Bruselas, sábado 3 de junio
Álava y Miniussir salían de visitar al sastre de Wellington. Se habían tomado las medidas de un conjunto de uniformes que les regalaba éste, de General[152] y de Major. Serían similares a los de cualquier oficial inglés de las mismas graduaciones, salvo en los bicornios y los entorchados, que se parecerían a los empleados en los Reales Ejércitos, aunque las diferencias sólo serían perceptibles para un ojo muy entrenado. La razón del obsequio era que Wellington deseaba contar con ambos, con el general como miembro efectivo de su estado mayor y con el major a título de oficial a las órdenes de los dos.
—¿Nuestras obligaciones llegan a tanto, mi general?
—Las mías, sí. En cuanto a las suyas…, pues lo cierto es que no está usted obligado a participar en esta guerra, pero Ciudad Rodrigo desea contar con su concurso. Anda sobrado de oficiales, de los cuales usted conoce a unos cuantos, aunque no dispone de uno solo que hable tantas lenguas como usted, y habrá ocasiones donde le vendrá bien servirse de uno capaz de transmitir mensajes verbales al Fürst Blücher o al Graf Gneisenau. Es usted libre de aceptar o no, pero los riesgos implícitos de toda campaña quizá se compensen con la consideración de un hombre como él. Una carta suya de agradecimiento al rey Nuestro Señor por su excelente comportamiento en lo que se avecina podría valer para pasar de Consejero de Cuarta Categoría a Ministro Plenipotenciario de Segunda, ¿sabe usted? Es libre, insisto, de decidir lo que más le convenga, pero créame si le digo que oportunidades de tomar un atajo tan extraordinario como éste rara vez se presentan a ser humano alguno.
El joven consejero no necesitó muchos segundos para pensárselo.
—Permaneceré a sus órdenes, mi general.
—Así me gusta. Vamos ahora por los caballos.
La cuadra de la embajada era escasa. Cuatro bestias de tiro y tres de monta, de las que sólo un hunter inglés, regalo de Uxbridge —su esposa estaba encantada con las doncellas flamencas que le había enviado el amable general Álava—, era de calidad suficiente para encarar la inminente campaña. El general necesitaría cuando menos un caballo más, así como una montura decente para Miniussir, para lo cual recurrió al capitán Mitchell, un oficial destacado en la oficina del Quartermaster-General en Amberes. Se dedicaba, entre otras cosas, a conseguir caballos, bienes de naturaleza muy escasa y cuyos precios no cesaban de subir. Por sí mismo no podía conseguirle uno, pero alguno de sus proveedores bruselenses quizá pudiera. Uno, efectivamente, podría, pero a un precio desmesurado, incluso para un embajador, aunque lo justificaría como necesidad inherente a sus obligaciones de comisionado. Acabó fijando con el tratante unas condiciones de alquiler un tanto especiales: si las dos bestias no volvían de la guerra, se las pagaría en su totalidad, pero si las retornaba intactas sólo abonaría el alquiler (mil doscientos francos cada uno), que por sí mismo superaba el precio natural del animal. Cerraron el trato añadiendo una buena provisión de vino, pues la bodega del general andaba un tanto alicaída tras un mes de cenas cotidianas, así como unos cuantos pares de botas, para él, Miniussir y Zurraspas. Lo bueno de haber participado en tantas guerras, se decía el general con cierta conmiseración, era saber que si alguna prenda debe ser de primera calidad es la de calzar.
Sir Thomas Creevey era un whig de cuarenta y siete mal llevados. Carecía de fortuna, lo que no impidió que se graduara en Cambridge, poseyera una buena reputación como abogado, fuera MP por Thetford y formase parte del último gobierno whig que sufrió su país. Aunque nunca destacó por sus dotes políticas, sí lo hizo por poseer un singular talento para las relaciones públicas, sustentado en una portentosa capacidad para el cotilleo, el rumor, la confidencia interesada y la intermediación entre personajes que sin sus habilidades de go-between no se habrían entendido. A eso se unía una vida privada peculiar; casado con una viuda de salud lamentable aunque de riñón bien cubierto, no se llevaba mal con los seis hijos que la buena mujer aportó al matrimonio, los cuales, si bien nunca vieron en él un padre que para nada necesitaban, aceptaban que no sanguijueleaba en exceso a su decaída madre, de modo que sus esperanzas de hacerse con una gran herencia se conservaban intactas.
Sir Thomas y su esposa se mudaron a Bruselas a raíz de las vacaciones parlamentarias de 1814. Pensaban que su clima sería beneficioso para Lady Creevey, aunque Sir Thomas, de paso, buscaba mejorar su economía personal, aprovechando el fuerte aumento de presencia británica. Las necesidades de gestión civil que disfrutaba la colonia eran considerables, Sir Thomas parecía conocer a todo el mundo y resultaba natural que Graham primero, y Wellington después, recurrieran a sus oficios cuando tocaba negociar algún entuerto con las autoridades locales. De ahí venía que Sir Thomas y el duque se tratasen con frecuencia, sobre todo cuando éste supo que su red de contactos llegaba tan lejos como a París. Con frecuencia le llegaba información no esencial en sí misma, pero que confirmaba o desmentía la de His Grace, y a eso se debía que fuera rara la semana en que no disfrutasen de su mutua compañía. Por lo demás, a Wellington la de Sir Thomas no le gustaba. Le consideraba un charlatán y un cotilla, pero apreciaba sus contactos, su valor como mensajero de la prensa británica, que tenía en él su mejor corresponsal en Bruselas, y su capacidad de influir en el incontrolable rebaño de cabestros que pacía en la House of Commons. Le convenía, en suma, llevarse bien con él, y aunque jamás debería responder ante los Commons, por ser miembro de la House of Lords, bien sabía que una moción en su contra impulsada por aquel patán podría bastar para privarle de lo que consiguiera en el campo de batalla. De ahí que lo sobornara encargándole gestiones nada imprescindibles —su sola palabra bastaba para poner en primer tiempo de saludo al gobierno del rey Willem, y a éste también— y que soportara sus tediosas sobremesas. Todo fuera por el bien de Inglaterra.
La cena de aquella noche, a la que también asistirían Stuart y Álava, resultó menos aburrida de lo usual. Entre los diversos cotilleos de Sir Thomas despertaba interés uno enviado desde París por otro whig igual de chismoso, una peste conocida por Sir John Hobhouse; su entretenimiento favorito era transmitir a Sir Thomas sus impresiones sobre la vida en París bajo Napoleón I. La historia de Hobhouse, escrita en una tinta invisible que cualquier esbirro de Fouché visibilizaría en un minuto, trataba del Champ de Mai. Según Hobhouse, la Guardia formaba en el Campo de Marte, frente a la imponente Academia Militar, en el centro de cuya fachada se había montado una plataforma engalanada de un modo exquisitamente representativo del mal gusto imperial y desde la cual Su Majestad presidiría la ceremonia cuando al fin llegara. Él, como varios miles de parisinos más, entretenía la espera con el Moniteur, que traía los resultados del plebiscito celebrado el 14 de mayo, 1.288.257 votos a favor y 4.802 en contra, y también hacía saber que la nueva constitución entraría en vigor en cuanto Boney torturase a los electos con la insoportable ceremonia de apertura de las cámaras.
Los miembros del gobierno, la corte y el clero empezaron a ocupar sus lugares una vez se anunciase a cañonazos la salida de l’Empereur de Les Tuileries. Las baterías del Pont d’Iéna, del Hospital des Invalides, de Montmartre y del propio Champ de Mars, respondían a medida que avanzaba la comitiva, para gran alegría y mayor entusiasmo de las masas congregadas. El Champ de Mai, pese a su bucólico nombre, era una parada militar diseñada para enardecer al pueblo en vísperas de una guerra patria, concepto acuñado por la revolución para justificar el servicio militar obligatorio; los países civilizados, que se caracterizaban por no disfrutar un servicio militar obligatorio, jamás organizaban esas bufonadas. Napoleón viajaba solo en su carruaje más aparatoso, se murmuraba que de pésimo humor a causa de una discusión la noche antes con su hermano Lucien, que por lo visto insistía en que aprovechase la ocasión para ceder a su hijo la corona y evitar así a Francia una guerra desastrosa. Le flanqueaban, a caballo, cuatro Maréchaux, entre los que descollaba Ney, del que no se sabía nada desde hacía dos meses. El populacho le vitoreaba, si bien sobrevino un pasmado silencio cuando bajó de la carroza. Todo el mundo esperaba verle con su mítico uniforme de coronel de los chasseurs-à-chéval, pero el fantoche que se les aparecía, gordo, sudoroso y vestido de satén blanco —hasta los zapatos lo eran—, con un manto rojo bordado en oro y forrado de armiño cubriéndole los hombros, bajo un bicornio emplumado que lucía un diamante indecoroso, inspiraba cualquier cosa menos adoración.
Tras eso comenzó una misa solemne, oficiada por monseñor Barral, arzobispo de Tours; el programa se desarrollaba con precisión militar, hasta culminar en la firma del ejemplar oficial de la Benjamine y en el discurso de l’Empereur, el cual, como todos los suyos, fue largo, denso e insufrible, cuando menos al nada entregado juicio de Hobhouse, quien se despedía explicando que nada más acabar la ceremonia corrió a su alojamiento para reflejarla en un papel, del cual aquella era la copia que como de costumbre hacía llegar a su buen amigo y MP.
La imagen de Boney vestido de adefesio les había hecho reír. Ninguno de los cuatro le había visto jamás, ni siquiera de lejos, si bien estaban acostumbrados a las sangrantes caricaturas con que a diario le crucificaba la prensa británica. Una en la que Wellington no dejaba de pensar. Deseaba enviar un mensaje sutil a Metternich y Alexander, y Creevey podría ser el correveidile ideal. Así, tras pensarse las palabras, aprovechó el primer e inevitable «¿cómo ve Your Grace la situación?» para explicar de modo contundente que Blücher y él podrían resolver el asunto por sí solos, sin que debieran esperar la llegada de los muy retrasados Schwarzenberg y Barclay de Tolly. No le cabía duda de que su solemne aseveración aparecería en primera página del Times y de The Gazette of London, y que no tardaría más de una semana en llegar a las manos de Metternich y del Zar. Quizá con eso bastase para que dieran a sus respectivos y perezosos mariscales la orden de acelerar. Era cierto que si Blücher se dejara manipular no necesitaría más para imponerse a Bonaparte, aunque también lo era que si los otros abrían un segundo frente habría menos bajas británicas. En cuanto a las prusianas, prefería no pensar que, cuantas más fueran, mejor para Inglaterra.