Madrid y Viena, viernes 3 de febrero

La Mala de Francia no era un lugar adecuado para sentirse bien. Si además debía cargarse con un saco que contenía lo poquito que uno poseía, se padecía una gran desconfianza en el futuro y se disfrutaba el dolor insoportable de un corazón hecho pedazos, resultaba comprensible que la búsqueda del coche 17, Aranda-Burgos-Vitoria, se hiciera dolorosa. El 17 no tenía mal aspecto, dentro del mal aspecto que presentaba casi todo en la desventurada España, pero eso no consolaba demasiado a un joven diplomático cuya vida llevaba dados tantos tumbos que la única de sus alegrías, al menos esa mañana, era estar en una pieza. Suspirando con disimulo, pues no quería exhibir su estado de ánimo, se acurrucó en la parte de banco que le correspondía. Su saco estaba sujeto en la trasera, donde ya se le unían los que aportaban los otros pasajeros. Con fundado pesimismo se preguntaba si con ellos no viajaría una joven belleza en compañía de un tía muy anciana y cuya única misión en este mundo sería dejarle su fortuna una vez reventase, pero no tardó en comprobar que tales cosas sólo sucedían en las noveluchas que devoraban las hermanas Cabal. Un carnicero de mediana edad, un sacerdote, un matrimonio de aspecto indefinido y un soldado recién licenciado que prefería no gastar su dinero en ropa, como si su raído uniforme le absolviese de sus miserias terrenales.

Teniente General Pablo Morillo, por Horace Vernet

Los cristales de las ventanillas se habían empañado, aunque nadie las entreabría; los paisajes del camino de Fuencarral, todo miseria y escombros, no merecían ser vistos. El joven diplomático se dijo que lo natural sería dormirse, pues aquella noche no había podido pegar ojo, pero el traqueteo del armatoste ya le hacía saber que para encontrar allí el consuelo de Morfeo haría falta ser un botijo. Entreabrió un ojo y limpió una fracción del cristal, para sentir un déjà vu al observar el vaho que un burro aterido dejaba escapar por el hocico. La escena le recordaba el cruce del Bidasoa, el de año y pico antes. Él era, por entonces, un capitán adscrito a la plana mayor de Morillo. Vivía bien, con un status privilegiado gracias a su dominio del inglés, que le servía para que su inusitado general[67] no sólo entendiera los mensajes del Deputy Quartermaster-General[68], sino para que sus respuestas y sugerencias tuvieran alguna esperanza de ser valoradas. Gracias a tan valioso bagaje su vida en la I División era bastante cómoda, pero nada más entrar en Francia pasó a tener mucho trabajo. La I División era la más desabastecida del cuerpo español, al punto que no pocas veces el DQMG del duque de Ciudad Rodrigo, un coronel De Lancey con el que a menudo parlamentaba, les desviaba pertrechos de los adquiridos para las tropas inglesas a cuenta del dinero que, se suponía, un día u otro llegaría de la olvidadiza Junta Central. Aquello no constituía una gran generosidad por parte del inglés, ya que nadaba en oro. En alguna ocasión le vio pagar a los encantados campesinos de Lapurdi con guineas específicamente acuñadas para esa campaña, lo que según él no se hacía desde los tiempos de Agincourt. Unas medidas, explicaba, que había tomado el gobierno Liverpool para evitar conflictos con los indígenas, temeroso de que se alzaran contra el ejército inglés de la misma forma que sus iguales españoles lo hicieron contra el de Boney. De ahí venían las órdenes de Ciudad Rodrigo —Morillo, un hombre de muy baja extracción, era incapaz de pronunciar Wellington; los idiomas, y la cultura en general, no eran lo suyo[69]—, prohibiendo que se molestase a la población civil, empezando por las saludables campesinas, las cuales rara vez dejaban de sonreír a los elegantes soldados ingleses —a los harapientos españoles ni les miraban—. El castigo era el mismo por levantar un cochinillo que por violar cuarenta monjas: la horca. De ahí que, tras ver columpiarse un par de rufianes que tentaron demasiado a la suerte, nadie pusiera en duda lo peligroso de salirse de donde marcaba Narizotas. De lamentar, pues el que más y el que menos soñaba con las idílicas oportunidades que ofrecía la dulce Francia. De ahí también que acompañase al intendente a la compra de las escasas vituallas que la I División podía obtener en los pueblos que atravesaba, con lo cual aprendió a regatear en francés. Hasta entonces su dominio de aquel otro idioma sólo le servía para interrogar hábilmente —las palabras las ponía él; los culatazos en los huevos, los sargentos inquisidores— a los aterrados gabachos que de vez en cuando capturaban. Soñaba en desarrollar alguna forma de comercio con las rollizas maritornes que divisaban en su avance por las riberas de la Garonne, pero dado que bastaba una queja para despedirse del mundo en forma muy desagradable, acabó quedándose con las ganas.

La campaña de Francia no fue dura para los ingleses, ni para los alemanes, ni para los portugueses. Para los españoles, sí. Él no creía que fuera culpa del vesánico Ciudad Rodrigo, que les elegía para lanzar los peores ataques o cubrir las posiciones más expuestas. Sólo sucedió que sus generales disponían de sus tropas con total desprecio por sus vidas. De ahí la matanza de Toulouse: tres mil muertos, en su mayoría de las divisiones de Freire-Andrade. Morillo, pese a ser un cafre, cuidaba de su gente. Buena prueba de ello fue que al regreso aún eran más de cuatro quintos de los que vadearon el Bidasoa ocho meses antes, mientras que los de Freire-Andrade no llegaban a la mitad.

La guerra terminó para él a primeros de mayo. Desde ahí todo fue malvivir sin apenas dinero, con su sable, las dos mudas que le quedaban, dos camisas y dos uniformes, uno tan en ruinas como su moral. Aun así la guerra, para él, no fue un episodio trágico. La paz sí podría serlo, pues aparte de sus idiomas no sabía nada ni poseía nada. Con frecuencia reflexionaba sobre lo injusto de la vida. Él, nacido en Trieste[70] y educado en Dresden y Viena, se manejaba en español no tan bien como en alemán, en inglés, en francés y en triestino, un dialecto del veneciano; aun así le convenía ser español, pues a pesar de su sombrío porvenir más negro lo tendría si regresase a su casa. Él, a diferencia de no pocos mercenarios que deseaban seguir en España, tenía derecho a quedarse, pues su madre, Margarita Giorgieta de Miniussir, era catalana. Gracias a eso y al apoyo de su mejor valedor, el teniente general José de Zayas y Chacón, había conseguido ingresar en el cuerpo diplomático sin dejar de ser militar de carrera. En apariencia sonaba bien, pero ser capitán a media paga y consejero de cuarta categoría le supondría unos ingresos con los que tendría garantizado comer cada dos días. Lo cierto era, reflexionaba con alguna congoja, que su historial sólo decía que tras enviudar su madre del Edler[71] Roque von Miniussir, secretario de la embajada en Dresden —a eso debía el haberse criado muy por encima de sus posibilidades patrimoniales, pero así era como vivían los hijos de los diplomáticos, estudiando en los mejores colegios y rodeados de la mejor sociedad—, había ingresado en la academia de oficiales con apenas once años, que a los quince ya era subteniente y que sin saber nada de la vida se vio formando parte del ejército del Herzherzog Karl en la campaña de Wagram. Tras aquel desastre Austria capituló, aceptando, entre otras calamidades, ceder a Francia el Adriatische Küstenland —conjunto de Iliria y de las posesiones austríacas en el Adriático—, lo que incluía no sólo Trieste, sino el puerto de Fiume, donde su compañía de cazadores ilíricos estaba de guarnición. A él, como a los demás oficiales oriundos de Iliria, no le quedaban más opciones que ingresar en el ejército francés o volverse un proscrito, pero sucedió que antes de llegar las fuerzas de ocupación lo hicieron el embajador español en Viena (Eusebio Bardají), el secretario de la embajada (Joaquín Campuzano) y la fragata Paz, cuya misión era llevarlos a Cádiz junto con algunos funcionarios que no querían ser súbditos del rey José y con los oficiales ilíricos que no quisieran ingresar en la Grande Armée, a los cuales se ofrecía licencia del Kaiser —no serían considerados desertores—, el ingreso en los Reales Ejércitos, unos haberes que tal y como estaban las cosas no parecían despreciables y, en particular, una prima de incorporación que Miniussir al momento entregó a su madre, pues ella y su hermano Jacobo no podrían ni plantearse dejar Trieste pese a lo difícil que se les pondría la vida, ya que los ahorros del difunto Roque de Miniussir, obstinado partidario de vivir al día —nunca se preocupó de meter la mano en la caja, como tan sensatamente se acostumbraba en su gremio—, no durarían mucho.

Llegó a Cádiz en mayo de 1810, para incorporarse como teniente a la compañía de cazadores de las Guardias Valonas. Ocupando ese puesto participó en el combate de Chiclana del 5 de marzo de 1811, donde mostró un arrojo y una temeridad cuya causa, bravuras aparte, sólo podía ser la inconsciencia de sus recién cumplidos diecisiete. El mariscal Zayas, que le había observado en acción, le puso a sus órdenes, proponiéndole para posiciones de mayor responsabilidad pese a ser evidente que sólo era un crío medio imberbe, más alto de lo normal y, eso sí, bastante apuesto, lo que redondeaba con un acento exótico, mezcla de los cuatro idiomas que hablaba y del castellano que aprendía como podía, y que dado el ambiente cuartelero en que vivía no podía ser exquisito. La guerra le llevó a combatir en Albuera —tras lo que fue ascendido a capitán—, Badajoz —allí obtuvo plaza en el regimiento de tiradores de Doyle—, Salamanca —trasladado en comisión a la plana mayor del Brigadier Morillo—, Vitoria, Sorauren, Aribelza —donde sufrió su bautismo de sangre, del cual conservaba una cicatriz en la mejilla izquierda que no pocas señoritas encontraban irresistible— y Toulouse. Al término de la campaña podía envanecerse de ser un capitán joven, de haber sido citado en varias ocasiones y de haberle felicitado el mismísimo Wellington tras el día de Vitoria, donde tuvo la mala suerte de llegar tarde al saqueo. Un historial como para sentir alguna esperanza de reconocimiento, pero la realidad, ya lo presentía, era lúgubre. Arrumbado en una sórdida pensión de la calle Leganitos en expectativa de un destino que sin duda sería malo, pues había más oficiales que dinero para las pagas y además los buenos puestos eran para los españoles, no para los mercenarios reacios a largarse, rezaba para que sus angustiadas cartas al recién ascendido teniente general Zayas dieran fruto. Ya se planteaba regresar a Trieste cuando un suboficial le trajo una nota de Zayas, invitándole a cenar. Tras una larga sobremesa, el buen general criollo, que también había sido subteniente a los quince años y como Miniussir muy lejos de los suyos, decidió que la mejor salida para su joven protegido era la carrera diplomática. Sobre la marcha escribió a su amigo el cardenal arzobispo de Toledo Luis de Borbón y Vallabriga, que había sido presidente del consejo de regencia y que pese a deplorar las medidas que tomaba su sobrino el rey estaba en buena relación con él, pidiéndole su mejor recomendación para el joven Miniussir. Al tiempo él haría lo propio, en la idea de que si las dos cartas llegaban a palacio más o menos a la vez habría posibilidad de que no cayeran en saco roto. Tras eso nada más podía recetar al joven Miniussir, salvo paciencia, y también mudarse a una casa donde le dieran mejor de comer y le llevaran algo más limpio. Había un Antonio Cabal que gracias a él había llegado bastante alto en no recordaba qué asunto de aduanas; le debía no sólo su excelente situación, sino algún oscuro favor que mejor era no comentar, de modo que a la semana Miniussir se veía de invitado en el hogar de un Don Antonio que sin duda disfrutaba de magníficos ingresos, pues en su casa-palacio del paseo de Hortaleza no sólo no hacía frío, sino que se comía muy bien, lo que su juvenil estómago valoraba con alborozo. Seguía desesperado por la falta de noticias, pero un día, cercana ya la Navidad, recibió un oficio del secretario de Estado y del Despacho, convocándole a palacio.

Cevallos le recibió de un modo tan afable que al minuto se sintió como en su casa. «Los diplomáticos somos así, joven», le dijo Don Pedro, «y los que no consiguen serlo es que no valen para esto», remachó acto seguido, con lo cual comenzó a preguntarse si, contra lo que pensaba, su talante no se habría vuelto excesivamente tosco. En cualquier caso ya estaba «dentro»; sólo faltaba la orden de marchar. Sabía que su destino sería la embajada en el aún por nacer Reino Unido de los Países Bajos y que su jefe sería un viejo conocido, el general Álava. «Viejo conocido» no en sentido literal, pues jamás cruzaron palabra, pero le había visto alguna vez, con Don Pablo. No tenía mala fama, y hasta se comentaba su buen detalle de no abandonar al truhán que le hacía de criado y que siempre marchaba tras él con dos pistolas atravesadas en el cinturón y un trabuco en bandolera. Dado que habría de tener un jefe —siempre se padece uno, dejó caer Cevallos—, era preferible que fuese un general herido repetidas veces y no un marqués cualquiera de los que habían pasado la guerra en un dorado exilio. Habría preferido iniciar su carrera en alguna de las embajadas principales, y sobre todo en la de Viena, donde contaba con amigos que ya serían importantes y donde se cocía la sopa en que abrevaría Europa las siguientes generaciones, o eso dijo después al director del Servicio Exterior mientras le daba un sobre con sus papeles de viaje y una bolsa muy flaca con unos pocos reales y todavía menos francos, para escuchar que los buenos puestos estaban copados por los funcionarios más antiguos, así que mejor se resignase y aceptara que aún habría podido ser peor.

Las semanas que aún permaneció en casa de Don Antonio, a la espera de ser llamado por el director del Servicio Exterior, las entretuvo estudiando unos abstrusos textos sobre relaciones internacionales que le hizo llegar Don Pedro, si bien el grueso de sus energías se le fueron en enamorarse hasta la desesperación de la hija segunda de Don Antonio, la señorita María Teresa Cabal y Arteche. A eso se debía el pésimo estado de su corazón, aceptaba meneando la cabeza con profundo desánimo. Si hubiera sido un amor imposible, tragedia que no era inhabitual en su vida, el sufrimiento habría sido menor, pero lo terrible fue que la bella Maite le correspondió. Una reciprocidad explicable, opinaba una de las doncellas de la casa, que también le ponía ojitos y que amén de bastante bruta era nativa de Plasencia, por lo cual padecía una lamentable predisposición a la sinceridad extrema.

«Usted es alto, guapo, sabe hablar, sabe bailar, sabe hacer reír, es un oficial y casi un embajador. Que a la señorita Maite se le haga el culo agua de limón cuando usted la mira es de lo más natural, pero no tiene un real, y tardará usted en tener bastantes para que aquí, en esta puta casa, le miren bien».

Habría debido hacer caso a la cariñosa Manolita —la necesidad de ser discreta le hacía expresarse en tono bajo y acercándose mucho a su oído, lo que sin duda explicaba que acercase más cosas—, pero los corazones sangrantes necesitan estrellarse, así que dos días antes de marchar se armó de valor y tras una cena menos animada que de costumbre pidió a Don Antonio le concediera unos minutos. Éste lo debía ver venir, ya que ni pestañeó al escuchar la descabellada pretensión: que le concediera la mano de Maite, que les otorgara su bendición y que tras una boda por poderes, pues el peticionario tendría difícil regresar a Madrid en un plazo predecible, la facturase a Bruselas. El buen hombre, tras oír la enamorada deposición, comenzó a desgranar unas ideas que debía tener meditadas. Ni siquiera preguntó si su hija estaba en favor de aquella barbaridad; aún menos si tan ardiente pasión era correspondida; le debía constar que sí, pues María Teresa era la segunda de cuatro hermanas, la clase de comunidad en que si una de las integrantes pierde la cabeza es inevitable que las otras lo hagan saber. La posición de Don Antonio era muy civilizada: sentía por el declarante la mayor simpatía y no dudaba que su porvenir era inmejorable, pero Maite acababa de cumplir dieciséis y él sólo tenía veintiuno. Unas edades en que los corazones acostumbran estafar a las cabezas. De ahí que sugiriese al esforzado enamorado que marchase a Bruselas con su mejor ánimo y sus ilusiones intactas, que se abriese camino y que regresara cuando se sintiera un diplomático de provecho, que allí siempre sería bien recibido, y de nuevo se lo planteara, en esa misma sala y tomando el mismo brandy jerezano. Una postura muy razonable, comentó Manolita cuando pudo confesarse con ella, pero aun así su alma sollozaba. Un suplicio incrementado por una maniobra de la prudente madre: a partir de aquel momento le fue imposible verse con Maite a solas. Ni un segundo. Una Maite, por cierto, que no le parecía particularmente atribulada. Igual su desaforada pasión, ahora que lo pensaba, no era tan correspondida. Quizá la bondadosa extremeña tuviera razón en lo último que le dijo:

«No le dé máh vueltas, señorito. Se l’an meao en el bicornio, y eso es tó, que no hay más, se lo digo yo. Despreocúpese, olvídela y piense ná más en lo que habrá en Bruselas —ahí aprovechó para llevarse a su pecho, dimensionado para criar a mucha gente, una de las manos del inconsolable joven, que al momento, la naturaleza es así, empezó a consolarse—: ¡miles y miles de chochitos empapados y peludos, loquitos de pensar que ya s’acerca usté!».

Lo que sucedió a continuación, pese a ser breve, y atropellado, y fuera de todo control, merecía ser evocado, y se dedicó a evocarlo. La buena de Manolita, qué gran corazón demostró tener.

Un punto más entonado volvió a mirar por la ventanilla. Quizá se había dormido, porque los montes que divisaba no demasiado lejos eran la sierra de la Cabrera. La primera posta debía ser inminente. De ahí que su estómago carraspease. La vida sigue, se dijo a título de telón, despedida y cierre. Dios quisiera que Bruselas rebosara de aquello que tan gráficamente describiera la buena de Manolita. Dados sus veintiún muy saludables años, le hacía verdadera falta.

La vida vienesa se veía sacudida por la llegada del último gran participante. Sólo llevaba dos días en la ciudad, pero su presencia se hacía sentir no sólo en las legaciones diplomáticas, en la cancillería y en el Hofburg. La noche anterior ya se dejó ver en el redoute organizado en la Kleiner Redoutensaal por el preocupado Kaiser —los fondos de festejos estaban a punto de consumirse, sin que se viera el final de la pesadilla—; su propósito era señalar que los carnavales de 1815 quedaban inaugurados; en realidad comenzaron el martes anterior, pero eso al Kaiser le daba igual: en su imperio nada comenzaba mientras no lo dijera él, o eso afirmaban sus ministros arteros. Wellington se presentó escoltado por una hija de Lord Cathcart y la sobrina de Lord Stewart, para general admiración. Pese a la recomendación de un Castlereagh sólo interesado en trabajar, la noche siguiente no declinó la cena en su honor que daba la reina del congreso, Wilhelmine von Sagan, la cual, deseosa de mostrar quién era la más bella, rica e influyente, había tirado la casa por la ventana. Ocupaba el centro de una mesa larguísima donde tomaban asiento sesenta comensales. Frente a ella, un Duke of Wellington al que conoció siete meses antes, en Londres, cuando vagaba por Inglaterra con un enamoradísimo Metternich. Un Wellington que se presentó impecablemente vestido de feldmarschall; un detalle sutil, se decía un Talleyrand atento a los detalles; la diplomacia británica, en Viena, solía mostrarse contemporizadora, paciente y sosegada, lo que se correspondía con el talante natural de Castlereagh; quizá Wellington quería poner de manifiesto que los tiempos de las buenas palabras habían terminado, y por si fuera preciso tirar por el sendero de la guerra él ya venía uniformado. Por lo demás se mostraba tan amable como no esperaban los que no le conocían. Su fama de adusto le precedía, pero Talleyrand bien sabía que cuando quería era tan capaz como los mejores de resultar amable y seductor.

Ekaterina Pavlovna, Gran Duquesa de Rusia

A la duquesa la flanqueaban el Kaiser y el Zar. Más allá de aquél, la gran duquesa Ekatherina Pavlovna —hermana del Zar—, el Fürst Hardenberg, la princesa Von Auersberg y el conde Nesselrode; de ahí hasta el extremo los comensales eran de menor entidad, un revoltijo de duques y marquesas, príncipes y condesas, mezclados al tresbolillo. Más allá del Zar se desplegaban Augusta de Beauharnais, el Fürst Metternich, la duquesa D’Acerenza y el Kronprinz Ludwig von Bayern. A babor de Wellington y frente al Kaiser, la condesa Julie Zichy; más allá, el príncipe de Talleyrand, la princesa Sterházy y el príncipe Eugène de Beauharnais. De la otra banda, la condesa de Périgord, el König Friedrich-Wilhelm, la otra Zichy, el Fürst Schwarzenberg, la princesa Hohenzollern-Hechingen y el cardenal Consalvi. Dado el poco tiempo que tuvo la duquesa para preparar el evento, y dada la infinidad de agendas que los asistentes debieron traicionar, era un completo éxito. Sólo dos ausencias se hacían notar; una, la de Castlereagh, excusado por el propio Wellington, pues tenía muchos asuntos que liquidar antes de marchar; otra, la de su vecina de palacio, la recalcitrante princesa de Bagration, que mantenía la política de no asistir a festejo alguno si debía coincidir con la Zahánská. El éxito, aun así, no era completo, como no dejaba de advertir el divertido Talleyrand. Pese a que la proporción fuera la común, una dama por caballero, la duquesa se vio en dificultades para reclutar bellezas en cuantía suficiente, lo que no era una sorpresa, pues si bien un caballero queda listo para el combate con minutos de preaviso, una dama necesita más tiempo, así como saber qué se pondrían las demás. De ahí que las Von Biron estuvieran tan bien situadas. Cubrían los huecos de tres ilustres ausentes, la zarina Elizabeth, la emperatriz Maria-Ludovika y la princesa Theresia von Bayern, pero aun así flotaban sobre las críticas. Se sabían más hermosas, y más divertidas, que cualquier nobilísima dama capaz de pensar de sí misma que merecía mayor proximidad al formidable Wellington.

La cena se desarrollaba con acuerdo a lo que a fin de cuentas era: un acto social donde no se deberían celebrar escaramuzas. Las fuerzas en presencia, siquiera las masculinas, bien sabían cómo estaba la situación y por dónde marchaban los acontecimientos, de modo que aquel no era lugar ni momento para proseguir lo que tan duramente se peleaba en las legaciones, en la cancillería y en el Hofburg, aunque algún chispazo iluminaba de vez en cuando la irreprochable atmósfera en que abrevaban y engullían. Friedrich-Wilhelm, por ejemplo, apenas comía. Su expresión era la de uno al que han anunciado no ya que su madre acaba de morir, sino que no le ha dejado nada. Talleyrand sabía la razón: el rey prusiano se había visto aquella mañana con Castlereagh, quien no se hizo acompañar por Wellington. De la sesión, definida por Castlereagh como la más tensa de las que había padecido en Viena —se pasó por Kaunitz para explicársela, de regreso a la Minoritenplatz—, los dos extraían la conclusión de que aquel pobre diablo, presionado hasta el estrujamiento, se hallaba cerca de una crisis nerviosa. Ya sólo se obstinaba en conservar Leipzig, tras dar por perdidas Dresden y el sur de Sajonia; su firmeza no parecía fruto de su voluntad, sino del sudor que le asaltaba de pensar en mandar a sus generales abandonar una ciudad que les había costado treinta mil bajas.

Conde Nesselrode, Rusia

Otro que tenía mal aspecto era Metternich, aunque Talleyrand sospechaba que no por problemas diplomáticos. Verse con su ex amor le debía pesar en el ánimo. La duquesa, compasiva, sentándole del mismo lado de la mesa le libraba de la tortura de verla, si bien era imposible que no le llegara su potente voz —habría podido ganarse la vida conduciendo carretas por la Kurische Nehrung—, y más al registrarse una cierta elevación en el tono de las conversaciones, causada por el incremento de la temperatura interior de los comensales, tanto por la calidad de los alimentos —la cosecha entera de Beluga malosol de 1815— como por los efectos vigorizantes de innumerables frascas de grandes vinos franceses. Un ejemplo ilustrativo de la gran alegría determinada por lo último corría por cuenta del Fürst Schwarzenberg, cuya estentórea voz, diseñada para imponerse a los coros de cañones, explicaba la suerte que correrían los ejércitos prusianos si entraran en guerra contra las huestes austríacas. Una indiscreción lamentable, y más porque sólo le separaba de Friedrich-Wilhelm la encogida Sophie Zichy. Pese a no ser malo que Friedrich-Wilhelm comprobara por sí mismo cómo estaban los ánimos, aquello era demasiado, de modo que Eugène de Beauharnais comenzó a disertar, en buen tono, sobre las excelencias arquitectónicas de los últimos edificios de Berlín, manifestando su admiración por Schinkel y pidiendo a Friedrich-Wilhelm le sugiriese darse una vuelta por München. Talleyrand, que sabía cuánto se agradecen las acciones de salvamento, le respaldó enunciando las ventajas del estilo neoclásico sobre la corriente romántica, ya que, cuestiones estéticas aparte, necesitaban menos fregonas, y tras una saludable salva de risas todo el mundo se puso a charlar sobre casas y palacios. Segundos después le llegaba una mirada de reconocimiento real. El pobre Friedrich-Wilhelm no sólo se debatía en un marasmo de tensiones político-diplomáticas; debía llevar minutos advirtiendo que la bella Julie había puesto sitio a un Wellington que lo pasaba de maravilla. Se apreciaba en un fenómeno inusitado, pero que su sobrina recordaba: His Grace no reía como un humano. Sus carcajadas recordaban más el relincho de un caballo borracho. Qué cosa tan extraordinaria, se decía Talleyrand. Cómo un hombre tan venerado podía conseguir que su imagen quedara destrozada por una debilidad semejante. Igual Wellington no era tan prodigioso como su leyenda establecía. Igual sólo era, como tantos otros, un imbécil hiperpromocionado.

También era verdad que Wellington, cuando no reía, resultaba perfectamente respetable. Lo demostró aquella mañana, cuando sin previo aviso recibió la visita de Alexander. Se conocían desde la desafortunada visita del Zar a la corte británica, en junio haría un año. El sentido de la etiqueta del Zar y de su hermana Ekaterina tenía poco que ver con el inglés, de modo que aquellos penosos días fueron una sucesión de meteduras de pata, conflictos protocolarios y pavorosos desencuentros. El Zar, que llegó a Londres encaramado en la más elevada cresta de popularidad, acabó marchándose abucheado, de tan pésimos que llegaron a considerarse su educación y sus modales. No se cayó bien con político ni diplomático alguno, salvo Wellington. La simpatía entre los dos, que por el lado inglés fue simplemente profesional, se vio extendida por las semanas y los meses en forma epistolar, por lo que aquella visita matinal, tan de amigo que viene a saludar a otro amigo, no tenía por qué despertar suspicacias. Sin embargo, algo había tras las relajadas salutaciones. Dado que Wellington venía de París, Alexander le preguntó, con aparente inocencia, qué tal estaba la situación. Debía buscar confirmación de lo que su embajador, Butyagin, le transmitiría en sus informes, que París era un polvorín y que Louis haría bien aferrándose a su trono, a dos manos de ser posible, pero Wellington le describió una imagen diferente. Según sus palabras, el gobierno de Blacas era fuerte, la situación cívica no podía ser más idílica y el ejército estaba en la misma buena forma que cuando lo dejó Bonaparte. Una mentira descarada, pensó Talleyrand cuando Kapodistrias relataba la escena, pero ilustrativa sobre la nueva forma de pensar de His Grace: nada de honestidad militar y respeto a la verdad. Se había vuelto tan embustero como debe ser un diplomático que respete su profesión; quizás iba descubriendo, como le pasó a él a medida que se degradaba de sacerdote a obispo, que la verdad es un concepto relativo. La Grande Armée, continuó explicando al cejijunto Zar, seguía siendo un arma formidable, y aunque Bonaparte ya no estuviese al mando le quedaba una docena de mariscales capaces de conducir cualquier campaña, en la propia Francia o donde fuera necesario. Eso lo dijo, además, con la seca seriedad del militar profesional, lo que pareció afectar al sorprendido Alexander aún más que lo anterior, quizá porque llevaba demasiado tiempo sin hablar con verdaderos guerreros.

Wilhelmine-Katherine, Herzogin von Sagan, por Johann Ender(para la policía del barón Hager era 'Kleopatra von Kurland')

Ojalá que la situación en Francia fuese así de idílica, se decía el príncipe de la diplomacia sin perder la impasibilidad. Las cartas que le dirigían Fouché y otros menos puestos en los detalles, aunque igual de bien informados, corroboraban más los informes del ruso que los embustes del inglés. Fouché hablaba de conatos de motín en Lyon y en Grenoble, así como de calma chicha en París, la misma que precedió al Terror. Dios quisiera que se alcanzara un acuerdo antes de que aquello reventase y él se quedara sin cartas para jugar. Si llegase a Viena la noticia de un alzamiento, si no del inicio de una guerra civil, nada podría impedir que Friedrich-Wilhelm se lanzase sobre Alsace y Lorraine, al tiempo que Alexander engulliría Polonia de un solo bocado. Metternich, viéndose solo, no movería un dedo, y los ingleses, atrincherados en Amberes, tampoco podrían hacer mucho. Europa, una vez más, devendría inestable. La guerra, que durante un cuarto de siglo había destrozado el continente, comenzaría de nuevo, pero esta vez sería ya el primer día lo que tanto tardó, años atrás, en llegar a ser: millones de hombres combatiendo sobre tierra calcinada. La consecuencia sería la devastación general. Europa dejaría de ser un paraíso y se transformaría en un lugar excelente para irse a Estados Unidos. Él ya lo hizo una vez y le salió bien. No pasaría nada por volver a lo mismo. Nunca se es demasiado viejo para emigrar, sobre todo si se hace con los bolsillos rebosantes, suspiraba para sí al tiempo de evaluar las miradas que Katerina Zahánská se cruzaba con Wellington. No le sorprendería que aquella noche His Grace no retornase a la mansión de Sir Charles Stewart, donde se hospedaba. Haría bien, si así fuese. No todo para un guerrero debe ser la guerra. Siempre hay que dejar sitio al amor, sobre todo si quien lo brinda es una diosa. Kleopatra von Kurland, decía el cretino de Altenstieg. No, de Cléopâtra, nada. Mina de Sagan sería, en todo caso, la Circe de Courlande.

Lord Charles Stewart (aka Pumpernickel),Inglaterra, por Sir Thomas Lawrence

Álava en Waterloo
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