Bruselas, Mar Ligur y Berlín, martes 28 de febrero
Álava dormía plácidamente, pero una salva de cañonazos le devolvió a la vida. Era la manera que tenía Slender Billy de hacer saber el nacimiento del VKN y que horas después tendría lugar la coronación del rey Willem, en calidad de tal y de Gran Duque de Luxemburgo. Así también anunciaba que a lo largo del día se harían oficiales diversos nombramientos. El principal era el de Jefe Supremo de los Ejércitos, que recaería en él mismo, a partir de aquel momento Prins van Oranje. Su lugarteniente sería Sir Thomas Graham, amablemente cedido por Inglaterra. Según tenía entendido el somnoliento embajador, ya bien conectado con los miembros más influyentes del gobierno in pectore (los condes Adam-François van der Duyn, Gijsbert-Karel van Hogendorp y Leopold-Karel van Limburg-Stirum), no se contemplaba con satisfacción que los ejércitos del VKN fueran a quedar en las manos de aquel hijo de Albión. El que de un modo formal estuvieran a las órdenes del Prins van Oranje no reducía la inquietud, pues si en algo estaban de acuerdo valones, flamencos, holandeses y luxemburgueses era en que difícilmente se podría encontrar en los confines de la vieja Europa un príncipe más idiota. Tendrían que conocer a Fernando, se dijo Álava suspirando, y volvió a dormirse.
Las siete naves de la flota imperial avanzaban por separado hacia Golfe-Juan. Las razones de no navegar juntas era no llamar atenciones indeseables, así como no sacrificar la velocidad del bergantín, la goleta y el aviso a la de las barcazas, y evitar que la pérdida de una o dos implicara la del conjunto. De ahí que navegaran sin verse unas a otras, cada una siguiendo una derrota diferente y sin que nadie, además de sus capitanes, supiese hacia dónde iban. Al poco de romper el día, Taillade advirtió que l’Inconstant llevaba un rumbo sospechoso. A él no le dijeron hacia dónde iba el Emperador, pero si se molestaba en repintar el bergantín para luego embarcar a toda su gente no podía ser porque pensara invadir Mallorca, y allí era precisamente adonde arrumbaban. Preguntándose a quién podría recurrir, y entendiendo que Chantard no sería buena opción, reparó en el coronel Mallot, jefe de la escolta imperial, por entonces transfiriendo al Mediterráneo lo que había desayunado. Sin vacilar, agarró al descompuesto coronel y le hizo saber dónde acabarían de seguir con aquel rumbo si antes no les atrapaba la BMF, o la Royale, y hasta pudiera ser que la Marina Real. El coronel, confuso, porque tampoco él sabía dónde quería ir l’Empereur, bajó a la cámara del capitán, donde se alojaba Napoleón, para encontrarle oteando por el espejo de popa. Le vio palidecer, y le costó trabajo seguir su ritmo escalas arriba, pero llegó a tiempo de verle requerir a Taillade que repitiera la historia. El alférez de navío sólo necesitó unos segundos, sirviéndose de una carta, para explicar que, dada la posición del sol y el rumbo que indicaba la brújula, en dos días fondearían en la bahía de Palma. El Emperador jamás había tenido dificultades con una carta marina, si bien prefirió, antes de tomar una decisión, hacer que subieran a Chantard, por si podía explicar a qué se debía ese rumbo tan apartado del que ordenó. Por entonces ya se preguntaba si no estarían ragusándole.[80] Salió de dudas al verle palidecer y tartamudear, en ese orden. Sin más, le destituyó y confió el mando a Taillade, tras ascenderle a capitán de corbeta. El buen Taillade sabía que tal nombramiento sólo sería efectivo si a l’Empereur le iban bien las cosas, pero aun así aceptó su destino con una sonrisa. Era un hombre leal.
El Emperador dudaba si aquello era un acto de traición o una prueba de incompetencia, pero se inclinaba por lo primero. Veía traidores en todas partes, unos de la talla de Talleyrand y los más como ese pobre diablo de Chantard. Seguía sin superar el disgusto cuando oyó a Taillade ordenar «todos abajo», al tiempo que señalaba una cuarta por estribor: un bergantín de vuelta encontrada y nacionalidad inequívoca, pues lucía los escandalosos colores de La Royale. No era una eventualidad imprevista, de modo que mandó al preocupado Drouot que alertase a los trescientos granaderos que se hacinaban en los sollados. De ir las cosas a peor no acabarían a cañonazos, pues el camuflaje de l’Inconstant, por entonces cochambroso mercante inglés, implicaba navegar sin sus dieciséis piezas y con las troneras cegadas. A menos de cien metros sería imposible deducir que aquel carguero negruzco tenía un pasado interesante, pero de suceder así lo natural sería que aquel inoportuno bergantín, cuyo nombre leía con ayuda del catalejo (le Zéphyr), se les abarloase para inspección, con lo cual se llevaría una sorpresa. No lo deseaba, pero también era verdad que si algo faltaba en su historial era un combate al abordaje, más propio de un oscuro pirata de Saint Bart que de un emperador de Francia. De ahí que sintiese cierta decepción al ver pasar de largo al indiferente bergantín, cuyo capitán, un teniente de navío llamado Andrieux, siempre lamentaría no haber sido más curioso.[81]
Fürst Blücher zu Whalstatt, por Dawe
El Fürst Blücher era un hombre bien dotado para dar miedo. Alto, fuerte, de mirada penetrante, poderosa nariz, pescuezo de toro y mostacho a la tártara, estaba en una forma física excelente. Su posición efectiva era de comandante supremo del cuarto de millón de hombres que componían el KPA. En realidad no eran tantos, no sólo porque los últimos miles de bajas no acababan de cubrirse, sino porque la nueva distribución de regimientos estaba lejos de completarse. La reforma iba despacio no sólo por su magnitud, sino porque Prusia comenzó la Befreiungskriege muy empobrecida, la concluyó en bancarrota y la esperada compensación que debía pagar Francia tras siete años de saqueo, los mismos en que mantuvo estacionada en Prusia una fuerza de doscientos mil hombres cuyo sostenimiento corría por cuenta de su abrumado tesoro, desaparecía de las expectativas nacionales por un capricho de Alexander, Metternich y Liverpool, contra el que nada pudo hacer el poco admirado Friedrich-Wilhelm III. A eso se debía que la mayoría de los regimientos aún vistiera la heterogénea colección de harapos con que iniciaron la campaña de 1813. Las noticias de Hardenberg pretendían hacer creer que las rentas de los territorios incorporados a la Corona pronto situarían al KPA en los niveles planeados por el Ministerio de la Guerra, lo que Blücher no creía. Su indignación subía como la espuma de una gran jarra de cerveza —su bebida favorita, si bien no la única; en realidad, y salvo el agua, le gustaban todas; a eso, a su dieta exclusiva de caza, wurst, mantequilla, queso y huevos, y a fumar como una chimenea, imputaba su prodigioso estado de salud—, tanto que acababa de firmar una carta donde dimitía de su cargo. La misma que había dado a leer al Graf Gneisenau, para tras eso ponerla en manos de su apenado ayudante, Nostitz, con órdenes de hacerla llegar a la residencia del rey, en Viena.
—No deberías acabar así tu carrera. ¿En manos de quién nos vas a dejar?
En presencia de terceros se trataban de Alteza y Excelencia —Durchlaucht y Exzellenz—, pero en la intimidad se tuteaban. Ambos se mostraban un profundo respeto. El de Gneisenau hacia Blücher no sólo era por sus años y su rango, sino por su colosal valentía y su insuperable talento para conducir hombres. El de Blücher por el jefe de su estado mayor partía de su extraordinaria capacidad intelectual, de su pasión por los detalles, de su impecable sentido del honor y la disciplina y, sobre todo, de su irreprochable honestidad. Su asociación, que duraba ya dos años, demostraba la bondad del principio de responsabilidad compartida establecido por el difunto Generalleutnant von Scharnhorst. El Fürst Blücher una vez la definió con una frase tan celebrada por el rey como aborrecida por los espadones de sangre pura: Gneisenau lenkt und ich gehe vorwärts! [82]
—A mi carrera no le falta nada, y si algo me apetece, te lo digo de verdad, es no ver qué pasará con nuestro ejército. Nos gobierna una pandilla de inútiles y nuestro rey es un mastuerzo. No quiero ver cómo lo destrozan entre todos. Sólo me apetece retirarme a Krieblowitz,[83] ver pasar las estaciones y esperar tranquilamente que llegue mi último día. Sobre quién se quedará con esto…, pues tú no, bien lo sabes. Si se pusieran juntos todos los que te odian saldría un armeekorps[84] —reían, aunque con amargura—. Lo normal será que Fritz-Willy —un apodo para la estricta intimidad— busque alguien acomodaticio, que no le suba problemas y que lo filtre todo. Uno como Knesebeck —Gneisenau asintió; era el candidato lógico si las perspectivas de conflicto acababan por desvanecerse; sería un desastre si tuviera que dirigir una guerra, pero en tiempo de paz no había razón para pensar que lo haría peor que cualquier otro; la diferencia subjetiva era que con Knesebeck no debería pasar a la reserva, lo que sí sucedería con Bülow, Yorck o Kleist—; ha sido el ayudante más obediente de todos los que ha padecido y en Viena, por lo que cuentan, aunque no ha hecho nada distinguido tampoco ha metido la pata. Tú no vivirías mal con él, aunque sabe Dios qué hará. Igual pone a Tauentzien.
—Tardará en contestarte.
—Lo que hace siempre. Si algo detesta es tomar decisiones. Tampoco hay razón para que se dé prisa. Todo está tranquilo, y ponga a quien ponga seguirá igual de tranquilo. Mientras siga en Viena tirándose condesas —ninguno de los dos sonrió; si Friedrich-Wilhelm tenía ganas de casarse, pues que lo hiciera; sería por demás razonable que se buscara una segunda reina que le ayudase a criar la caterva engendrada con la otra, pero aquel dejarse llevar del ronzal por una condesa casada y con cuatro hijos, por muy formidables que fueran sus tetas, no era un espectáculo edificante—, lo normal será que lo deje correr. Cuando vuelva de allí…, pues cualquiera sabe, August. Cualquiera sabe.