Avesnes-sur-Helpe, martes 13 de junio
Aquello más parecía un aula donde un profesor impartía clase que un Emperador explicando planes a su primer nivel de mando. En primera fila, los Maréchaux Soult y Grouchy; flanqueándoles, los Généraux de corps d’armée Drouet (I Corps, veintiún mil seiscientos hombres), Reille (II, veintiún mil trescientos), Vandamme (III, quince mil novecientos), Gérard (IV, dieciséis mil). Mouton (VI, trece mil), Drouot (Garde Impériale, veintisiete mil setecientos), Pajol (1er Corps de Chevalerie, dos mil cuatrocientos), Exelmans (2.º, dos mil novecientos), Kellerman (3.º, tres mil doscientos) y Milhaud (4.º, tres mil). Tras ellos, sus jefes de estado mayor y sus mandos de división. A su espalda se alineaban los generales y coroneles del estado mayor de l’Armée du Nord, a las órdenes del Maréchal Soult, y los aides-de-camp de l’Empereur, al mando de La Bédoyère; por último, el Général Bertrand. Las noventa cabezas más importantes de una Armée du Nord que totalizaba ciento veinticinco mil seiscientos veinte hombres, más el estado mayor de Su Majestad.
Dos horas después todos tenían claro con quiénes y con cuántos se las iban a ver. En lo último Napoleón tiró por bajo, como siempre. La moral lo es todo, sostenía, lo que valía tanto para la tropa miserable como para los miserables que la mandaban. De allí no debía salir nadie pensando que serían ciento veintitantos mil contra los doscientos treinta mil que sumaban Blücher y Wellington, y de rusos y austríacos mejor no hablar —los había despachado con un evasivo «están lejísimos»—, pero la cifra de ciento sesenta mil que dejó caer no se la creyó nadie. El que más y el que menos daba por seguro un tercio más, como poco. Le gustase o no al pensativo Emperador, que se había puesto a pasear por el reducto fortificado, en aquella sala se le conocía bien. Pensaba en los doce regimientos de la Guardia Nacional que había reunido en Lille para que siguieran un ruidoso programa de maniobras. No sólo pretendía confundir a los espías de Wellington —tendría tantos allí como él en Valonia—, sino verificar que, llegado el caso, podría contar con aquella mediocre horda para cubrir los miles de bajas que sufriría en su camino a Bruselas. Soult insistía en que tan malos no eran y que bien distribuidos rellenarían huecos sin riesgo de que huyeran al ver caer proyectiles de nueve libras. Quizá fuera verdad; a eso se debía una de sus últimas órdenes, que al amanecer del 15 dejaran Lille y se dirigiesen allí, a la fortaleza de Avesnes, por si conviniese llamarles a Charleroi. Todo indicaba que su ala izquierda, la que pensaba confiar a Ney, tendría poco trabajo hasta muy avanzado el 16, donde si todo iba bien se las vería con las vanguardias de Wellington, de quien seguía pensando que, o estaba loco de remate, o era condenadamente listo. En cuanto a Blücher, sus posiciones señalaban que antes de que pudiera concentrar sus armeekorps se habría quedado sin el I, al que pensaba triturar contra el Sambre y destrozar entre Charleroi y Gilly. Así, a la hora de vérselas con lo que restara del Niederrheinarmee, lo que tendría lugar al amanecer del 16, Blücher sólo contaría con tres de sus cuatro cuerpos, y hasta podría suceder que únicamente dos, pues el IV seguía en Hannut, demasiado lejos para ser visto en Sombreffe. La posición donde Blücher se haría fuerte no podía estar mejor determinada. En los dos meses que llevaba en Valonia sus armeekorps se habían congregado en Sombreffe-Ligny la suficiente cantidad de veces para ser claro que allí era donde pensaban esperarle. Bien, pues allí le verían. La posición no era mala, pero tampoco buena, porque no resistiría un asalto en dos columnas. Blücher acabaría por retirarse, dejando solo a Wellington. Tras una sangría de cincuenta mil hombres debería buscar el cobijo de los rusos y los austríacos, y era verdad que aún estaban muy lejos. La batalla decisiva sería contra Wellington, cien mil contra cien mil, pero los suyos eran mejores. Ya vería entonces, el irlandés, que de habérselas visto con él en España, y no con Soult ni con Gazán, si hubiera sobrevivido para contarlo aún sería un triste Major-General Wellesley.