Francia, domingo 25 de junio

Napoleón abandonaba l’Élysée. Sólo Carnot vino a despedirle. Tras abrazarse con él emprendió, con una mínima escolta, el triste camino a la Malmaison. Su melancolía y su postración eran absolutas. Se veía dejado de lado y abandonado a su suerte, como un perro enfermo y viejo al que se lanza fuera de la casa de una patada en el culo. En la Malmaison, sin embargo, vio que aún quedaban agradecidos. Bueno, una sola: Hortense, la hija de Rose. Junto a ella, con talante respetuoso, un general que no reconoció a la primera. Se llamaba Nicolas-Léonard Beker y estaba en desgracia desde cinco años antes. Fouché le había puesto al mando del destacamento de la Guardia Nacional que cuidaría de la Malmaison, y también de vigilarle, aunque no lo dijera. Fouché debía de suponerle tan resentido con él que sería incapaz de ponerse a sus órdenes; el presidente del Directorio, como era propio de todo gran conspirador, pensaba de los demás que también se pasaban la vida conspirando.

El rey leía una proclama redactada por Dambray, un exaltado del séquito de su hermano, que anunciaba un gran castigo a los traidores que auparon al Usurpador. No le dio importancia —eran pocas las cosas a las que daba importancia—, de modo que firmó con la usual displicencia y aceptó la sugerencia de salir para Cambrai, siguiendo los pasos del Army of the Low Countries. No le disgustaba que marchase con dos días de retraso en relación al Niederrheinarmee, ni que se desviase un tanto al noroeste. Si se le había de asociar con un ejército extranjero, que no fuera el de Blücher.

Grouchy, tras atravesar Signy l’Abbayé, seguía por Rethel y Reims, dejando Laon al oeste y con ello la posibilidad de reunirse con l’Armée du Nord, o eso pensaba el vigilante Falkenhausen. Era momento de mandar otro mensaje a Gneisenau, confirmando no sólo eso, sino que, según decían los últimos desertores, los efectivos de l’Armée de la Moselle se reducían cada noche a razón de doscientas o trescientas cabezas, y que pese a ser un ejército victorioso la moral de los que aún resistían era lamentable. A eso se debía que los oficiales mirasen para otro lado cada vez que cruzaban un pueblo; era también por eso que los lugareños por donde había pasado l’Armée de la Moselle les recibieran con menos hostilidad de la prevista. Quizá sonase raro, pero encontraban preferible la sobria caballería prusiana que la insaciable infantería francesa. En lo que todos se mostraban unánimes era en desear que la guerra terminase de una maldita vez. Si la del año anterior les había dejado esquilmados, aquella, que llevaba camino de hacerles perder las cosechas, les pondría en la más completa ruina.

La comisión La Fayette, ya en Laon, había enviado un oficial a las líneas prusianas; llevaba una carta para Blücher, redactada por Constant, donde manifestaba el deseo de negociar del Directorio, pedía que se hiciese llegar a Wellington la copia que se adjuntaba y rogaba enviase un plenipotenciario para iniciar conversaciones. Tras aquello sólo les quedaba tomárselo con calma.

Wellington mantenía su cuartel general en Le Cateau-Cambrésis, pese a que sus vanguardias estaban en Gricourt, muy cerca de Saint Quentin. Al día siguiente sentaría sus reales en Vermand, donde recordaba un exquisito château en cuyos alrededores había cazado algunos ciervos el otoño anterior. Allí estaría un par de días; optimizar sus desplazamientos le permitía dedicar más tiempo a su correo y mantenerse al día de lo que sucedía, en París, en Londres y en la comitiva de Louis. A lo último se debió que fuera de los primeros en leer, con espanto, la declaración del insensato al que tenía orden de recoronar. Había conseguido saber la razón de que Talleyrand no marchara con él, lo cual, combinado con ese horror de proclama, le hacía temer que Louis, manipulado por D’Artois, estuviera próximo a formar un gobierno de «ultras» —el sobrenombre de los partidarios de Monsieur—, lo que quizá provocara otra revolución; alarmado, escribió a Talleyrand afirmando que fue por recomendación suya que SCM adelantara su regreso; de ahí pasó a exponer su asombro por que fuese a echar todo a rodar a causa de un malentendido —prefería definirlo así, pese a sólo ser el choque de un cretino que se sabía rey con un engreído que se consideraba más valioso que su estúpido monarca—, para terminar invitándole, de un modo casi conminatorio, a que se reuniera en Cambrai con Louis.

Escribir aquello le dejó muy fatigado. Para descansar se concentró en los informes sobre la situación de Francia que le hacía llegar su intelligentzia; supo así que Lamarque había firmado la paz en La Vendée; justo lo contrario de Marsella, donde hordas de realistas masacraban a los bonapartistas. Lo mismo, a una escala menor, sucedía en muchas otras plazas. Louis encontraría un país tan convulso que lo debería gobernar a punta de bayoneta, quisiera Dios que la suya propia y con el suficiente sentido para limitarse a mostrarla. Lo malo era que tal tipo de buen juicio no figuraba entre los muy escasos que la naturaleza le había otorgado. Necesitaba de Talleyrand para pensar y de Fouché para ejecutar. En otro caso Francia caería en una guerra civil, latente desde la muerte de Henri IV. Sería catastrófico para los intereses británicos, porque con Francia inestable las otras potencias se pondrían a la defensiva y sólo gastarían dinero en armamento, no en productos británicos. La prosperidad de Inglaterra necesitaba que Louis se hiciera con su país en cuanto pusiera el culo en el trono. Si no entrara en razón podría ser bueno pensar en su primo. El problema era Castlereagh, absolutamente opuesto a la idea, no sabía él si por las suyas propias, las de Liverpool o las del más o menos inminente George IV. Fuera lo que fuese, Inglaterra lo apostaba todo por el caballo Louis XVIII y él era el llamado a entregar las guineas al corredor. Nada, pues, que hacer.

Blücher firmaba una carta escrita por Gneisenau, respondiendo a la del Directorio y enunciando sus condiciones para negociar: la primera, que les fuera entregado Bonaparte; la segunda, que los ejércitos franceses evacuaran las provincias del Marne; la tercera, que las fortalezas del Sambre, el Meuse y el Moselle se rindieran al Niederrheinarmee. Tras eso quedaba por ver con quién la enviaban. Gneisenau estaba por Nostitz. No era un diplomático pero hablaba un excelente francés, y al ser miembro de una familia noble, de blasones antiguos, no se acomplejaría frente a un duque, un marqués y dos condes. A Blücher le pareció bien, aunque con dudas. No por desconfiar de su aide-de-camp; era porque no tenerle cerca durante las horas que durase su misión le causaría desasosiego. La confianza irrestringida en los colaboradores inmediatos era el evangelio de Blücher; perder al llorado Gerhard-Johann von Scharnhorst fue la mayor tragedia de su vida profesional; si el destino le dejara sin Gneisenau, sin Grolman y sin Nostitz abandonaría todo y se recluiría en Krieblowitz a esperar que la Parca se lo llevara. Se sabía incapaz de identificar unos nuevos socios tan competentes como aquéllos, y sobre todo tan leales. A partir de los sesenta, sostenía, las personas decentes son incapaces de cambiar de hábitos, de costumbres, de socios y de amigos. Sobre todo, de amigos.

Gneisenau le sometía otra carta, para el Prinz August. Le felicitaba por su nombramiento y le pedía —en realidad se lo mandaba— que no negociase con plenipotenciarios enemigos, y que a todo el que llegase a sus líneas se lo expidiera en el acto, a fin de no entrar en los juegos que sin duda emprendería el Directorio con los ejércitos, los gobiernos y las casas reales de Austria, Rusia, Inglaterra y Prusia. Tras eso no quedaba más que hacer; era hora de marchar a Saint Quentin, que no sólo sería su cuartel general de aquella noche, sino el gran almacén del Niederrheinarmee. La campaña, pensaba Gneisenau, no duraría más de diez días. Sus armeekorps, sin embargo, permanecerían durante meses en París o en sus aledaños, y habría que abastecerlos. Saint Quentin, a orillas del Somme, resultaba ideal para instalar en su puerto fluvial un depósito de distribución, a la distancia justa de París para ser accesible tras un día de marcha pero sin riesgo de que una hipotética muchedumbre lo asaltase por sorpresa, pues quedaba lo bastante lejos para masacrarla sin problemas. A esos efectos había pedido que se incorporasen a su estado mayor dos funcionarios estatales, el Freiherr Joachim von Ribbentrop, en calidad de gobernador civil, y el Oberst Loucy, que mandaría la policía. El que Saint Quentin pasase a ser una plaza ocupada no significaba que su vida debiera quedar interrumpida; en su concepción de la ocupación militar, muy adelantada para su tiempo, las tropas ocupantes no debían reemplazar a las autoridades civiles, sino ponerlas a sus órdenes a través de funcionarios también civiles. Procediendo así no haría falta fusilar demasiado, ahorrando dinero y complicaciones.

Ya emprendía el camino —Blücher había salido antes; le gustaba cabalgar a plena luz, para extasiarse ante la devastación que causaban sus tropas— cuando Bentivegni le tendió tres mensajes. Uno era de Thielmann, anunciando que sus vanguardias ya enlazaban con la retaguardia de Zieten. Otro era de Barclay de Tolly; explicaba que ya cruzaba el Rhein. El último era de Hake; comunicaba que la fortaleza de Sedan se le acababa de rendir; un gran logro, se apuntó en la memoria con objeto de hacerles llegar una nota de felicitación, a él y al Prinz August; la que no capitulaba era Bouillon; Hake prefería dejarla madurar, para concentrar sus esfuerzos en Givet y en Charlemont; una vez las tomara, el sistema fluvial Sambre-Niedermeusse quedaría despejado; el del Obermeusse, por desgracia, seguiría bloqueado por las fortalezas que lo defendían, Bouillon, Charleville y Mézières. La caída de Sedan, en cualquier caso, era no sólo una excelente noticia, sino la constatación de que Hake había conseguido que una horda tan heterogénea como el Norddeutsche Bundeskorps funcionase como un armeekorps. Pocos advertirían el valor de aquello, lo que también era bueno; cuanto más se tardara en saber que al Preußen Generalstabs le bastaba con unas semanas para convertir contingentes sin nada en común —salvo el idioma— en potentes unidades «a la prusiana», mejor.

Álava en Waterloo
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Agradecimientos.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0117.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml
Section0120.xhtml
Section0121.xhtml
Section0122.xhtml
Section0123.xhtml
Section0124.xhtml
Section0125.xhtml
Section0126.xhtml
Section0127.xhtml
Section0128.xhtml
Section0129.xhtml
Section0130.xhtml
Section0131.xhtml
Section0132.xhtml
Section0133.xhtml
Section0134.xhtml
Section0135.xhtml
Section0136.xhtml
Section0137.xhtml
Section0138.xhtml
Section0139.xhtml
Section0140.xhtml
Section0141.xhtml
Section0142.xhtml
Section0143.xhtml
autor.xhtml
notasAndante.xhtml
notasAllegroGrazia.xhtml
notasAllegroVivace.xhtml
notasAdagio.xhtml
notasCoda.xhtml