad y hacer las cosas de la manera menos inamistosa no había dado resultado, pues por favorable que fuese la disposición de los oficiales franceses no dejaban de ser oficiales franceses, al punto que quienes mandaban los dos batallones, viendo que la situación llevaba camino de acabar en motín, dieron orden de retirarse, lo que interpretó la enardecida multitud como una señal de victoria, con el consiguiente jolgorio, regodeo y alborozo, y sin que tardaran en sumarse unos diez mil parisinos más, atraídos por las festivas noticias y demostrando que saberse invadidos por los ejércitos aliados seguía sin gustarles nada.
Esa mañana, por sorpresa y sin haber advertido a Dessoles, un contingente austríaco integrado por cuatro batallones de infantería y una división de caballería, bajo el mando del joven Fürst Friedrich-Wilhelm von Bentheim-Bentheim, había tomado no sólo el área donde se alzaba el Arc du Carrousel, incómodamente próximo a Les Tuileries, sino las calles adyacentes. Les fue fácil desalojar al retén de levantiscos que vigilaban los accesos, temerosos de que los invasores no dieran por bueno lo de dos días antes; quizá pensaran que volverían a vérselas con los barbilampiños reclutas de la Guardia Nacional, pero los granaderos austríacos, muchos de los cuales habían estado en Wagram, en Dresden y en Leipzig, no mostraban el mismo talante, pues avanzaban en línea de combate, con las bayonetas caladas y las armas cargadas. Así llegaron hasta el propio Arco, de donde arrojaron sin miramientos a una desconcertada multitud menos numerosa que la de días anteriores, pues era domingo, muchos de sus integrantes habían marchado a reunirse con sus familias, no pocos asistían a los oficios religiosos y los más disfrutaban los efectos de una larga noche conmemorativa de su pírrica victoria. Una vez asegurado un amplio perímetro de seguridad, los infantes austríacos cedieron el protagonismo a los zapadores británicos que desmontarían los caballos —con menos cuidado hacia el entorno del que Müffling había recomendado—, para después asegurarlos sobre cuatro carretones y verles iniciar el camino a la basílica de San Marcos. Los aprensivos zapadores, preocupados por los gritos de la multitud y nada seguros de que los austríacos fueran suficientes para masacrarla si cruzara las barreras, no se anduvieron con miramientos a la hora de sujetar sus andamios a las paredes del arco y asegurar sus tornos en el techo, con lo cual, cuando desmontaron todo aquello y se marcharon, el desventurado Arc du Carrousel presentaba un aspecto desolador, con su primoroso revestimiento desconchado y lleno de agujeros, y buena parte de sus valiosos bajorrelieves hechos pedazos. Una pena, pero en las operaciones militares siempre hay bajas, fue todo lo que dijo el aliviado Wellington cuando le presentaron el informe; para él sólo contaba que aquellos cuatro malditos caballos debían dormir en los cuarteles austríacos, mejor sin sangre, y se había conseguido.
Era una jornada especial para la Académie Royale de Musique, antes Académie Impériale de Musique. Se representaba una obra, L’Enfant Prodigue, que fue un éxito en abril de tres años antes, más por la coreografía de Pierre-Gabriel Gardel que por la música de Henri Berton, el cual, como hiciera en 1812, dirigiría la orquesta; el tout París estaba presente, con el rey Louis en un rebosante Palco Real. A Wellington, que ocupaba su amplio proscenio —en realidad eran dos, unidos por la expeditiva medida de retirar el panel que los separaba; el director del teatro se lo pensó antes de ordenar hacerlo, ya que ni los ineducados maréchaux osaron jamás pedir tal cosa, pero finalmente prefirió que lo hicieran sus carpinteros y no los zapadores de His Grace—, le acompañaban la recién llegada Lady Castlereagh, su escolta Lady Kinnaird, Lord y Lady Fitz-Roy Somerset, Madame de Staël, Sir Peregrine Maitland, Lady Sharah Lennox, Sir Walter Scott y su hijo, los embajadores Vincent y Álava, el aide-decamp del segundo y algunos otros personajes desconocidos del gran público. Al otro lado de la platea se divisaba el también proscenio de la duquesa de Sagan, esa noche acompañada de la princesa Hollenzollern-Hechingen, las condesas de Périgord y de Remusat, la duquesa de Duras y tres o cuatro señoras más. Contra lo usual en las costumbres de su titular no se divisaba caballero alguno, lo que a Miniussir le agradó comprobar. Así estaría menos nervioso cuando, al acabar la representación —un solo acto dividido en tres cuadros, o una pesadilla de dos horas— y tras regresar a la embajada con su jefe, montara en su caballo y enfilara el camino del Bourbon-Condé, donde había sido invitado a quedarse unos días, acompañando a la duquesa Wilhelmine, a su hermana Pauline, a su hija Emilie y a unos cuantos invitados más, todos ellos recién llegados de Viena y a quienes la hospitalaria duquesa daría cobijo esos mismos días, para lo cual necesitaba reforzar su intendencia, cosa que había hecho apelando al sorprendido embajador español cuando se cruzaron en el hall del teatro —tras estamparle un par de besos—, el cual, y como era natural, no tuvo inconveniente alguno en prestarle cuanto tiempo fuera necesario a su encantado consejero. Ese requerimiento, a juicio del ilusionado Miniussir, confirmaba que la opinión de Seiner Hoheit sobre su persona no empeoró tras haberse deslizado en su dormitorio de invitado acatarrado y con sus ropas por secar —una maliciosa doncella que atendía por Hannchen le había comunicado que hasta la mañana siguiente no podría contar con ellas—, pretextando que se había quedado preocupada tras oírle toser y estornudar mientras cenaban con Fraulëin Gerschau, la divertida y perspicaz hija de la duquesa. Tras marchar, ya despuntando el día, le dejó una inexpresable sensación de que la vida para él jamás sería la misma que hasta entonces, pero el caso era que desde aquel mágico amanecer no se habían vuelto a ver. Miniussir, en suma, pensaba que todo le sonreía. Indiferente a las andanzas de aquel insoportable majadero de hijo pródigo al que con gusto pegaría un tiro si con eso la tortura terminaba —no veía el momento de volver a ver a la duquesa, solos en su dormitorio, a la luz de un par de velas y sin más atavío que una fina cadena de oro que, según le dijo, jamás se sacaba del pescuezo—, recreaba en su memoria los acontecimientos del día, los cuales comenzaron al verse con el general para desayunar los dos juntos; ahí le hizo saber que, según anunciaba el secretario de Estado y del Despacho en una carta que acababa de llegar, había sido ascendido a la categoría de consejero de segunda y al empleo de teniente coronel vivo y efectivo, con antigüedad del 15 de agosto en ambos casos.
—¿Qué significa «vivo y efectivo», mi general?
—Vivo, que recibirás tu paga entera, no media como hasta hoy; efectivo, que si bien el nombramiento habrá de ser confirmado por Don Fernando, ya eres teniente coronel a todos los efectos salvo al de quedar inscrito en la escalilla de jefes, cosa que, para los años que tienes, no está mal del todo.
No era la única buena noticia, supo acto seguido. La primera venía en una carta de Sir Henry Dunmore, tesorero del Army of the Low Countries, explicando al general que le correspondían los haberes de un Full General durante un período de tres meses, más los complementos relacionados con su exposición al fuego enemigo y su dedicación a tareas de alta responsabilidad, lo que totalizaba una suma espectacular, la cual podría retirar cuando quisiera; de paso le agradecería que hiciese saber al Major Miniussir que His Grace había resuelto lo mismo para él —con acuerdo a su graduación—, añadiendo un complemento especial por haber actuado en calidad de comisionado interino en el ejército del Prince Blücher, lo que representaba una cantidad prodigiosa, tanto que Miniussir decidió que no haría un mal papel cuando visitara por su cuenta Beaugeois, la joyería favorita de su jefe.
La segunda también se la transmitió el general: la tarde anterior, cenando con His Grace, éste comentó que Lord Liverpool había llevado a la House of Commons su propuesta de que la mitad de los cincuenta millones librados por el gobierno francés fuera repartida entre los hombres del Army of the Low Countries a razón de 30.589 para los generales y los comisionados, 10.394 para los coroneles, tenientes coroneles y majors, 2.168 para los capitanes, 833 para los tenientes y ensigns, 461 para los suboficiales y asimilados, y 61 para los soldados. Aquellos premios los recibirían, ellos o sus deudos, todos los que combatieron en Waterloo, con independencia de su nacionalidad. Según eso, explicaba el embajador a un consejero al que resultaba difícil no ponerse a dar saltos, a él le correspondían 30.589 francos y a Miniussir 10.394. A la vista de todo aquello sólo era posible una cosa: pedir al solemne mayordomo que descorchase la mejor botella de champagne que hubiera en la casa.
No eran las únicas cartas del día. Justo antes de salir disparado hacia Leger & Michel —la primera medida de su recién estrenada riqueza sería encargarse ropa; pese a las dos guerras que cargaba sobre sus espaldas seguía siendo un soltero de veintiún años—, el mayordomo le había tendido un par de sobres en los que su nombre aparecía escrito en caligrafías femeninas. Se detuvo un par de minutos para leerlas de un tirón, sin pararse a reflexionar; el momento que vivía entonces, desoladoramente aburrido por culpa de aquel hijo pródigo merecedor de ser expulsado de la casa de su padre a patadas en el culo, era excelente para ponerse a ello. Comenzó por el de la señorita Cabal, que así firmaba. No estaba seguro de si eran veinte, o treinta las cartas que le había escrito desde que llegase a Bruselas, a las que había ella contestado una sola vez y con la misma dulzura que habría empleado para explicarle a cómo iban las patatas en el Camino de Hortaleza. La de aquella mañana era todo lo contrario, un festival de admiración por sus hazañas y de ilusión por la extraordinaria carrera que llevaba, de la cual decía su padre que no las había mejor encarriladas, ya que ser teniente coronel a su edad, estando como estaban las cosas en el país, era para sentir el mayor de los orgullos, el mismo que sentía ella, cuyo pecho, no se lo podía ocultar, se le había inflamado al leer en la Gaceta de Madrid el relato de la gran gesta que firmaba el general Álava. Eso significaba, teniendo la carta fecha 13 de agosto, que Don Antonio poseía información privilegiada, por lo cual cambió de idea, pues tenía decidido no gastar un minuto en responder, pero una de las eficaces enseñanzas de su jefe decía que jamás conviene proceder sin cortesía, pues la consecuencia es dejar enemigos en la estela que algún día pueden hacer un daño insospechado, de modo que no tardó en componer en su memoria un breve texto donde alabaría la sabiduría de Don Antonio, que tanta razón tenía cuando le advirtió de que a sus respectivas edades el corazón suele traicionar a la cabeza. En realidad, advertía con sorpresa, el rostro de Maite se había diluido en su memoria de un modo total, pudiera ser porque aquella noche, contemplando los saltitos de un Monsieur Gardel que se ponía en ridículo al intentar convencer al despiadado público de que se podía ser, a la vez, un grácil Azaël y un venerable cincuentón, la Vévodkyne Zahánská se había hecho con todo lo que había en su alma.
La otra era de Lady Jane. No era larga, pero algo le decía que aquel texto pluscuamperfecto era fruto de un dictado. Le agradecía su caballerosidad al describirle con palabras tan hermosas la muerte de su común amigo Lord Hay, le transmitía su alegría por saberle indemne, seguía con la gran admiración que sintió al tener noticias de su valentía y arrojo, así como de la estima en que le tenía Lord Wellington, y para terminar le indicaba que a la vuelta de unos días saldría para París y que confiaba en verle allí, para reanudar una gran amistad que significaba mucho para ella y cuyo recuerdo tanto le reconfortó durante las últimas y penosas semanas. «Pues bueno», se dijo entonces y se repetía en ese instante, al tiempo que aplaudía con sincero entusiasmo el fin del espanto. Si, como intuía, la carta se alumbró en una maquiavélica mente maternal deseosa de dar con un hijo político no mucho más pobre que Sir Peregrine, y no le costaba deducir por qué, apañada iba. Lo cierto, admitía con cinismo diplomático, era que un mes antes habría sentido un gran júbilo de recibir una carta como ésa; en sus reflexiones de seis largas semanas el que Lady Jane pudiera ser un amor de segunda mano había llegado a ser un concepto aceptable, incluso al punto de saberse tan generoso como pudiera llegar a sentirse un capitán a media paga frente a la posibilidad de verse padre de un constante recordatorio de Lord James Hay con los calzones bajados y la lengua fuera, pero eso fue, precisamente, un mes antes. Al teniente coronel vivo y efectivo que se levantaba de su silla, soñando con el momento de montar en su caballo y emprender el camino del hôtel Bourbon-Condé, lo último que le apetecería en este mundo sería coincidir en un mismo sofá con la tontísima Lady Jane.