Picardie y Bruselas, lunes 12 de junio
La noche anterior cenó con sus hermanos y sus ministros. Se le veía mejor, aliviado por dejar atrás la política y poderse concentrar en lo militar, donde su lógica y su claridad de juicio brillaban con mayor intensidad. Influía el que llegaran noticias estimulantes: Mollien recaudaba más de lo esperado, Lamarque había liquidado la sublevación de La Vendée y Carnot percibía un incremento del sentimiento patrio, reavivado por la inminencia de la guerra. La seguridad ciudadana se hallaba en niveles impensables cuatro meses antes, sin desórdenes ni problemas de abastecimiento, gracias a lo cual la hostilidad que despertaba en alguna parte de la ciudadanía parecía pesar menos que un creciente odio por esa Séptima Coalición entrometida en los asuntos de los franceses, porque sólo ellos tenían derecho a decidir cuál hijo de puta querían ver en el trono de su país. Lo último, que Carnot dejó caer con verdadera gracia, le hizo reír de buena gana. Para el francés medio Père le Violette quizá fuera un bastardo, pero era su bastardo. Un título que ningún Bourbon sería capaz de arrebatarle.
Dejó Les Tuileries al despuntar el sol, con Bassano y Bertrand. Se dirigían a Laon, donde dormirían, para seguir al día siguiente hacia la fortaleza de Avesnes. La comitiva, escoltada por mil doscientos chasseurs-à-cheval, constaba de dieciocho vehículos. Transportaba una fortuna en dinero y diamantes, necesaria no sólo para costear diez semanas en Bruselas —en aquella campaña, que sería militar en su comienzo y diplomática en su culminación, debería exhibirse como lo que a fin de cuentas era: el soberano del primer país europeo por riqueza, por potencia y por cultura—, sino para pagar un buen número de sobornos, desdichadamente más onerosos de lo que supuso cuando quiso comprar a Talleyrand y a Metternich en precios que debían quedar muy lejos de las cifras que se manejaban aquellos días en el restringido mercado de las altas traiciones. Tanto Bertrand como Bassano, que tenían larga práctica en viajar con él, encontraban que su talante no era el usual de comenzar campañas. Contra su costumbre, de hablar muy poco, no dejaba de mascullar que los liberales y los idealistas, dentro de las diversas piaras en que se fragmentaba el Corps Législatif, se habían unido a La Fayette en un propósito de crearle problemas. Habría debido encarcelarles, repetía con machaconería, pero la situación no estaba para grandes alardes. Aun así confiaba en que una gran victoria les cerraría la boca una temporada. La que necesitaba para volver a controlar Europa. Un discurso que no por conocido dejaba de alegrarles, pues era el propio del Gran Napoleón, el semidiós al que habían entregado sus destinos, pero la forma en que lo exhalaba una y otra vez les hacía pensar que algo no iba bien. Jamás, incluso en los peores días de Fontainebleau, le habían visto tan obsesionado.
Wellington comentaba con De Lancey las últimas noticias del campo francés. Lo hacía frente a un mapa de Francia, donde multitud de banderitas indicaban dónde andaba cada cuerpo, cada división, cada brigada y cada regimiento. Al noreste, Boney contaba con los ciento veinticinco mil hombres de l’Armée du Nord; en Nancy, veintitrés mil a las órdenes de Rapp; en el Jura, nueve mil a las de Lecourbe; en el Var, seis mil a las de Brune; en Strasbourg, veintitrés mil a las de Suchet; en Burdeos, siete mil a las de Clausel; en Toulouse, siete mil a las de Decaen, y en La Vendée, veintisiete mil a las de Lamarque. Sólo veinte mil de los últimos podrían unirse a l’Armée du Nord, aunque no antes de diez días. Boney contaba con sesenta mil más desparramados en las fronteras, cubriendo fortalezas y arsenales, y con otros veinte mil en París, éstos a las órdenes de Davout. Todos eran de línea o primera clase; de segunda, que otra cosa no era la Guardia Nacional, poseía no menos de doscientos cincuenta mil bajo el mando de Masséna, un viejo conocido de los dos.
Su ejército y el de Blücher aparecían en otro mapa. El despliegue del suyo estaba bien actualizado; el del otro, no; de ahí que ordenase a De Lancey determinar con Müfling dónde diablos estaba. Tampoco sabía nada del Norddeutsche Bundeskorps; como a De Lancey quizá ni le sonase, aclaró que lo formaban tropas de catorce ducados[153] aliados de Prusia, y a continuación le ordenó que fabricara sus correspondientes banderitas y las clavase al margen del lado este, pues por allí aparecería cualquier día. Del ejército ruso sólo sabía que totalizaba doscientos mil hombres en siete cuerpos de infantería, dos de caballería y dos de reserva, y que marchaban cada uno a su aire, por lo que no tenía la menor idea de por dónde andaba; sería bueno que Pozzo le pusiese al día. En cuanto a los austríacos, su primer ejército, ciento setenta mil, se concentraba en Bâle; el I Armeekorps, de veinticinco mil, lo mandaba el Graf Colloredo-Mansfeld; el II, treinta y cuatro mil, el Prinz Friedrich-Franz Hohenzollern-Hechingen; el III, cuarenta y cuatro mil, el Kronprinz von Württemberg, y el IV, sesenta y siete mil, el Fürst Wrede. El I y el II eran austríacos, el III lo integraban tropas de Baden y Württemberg, y el IV era bávaro. El conjunto lo mandaba Schwarzenberg. El segundo, cincuenta mil entre sardos y piamonteses al mando de Frimont von Palota, todavía estaba en Torino. El tercero acampaba en Ventimiglia; lo formaban veintitrés mil austríacos, los mismos que acababan de aplastar a Murat, a las órdenes del Freiherr Bianchi. Suiza, por último, disponía de treinta y siete mil al mando de un tal Bachmann. Aún no sacaban conclusiones cuando apareció un oficial de Dörnberg. Su jefe se había reunido con un caballero francés que iba camino de Gante; afirmaba que l’Armée du Nord subía de ciento veinte mil hombres y que cubría la línea Maubeuge-Beaumont-Philippeville, lo que ya se sabía, pero no que las tropas estuvieran aprovisionándose para cuatro días de operaciones. En Avesnes, añadía, se preparaban para recibir al Corso. Aquello reforzaba lo que había dado por seguro: Boney aceptaba la invitación de Charlotte. Caer sobre Blücher con el Army of the Low Countries a un día de marcha sería una tentación irresistible. Desconfiaría, sin duda, pero con sólo ciento veinticinco mil hombres no podía soñar en vencerles si se juntaban. Debía batirles por separado, y fuera o no una celada tendría que arriesgarse, pues no se le presentaría otra oportunidad de pillarles tan alejados el uno del otro. Le apenaba no poder compartir aquello, pero no quería correr el riesgo de que algún día se conociese la desvergüenza con que planeaba dejar a Blücher con las posaderas al aire. La jugada, por otra parte, seguía pasando inadvertida. Sólo Álava se daba cuenta, pero no decía nada; se limitaba, como siempre, a ser su cómplice sin que le hubiera pedido que lo fuera. Sólo de Murray habría podido esperar lo mismo, se decía dando por concluida la reunión. Esperaba la visita de un aide-de-camp de Schwarzenberg, el Graf Baar, y sería una desconsideración hacerle guardar antesala, pues las campanas de Saint Michel et Sainte Gudule indicaban que ya eran las once.
Baar traía una carta de Schwarzenberg; explicaba que los rusos había destacado una fuerza de cincuenta mil hombres al mando de Voronzoff, la cual avanzaba tras su IV Armeekorps, el de Wrede. Su propósito común era tomar las fortalezas del Moselle, el Meuse y el Saar. El Oberrheinarmee cruzaría el Rhin el día 24, por Basel, para una vez en Francia dirigirse a Besançon. Su segunda fuerza, la de Frimont, saldría de Genève el 27, para marchar sobre Lyon. Nada de todo aquello era nuevo para él, aunque lo sería para Gneisenau, al que no le gustaría saber que ciento quince mil rusos y bávaros marchaban hacia unas fortalezas que ya consideraba prusianas. Cuando supiera de aquello no dudaría en lanzar su fantasmagórico Norddeutsche Bundeskorps para que las tomase antes que la competencia. De ahí que no pensara copiarle aquella carta; si Schwarzenberg desease que Blücher conociera sus movimientos, Baar se habría detenido en Namur, cosa que no hizo, lo que a su vez no podía ser más lógico: pese a ser una guerra contra un enemigo común, cada potencia buscaba su propio beneficio. Era natural que Schwarzenberg y Blücher, que no se podían ni ver, se perrearan mutuamente aquellas fortalezas; después de todo, él y Gneisenau hacían lo mismo para llegar los primeros a París.
Baar era todo un conde, de modo que le invitó a cenar, explicándole que acudirían los comisionados Vincent, Müffling, Álava y Pozzo. A la inevitable pregunta —la que todos hacían—, «cuándo piensa Your Grace que atacará Bonaparte», respondió lo que a todos, que sin Boney su ejército no se movería, y tres días antes, el 10, se le había visto en el Théâtre Français tragándose un drama horrible, llamado Héctor por más señas. Nada, pues, de qué preocuparse; cuando menos, esa semana.
Generalmajor Karl von Müffling
—¿El jueves aún estará por aquí? Lo pregunto porque a la duquesa de Richmond le gustaría que asistiese al baile que organiza con motivo de la victoria de Vitoria. Por aquí no se habla de otra cosa, incluyendo a Boney. Si se queda podré presentarle allí a mis generales y a mis oficiales superiores.
Le guiñó un ojo y el conde sonrió: el mariscal Wellington era tan encantador como el embajador Wellington, el de Viena. La vida en Bruselas, decía Vincent, discurría con acuerdo a unos usos de provisionalidad en los que casi todo estaba permitido. Nada le gustaría más que comprobarlo.
—Me gustaría mucho asistir, Your Grace.
Wellington ignoraba en qué medida Baar podría contribuir a incrementar la potencia del señuelo, pero su aspecto era el de un cretino incapaz de mantener la boca cerrada. No tendría nada de particular que, a la mañana siguiente, alguno de los mensajeros camuflados de panaderos, lecheros o carboneros que cada día cruzaban la frontera llevase un mensaje a la intelligentzia francesa, confirmando la presencia de la oficialidad de Wellington, al completo, en el baile de Lady Richmond.
Sir Thomas Picton había llegado a Bruselas con sus incondicionales, sus caballos y una parte de sus equipajes; la otra permanecía en Oostende a la espera de que alguien la llevase donde se hospedaban, el Hôtel d’Anglaterre. Quería ver a Wellington, porque no tenía idea de cuál sería su función, ni el mando de qué unidad pensaba confiarle, de modo que, por medio de uno de los mensajeros que pululaban por los salones del hotel, le hizo llegar una nota. El mensajero regresó en diez minutos —la Rue de la Montagne du Parc no estaba lejos— para decirle que, según Lord Fitz-Roy Somerset, His Grace había salido a pasear por el parque, donde le podría encontrar. Dudó un momento, porque vestía las mismas ropas con que llegó de Oostende, aunque supuso que Wellington sabría ser comprensivo, de modo que se puso en marcha, para encontrarle minutos después, rodeado de sus imberbes ADC. Le saludó con la familiaridad de los viejos compañeros, lo que al momento percibió que no le sentaba bien, porque tras una mirada muy fría le devolvió el saludo con marcada sequedad, y tras eso le mandó presentarse cuanto antes en el puesto de mando de la V División, que llevaba días esperándole. Tras eso reanudó su paseo, así como su animada charla con a saber cuál de los niñatos que le acompañaban, observaba un compungido Sir Thomas al tiempo que se preguntaba si no habría hecho el idiota uniéndose al ejército de aquel esnob. No se contestó porque la respuesta era obvia: tras haber pagado sus deudas más urgentes con la prima de incorporación, no le quedaba una triste guinea.