Namur, Bruselas, Beaumont y Chimay, 14 de junio

Gneisenau, frente a su Ferraris, valoraba la situación indiferente al trasiego de oficiales, subalternos, mensajeros y ordenanzas afanosos en trasladar el hauptquartier al molino de Brye, cerca de Sombreffe y de la probable línea de fuego. El también impasible Grolman analizaba con él la catarata de noticias que se precipitaba sobre su mesa desde poco antes de mediodía, las cuales, al entender de los dos, ofrecían una simple y única explicación: el ataque de Napoleón era inminente.

El teniente Wilamowitz, un oficial del coronel Reiche, traía una muy seria. El pobre diablo salió de Charleroi al amanecer, para perderse un par de veces en la ruta de Namur, pues al llover a cántaros no tenía forma de saber por dónde iba —los zapadores habían destruido las señales—; a eso se debió que no llegase al hauptquartier hasta el mediodía. Traía un informe firmado por Reiche y unos comentarios verbales de Zieten. El uno y los otros partían de lo que dijo un desertor capturado por las patrullas. Dentro de las diversas cosas que contó, la principal era que su corps d’armée, el III, tenía orden de avanzar hasta Thuillies, tres kilómetros al norte de Beaumont, y vivaquear al amparo de los bosques. Dado el tiempo necesario para mover una fuerza de veinte mil hombres, y dados los kilómetros a recorrer desde Rance, donde hasta entonces acampaban, Zieten estimaba que llegarían al anochecer, lo cual les permitiría lanzarse al ataque nada más salir el sol, por lo que daba orden de mover la mayor parte del I Armeekorps a la orilla norte del Sambre, así como que sus unidades de ingenieros y zapadores, reforzadas por seis compañías de infantería, volaran los puentes que lo cruzaban y dejaran impracticables los caminos —atravesando árboles, despeñando rocas, sembrando estacas y cavando zanjas— que iban de Thuin, Marbaix, Ham-sur-Heure, Nalinnes, Gougnies y Gerpinnes hasta Charleroi, a lo que ayudaba lo suyo la intensa lluvia que caía desde medianoche.

Tras despachar al oficial con un «diga usted al general Zieten que apruebo sus medidas», se concentró en una segunda noticia; era del Stabschef del II, y reportaba la marcha de Philippeville del IV Corps d’Armée, al que suponía en Somzée, doce kilómetros al norte. Trasladado eso al mapa se hacía claro que los franceses apuntaban a Charleroi, quizá pensando en el campo de batalla de Fleurus que tan propicio les fue allá por 1794. Hasta entonces Zieten se ocupaba de vigilar los corps d’armée I y II; el III era responsabilidad de Pirch, y el IV y el VI de Thielmann. Las noticias, sin embargo, expresaban que tanto el III como el IV habían caído en el área de Zieten y que no había noticias de los I, II y VI. Gneisenau ordenó que se despacharan mensajeros a Zieten y a Pirch con órdenes de localizar los corps d’armée desaparecidos, así como la Garde Impériale, pues no podía estar lejos. A eso añadió una segunda nota, especificando que, según creía, el I y el II debían de estar en algún punto comprendido entre la ribera del Sambre y Beaumont. Tras eso no quedaba mucho por hacer. Aquella información no bastaba para modificar el despliegue del Niederrheinarmee, aunque sí para establecer el estado de guerra y ordenar a los stabschefs de los Armeekorps II, III y IV que se preparasen para marchar. Sería bueno, convino con Grolman, hacer saber a Wellington cómo estaban las cosas. Así, mandó llamar al coronel Pfül, uno de sus pocos oficiales que hablaban francés, le ordenó marchar a Bruselas para poner al corriente a Müffling y, de no encontrarle, al propio Generalfeldmarschall Wellington.

A la caída de la tarde volvieron a ver a Wilamowitz. Traía no sólo las posiciones de los corps d’armée I, II y VI —la Guardia seguía sin aparecer—, sino la confirmación, obtenida de otro desertor, de que a la mañana siguiente comenzaría la invasión. Eso ya era determinante; a partir de ahí sólo procedía poner en estado de alerta los cuatro armeekorps. El problema era que las órdenes debería firmarlas él, pues Blücher no estaba en condiciones de firmar nada. Bien sabía que cuando la llevaba como aquella noche lo mejor era dejar que la durmiera, de modo que comenzó a revisar las órdenes que preparaba Grolman. Las dirigidas a Zieten, Pirch y Thielmann las firmó sin dudar. No sólo eran precisas y concretas, sino que su tono y sus palabras no podían ser más acordes con los usos establecidos en el Königlich Preußische Armee. A Zieten le ordenaba retirarse a Sombreffe, así como llevar a cabo las acciones dilatorias a su alcance que pudieran retardar el avance francés. A Pirch le mandaba dirigirse a Sombreffe, para respaldar al I Armeekorps en su retirada de Charleroi. A Thielmann le hacía saber que aquella misma noche debería dejar sus posiciones entre Huy y Dinant para dirigirse a Namur, concentrar allí sus brigadas y marchar tras los pasos del II. A los tres les indicaba que a la mañana siguiente les haría saber dónde deberían establecer sus posiciones una vez se hallaran en el área de Sombreffe, lugar donde pensaba establecer el puesto de mando del Niederrheinarmee.

Quedaban un par de órdenes. Dudaba si servirse de las cartas que preparaba Grolman, tras hacerlas firmar por Blücher, para contestarse que no. Blücher no sólo se fue a la cama borracho como una cuba, sino que arrastraba un catarro contraído en Bruselas del que aún no conseguía recuperarse. Así, maldiciendo de frustración aunque sirviéndose de sus más amables palabras, sugirió humildemente a Su Excelencia el General der Infanterie Graf Bülow von Dennewitz tuviese a bien, entre otras cosas,[154] concentrar en Hannut su IV Armeekorps, de modo que, si fuese necesario, marchase a Gembloux, y después a Sombreffe, al atardecer del siguiente día, jueves 15 de junio, para reunirse a la noche con el grueso del Niederrheinarmee. Repasó el texto un par de veces hasta decidir que Bülow no podría rechazarlo por irrespetuoso, ni que podría volver a suscitar ante Blücher un contencioso por ordenársele maniobras no refrendadas por él —no sería el primero—; de ahí venía que «sugiriese» y no que «ordenase», pese a estar a horas de iniciarse una guerra donde Prusia se jugaría su destino.

La segunda era más sencilla; Kleist no protestaría por recibir una orden suya conminándole a mover el Norddeutsche Bundeskorps de Trier a Arlon; preferiría ponerse muy enfermo y entregar el mando a su segundo. Era una desdicha no poder hacer lo mismo con Bülow; sus agarraderas en Berlín eran mejores que las de Kleist —por mucho que se hubiera éste reivindicado gracias a la carambola de Kulm-Nollendorf no se había olvidado el asunto de Magdeburg—; de no ser así, haría semanas que le habría devuelto de una patada en el culo —con el pie de Blücher— a su finca de Prusia Oriental.

Wellington observaba cómo De Lancey movía banderitas azules y negras por el mapa desplegado en una pared de su despacho; lo hacía con Müffling y con el sudoroso Pfül, quien había traído un despacho de Gneisenau donde trasladaba las preocupantes noticias llegadas a su hauptquartier, y que se resumían en que Bonaparte atacaría las líneas del I Armeekorps aquella noche o al amanecer del día siguiente. Pese a su aparente interés, nada de lo que traía Pfül era novedad, pues él y De Lancey estaban al corriente gracias a Grant y a Dörnberg. Lo que decía Pfül sólo confirmaba lo que ya sabían, que la intelligentzia prusiana no sólo era la inevitablemente limitada de un ejército pobre de solemnidad, sino que la buena fortuna de sus patrullas dependía de los desertores que atraparan, no de sus propias observaciones. De ahí la sorpresa de Pfül al ver que las banderas azules en el mapa estaban donde deberían estar y no donde habrían estado si aquellos ingleses presuntuosos estuvieran tan mal informados como Grolman suponía. Un punto para Wellington, aceptaba con disimulo, y otro en su desfavor, porque no tenía noticias —o Müffling no las tenía— de que hubiera salido nadie de aquel suntuoso palacio para ponerles al corriente. La forma en que Wellington entendía el principio de compartir información entre aliados, se decía con irritación, debía ser unidireccional.

Pfül preguntó qué medidas pensaba tomar His Grace ante la inminencia del ataque. Nada que objetar, respondió acallando a De Lancey, que ya componía su más peninsular expresión de «a usted qué carajo le importa». De nuevo frente al mapa, explicó al oficial prusiano que la disposición de sus tropas, según indicaban las banderitas rojas —diseminadas entre Nivelles, Mons, Tournai y Bruselas—, nacía de su firme determinación de que a las veinticuatro horas del primer disparo estuvieran concentradas entre Nivelles y Genappe. No había más, de modo que Pfül se cuadró a la prusiana y salió seguido de Müffling, dejando a Wellington y De Lancey reflexionando frente al mapa.

—¿De veras nuestras unidades están ahí?

Wellington señalaba el área Bruselas-Nivelles con evidente incredulidad.

—No todas, Your Grace. Antes de que pasara Pfül moví un poco las banderas, en la idea de que le gustaría verlas algo más cerca de Charleroi. ¿Desea que las ponga otra vez en su sitio?

—De ninguna manera. Müffling volverá, y preferiría que no se diera con la verdad. Mejor me prepara un croquis en un papel, señalando por dónde andan a estas horas. En cuanto al mapa, en lo que a banderas rojas se refiere queda congelado. Después de todo, en cuestión de quince o veinte horas habrá dejado de valer para nada, y nosotros de trabajar aquí. Vaya preparando uno que nos podamos llevar sin que haya que moverlo entre cuatro —De Lancey sonrió; ver a His Grace de tan buen humor le tranquilizaba—. Todo indica que será el Niederrheinarmee quien soporte la primera embestida —señalaba el eje Charleroi-Namur—. Por mucha prisa que se dé, y si Boney no se ha vuelto un viejo chocho, mañana por la noche a Blücher sólo le quedarán tres armeekorps. El viernes, si Blücher aún alienta presentará batalla. Boney, tras segregar un ala izquierda que si todo va como es debido se detendrá en Genappe, le lanzará todo lo que tenga. Le aplastará, y después se volverá contra nosotros. Contará con ciento diez mil hombres, o poco más; los otros se le habrán quedado ahí —ponía el dedo entre Charleroi y Fleurus—; descontando los que deje a su derecha por si Blücher insiste, aún tendrá ochenta y cinco mil, de los que veinticinco mil serán su ala izquierda, menos los que hayamos matado nosotros mientras se pegaba con Blücher. Al día siguiente, o el domingo 18, nos las veremos con él y con todo lo que le quede, salvo su ala derecha, que aún estará entre Blücher y él. Aquí —señalaba una línea trazada con un lápiz muy fino; comenzaba en Braine-l’Alleud, cortaba en Mont-Saint-Jean la carretera Bruselas-Charleroi y acababa en Smohain—. Será como en Torres Vedras: no podrá con la posición. Nos atacará, porque no creo que la línea le parezca tan buena como es, y porque si no lo hace, y se pone a la defensiva, dará tiempo a Blücher para que regrese con Wrede y Voronzoff. Jamás se puede dar una batalla por ganada, pero pienso que aquí —ya no señalaba, sino que ponía el dedo en Mont-Saint-Jean— le derrotaremos de tal modo que sólo le quedará volver a París. Desde ahí sólo será cuestión de ir tras él.

—¿Para liquidarle por el camino?

—No sea ingenuo. No se trata de ganar a Boney. Se trata de ganar a Blücher, a Schwarzenberg y a Barclay de Tolly, o, si lo prefiere, al König Friedrich-Wilhelm, al Kaiser Franz y al Zar Alexander, quienes, por cierto, ya están juntos, en Heidelberg, listos para marchar sobre París.

—¿Y cuál es el premio para el que gane, Your Grace?

El duque se le quedó mirando; dudaba si compartir aquello con su QMG, aunque decidió que sí. Sería bueno que se creyera conspirando por Inglaterra, no por su jefe.

—Devolver su trono a Louis XVIII. En esto, mi querido De Lancey, no podemos incurrir en riesgo alguno. La clave de alumbrar una Europa equilibrada y en paz es un rey de Francia que no se meta en aventuras, un Kaiser que sólo se ocupe de su imperio, un rey de Prusia que se limite a dar de comer a su famélica gentuza y un Zar que salga de Rusia las menos veces posibles. Inglaterra me ha pedido que gane la carrera de París y usted debe ayudarme a que así sea.

El coronel se cuadró. Sabía que ante determinadas exposiciones de Your Grace lo mejor era no decir nada. Tras eso Wellington desapareció, pues andaba justo de tiempo. Esa noche cenaría en la wash house, donde una vez más entonaría su letanía: «Bonaparte desarrollará una estrategia defensiva, Blücher y yo somos demasiado fuertes para ser atacados aquí, hasta que pase algo aún faltan diez días». Lo que dijera en esa cena lo escucharía Boney a la mañana siguiente. Cuanto más hasta el fondo se lo tragara, más débil sería su ala izquierda y más fuerzas volcaría contra Blücher. Ahora, podría suceder que la horda prusiana no se comportara tan heroicamente como esperaba, lo que daría lugar a que Bonaparte llegase al plateau de Mont-Saint-Jean con más de ochenta y cinco mil hombres. En ese caso rehusaría la batalla. Lo primero y esencial para ganar la carrera de París era tener un ejército capaz de hacerlo, y contra un Napoleón excesivamente fuerte podría quedarse sin él. Si Blücher no hacía bien su trabajo sacrificaría Bruselas, Gante y Lovaina, pero no pondría en peligro el Army of the Low Countries. Los días corrían a su favor, así que de ningún modo incurriría en riesgos inútiles. Se tardaría más o se tardaría menos, pero Boney estaba liquidado desde antes de comenzar; lo que importaba no era cómo derrotarle, sino que Blücher no llegase a París con tiempo para imponer nada. Para eso aún faltaban unas cuantas maniobras, alguna finta que otra y, sobre todo, facilitarle que se cubriese de gloria, y sobre todo de bajas. El que su posición estuviera tan adelantada sólo podía deberse a que Gneisenau no había sabido estimar la verdadera fuerza de Boney. En cosa de dos días, diez mil muertos, treinta mil heridos y veinte mil desertores, comprendería lo muy profundamente que se había confundido.

Las dos. Hora de pasear por el Warandepark, para dejarse ver. Después subiría en su carroza, que toda Bruselas conocía, y saldría para la Rue de la Blanchisserie. Luego aparecería en el baile de Lady Conyngham; no alcanzaría la magnitud del de Charlotte, pero aun así era un acto social de consideración; allí repetiría que Boney no estaba lo bastante loco para invadir Valonia. Contra lo que pudieran pensar los que no le conocían, Wellington, a su modo, llevaba semanas en pie de guerra.

El Emperador había dormido en Avesnes. Al amanecer marchaba sobre Beaumont, donde le aguardaban Soult y el estado mayor. Habían pernoctado allí, aunque nadie se acostó. El inminente inicio de la campaña no permitía mucho más que alguna cabezada. Soult, aun así, había buscado un lugar para dos noches digno de ser llamado palacio imperial, cuando menos la segunda, la que Su Majestad pasaría con ellos. Dentro de las escasas posibilidades de Beaumont había un caserón, el de los condes de Caraman-Chimay,[155] que bastaría para l’Empereur, su séquito y el estado mayor.

Retrepado en su berline, pensaba en Ney. Había llegado descompuesto, alegando no haber recibido hasta muy tarde la carta de Davout; gracias a eso no pudo conseguir un carruaje decente, sólo una carreta de la que tiraban dos pencos infames. Le asombraba que un Maréchal estuviera tan desasistido como para no procurarse un buen transporte con un chascar los dedos, lo que ratificaba su sospecha de que algo no marchaba en la cabeza del rougeaud. A eso y a lo inconexo de su conversación se debió que sólo le contase generalidades, para citarle a mediodía del jueves 15 tras sugerirle que visitase a Mortier, por entonces disfrutando un ataque de ciática en su château de la cercana Cateau-Cambrésis; estaría en cama una temporada, en la que no necesitaría sus chevaux de bataille, y quizá se aviniese a venderle unos cuantos. Seguía dudando entre confiarle su ala izquierda o mandarle al diablo y ascender a Drouet. Tal vez fuese lo adecuado, pero los enojosos celos entre generales, los que ya se suscitaron con Grouchy, le llevaban a no ver claro. Ney, además, sería un insensato, pero a la hora de cargar contra el enemigo seguía siendo su mejor hombre. Otra cosa no tendría, pero sabía cómo hacerse seguir por un corps de chevalerie. El día que debiera medirse con la de Wellington —el informe sobre su parada del 29 de mayo le alarmó; la caballería prusiana era basura, pero aquellos diez mil jinetes de rojo y azul eran algo con lo que no contaba— podría echarle muy en falta.

Sacudió la cabeza, incómodo. Lo decidiría según viera el panorama. Prefería pensar en la fecha: 14 de junio, decimoquinto aniversario de Marengo y octavo de Friedland. Las citaba en la soflama que había dictado para la tropa, la que sería leída en todas las unidades a la caída de la tarde. No eran sus victorias favoritas, aunque destacaban entre las más sonadas por haber sido decisivas; al menos, un tiempo. En sus diecisiete años de mandar ejércitos ninguna terminó por serlo. Las que le aguardaban tampoco lo serían, si las ganaba. Si las perdía, sí, pero en eso prefería no pensar. En lo que pensaba era en la cena. No por hambre. Por la compañía. Desde hacía días, si no semanas, ensoñaba la ocasión con frecuencia creciente. No había trazado sus planes pensando en disfrutarla, pero los inescrutables designios del destino le ponían en situación de hacerlo. Bueno, en el caso de que todo fuera bien, pues igual resultaba un desastre. No lo sabría en tanto no la viviera, y los informes de Lobau aconsejaban vivirla. En Chimay, a media mañana, un escuadrón de sus chausseurs-à-cheval tomaría el château de la princesa. Con ella vivían sus innumerables hijos, salvo el muerto y la recién casada. El que no lo hacía era su marido; estaba seguro porque Caulaincourt le había enviado ya no recordaba dónde. A ella la sabía en buena forma, gracias a Fouché; semanas antes la describió con policial precisión: «se ha quedado sin cintura, las tetas le cuelgan y pesa varios kilos más que hace diez años, pero en general está estupenda, y para los cuarenta y dos que ya tiene mucho mejor que cualquier señora decente». Suponía que Fouché hablaba por boca de alguna de las doncellas —no había casa de princesa, duquesa, marquesa o condesa donde no tuviera una en nómina— y no a partir de observaciones personales, aunque tampoco le importaría. Su intolerancia, que diez años antes bordeaba la histeria, ya no existía. El que, allá cuando él era un simple cónsul, Madame Tallien se paseara semidesnuda por los salones de la Comédie-Française no le importaba. Thérèse lo hizo por llamar su atención, y lo cierto fue que la llamó. Por entonces era incapaz de reconocer que la echaba en falta y que no se le olvidaban las sesiones d’amour l’après-midi que se regalaron el uno al otro hasta el día de saber que no eran dos en el sofá; en otros tiempos no lo habría reconocido, pero ahora ya sabía que sólo a partir de yacer con ella empezó a conocer la dulzura de la vida. Un sabor que a ratos revivió con Rose y en ocasiones con Marie-Louise, y con unas cuantas más que alguna vez pasaron por sus sábanas, pero eran recuerdos aplastados por la miseria de la vida. Salvo el de Thérèse. Aún podía evocar su aroma. El amor, con ella, empezaba en el olfato. Las otras también olían así, pero sólo una vez metidas en harina. Thérèse, no. Thérèse olía siempre a sexo, a una intensa y salvaje llamada de pasión. ¿Seguiría oliendo así? ¿Los años habrían podido con su perfume de mujer concebida para llevar a los emperadores al delirio? Si no tanto, reflexionaba cambiando de postura, sí a sufrir en el fastuoso carruaje imperial un incómodo ataque de virilidad, del tipo que busca salida por donde no existe y que puede llevar a dar orden de parar, y descender sin ceremonia, y ganar el primer árbol mientras los lanceros miran a otro lado. «El Emperador mea», deben de pensar, «y lo hace como nosotros», suspirarían con adoración, aunque no era cierto. Sólo se la miraba, encantado del milagro y pensando que a la noche igual resonaban para él las trompetas de la victoria. La primera vez en ni recordaba cuánto tiempo.

Adorable Thérèse, Dios la bendijera, se decía sentándose junto a Bassano, que le observaba con sorpresa. Jamás acabaría de conocerle, se decía con malicia infantil. Sólo Thérèse fue capaz de hacerlo, empezando por saber dónde pulsar para que perdiera el control de sí mismo. Nada deseaba más que aquella noche se lo hiciera perder, quizá por última vez, aunque no quería dejarse llevar por tan negros pensamientos. Todo estaba hecho, su estado mayor funcionaba como una fábrica y sólo necesitaba estar seguro de que a Soult no se le olvidaba nada. Cuando así fuese, a Chimay.

Bassano le miraba, incrédulo. Jamás hasta entonces había visto a l’Empereur, los ojos cerrados, la cabeza inclinada sobre un mamparo, susurrar una letrilla que a él aún le asustaba:

Ah! Ça ira, ça ira, ça ira!

Les aristocrates à la lanterne.

Ah! Ça ira, ça ira, ça ira!

Les aristocrates on les pendra…!

Diluviaba desde hacía horas, le habían dicho. Las tropas pasaron la noche chapoteando, sin hacer fuego y sin tomar nada caliente. Ni en sus más negativas evaluaciones pudo pensar que a una semana del solsticio fuese a llover así. Sus planes cubrían todas las contingencias imaginables, aunque no por eso dejaba de valorar que la marcha sería lenta y su artillería menos eficaz. También, y era lo que más le preocupaba, el horrible clima de aquella primavera determinaría que los ríos y los arroyos bajaran muy crecidos. Cruzar el Sambre sería complicado una vez los prusianos volasen los puentes, y el Dijle, usualmente un arroyuelo, requeriría usar pontones. Todo aquello iba contra la velocidad de avance. Necesitaba marchar muy deprisa para evitar que Blücher uniera el I Armeekorps al resto de su ejército, y para tomar posiciones en Genappe antes de que llegara Wellington. Si seguía lloviendo de aquella forma, las tropas deberían iniciar su avance varias horas antes de lo previsto. Sería la única forma de recuperar el tiempo que con dolorosa seguridad iban a perder.

Según explicaba Soult, l’Armée du Nord estaba cerca de acabar su concentración en un rectángulo de cuarenta y cuatro kilómetros de largo por once de ancho, a cubierto tras los bosques de los puestos avanzados del general Zieten, un viejo conocido de Laon. Según los agentes en Valonia, el II Army Corps acampaba en la línea Gante-Ath-Mons, con el puesto de mando en Ath. El I se dispersaba en el triángulo Enghien-Nivelles-Soignies, con el puesto de mando en Braine-le-Comte. La reserva de caballería seguía en Ninove, y la del Army of the Low Countries, bajo el mando directo de Wellington, en Bruselas. Si, como parecía probable, se pusieran en marcha el 16 al amanecer, no podrían impedir que su II Corps d’Armée tomara Genappe, pues habría llegado allí al atardecer del jueves 15.

—¿Se sabe algo de Wellington?

—Continúa su vida regalada, Sire. Pasea como de costumbre, se le aclama como de costumbre, cena como de costumbre y baila igual que de costumbre, hasta la madrugada. No sólo él. Sus oficiales se dedican a lo mismo, con el Prins Willem a la cabeza, de quien dicen que a menudo engancha una fiesta con otra, de modo que no se sabe cuándo duerme, ni dónde, ni con quién, y hasta si lo hace o no lo hace. Todo indica, en suma, que se trata de un ejército feliz.

—¿Y Blücher?

—En Namur. Cada mañana cabalga unas horas, escoltado. El que no se deja ver es Gneisenau.

Gneisenau. El único que no conocía. Blücher, Yorck, Kleist, Bülow…, a todos los había visto alguna vez, con todos había tomado al menos un té y con Yorck incluso había cenado, pero de ninguno sacó la impresión de vérselas con un tipo excepcional. No eran mejores que sus peores mariscales, y con Davout o con Suchet no podrían compararse, pero aquel Gneisenau de nombre difícil era peligroso. Suyo era el mérito de Kolberg, suyo el del río Katzbach, suya la tenaza de Leipzig, suyo el cruce de Kaub y suya la campaña de Francia. Suyo, sobre todo, Laon. Le había derrotado varias veces, aunque quizá no a él, sino a su jefe. Los informes decían que las pocas ocasiones en que lograba emborrachar a Blücher lo bastante para que no hiciera ni dijera nada eran las mejores para Prusia. Habría debido fusilarle cuando sólo era un oscuro major, pero eso, por desgracia, no tenía remedio.

—Continúe.

Las unidades de l’Armée du Nord —treinta y cinco divisiones agrupadas en ochenta y cuatro brigadas, subdivididas en doscientos regimientos y éstos en cerca de quinientos batallones, escuadrones o baterías— alcanzaban poco a poco las posiciones donde permanecerían hasta la hora de atacar. La Garde Impériale ya ocupaba su puesto al sur de Beaumont. El I Corps d’Armée se instalaba en Solresur-Sambre, veinte kilómetros al suroeste de Charleroi. El II hacía lo propio en Leers-et-Fosteau, a la derecha del I. El III aún tardaría dos horas en llegar a Thuilles, por delante de Beaumont y a quince de Charleroi. El VI acamparía en el sur de Beaumont, para en su momento marchar como una prolongación del III. El IV, por último, debería estar en Somzée, al norte de Philippeville, a primera hora de la tarde. Los corps de chevalerie estaban de camino. Hasta el amanecer no se desplegarían en posiciones de ataque, a fin de que los relinchos no delatasen su presencia. Las órdenes incluían la prohibición de hacer hogueras. Los hombres, esa noche, cenarían otra vez frío, pero de ningún modo se dejarían divisar por los húsares prusianos.

Nada que objetar. Soult hacía bien ese trabajo, el de un intendente general. El de un chef d’état major, no. Para eso necesitaría ser Berthier. En cualquier caso mostraba un rigor irreprochable. Sus hombres despacharían, ese día y los siguientes, miles y miles de órdenes, ya que las del état-major llegaban al nivel de batallón, canalizadas a través de los estados mayores de cada corps y de las planas mayores de cada división. En los tiempos de Berthier él jamás supervisó si eran o no correctas, si a cada unidad le llegaban o no y si se transmitían con suficientes mensajeros. Daba por seguro que Soult no sería tan animal como para despreocuparse de los detalles. Había mandado ejércitos tan grandes como aquél, sin perder uno solo. No había razón para no fiarse, y además no quería desconfiar. El cielo se despejaba y la tarde se anunciaba encantadora, como sólo puede serlo una de primavera tras un temporal. No quería estar allí, pero sentía culpabilidad por querer irse. Por querer huir.

—Soult, nuevas órdenes: el I, el III y el IV se pondrán en camino a la una, en vez de a las cuatro. Con ellos, el 1.ª y el 3.ª de Chevalerie. El II y el VI lo harán a las tres, junto con el 2.º y el 4.º. La Guardia y la reserva de artillería lo harán a la hora convenida. Si surge alguna novedad hágamelo saber, de día o de noche. Sobre todo si hay variaciones en el despliegue de Blücher o de Wellington. Voy a estar en el château de Chimay. Mañana les veré a usted y al estado mayor, a las cinco en punto.

A Soult le sorprendía que l’Empereur no permaneciese allí, revisando planes, noticias y novedades, aunque agradecía que se largase y le dejara trabajar. Tenía por delante muchas horas de actividad, de labores a cual más tediosa y menos necesitada de genio militar; lo que restaba era trabajo de intendencia, y cuanto menos se asomara le petite homme por encima de su hombro mejor sería para todos. Cuanto más lejos estuviera menos órdenes de última hora le daría, esas que Berthier tanto criticaba, pues eran más fruto del nerviosismo que de criterios meditados; más de una vez, le constaba, demoró su ejecución una hora o dos, el tiempo en el que le petit tondu solía ordenar contramarcha. Quizás en esa ocasión sucediera lo mismo y al poco llegara uno de sus lanceros con orden de volver al antiguo plan de horarios. Mejor sería, pues, tomárselo con calma. Ya daría la orden a las seis de la tarde, si para entonces no hubiera llegado el lancero. Ninguno de los comandantes de corps necesitaba conocer sus nuevos horarios más pronto de las diez, pues incluso los que más adelanto sufrirían aún tendrían tres horas para dar las suyas. Así pues, con que lo supieran a las ocho bastaría.

La princesa estaba inquieta. Sabía por Lobau que l’Empereur pensaba pasar allí la noche del 14 al 15. Le dijo también que no debería preocuparse de cenas y bodegas. El mayordomo de l’Empereur traería todo lo que necesitaba Su Majestad para sentirse cómodo. No podía pronosticar si querría o no estar solo, aunque dado que le había pedido que cuidase de su persona, de su familia y de sus bienes como si de su propia madre se tratase, intuía que sus planes no eran irse a la cama, levantarse al alba y salir corriendo. Las preocupaciones, para la princesa, llegaron diez días antes, cuando vio aparecer un caballeresco general Mouton, Comte de Lobau, al frente de su estado mayor y de los jefes de división del VI Corps d’Armée, detalles militares que le resultaron incomprensibles durante unos días, a lo largo de los cuales sólo supo que su habitación reservada para el invitado principal, la que tanto valoraron Álava y Wellington, así como tres de los otras, quedaban ocupadas por los muy correctos generales Mouton, Teste, Simmer y Jeanin, que sus respectivos aides-de-camp se amontonaban en el salón de música, tras haber desplegado allí sus camastros de campaña, y que nadie le pidió que moviese a sus hijos o a sus preceptores de sus cuartos, ni a ella misma del suyo. Los indeseables visitantes no tardaron en demostrar lo ventajoso de hospedarles. Los periódicos saqueos de su gallinero y su corral cesaron en el acto, su despensa pasó de un estado de acusada languidez a rebosar alimentos frescos, buen foie-gras, suculentos embutidos y magníficos ahumados, y su bodega se vio reforzada con una sorprendente cantidad de botellas ilustres. Lo único que no mejoró fue su cuadra. Los requisadores habían venido un par de veces, la primera para llevarse todo lo que tenía, salvo un par de pencos apenas capaces de tirar de su calesa, seis yeguas de cría —cuatro preñadas— y unos cuantos potros y potrancas. La segunda, con el talante del que pretende afeitar un huevo, se llevaron los pencos. El compungido Mouton le dijo que aquello no lo podía resolver; la disponibilidad de monturas era crítica, tanto que había escuadrones enteros que marchaban a pie. Lo único que se podía permitir era mirar hacia otro lado para no ver sus dos preciosas yeguas intactas. Él y sus generales no sólo se comportaron como unos caballeros muy corteses, sino como unos agradables compañeros de velada. Mouton, que le sacaba tres años, conservaba unos recuerdos muy vívidos del Terror; a sus generales, más jóvenes, también les gustaba evocar aquellos tiempos, pues si bien fueron horribles coincidieron con el fin de sus infancias; para todos fue un regalo compartir sus vivencias con la princesa, y más tras abrir ésta el insondable baúl de su memoria, donde guardaba las novelescas aventuras que le tocó vivir desde la primera vez que oyó sonar la Carmagnole. Añadiendo a eso que su pobre hijo había servido a las órdenes de Simmer, la corriente de mutua simpatía entre los cuatro y ella misma se afianzó del modo más cálido. No tardaron en preguntarle qué hacían allí, ella y sus hijos, cuando era notorio que la guerra comenzaría en la frontera del VKN. Las razones eran más complejas de lo que quiso explicar —el miedo que le daba el Emperador era la principal—, aunque los cuatro entendieron que dos hijos con sarampión y otros dos con escarlatina eran razones suficientes. En cuanto al futuro inmediato, afirmaban, podía estar tranquila. El frente se situaría muy al norte, de modo que no le llegaría ni el fragor de los cañonazos. El único riesgo sería el de los merodeadores. Eran peligrosos, porque su cobardía les hacía ser despiadados, de modo que, siguiendo instrucciones de l’Empereur, dejarían un retén al mando de un sargento, suficiente para disuadir a cualquier malnacido. Eso la dejó más tranquila, de modo que se ocupó de alojar al bienvenido pelotón en los cobertizos desperdigados por el jardín. Dado que a ella le haría feliz verles allí, lo menos que podía intentar era que sus aquellos otros invitados se sintieran igual de satisfechos; no le sería difícil, comentaba el sarcástico Teste: por mucho empeño que pusiera, ningún soldado francés la cambiaría por Blücher.

Blücher. No preguntó si había riesgo de que pasara por allí, pues sería decir que no confiaba en la victoria, pero aquellos generales no sólo eran agradables, sino comprensivos. Según ellos, las posibilidades de triunfar no pasaban de dos tercios. Si todo saliera mal, Wellington y Blücher marcharían sobre París. Chimay no estaba en las rutas lógicas, las señaladas por las fortalezas de Givet, Maubeuge y Avesnes. El enemigo marcharía contra ellas dejando de lado la inútil Chimay, aunque siempre habría riesgo de que alguna columna se desviara buscando víveres, así que mejor haría dejando a la vista una parte de su despensa y enterrando el resto, junto a las joyas y objetos de valor que no quisiese arriesgar. Por lo demás, los ingleses eran preferibles a los prusianos, no por ser mejores sino porque Wellington era implacable con los saqueadores; la horda de Blücher, en cambio, ya demostró en París que podía ser muy peligrosa, pero también era cierto que cuando estaba en campaña pasaba por disciplinada. Su recomendación final fue que permaneciera tranquila, pues muy mal tendrían que ir las cosas para que se viera hospedando un pelotón de prusianos hambrientos.

El mayordomo de l’Empereur llegó con el general Bertrand. Un hombre cortés y con experiencia en conseguir excelentes alojamientos sin que sus dueños se sintieran menospreciados. Lo usual era requisar las habitaciones de los propietarios, si bien Bertrand aceptó que la cámara reservada para el invitado principal, la que ocupó Lobau, le gustaría más, por la espectacular bañera pompeyana que presidía el boudoir, tan grande como la de l’Élysée y que Su Majestad ya debía echar de menos. En cuanto a él mismo, el cuarto que fue del general Teste le valdría perfectamente. Aquella noche, allí, en el château de Chimay, sólo dormirían el Emperador y el propio Bertrand. La escolta y el resto del séquito lo harían en los carruajes, o acamparían en el jardín. Era la práctica usual, se apresuró a explicar. L’Empereur, contra lo que pudiera pensarse, prefería no causar trastornos innecesarios.

A las seis llegó un pelotón a caballo. La vanguardia imperial, explicó Bertrand. La comitiva llegaría en una hora. Ella podría observar la escena desde las ventanas de la planta superior, donde debería replegarse por razones de protocolo. Bertrand siempre se ocupaba de recibir al Emperador, de mostrarle la casa y de conducirle a sus aposentos. Una vez acomodado, y tras haber descansado un tiempo que variaba de una ocasión a otra, Su Majestad acostumbraba saludar a sus anfitriones, aunque rara vez más de unos minutos; a continuación se retiraba, unas veces solo y otras con sus ayudantes. En algún momento manifestaría, siempre a través suyo, si cenaría o no, si lo haría en el comedor o en sus habitaciones, y si deseaba o no compañía, de modo que no podía garantizar a la princesa que su presencia llegase a ser requerida. Sólo podía decirle que se abstuviera de cenar mientras él no se lo dijese, y también que, si Su Majestad se dignase solicitar su presencia, sería únicamente la suya, no la de sus hijos. Al Emperador, él no sabía si tal cosa era conocida o no, los niños le desagradaban, por bien que les hubieran educado. Su aversión era tan acusada que le hacía sostener la existencia de un error en el Nuevo Testamento; según él, lo que dijo Nuestro Señor cuando le trajeron a su presencia unos cuantos niños adorables no fue la que predicaba el clero, el afectuoso «haced que las benditas criaturas vengan a mí», sino un expeditivo «¡haced que las malditas bestias se larguen de aquí!». Tras eso el buen general se sorprendió ante la enternecida sonrisa de la princesa; seguramente no sabía que Napoleón, veinte años antes, ya era exactamente así.

La comitiva llegó a las siete, flanqueada por un escuadrón de lanceros. La berlina del Emperador era impresionante. Muy alta, pintada de azul brillante y con las armas imperiales grabadas en oro sobre sus puertas, con dos cocheros dirigiendo un tiro de seis caballos y un individuo de aspecto moruno sentado en un cofre. Bertrand le había explicado que Napoleón lo tenía desde abril de 1812, que lo encargó para la campaña de Rusia y que lo construyó el más afamado carrocero del continente, un tal Göting, de Bruselas. Un espectáculo vistoso, se decía la princesa sin contener una sonrisa de comprensión. Le petit gringalet regresaba, con veinte años de retraso. Ahí estaba, descendiendo de su carruaje, a cuya sombra parecía incluso más bajito de lo que recordaba. Y más grueso. El general Bonaparte de sus apasionadas siestas era un hombre bien proporcionado, esbelto, de facciones afiladas y con el vientre plano característico de los que comen poco y cabalgan mucho. El emperador Napoleón que caminaba con lentitud era un gordo, sin más. Incluso muy gordo. El uniforme no estilizaba su silueta. Levita verde abierta desde algo más abajo del esternón, sobre pantalón y chaleco blancos, hacía pensar que tras haber robado un globo lo escondía en la panza. Podría resultar cómico, pero la mirada imperial aventaba cualquier impulso de sonreír al estafermo. Fría, sombría y cejijunta, era la de Napoleone di Buonaparte con todas sus manías.

Ya se había bañado, maquillado y peinado, medidas programadas tras saber por Lobau que aquella noche dormiría en un palacio imperial, pero aún faltaba el retoque final de joyas y perfume, así como cambiarse de ropa. No sólo se trataba de vestir algo sugerente, sino de facilitar las cosas; recordaba la torpeza de Napoleón a la hora de asaltar Barricades Mystérieuses, de modo que las redujo a un corsé transparente. Desnuda frente al espejo se preguntaba si aún la encontraría irresistible. La tripa no tenía remedio, aunque durante sus meses de ardor incandescente tampoco anduvo muy liviana de ahí; los pechos, en cambio, le decepcionarían. Debería realzarlos con un talle muy alto, una medida muy popular entre las damas que, como ella, estaban singularmente bien dotadas para criar a mucha gente. Su rostro, gracias a Dios, lucía más o menos como siempre. Alguna pata de gallo, sí, pero confiaba en una luz ambiental no desmesurada, eterna cómplice de las damas galantes que compensaban con su experiencia los estragos de sus muchos lustros en activo.

Se preguntaba si el etéreo vestido de muselina blanca resultaría indicado. A poco que hubiera luz tras ella sería como estar desnuda, y aunque no se trataba de otra cosa tampoco deseaba que la servidumbre chismorrease. Un largo chal sobre sus hombros bastaría para camuflarse mientras no llegara el momento de quedarse a solas con Él; después de todo, evocaba con una sonrisa, ella fue quien los puso de moda en la divina París de las merveilleuses. Eligió uno de seda roja, muy tupido, al que sobre la marcha cosió una violeta de terciopelo, la flor de Napoleón. Bien, pues con todo eso encima, y sólo el corsé debajo, nadie le podría discutir el ser, esa noche, la otra flor del Emperador.

Se recolocaba el chal cuando sonó un leve toc-toc. Era Bertrand: Su Majestad deseaba saludarla. Mientras caminaba tras él se preguntaba si sería normal llevar el corazón tan desbocado. Sólo sería encontrarse con un viejo amante tras quince años sin verse. Sucedió en la Comédie-Française, cuando lo suyo con Ouvrard agonizaba; iba de Diana Cazadora, lo que no se llevaba en la severa corte consular, pero aún era la moda de un París que seguía en la ligereza, la extravagancia y el buen humor del Directorio. Diana y sus amazonas cazaban con arco, por culpa de lo cual éstas se cortaban un pecho, pero la diosa tenía bula y las que se vestían de diosa también, gracias a lo cual no se cortaban nada. Por lo demás, su vestido de seda imitando la piel de un leopardo, de un solo tirante, no era más descocado que cualquier otro de los muchos que se veían en los proscenios. El que fuera ella quien concentrara el mayor número de miradas debió ser por su fama y su popularidad, no porque la suya fuera la única teta visible. Pensaba, en su infantil ingenuidad, que con aquel despliegue —tiempo después supo que fue presenciado desde otro palco por el bendito Riquet, desde aquella noche loquito del todo por ella— se haría con las miradas consulares, lo que así fue aunque para mal, pues las únicas palabras que le dirigió, a gritos, fueron para indicarle que vestir de buscona ya no estaba de moda. Le disgustó tanto que se juró no volver a pensar en él, única cosa que no se le había prohibido en relación al Primer Cónsul. Así, años después fue de las que más se distinguieron en festejar a los «libertadores». A eso se debió que buscara refugio en Chimay. La prisión imprime carácter, y de ninguna manera pensaba revivir lo que durante unas horribles semanas disfrutó, a su pesar, en la de Carmes. Su marido sostenía que Napoleón tenía más cosas de las que preocuparse; debía de ser verdad, pues no se habría tomado tantas molestias para fusilarla. Un Napoleón que, dentro de una túnica, no resultaba imperial. Pese a la escasa luz de un par de candelabros, añadida a la que desprendía un hogar crepitante, se asemejaba más a un cuarentón gordo, flácido y ojeroso. Aun así no vaciló en arrodillarse frente a él, en gesto de sumisión. Si de algo sabía Notre Dame de Thermidor era de acariciar egos viriles.

—Thérèse, déjate de bobadas. Nos conocemos demasiado para que me vengas con éstas.

El tono era más que amable, casi tierno, y las dos manos tendidas, para que las tomase y se ayudara con ellas a incorporarse, muy afectuosas.

—Espero, Sire, que haya encontrado la casa de su gusto.

—Para ti sigo siendo Napoleón. Y sí, todo está bien. Sobre todo, tu bañera. ¿De dónde la sacaste?

—La trajeron de Nápoles hace cien años, o quizá doscientos; no sé mucho más.

Para ser sus primeras palabras en quince años resultaban un tanto idiotas, se decían los dos sin saber que se decían lo mismo. A eso se debió que l’Empereur optara por desenmascararse.

—El mes pasado, un día en que me sentía muy mal, fui a la Malmaison. Pensaba en Rose. Lo hacía en su estudio, entre sus flores…, en todas partes. Luego, en su dormitorio, la invoqué. La llamaba por su nombre, no por ese horrible que le impuse, imbécil de mí. Ahí advertí que mi angustia, mi zozobra, no eran por ella, pobrecilla mía, que nunca valió gran cosa. Por mucho que mi memoria se afanara en materializarla frente a mis ojos, no era ella la que se me aparecía. Nada me duele más que admitirlo, pero la que lleva veinte años royéndome las entrañas eres tú, Thérèse. Siempre tú.

«Coño», se dijo la princesa, boquiabierta. Eso sí que no se lo esperaba.

—Me dejas de piedra. Si yo pensaba que no me podías ni ver…

—Era en lo que me había empeñado, pero nunca te pude borrar de mi cabeza.

La princesa miró en derredor. No sólo poseía gran experiencia en el trato con hombres poderosos, sino un afilado instinto para determinar cuándo llegaba el momento de dejar a un lado las palabras. Ahora bien, determinadas acciones requieren intimidad, pues no es lo mismo estar a solas con un desvalido emperador que ante un mariscal de palacio y una guardia de chasseurs-à-cheval; por fortuna, ninguno de tales indeseables rondaba por allí. Era su turno, y aún sintiendo una íntima inseguridad se llevó las manos a los hombros y, con lentitud, apartó las hombreras de su vestido, el cual empezó a descender acompañado del chal, que a su vez hacía lo mismo. Un segundo después l’Empereur evocaba sus pensamientos matutinos. Frente a él, una frondosa Princesse de Chimay que salvo un primoroso corsé parecía completamente descalza. Era, pues, momento de abandonarse a su destino. Blücher y Wellington bien podrían esperar. Siquiera, esa noche.

Nada sienta mejor tras un apasionado acto amoroso, administrado con sabia morosidad por la parte dominante, que un pollo cocinado aux fines herbes por el cocinero imperial, que antes de trabajar para Su Majestad lo hizo para el príncipe de Condé, y por un chef muy conocido en el restringido círculo de su profesión. Así, l’Empereur y la princesa, desnudos sobre las sábanas, daban cuenta no sólo del ave, sino de una botella de Chambertin Clos-de-Bèze, el Côte-de-Nuits preferido de Su Majestad.

—Sigues siendo un bicho —la princesa, sonriendo con la boca llena, se abstuvo de contestar; mejor era deslizar una caricia con la mano disponible, sabiamente apuntada donde reposaba la primera pieza de la Imperial Artillería, en estado de reposo y, si le petit tondu seguía siendo el de veinte años antes, incapaz de volver a disparar en varias jornadas—. ¿Qué tal te trata Riquet?

—Muy bien. Es un hombre muy bueno. Me gusta estar con él, y vivir con él, y cantar con él, y tocar música con él…, ya ves, mi vida no puede ser más burguesa.

L’Empereur reflexionaba. En las últimas dos horas se había sentido estupendamente, como un sencillo caballero de provincias que disfrutara la intimidad de una tarde de primavera con su esposa complaciente, divertida, procaz, cochinona, expertísima y un punto metida en carnes. Sólo le amargaba pensar que aquello, de haber visto claro en el momento adecuado, habría podido ser su vida.

—Eres una buena mujer, Thérèse. Me alegra que seas feliz. Lo mereces.

—Muchas gracias. Me gustaría mucho que tú también lo fueras.

—¿Tanto se nota que no lo soy?

—No lo llevas colgado de la cara, pero mañana vas a empezar una guerra. No sé si se puede ser feliz empezando guerras, pero es que sólo soy una pobre campesina, sin la menor idea de nada.

—Esta vez no tengo más remedio. No me dan opción. La guerra siempre me ha gustado. Es mágica, tiene algo que a un militar, y por encima de todo soy militar, le fascina, le llena de un modo tal que sólo es feliz preparándola, luchándola y alguna vez evocándola. Lo sé muy bien, pues he pasado veintidós años, la mitad de mi vida, guerreando sin parar. Ya he disfrutado todo lo que tenía que disfrutar. La de mañana no la quiero. Voy a ella como una virgen al martirio. Sin la mejor gana, pero es mi destino, porque no me dejan otro. Si hoy, ahora, en este instante, se abriera la puerta y entrase un correo de la Coalición proponiéndome la paz a cambio de no invadir Valonia, y de comprometer del modo más solemne que jamás mientras viva recurriré a la fuerza, lo aceptaría sin dudar.

—¿Y lo harías tal y como estás? Recuerde, Sire, que Su Majestad Imperial está en cueros —el Emperador rió la broma, pero con tristeza; mala señal, se dijo la princesa; la magia se acababa, el petit gringalet se desvanecía y el petite homme regresaba—. ¿Partirás temprano, mañana?

Tardó en contestar. Quizá pensara, se decía la princesa, que nada deseaba más que no partir, no marchar. Sólo quedarse con ella, entre aquellas sábanas donde le había dejado su mejor perfume.

—A las tres y media. Justo al amanecer.

—Yo te despertaré.

Se la quedó mirando, con ternura y también con tristeza. Un gesto que la princesa no reconocía.

—No, Thérèse. No permitiré que te levantes a las tres. Además, no lo harías, que te conozco. Tendrías la culpa de que llegase tarde a mi última guerra. La historia no nos lo perdonaría.

—¿Tan seguro estás de que será la última?

—Si pierdo, sin duda. Si gano… también. No más guerras para mí, Thérèse. Sólo quiero reinar en paz, procurar que Francia sea feliz, y no mucho más. Ver pasar los días y alguna vez venir a verte, cuando Riquet ande por ahí, de misión —le guiñó un ojo; una muestra innecesaria de poder, se dijo la princesa, por entonces ya segura de a qué se debía el intempestivo encargo de Caulaincourt.

—¿De verdad no quieres que me quede a dormir contigo?

—No. Mañana estaría destrozado. Francia no sé, pero mi gente me necesita en buena forma.

Se sonrieron. Sólo quedaba recoger del suelo el vestido y el chal, regalando a Su Majestad una imagen indeleble. L’Empereur, sin pensárselo, se deslizó sobre las sábanas hasta estrecharla con sus cortos brazos, hundiendo la cabeza en su regazo con las manos sólidamente aferradas a su orondo trasero. Un gesto que a la princesa le hizo sentir una gran ternura. Notre Dame de Thermidor era una mujer de gran corazón, hasta el punto de revolverle sus pocos pelos, como si fuera un niño.

—Mucha suerte, Sire.

Se había separado lo justo para mirarle, sonreírle y dedicarle una gran reverencia, de afecto y respeto. Cosa rara en ella, no fue premeditada. Simplemente, le salió así.

En el corredor, cuatro chasseurs-à-cheval se cuadraban a su paso. Era lo menos que podían hacer, pensaba la princesa, preguntándose al tiempo cuándo se moriría su marido, pues mientras viviese no podría contar a nadie qué había pasado aquella noche.

Álava en Waterloo
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